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El insaciable espíritu aventurero de Ignacio Jáuregui ya ha quedado atestiguado a lo largo y ancho de este libro, pero si alguien todavía abrigara alguna pequeña duda no tendría más que ver a quien se trajo a escribir el epílogo. Más sedentario no lo hay. Es fama que los libros de viajes se escriben para los sedentarios, pero uno lo es en grado recalcitrante. Hasta la literatura viajera me da jet lag, por no hablar de los reportajes fotográficos de aquellos que se empeñan en mostrárnoslos demoradamente, como si el hecho de que no viajemos se debiese a una incapacidad económica o a una minusvalía que sus fotos y comentarios vendrían a consolar. Firme partidario de la libertad ajena, me gusta mucho que la gente viaje (y de algunos confieso que incluso preferiría que lo hiciesen más), con la única condición de que luego no me lo cuenten ni me enseñen las fotos.

No lo digo para hacerme el interesante: lo tenía escrito y, con toda seguridad, Jáuregui —que entre viaje y viaje encuentra tiempo para leerlo todo— me lo tenía leído. ¡Y todavía se atreve a abrirme las puertas de sus 50 ensayos de secesión! Cuánto valor. O mejor dicho, cuánta fe en el valor literario de sus crónicas, que es por donde me rindo.

Mi entusiasmo rendido por este libro no se debe, pues, en ningún caso a que esté escrito en la prestigiosa Indochina o en la cool Chiapas, sino a que está escrito muy bien. Véase la puesta de sol en Marsella, ciudad que es, por lo visto, «antes que nada, una luz portentosa»:

La caída del sol es aquí un acontecimiento lento, agónico, aparatoso, dulcísimo, de una belleza exasperante. […] Yates aparatosos de esos que parecen electrodomésticos de alta gama. […] El cielo es ya una pantalla plana de un naranja carnoso y violento sobre la que los barcos que vienen de vuelta se recortan con nitidez de sombras chinescas […] en una misma lava incandescente.

Estuve a punto de advertir a mi amigo de la duplicidad del adjetivo «aparatoso», tan bien puesto en ambos casos; pero, al dudar de dónde aconsejarle que lo quitara, caí en la cuenta de que aparece de modos muy distintos: en el primer caso, refiriéndose a una compleja tramoya espectacular y en el segundo, con una guasa fina, apuntando a la simple condición niquelada de esos yates de un lujo fuera de lugar. La proximidad destaca la divergencia de ambos «aparatosos», los hace más expresivos y remarca, como quien no quiere la cosa, la de registros (y recursos) que maneja Jáuregui en un palmo de terreno. Con esas sutilezas y precisiones escribe siempre. Sostiene una soterrada tensión literaria que no se da tregua. Reléase, por ejemplo, la adjetivación de Bangkok: «borboteante», «bullanguera», «avasalladora efervescencia», «gigantesca marmita»… O esta fotografía genovesa, ante la precipitada ciudad que crece hacia los montes, tomada en el click instantáneo de una greguería que podría haber firmado Ramón Gómez de la Serna: «Génova: una avalancha invertida».

El lector, en su sillón, se regodea, olvidado de cualquier jet lag. Y hasta de su sedentarismo a machamartillo, porque estas páginas te mueven. Ese ritmo binario —una ciudad europea, otra no— imprime un ir y venir. Es de una sutil inteligencia, por supuesto, porque desactiva el eurocentrismo sin por ello renegar de Europa; pero va más allá: nos permite sentir, milagrosa (y cómodamente), el ajetreo del viajero.

Y aún sabe Jáuregui imponernos otro movimiento. Numerosos ensayos de este libro proponen implícitamente, como las famosas X de los diarios de Andrés Trapiello, una adivinanza al lector, que tratará de descubrir qué ciudad visitamos antes de que se nos diga. Que Jáuregui es bien consciente del juego lo reconoce a veces, como cuando a mitad de un texto exclama: «Estamos, el lector ya lo habrá adivinado…» Ya veremos después que hay más que entretenimiento y juego en este guiño, pero dejemos dicho que con él nos espolea y no nos deja quietos, que consigue, nuevamente, desapalancarnos, y con las solas armas (Dios se lo pague) de la literatura.

Claro que una gran escritura es más que una adjetivación deslumbrante o que unos recursos estilizadamente utilizados. Para valorarla, es necesario meterse a fondo en su materia. Fue Yeats el que dijo que tras un poema auténtico merecía la pena recorrer medio mundo. He seguido, pues, a Jáuregui en sus viajes, espoleado por el placer de una prosa a la que compensa perseguir.

Además, hay algo que el sedentario implacable ha de agradecer de todo corazón al paseante: su vocación de invisibilidad. En la música de este libro hay también un estribillo irónico contra el turismo de masas que yo, de haber viajado, firmaría. Lo disfruto igual. Jáuregui no se limita a decir ni a pensar, siquiera, que los turistas son los otros, como tantos. Él no se fía ni de su sombra. Se mantiene, según sus propias palabras, «siempre alerta contra las muestras demasiado ostentosas de egocentrismo», y no se quita ojo, no, pero para contenerse. Hay límites a la invisibilidad que nunca podrá traspasar, y así reconoce que «a sus enumeraciones se les escapará infinitamente más de lo que atrapan y que al final sólo conseguirá reflejarse oblicuamente a sí mismo. Y tal vez hoy se desespere, pero acabará entendiendo que así es como tiene que ser». Se trata de un guiño a Jorge Luis Borges, patrón de las enumeraciones caóticas, y es, por tanto, un último intento de hacerse invisible al menos en la tácita intertextualidad. El ciego Borges vio, en los trazos con que intentaba describir el universo, las líneas de su cara; y Jáuregui, tras intentarlo él mismo, vuelve a constatarlo, estereoscópico.

Tanta ironía se completa con una metapoética muy seria de la literatura de viajes. Ultramoderno en todo, Jáuregui no deja un segundo de cuestionarse a sí mismo, ni como personaje (lo más invisible que alcanza) ni como viajero (lo menos turista que cabe) ni, tampoco, como escritor (lo más consciente que puede). Podría escribirse un tratado sobre la literatura de viajes con las citas, las ideas y las intuiciones que, al hilo de sus correrías, va dejando caer.

Con todo, el paseante invisible no camina en círculos. Tiene la ambición de la línea recta y la vista omnicomprensiva. No se enrolla: desenreda. El lector sedentario se lo agradece ya hasta extremos de efusión sentimental. Jáuregui aspira a conocer el alma de la ciudad que visita, que, en principio, se le presenta como un enigma. Era por eso que jugaba a menudo a no dárnosla a conocer desde la primera línea: un reflejo poético de su propia comprensión paulatina y detectivesca. Por eso estos textos, sin dejar de ser crónicas, son ensayos. No es un coleccionista de estampas típicas o bonitas y, por tanto, no viene a enseñarnos su muestrario. Él no viene, fue, y a otra cosa: a entender. Lo dice con significativa frecuencia: «El viajero tiene la afición o el capricho de sacar, a partir de datos nimios pescados al vuelo, conclusiones generales sobre los sitios que recorre a la velocidad del turista moderno». El lector percibe la fuerza que arrastra al paseante hacia el invisible misterio magnético de la verdad de otras vidas. Aunque él siempre se aplica, pudoroso, el punzón de la ironía y nos advierte de su «engañosa convicción de poder descifrarlas en una tarde». Hay, entre bromas y veras, una voluntad constante —que trae a la memoria a Eugenio d’Ors— de elevar la anécdota a categoría.

No obstante, ni en este objetivo final se desprende de su inevitable subjetividad asordinada, por mucho que anhele rendirse a la deseada objetividad: «De vez en cuando una idea que tenía uno por indiscutida y autoevidente se le desmorona al contacto con la realidad como una postilla que se desprende sola cuando menos reparamos en ella». Leyendo esta frase, he sentido el tirón del deseo del viaje. Menos mal que a las pocas páginas, esta otra vino de nuevo a aplacármelo: «Para conocerla de veras (para conocer de veras cualquier ciudad), una vida no alcanzaría».

Aquí, confortablemente justificado, podría acabar este epílogo, pero no habría dado cuenta completa de los méritos del libro. ¿Cómo olvidar el peso que en las descripciones de Jáuregui tiene su condición de arquitecto? Qué carrera universitaria tan aprovechada, al menos en lo que a la literatura respecta. Estamos ante una prosa en 3-D, y la descripción del Zócalo de México, por poner un ejemplo grandioso, lo constata. Con frecuencia se pregunta uno si este hombre escribe con una pluma o con un pincel. De paso, esa condición de arquitecto, unida a su estatus de ciudadano consciente y comprometido, explica que sea la ciudad el objetivo de sus viajes, que la naturaleza aparezca, esplendorosa, sí, pero como parque.

En alguien tan atento a los hechos como Jáuregui Real y en unos géneros tan realistas como la crónica de viajes y el ensayo, ese peso arquitectónico, esa inteligencia espacial, esa escritura volumétrica, esa dimensión política (en un sentido aristotélico) adquieren toda su potencia. La temperatura cordial de este libro la dan el natural contentadizo de su autor, su infancia no perdida y sus voluptuosas reverencias ante lo hermoso, ya sea una mujer que pasa o la curva de una escalera: «Tal vez no merezcamos tanta belleza pero, si se trata de agradecerla, este paseante no quisiera quedarse corto». Mi afinidad con su actitud es absoluta; y quizá por eso, por contraste, estoy convencido de que la auténtica peculiaridad inalcanzable de esta prosa es su rara transparencia, que además construye. Es una visión la de Jáuregui que no se contenta con ser deliciosa y amable. También nos hace ver.

Y es entonces cuando al fin me arrellano, justificado del todo. De haber ido yo a esas cincuenta ciudades no las habría visto, ni por asomo, igual de bien. No me cabe duda.

Poeta, crítico literario y traductor.