Tiempo de lectura: 10 min.

Una persona, una sociedad, una cultura pueden ser entendidos a través de lo que dicen o hacen explícitamente, pero también por su huella, por el rastro que dejan cuando se instalan o pasan por el mundo. La cartografía es una especie de autobiografía involuntaria que los hombres escriben al organizar su espacio como pueden. Por eso propongo examinar la cultura europea desde ese mirador tan poco visitado pero que tiene la gran ventaja de asomarse a un escenario involuntario, no organizado para su exposición pública, y tal vez por eso más sincero que cualquier escenificación programada. La geografía humana es la ciencia de lo que los hombres somos sin habernos puesto de acuerdo, sin maquillaje, sin trastienda ni tramoya, a cualquier hora del día o de la noche y sin arreglar.

El desarrollo y la formación de redes luminosas

La observación de los mapas nos enseña más acerca de la vida común de los hombres que muchos tratados dedicados a la materia. En ellos no solo se deja ver lo que los hombres han hecho conscientemente, como las vías de comunicación que abrieron, las barreras que fueron definitivamente vencidas o los espacios colonizados. Hay también en la geografía una especie de huella o rastro involuntario que nos habla de lo que somos a través de la imagen que ofrecemos involuntariamente.

Una de esas pistas para indagar en la naturaleza de nuestras sociedades la proporcionan las fotografías aéreas del mundo nocturno. Las partes habitadas de la tierra se ven como zonas iluminadas y una de las primeras cosas que llaman la atención es que hay pocos centros de luz que estén rodeados de grandes espacios oscuros, como por ejemplo Moscú o Buenos Aires. Por el contrario, en Japón, en el este y el oeste de los Estados Unidos y en casi toda Europa lo que se observa es que, en vez de centros de luz, hay bandas o entramados luminosos difusos que han hecho invisibles los antiguos centros; resulta casi imposible descubrir Bonn, Shefield o Milán porque no destacan sobre trasfondos de oscuridad deshabitada. Y uno de los indicadores de desarrollo parece ser precisamente la formación de redes luminosas, mientras que las zonas menos dinámicas conservan aún la tendencia a concentrarse en núcleos destacados.

Esta observación me permite avanzar una hipótesis acerca del carácter de nuestra civilización: Europa tiende a la desaparición de los centros y a la formación de redes; no se construirá a partir del modelo de las antiguas concentraciones sino que ofrecerá el aspecto de una red. Pero la geometría europea no es un resultado casual, sino que responde también a una determinada manera de entender cómo deben organizarse las sociedades o cómo se organizan de hecho aunque no lo hayamos pretendido o incluso desagrade a los partidarios de la tradicional centralización.

El principio organizativo que está en el origen de esa configuración reticular es el de la relación múltiple y variable de una infinidad potencial de centros de decisión; su trasposición espacial no es ya la centralización, sino una red que se densifica. Las redes —de tráfico, de comunicación, de información— son un elemento esencial de una civilización que se extiende multiplicando las relaciones posibles y las dependencias recíprocas entre sujetos espacial y socialmente alejados. Esta peculiaridad es lo que ha permitido caracterizar al proceso de civilización como de una progresiva globalización. La historia de la configuración de esas redes es una historia de progresiva multiplicación o densificación. Las redes se espesan con el aumento de la participación de elementos potencialmente anexionables y que ya están conectados en un sistema de red.

Las implicaciones de la globalización

Esto tiene una gran significación cultural, social y política. Las redes llevan a cabo dos posibilidades que no existían con anterioridad: la simultaneidad temporal en la presencia o accesibilidad de información, sin importar la distancia, y la creación de conexiones directas, sin rodeos, entre cualesquiera de los participantes en la red.

¿Qué tipo de civilización es la que produce una disposición de este tipo y qué se sigue de la sociedad reticular? ¿Qué puede significar para el futuro de Europa? ¿Qué nos cabe esperar y qué debemos temer de una sociedad literalmente «enredada»?

De entrada, con la densificación creciente de redes que se extienden, la civilización moderna dispone de mayores espacios y adquiere el carácter de una civilización unitaria, global. Hay toda una crítica ya demasiado común a la unificación que se expresa en la industria del fast-food o en la omnipresencia de determinados bienes de consumo, sobre los que el pop-art ha vuelto reflexivamente nuestra atención. Es una crítica que no tiene en cuenta que esa misma civilización es la que nos hace accesibles los productos refinados de las culturas más extrañas. Y para comida rápida, valga el bodrio que antaño se daba a los pobres en las porterías de algunos conventos. Más interesante que todas estas críticas es pensar las consecuencias que se siguen del hecho de que cada vez más personas dispongan de productos y de competencias análogas y que la única frontera para utilizar determinados servicios o hacer turismo sea un conocimiento rudimentario del inglés.

Esta equality of choices llega a extremos paradójicos como, por ejemplo, a que tampoco los países con régimen fundamentalista quieran renunciar a los modernos armamentos, aunque se hayan hecho con el poder criticando la decadencia de los países que producen tales armas. La pretensión de que los derechos humanos tienen una validez universal es frecuentemente rechazada por países que ven en ella una expresión del imperialismo occidental. Pero también ocurre que los derechos humanos «perjudican» los intereses de los países supuestamente colonialistas y se pone en juego un proceso que reduce la dependencia en el plano internacional. Al mismo tiempo, en los países de origen de los emigrantes, en que tradicionalmente no era un problema el respeto a las minorías termina siendo un tema inevitable.

La expansión de redes de dependencia recíproca

La mundialización extiende los sistemas de normas de carácter universal con sus correspondientes instituciones jurídicas y políticas de competencia universal. No es posible, por ejemplo, participar en determinados mercados sin tener que aceptar alguna norma o institución que protege a ese mercado, desde sistemas de arbitraje, normas de producción hasta incluso todo un sistema democrático. Por eso resulta difícilmente sostenible una economía de mercado en un país dictatorial, dando lugar a multitud de tensiones internas y externas. El universalismo moderno se entiende mal cuando se piensa como resultado de un discurso filosófico en el que se hace valer el argumento mejor fundamentado; el universalismo se sigue más bien de la expansión de interacciones que establecen redes de dependencia recíproca. Se podría decir que todo manual de instrucciones de un artefacto técnico es un involuntario elemento unificador de las civilizaciones. La expansión de la civilización científica y técnica no es normativamente neutra. Si alguien quisiera defender obstinadamente su «identidad» no solamente debería prohibir la entrada de personas armadas, sino la de cosas aparentemente inofensivas como una bebida, una música o un turista. La censura es a veces torpe, siempre inútil, pero suele saber bastante bien lo que persigue y por eso se obceca en objetos que parecen ridículos, como Platón persiguiendo la música. «A la democracia por la Coca-Cola», podría ser el eslogan de esta peculiar infiltración de la cultura occidental. Y el grito de advertencia: «se comienza escuchando rock y se acaba votando en una urna». Los derechos humanos se proclaman con formato DIN A-4.

No entenderíamos bien este proceso de globalización si dejáramos de advertir un contrapunto que le es esencial. Los procesos de expansión de la civilización reticular provocan también movimientos de fortalecimiento reflexivo de las procedencias culturales. Se trata de fuerzas complementarias a los procesos de asimilación. En una sociedad enredada se acrecienta la necesidad y la posibilidad para la autoorganización de pequeñas comunidades. Sería equivocado pensar en los movimientos de regionalización como meros fenómenos de compensación, útiles para el equilibrio emocional en procesos bruscos de racionalización, pero políticamente irrelevantes. La complejidad creciente aumenta por un lado las capacidades de control central, pero complementariamente crecen también aquellos presupuestos vitales cuya regulación central es imposible.

La preocupación de los regionalismos

Toda unificación promueve movimientos de descentralización, como puede comprobarlo quien examine el desarrollo de la política regional europea. No es este un asunto folklórico, provincialista o localista, sino que responde a una lógica propia de todo proceso de modernización, que no la frena sino que la hace posible. De hecho, los regionalismos o procesos similares no tienen su sede en ámbitos poco desarrollados, sino generalmente en los frentes más innovadores de los Estados miembros, como por ejemplo, Cataluña, el norte de Italia o Baviera. La preocupación por la propia identidad no se adquiere en lugares aislados, sino en los más dinámicos. La percepción de las diferencias de origen y su reconocimiento únicamente tienen lugar en la autoconciencia que se adquiere en los entramados de relación y dependencia recíproca de la civilización moderna. Se podría entender esta civilización reticular como una estructura doble en que, por un lado, se advierten las diferencias y, complementariamente, hay una mayor cercanía al diferente.

El crecimiento de las redes que nos vinculan realmente con espacios lejanos intensifican la experiencia de la alteridad de los demás y de la peculiaridad propia. Quien viaja relativiza lo propio a la vez que lo descubre como tal. Y al mismo tiempo, cabría decir que no hay universalista más crédulo que el sedentario alimentado por los productos culturales más despersonalizados. El universalismo de culebrón y festival de Eurovisión no es comparable al de quien es universalista por comparación y no renuncia a ser de un sitio particular, a estimar lo propio y a contrastarlo con otras particularidades.

La densificación de las redes implica descentralización cultural y política, la desaparición del centro o al menos de las funciones que hasta hace poco le estaban asignadas. La nueva provincialización procede de que las redes, al compactarse, hacen que disminuya la significación relativa del centro. Tenemos una experiencia de esto si reparamos en la transformación reciente de las grandes metrópolis europeas. Que «todos los caminos conducen a Roma» quiere decir que Roma ha tenido una posición central en la historia occidental hasta la división del Imperio. Pero tiene también el sentido directo de que las comunicaciones viarias estaban pensadas desde ese centro. Que «todos los caminos conducen a Roma» significa que quien coge un tren en el Fiumicino y quiera ir a Castelgandolfo, pero no a Roma, ha de pasar por Roma; y si quiere ir a Civitavecchia el paso por Roma le supone un desvío considerable. La racionalidad elemental del centro —la clave de su antiguo éxito— consistía en la minimalización del número de conexiones necesarias a través de las cuales se puede llegar de un lugar a otro, en la selección de un lugar por el que deba pasar inevitablemente el camino a cualquier otro lugar. El centro era el punto de encuentro de todos los desvíos, la encrucijada de los rodeos.

La desaparición del centro

Esta posición privilegiada del centro se ha conservado notablemente, pero también es cierto que hay tendencias opuestas muy poderosas, especialmente en la vieja Europa. Estas fuerzas resultan de la presión de los procesos de modernización cuya condición real es el espesamiento de las redes. El espesor de las redes que nos vinculan sin centralidad crece exponencialmente como crecen las posibilidades de ir de un sitio a otro sin necesidad de dar rodeos por el centro. En las redes modernas de comunicación todos los participantes están potencialmente unidos entre sí. La consecuencia de esta densificación es la desaparición de la centralidad del sistema. No se habla a través de centros (o centralitas). En todo caso, la central es un satélite geoestacionario que no representa ningún lugar social privilegiado. Las conexiones entre los elementos de la red se realizan sin consentimiento central, tienen frecuentemente un carácter transnacional, ignoran las fronteras y configuran intereses diferentes de los definidos centralmente.

No deberíamos dejar de advertir las enormes consecuencias de todo tipo que se siguen de unas redes de relación sin centralidad. La densidad de la comunicación y la movilidad espacial hacen que el acceso a la información y a los bienes sea potencialmente universal y sin centro. En un sistema así aumenta también la homogeneidad de la distribución, hace que las cosas estén simultáneamente presentes en muchos sitios y que el centro pierda sus antiguos privilegios y que cada vez tiene menos sentido hablar de «provincias» como un lugar en el que escasean determinadas cosas o llegan tarde. Tal vez sea ésta la causa de que la diferencia entre el campo y la ciudad sea cada vez más irrelevante.

En 1995 tuvo lugar un congreso en Montreux cuyo tema ilustra esta situación. Alarm um die Stãdte era el título que agrupaba a un buen número de personas preocupadas por la desaparición del papel tradicional de las ciudades en Suiza. Allí se dijo que solo nueve de las sesenta antiguas ciudades de Suiza seguían siendo actualmente verdaderas ciudades. El resto habían sido rodeadas por conurbaciones que transformaban los centros urbanos en áreas metropolitanas. Esto es lo que se observa en torno a Zúrich, Basilea, Ginebra-Lausana y el sur del Ticino. Esta tendencia parece tan fuerte que ya se habla de una «Urban Network Switzerland», de Suiza como una ciudad. De hecho, el 70% de la población suiza vive ya en un ambiente urbano. Se daría entonces la paradoja de que el éxito de la ciudad equivale a su efectiva desaparición como centro organizador.

Dicen las estadísticas que más del 30 % de los turistas europeos hacen turismo en las ciudades. Es posible que busquen el viejo núcleo con su encanto histórico pero, de hecho, no lo encuentran en su vitalidad funcional, sino como un reducto museístico. Es muy dudoso que las ciudades del futuro tengan algo similar a las calles anulares y los bulevares de las grandes metrópolis del XIX. Con esto no estoy acusando a los arquitectos o urbanistas de incapacidad para hacer visible la centralidad con los procedimientos arquitectónicos. El problema tiene que ver más bien con la creciente pérdida de representatividad de los centros en una civilización de tejidos técnicos, económicos y comunicativos carentes de un centro reconocible. Por ese motivo cabe suponer que Bruselas no será nunca un centro al estilo de las viejas capitales europeas. Nada lo muestra mejor que el fracaso de los intentos por fundar macrocapitales en los regímenes totalitarios de este siglo. Ya no parece posible ni siquiera establecer centros a los que asignar las funciones que se encomendaron a capitales modernas como Ottawa, Ankara, Camberra o Washington. Una sociedad reticular es una sociedad tendencialmente descapitalizada.

Tampoco es una casualidad que la arquitectura actual haya sufrido una correspondiente transformación. Según la fórmula de Posener, nuestra arquitectura representa menos funciones de uso que funciones de construcción. Con los actuales medios arquitectónicos es difícil decir cómo debería ser un ayuntamiento o una sede presidencial. La reciente envoltura del Reichstag de Berlín puede interpretarse como un aprovechamiento irónico de este desconcierto. En las democracias actuales, la presencia efectiva del presidente es una presencia mediática sin territorialidad y esto no es fácil de representar con un edificio. Los parámetros de lo cercano y lo lejano, lo sublime y lo corriente, lo enfático y lo simple, lo antiguo y lo nuevo ya no trazan fronteras que delimiten al pueblo de los poderosos, pues también el poder se quiere revestir ocasionalmente de las propiedades de sus súbditos. Por eso la estética política es un ámbito en ebullición, tras una época de hieratismo estático. En este contexto, las escaleras o las columnas son un transfondo decorativo; el lugar elevado y central no simboliza el tipo de poder que se ejerce en nuestras sociedades. ¿Qué es una función? Pues precisamente hacer visible lo que se ha convertido en invisible. Por eso la actual arquitectura política tiene un sesgo de inofensiva nostalgia. Por eso el turista metropolitano no solo busca pasado; en los vestigios arquitectónicos de las capitales históricas busca y encuentra la representación simbólica de algo común cuya funcionalización actual apenas se puede expresar en las entidades locales. Busca el recuerdo de algo lejano que ha perdido entre tanta inmediatez, algo que, por favor, no sea interactivo, simpático, igual que nosotros, sino, a ser posible, tradicional, sublime, distante.

Siento no poder concluir con una nota pesimista de crítica cultural, pero es que pienso que una sociedad enredada, en lugar de nivelar, conformar y masificar, fortalece más bien la pluralización. Los críticos de la sociedad de masas no tuvieron en consideración las oportunidades emancipadoras que ofrece una sociedad reticular, no supieron ver que si la técnica primitiva favoreció las dictaduras, la técnica actual contribuye a su destrucción.

Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la Cátedra Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia.