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Entre las numerosas obras importantes de León Tolstói hay una que nos acerca de una manera íntima a sus sentimientos. En ella no son los grandes acontecimientos de la Historia o las repercusiones de la vida social y política en los cambios de la Rusia de su tiempo, sino estrictamente el análisis de una vida familiar y los sentimientos conflictivos que produce la relación matrimonial.

Tolstói, recordémoslo, contrajo matrimonio con Sofía Andreievna Bers en 1862. La diferencia de edad entre ellos era considerable pues la mujer apenas tenía diecisiete años y él treinta y cuatro. Sofía era además muy bella y -como persona de la alta sociedad- con una educación esmerada. La carencia de problemas económicos del matrimonio, al poseer Tolstói importantes fincas heredadas de su padre, el conde Tolstói, y de su madre, la princesa María Volkonski, presagiaba una existencia grata sin otro cuidado que el cultivo del arte y la literatura.

Sin embargo no fue así. El matrimonio Tolstói pasó crisis profundas que le llevaron, al final de sus días, a no ver siquiera a su mujer en momentos en los que se acercaba su muerte. Las virtudes morales de Tolstói, su propio sentido de la educación quizá trabajaron en su contra y le crearon más conflictos de los que su experiencia humana hubiera podido solucionar.

La Sonata a Kreutzer es, en buena medida, una confesión de parte. Tolstói recurre al procedimiento de inventarse un personaje de nombre Posdnicheff que relata, durante un viaje en tren a un interlocutor ficticio, cómo y por qué asesinó a su mujer habiendo sido finalmente absuelto del delito por considerarlo el jurado «una cuestión de honor». El tema es importante si contemplamos la estadística de los malos tratos que sufren las mujeres en los países civilizados, tanto en España como en Rusia, por poner dos ejemplos. Y si entendemos que las antiguas leyes matrimoniales, como el Domostroi, son todavía tomadas al pie de la letra por algunos maridos incapaces de entender que los tiempos han cambiado, afortunadamente, para siempre.

Sonata a Kreutzer se plantea como una reflexión sobre el amor y el matrimonio. A la tópica idea de que «el verdadero matrimonio es el consagrado por el amor», como sostienen otros viajeros del tren, opone Podsnicheff su idea de que el amor matrimonial se basa en la violencia masculina y en la hipocresía femenina y que ningún amor es para toda la vida pues, a través de un símil, sería «como si se dijera que una vela puede arder siempre».

Los otros personajes del tren sostienen que el amor es «la preferencia exclusiva de una persona a todas las demás», a lo cual replica Podsnicheff: «una preferencia ¿por cuánto tiempo?, ¿por un mes, ¿por dos días?, ¿por media hora?». Y acaba por afirmar rotundamente «el verdadero amor no consagra el matrimonio como solemos creer , sino que al contrario lo destruye».

¿Qué razones tenemos para pensar que el propio Tolstói sustenta esta idea, puesta en boca de Podsnicheff? Desde luego Tolstói apenas oculta su personalidad en la de su protagonista novelesco, por eso lo describe como «hijo de un rico hidalgo de la estepa, antiguo mariscal de la nobleza, alumno de la universidad, licenciado en Derecho y que se casó a los treinta años». Tantas coincidencias entre el protagonista y el autor del libro nos demuestran que Tolstói quería exponer sus ideas a través de un alter ego y que por ello hace coincidir su biografía con la de su personaje.

Pero hay otro dato importante: sabemos que, en su juventud, Tolstói se inició en la vida habitual de los jóvenes de familias distinguidas de la nobleza, fue bebedor, jugador, mujeriego y pendenciero, como nos recuerda en su gran novela Resurrección. Pues bien, el personaje de su novela se declara igualmente libertino y lleno de vicios en su juventud, hasta el punto de que considera que esa juventud ha sido la causa predominante del asesinato de su mujer: «la maté antes de conocerla, maté a la mujer desde el momento en que hube saboreado los deleites de la sensualidad del amor y con eso y desde entonces maté a la mía».

Es obvio que Tolstói realiza un análisis de conciencia de su trayectoria amorosa en esta obra y que, por ello, más que un diálogo, el libro se acaba convirtiendo en un monólogo en voz alta.

Pero veamos las condiciones en las que se mueve el matrimonio de Podsnicheff. Viviendo en el gran mundo de la Rusia decimonónica se establecen con claridad dos niveles de alimentación muy distintos. «A nuestros aldeanos que comen sidra hecha con cebada, pan y cebollas y esto les basta para poder trabajar bien el campo», se contraponen a los nobles, que consumen dos libras de carne, caza, toda clase de manjares excitantes y numerosas bebidas. ¿Cómo consumir toda esa energía almacenada? Podsnicheff responde: «en los excesos sexuales».

No es extraño que Podsnicheff se declare libertino; lo curioso es que a la vez tiene en su juventud una idea sublime del matrimonio. Piensa que cuando llegue a casarse será un hombre nuevo, se mantendrá fiel a su mujer y procurará la felicidad de la familia con todas sus fuerzas.

Cuando finalmente se casa, habiendo caído en la trampa que le tiende una mujer sin dote, el personaje describe las relaciones amorosas del siguiente modo: «es como si en los paseos públicos se pusiesen cepos en los sitios por donde han de pasar los hombres».

El personaje de León Tolstói posee también una percepción moral propia, crea su propio mundo moral. Por eso considera infame a todo hombre que mantenga relaciones con una mujer antes del matrimonio. Tiene la obsesión de la pureza que se simboliza en el unicornio. Su búsqueda de un relación pura y permanente no excluye la sexualidad, pero sí cualquier tipo de concupiscencia. De ahí que a sus altas expectativas de amor sin mancha le parezcan como un agravio las inevitables concupiscencias de la carne. El unicornio blanco se mancha y tizna en el contacto del amor y ésta es la causa de una profunda desolación espiritual.

La primera desilusión es la noche de bodas. Con melancolía Podsnicheff señala: «Si los jóvenes que ansian pasar la luna de miel supiesen las desilusiones que les esperan… porque no hay más que desilusiones en todas partes». Con la convicción de haber cometido un error, el personaje trata de tomar con optimismo las dificultades de una relación desigual. El respeto que su educación le hace sentir hacia la palabra «amor», el convencimiento de que sus propios padres le han inculcado en su infancia una idea reverencial del afecto familiar y hasta las mismas alegrías de su propia juventud, colaboran en esa voluntad de seguir considerando el matrimonio como una cosa sublime. Pero la realidad de la vida cotidiana apaga esas convicciones para mostrarle la otra cara de la lima y se produce así la primera de sus disputas matrimoniales.

«Si no recuerdo mal, fue al tercero o cuarto día cuando encontré triste a mi mujer y, besándola, traté de inquirir lo que le sucedía; creía que no podía querer más que besos; con un gesto hizo que me apartase y se echó a llorar, ¿por qué? No lo sabía; se encontraba mal, fatigada. La laxitud de sus nervios le reveló indudablemente la verdadera naturaleza de nuestras relaciones; pero no sabía cómo expresar sus sentimientos. La apremié haciéndola muchas preguntas, y al cabo me respondió que le inquietaba el recuerdo de su madre. No la creí y empecé a querer consolarla, sin hablarle de sus padres, no comprendiendo que éstos no eran más que un pretexto y que tenía el corazón oprimido. No me hizo caso y le eché en cara sus caprichos, burlándome de su tristeza. Dejó entonces de llorar y me contestó furiosa, llamándome egoísta y cruel. Le miré cara a cara y vi que en la suya todo revelaba furor, cólera contra mí».

El sinsentido y la crueldad de estas disputas que continúan e incluso se agravan con el nacimiento de los hijos no reside en que la pareja no se comprenda, sino en que a la vez se ama.

Por eso Podsnicheff había ya declarado que es el amor la verdadera causa del tormento y la destrucción matrimonial.

Si no hubiera amor, si el sentimiento hacia la propia esposa fuese una distante indiferencia, ni el sufrimiento por las continuas disputas existiría, ni sobrevendrían los continuos celos que se convierten en una enfermedad mortal para la pareja.

La relación se agrava con el nacimiento de los hijos. Lejos de ser un estímulo del amor, los hijos de esta pareja se convierten en otro estímulo de los celos, en la medida en que la atención de la esposa al marido disminuye para dedicar ese tiempo a los hijos. León Tolstói conocía suficientemente ese problema. Basta recordar que su mujer tuvo trece embarazos y que, aunque cinco de los hijos murieran en distintos momentos de su niñez o adolescencia, la casa estuvo llena de niños a lo largo de la mayor parte de su vida.

Podríamos decir que el enfrentamiento simbólico entre la cigüeña y el marido tiene las características de una pelea entre lo celestial y lo terrenal. La cigüeña, en efecto, visitó demasiadas veces la casa de los Tolstói para que, a pesar de ser una extensa mansión de dos pisos, los gritos y los juegos de los niños lo invadieran todo. Para un novelista deseoso de concentración y de silencio, esta presencia múltiple de los juegos infantiles debió ser en algunos momentos agobiante. El amor que sabemos Tolstói prodigó a su hija Sofía no parece que fuera compartido en la misma medida por algunos de sus otros hijos. Los celos entre los pequeños se sumarían así a los celos matrimoniales, de las distintas preferencias indisimulables entre el padre y la madre.

Es propio de las familias numerosas que los celos acaben produciendo distintos clanes entre los hijos, unos partidarios de la madre y otros del padre, y que se enfrentan entre sí. Pero el desarreglo de las relaciones familiares es en todo caso, incluso en las familias de un solo heredero, el resultado de la rivalidad entre el padre y el hijo por el amor de la mujer.

En el capítulo XV del libro Podsnicheff hace una valoración nada exagerada del problema de los celos:
«¡Los celos! Ahí tenéis otro secreto de la vida conyugal, secreto que todo el mundo conoce y que todos ocultan. Al lado del mutuo rencor de los esposos, que proviene de su común envilecimiento y de muchas otras causas, los celos mutuos son uno de los orígenes de las escenas violentas que con mucha frecuencia se desarrollan en los hogares; pero como de común acuerdo se dice que deben ocultarse, todo se oculta».

Hay en Podsnicheff (y posiblemente en Tolstói) una actitud de resentimiento hacia esa desigualdad de las mujeres que, por un lado, les hace carecer en la Rusia de sus días de los mismos derechos que los hombres, pero por otro lado impulsa así su sentido del dominio en la vida familiar, en la posesión de los hijos e incluso en el consumo de su propia indumentaria. Tolstói se refiere a la mujer de su mundo social como una «reina poderosísima» que mantiene en la esclavitud a las nueve décimas partes de la humanidad. Y precisa que, en las tiendas, más del noventa por ciento de los géneros está dedicado a engalanar el cuerpo de las mujeres.

Como bien sabemos, «re-sentimiento» es el resultado de un sentimiento previo. Cualquier hombre que ha amado a las mujeres ha sentido en uno u otro momento de sus vidas esa sensación de ser utilizado social, económica o incluso físicamente por ellas. El personaje de Podsnicheff relata cómo su mujer no cría al primero de sus hijos sin que eso le produzca el menor remordimiento y llega a la cruel convicción de que si ha renunciado a sus deberes matrimoniales de una manera tan sencilla, «con la misma facilidad podía abandonar sus deberes de esposa».

Los celos hacia los propios hijos son una continuación de los celos hacia la mujer y una lucha competitiva por su posesión, como muy bien demostró Freud en su análisis del complejo de Edipo, y Podsnicheff se hace también eco de esta competitividad en la posesión de la madre y esposa: «nuestros hijos no contribuyeron a suavizar nuestras relaciones ni a la unión más perfecta e íntima, sino que, por el contrario, sirvieron para acentuar nuestra desunión, siendo una causa más de disgusto. Desde el día que nacieron se convirtieron para nosotros en un arma de combate, en un pretexto más para disputar, porque cada uno de nosotros tenía un favorito, que le servía de arma para la lucha».

A partir de este planteamiento se nos hace evidente el desenlace. La mujer de Podsnicheff, hermosa y joven, es además educada y culta, toca razonablemente bien el piano. Aparece en la vida del matrimonio un antiguo amigo de la familia recién llegado de Moscú, llamado Troukhatchevski, que es un notable violinista. Deciden hacer un dúo musical casi desde el primer momento y Podsnicheff asiste a la escena como un testigo que presagia instantáneamente el resultado del encuentro: «Contempló Troukhatchevski a mi esposa como todos los calaveras miran a las mujeres hermosas, y fingió que nuestra conversación, que maldito el interés que tenía para él, le agradaba mucho. Por su parte, mi mujer quiso aparentar la mayor indiferencia, pero estaba excitada por la malignidad de la mirada del violinista y por la expresión celosa que yo quería ocultar, haciendo grandes esfuerzos, tras una sonrisa amable, pero que ella leía en mi rostro».

La simplicidad de la narración -un sencillo triangulo amoroso- contrasta con la complejidad de los sentimientos de su personaje principal. La importancia que Podsnicheff concede al supuesto amante de su mujer es nula. Lo que importa es estrictamente el amor que siente por su mujer y el odio que ese mismo amor genera, hasta el punto de no poder permanecer a su lado sin sentir una ciega repulsión. Podsnicheff se asusta de sus propios sentimientos, amenaza con matar a su mujer como un perro, dice, mientras niega sentir odio hacia su rival. Y un día, de regreso de un viaje, mientras ellos interpretan la Sonata a Kreutzer de Bethoveen (¡Qué cosa más espantosa es esa sonata! Y ese presto es la parte más terrible), la tragedia se produce y Podsnicheff apuñala a su mujer una vez su presunto amante ha huido, y tras ello se sienta en el sofá, «permaneciendo así mucho rato sin pensar en nada».

Amor y odio han sido en realidad la causa de este crimen. Pero curiosamente lo que el Tribunal de Justicia considera importante no es el delito en sí y ni siquiera la causa del delito, sino una supuesta «defensa del honor».

La absolución de Podnsicheff tiene el carácter de excusa social que pretende limitar la emancipación. Se entiende que lo verdaderamente intolerable no es la muerte de una persona, sino que ésta no se haya resignado a la cosificación, es decir, a la venta económica que suponía el matrimonio en la Rusia tradicional.

Podsnicheff señala con amargura ese mismo problema: «no es en las casas de tolerancia sino en la familia donde se debe combatir eficazmente la prostitución».

El retrato de las costumbres matrimoniales de la Rusia zarista que nos propone Podsnicheff es sin duda aberrante. Pero lo más demoledor no es lo que el libro tiene de denuncia social, sino lo que manifiesta de conflicto íntimo, de contraposición de sentimientos entre el amor y el odio en la vida familiar.

El unicornio y la cigüeña serían los símbolos esenciales de una interpretación errónea de la relaciones amorosas de la propia vida familiar. En los hombres de la Rusia zarista la educación que recibían los ayudaba a ser malos esposos y malos padres de familia, puesto que la vida sexual se entendía como un placer fuera del matrimonio y como un deber dentro de él. En cuanto a los hijos, al no ser frecuentemente el resultado del amor, sino de las conveniencias sociales, constituían para el padre un estorbo en su vida matrimonial.

De este modo el símbolo de la pureza, el unicornio, y el símbolo de la maternidad, ta cigüeña, nos dibujan un cuadro de las emociones amorosas, tan conflictivas en la inteligencia y en el corazón del propio León Tolstói.