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No hay tarea más ingrata que tratar de distinguir y circunscribir racionalmente —o, dicho con otras palabras, esforzarse por elevar a un nivel científico o filosófico— las nociones comunes… Todo el mundo se encuentra más a sus anchas al utilizar conceptos cuanto con menor exactitud conoce su significado. Mas apenas trata uno de definirlos y separarlos, surgen legiones de problemas y dificultades. Uno corre el riesgo de caer sobre una pista falsa mientras intenta obtener la verdad y hacer analítico y sistemático lo obtenido… (Jacques Maritain)

Cuando alguien se decide a estudiar filosofía (pero me animaría a afirmarlo de cualquiera de las humanidades) suele tener la idea de que el trabajo intelectual es una cosa sencilla. En muchos casos uno se encuentra demasiado seguro de quién es, de dónde viene y hacia dónde va. Cree que el estudio de la cultura y de las ideas es lineal, con algunos recovecos, pero nada más. Piensa que uno puede refutar a cualquiera en tres páginas, o quizá en menos. Supone, además, que uno puede explicar cualquier problema, pongamos por ejemplo «el de los universales», a cualquier lego que se asome a la materia.

Esto no debe sorprender demasiado: puede atribuirse, quizá, a las ínfulas inocentes de la juventud, propias de ese momento vital. Pero no me resigno a creerlo completamente. He conocido profesores entrados en años muy reconocidos, cuyo esquematismo en las respuestas y la asombrosa confianza en sus sentencias denotaban más una intelección adolescente de los problemas que la madurez serena que debería venir con el paso del tiempo.

Podemos suponer que, como lo afirma el mismo Sertillanges, hay personas que nunca abandonan la edad escolar,

que son esclavos del trabajo en vez de impulsarlo delante de sí en plena luz. Dejarse envolver por estrechas fórmulas y petrificar el espíritu con teorías librescas representa una marca de inferioridad que contrae claramente la vocación intelectual. Ilotas o eternos niños: tal es el nombre de esos pretensos trabajadores, que se sienten extranjeros en toda región superior, en presencia de todo horizonte amplio y que con gusto reducirían a los demás a su ortodoxia de escolares estrechos.

Lo anterior es cierto y creo que no podría expresarse mejor. Sin embargo, confluyen en ciertos intelectuales otros factores que limitan el horizonte de comprensión y que no tienen que ver solo con esta especie de falta de madurez del pensamiento. O quizá, para decirlo mejor, la posible inmadurez intelectual se explica como una confluencia de factores y es el resultado de estos.

Aquí me propongo enumerar algunas de esas cortapisas que limitan la profundidad analítica de quien busca dedicarse al trabajo intelectual. Dada mi especialidad, me detendré fundamentalmente en la filosofía, pero no me limitaré únicamente a ella. Creo que muchas de las cosas que he observado pueden aplicarse con bastante facilidad a otras disciplinas humanísticas.

Aparece así la primera objeción. ¿Quién soy yo para enumerar escollos intelectuales? ¿Es que tengo tanta confianza en mi propia razón y tanta desconfianza en la autoridad de otros? La respuesta a estas preguntas es la siguiente: he dirigido el artículo, en primer lugar, a mí mismo; dedicado a «algunos de los insolventes hombres que he sido», como dice Alejandro Dolina. En segundo lugar, estas reflexiones se postulan como avisos y marcas en el camino para todos aquellos que emprenden el viaje de la vida intelectual. Por ello deben tomarse por lo que valen: un aviso en un camino conocido para muchos, pero no por eso menos sinuoso. Muchas de las cosas que aquí propongo son harto sabidas y me reconozco en deuda con A. D. Sertillanges, José Ortega y Gasset, Ernesto Garzón Valdés y J. M. Bochenski. Entre sus recomendaciones y las que aquí propongo, las similitudes saltan a la vista. Sin embargo, he aprendido que aunque muchas de las cosas que sostengo sean sabidas, eso no me dispensa de repetirlas. Tal como dice Garzón Valdés en Moralejas de una vida intelectual: «Suele no ser inútil reiterar lo ya conocido. Por el contrario, a menudo es aconsejable y hasta necesario reiterar o reformular los llamados ‘lugares comunes’… no toda reiteración es vana, ni toda innovación fecunda» (el resaltado es mío).

FALTA DE ACTITUD CONTEMPLATIVA Y SERENA ANTE LAS COSAS Y OPINIONES

Examinadlo todo y quedaos con lo bueno (1. Tes. 5,21)

Ante una determinada obra filosófica, literaria o histórica; ante un hecho o una opinión, el intelectual debe ser capaz de escrutarlo en sus implicancias más profundas llegando a mostrar aspectos que una visión rápida y desprevenida pasaría por alto. Entender una tesis filosófica desarrollada por un determinado autor, por ejemplo, implica pensar junto con el autor, asumir sus presupuestos e intentar recrearlos de la forma más fiel posible. Implica aceptar que lo dicho nos interpela y tiene algo para decirnos.

Como diría un profesor amigo, supone, en primer lugar, meterse en la piel del autor y buscar entender qué dice y luego por qué lo dice. Nunca se podrán clarificar estas cosas sin una actitud serena y contemplativa.

Ocurre lo mismo con los hechos, los conceptos y las cosas: suelo decir a mis alumnos que para hacer filosofía hay que darle la última palabra a las cosas. Esto es, dejar que las cosas me hablen, e interpretarlas del modo más fidedigno posible. El filósofo alemán Robert Spaemann denomina a esto intentio recta.

Nótese que digo «contemplación» y «serenidad», y de estos términos no se siguen «aceptación» o «rechazo». La actitud contemplativa, según mi parecer, implica como decía Tácito, contar los acontecimientos «sin ira y sin parcialidad»: sine ira et estudio. Lo cual, de ningún modo, supone aceptación sin más de lo que se describe.

Hasta aquí parecería que solo repito cosas sabidas con las que parece que nadie podría estar en desacuerdo. Solo serían estos unos principios tan generales, que por decir tanto no dicen nada. Pero, ¿cómo se ve esto en el plano de la praxis, en el ámbito de las concreciones, donde las cosas no parecen ser tan unánimes? Para responder a esto propongo algunos criterios que mostrarían esta falta de serenidad.

1. La excesiva adjetivación y el abuso de la retórica. A menudo un exceso de calificativos demuestran la vacuidad de lo que se dice. Haga el esfuerzo el lector y piense en escritos panfletarios o de barricada y verá que se caracterizan por denostar, por medio de adjetivaciones profusas o de innumerables figuras retóricas, una posición y ensalzar otra (la propia, naturalmente), de un modo maniqueo, como si de «blanco o negro» se tratara. Tales escritos pueden ser, en algunas ocasiones, simpáticos, motivadores, decididos. Pero de ningún modo contribuyen a un conocimiento acabado de las realidades que nos circundan.

Es cierto que el intelectual debe «usar la ayuda del poeta», como dice Garzón Valdés. Es innegable que la objetividad de un texto no implica que sea completamente aburrido o mal escrito. De ninguna manera es así. Por eso decimos excesiva adjetivación. Siempre debemos tratar, en la medida de lo posible, de darle a nuestro discurso giros que lo embellezcan o expresiones metafóricas que lo hagan más asequible. Pero limitar las calificaciones suele traer como resultado, entre otras cosas, evitar la descalificación rápida (sobre todo ad hominem). Además de impedir, en alguna medida, el «énfasis sobre la precisión», como diría Ortega y Gasset.

2. La descalificación en bloque de los estudios más confiables o recientes sobre un tema. El intelectual solipsista. La descalificación de todo lo escrito suele revelar una actitud que es, cuanto menos, sospechosa. Supongamos que alguien se interesa por el pensamiento de Aristóteles: flaco favor le hará al Estagirita si se sienta él solo con la Metafísica y trata de decir algo original sobre el tema sin conocer o descalificar sin más los estudios de Werner Jaeger o Pierre Aubenque.

Por supuesto que una investigación debe revelar algún aspecto original de un determinado tema, y puede ocurrir que incluso ese aspecto haya pasado completamente

desapercibido. Heidegger decía que «en cada cosa sabida se oculta aún algo digno de pensarse». La realidad es muy compleja y siempre nuestra razón, aunque limitada, puede descubrir algo en ese todo que es lo real. Pero esto no debería convertir al investigador en un «solipsista» que ignora a sabiendas la mayor parte de las cosas que se han escrito o dicho sobre un tema.

Este vicio se hace especialmente patente cuando alguien solo conoce y cita autores de una determinada tradición. Esto se puede apreciar cuando observamos muchas aprobaciones en un sentido, y llegado el momento de reconocer el valor de una proposición expresada por un autor de otra tradición, se usan expresiones como «en un rapto de lucidez» o «a pesar de sus errores, en esto acierta».

El intelectual solipsista, por sus razones ideológicas, suele arribar a las simplificaciones más descabelladas, porque despreciar lo dicho por otros entraña, en el fondo, un menosprecio de lo real en sí. Es como si este intelectual nos dijese: «nadie ha acertado, solo yo y, eventualmente, los míos [los que piensan como yo]». Incapaz de levantar la mirada, tropieza irremediablemente con la reiteración vacía o con palabras sinópticas que no significan nada, defectos ambos en los que casi siempre cae el pensamiento sectario.

El investigador solipsista es todo lo contrario de lo que afirma Aristóteles, para quien «es razonable suponer que quienes vivieron antes que nosotros no se han equivocado en todo por completo, sino que en algún punto o en la mayor parte de ellos han pensado rectamente» (e.n.1098b 29).

LA CONFUSIÓN DE REGISTROS Y LA NECESIDAD DE SU MANEJO ADECUADO

Hay escritores que aumentan el número de lectores.

Otros solo aumentan el número de libros. (Anónimo)

De lo anterior, ¿cabe deducir que al intelectual que se precie de tal le están vedados la ironía, la defensa airada y la invectiva? Pero hay que considerar que quien desee transitar por la senda del estudio metódico en las humanidades: a) debe ser capaz de distinguir este tipo de texto de uno académico/científico; b) debería cultivar otros géneros.

En nuestras hodiernas «sociedades del conocimiento» se hace necesario que el intelectual domine todos los registros del lenguaje: desde el más formal (científico/académico) hasta el de difusión. En ámbitos tan complejos y diversos, el conocimiento no se difunde adecuadamente en un solo registro. Los públicos son muy variados y la necesidad de satisfacer «ese deseo natural de saber de todo hombre» (Aristóteles) se presenta como una exigencia y un desafío enorme para quienes se dedican a las humanidades en nuestro tiempo.

Pero ¿es posible dominar todos los registros? Evidentemente es muy difícil. Es cierto que el cultivo de un tipo textual sobre otro en muchos casos depende de razones subjetivas. En su libro contra Jacques Maritain titulado El mito de la nueva cristiandad, Leopoldo Eulogio Palacios advierte que, al menos entre los intelectuales católicos, suelen darse dos tipos: el ensayista y el académico. El primero sería aquel que, sin demasiado aparato crítico, sale al encuentro de las cuestiones más candentes de su tiempo, se hace cargo de ellas y, por lo general, pega donde duele. El otro modo intelectual es el del académico: erudito, al tanto de las discusiones, preciso, riguroso.

Aunque pueda sonar pretencioso, quien se dedica a la vida del espíritu debería aspirar a fusionar en sí ambos modos. Es decir, no limitarse a publicar o colaborar solo en un tipo de formato. No se puede renunciar a comunicar el conocimiento en ninguna forma.

Suele ser un obstáculo muy común entre los intelectuales de una cierta trayectoria, creer que el conocimiento se degrada si sale del recinto académico o si se adapta para un público más amplio. Es cierto que esto es hoy cada vez menos frecuente. Pero como estamos enumerando actitudes y hábitos que pueden limitar el trabajo intelectual, no podemos dejar pasar este.

Por otra parte, y esto creo que está más extendido y es igual de grave que lo anterior, existe quien se dedica a denostar sistemáticamente el modo intelectual académico, creyendo que el único valioso es el ensayístico o periodístico. Generalmente quienes afirman esto suelen ser personas frustradas por lo árido que resulta, a veces, alcanzar un resultado más o menos agradable en la investigación institucionalizada.

Sin embargo, en muchos casos, quienes postulan este ensayismo radical suelen ser buenos conversadores, pero incapaces de profundizar, de dar precisión a los conceptos o de mantener un debate académico sin caer en la descalificación fácil y en la ofuscación ideológica. Además, esta negativa a intervenir en los intercambios de ideas más recientes suele ser un síntoma de intelectual solipsista: perdida su confianza en la capacidad de razonamiento de sus pares y porque juzga que la academia está irremediablemente perdida por quienes sostienen «el sistema», considera irreal, sesgado, poco valioso todo lo que se produce fuera de su estrecho círculo no académico.

Quien comienza en el cultivo de la discusión racional, debe prevenirse de no leer solo discursos ensayísticos o no académicos o asistemáticos, ya que si bien la historia nos ha legado grandes personalidades «asistemáticas» (Nietzsche, Chesterton), no todos los autores que cultivan este modo intelectual tienen ese talento. En muchos casos, solo abren sendas que se pierden en un lejano bosque pero que no conducen a ningún lugar, o dan la impresión de decir muchísimo, pero, en el fondo, no dicen nada.

LA FILOSOFÍA NO DEBERÍA SER ALGO SUPRARRACIONAL O NECESARIAMENTE OSCURO

Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos. (J. L. Borges, «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto»)

Desde que el positivismo conquistó la escena intelectual desde finales del siglo xix, muchos autores comenzaron a pensar que se podía abandonar la filosofía. Otros, por el contrario, negaron decididamente esto, pero observaban que luego del avance de las «ciencias duras» la filosofía debía considerarse como algo más cercano a las bellas artes que a la ciencia. Para estos últimos, prácticamente no existiría diferencia entre poesía y filosofía. Como lo explica J. M. Bochenski en su impecable Introducción a la filosofía, los existencialistas tanto en su vertiente atea (Sartre, Camus) cuanto en su vertiente cristiana (Marcel) fueron los principales difusores de esta idea.

Naturalmente los existencialistas no fueron los únicos. Ante un universo cultural que negaba lo espiritual como ámbito de indagación, era natural que las reacciones se suscitaran en todos los sentidos, y esto caló muy fuerte en todos aquellos que se interesaban por las humanidades. Desde entonces, como dice el mismo Bochenski, la indagación de la realidad, que pregunta por los principios y causas últimas, parece que debe hacerse buscando un cierto «estremecimiento metafísico».

La identificación de lo filosófico con lo desconocido, con lo misterioso, lo suprarracional, lo que trasciende las categorías de verdadero/falso, con ese lenguaje necesariamente oscuro puede ser muy tentadora. No han faltado filósofos que han cultivado esa oscuridad. Por otra parte, dado el nivel de abstracción que se requiere para hablar de ciertas cuestiones, no es de extrañar que a veces lo que decimos aparezca, a los ojos del lego, como despojado de toda claridad.

Puede sumarse a lo anterior razones de tipo subjetivo, que hacen al humanista buscar esta oscuridad conceptual y lingüística.  Alejandro Dolina, en su libro Crónicas del Ángel Gris, nos dice que suelen existir dos tipos humanos: «los muchachos sensibles» y «los refutadores de leyendas». Los primeros son aquellos más dados a conceder sin problemas que existe realmente algo más que esta realidad que vemos y tocamos. Los refutadores, por el contrario, necesitan probar racionalmente, a través del razonamiento y la verificación empírica, todo cuanto se asevera. Afirma Dolina que si uno le dice a un muchacho sensible que hay una persona que vuela, él mirará inmediatamente al cielo. En cambio, el refutador de leyendas armará un silogismo para probar que eso es imposible. Para los muchachos sensibles, es natural que la filosofía busque el estremecimiento metafísico.

Pero estoy convencido de que la filosofía no siempre debe ser un arrobamiento y un éxtasis: las más de las veces llegamos a conclusiones provisorias, difusas y bastantes prosaicas. Muy a menudo nuestras conclusiones poco tienen que ver con «lo eterno», «lo infinito», «lo misterioso» o «la nada». ¿Dejan de ser por ello «filosóficas»? Me inclino a creer que no. En algunas oportunidades el papel del filósofo es bastante humilde: tratar de deducir conceptos que definan una cierta realidad y, a su vez, que la expliquen. Es una actividad racional bastante modesta. Dice Ernesto Garzón Valdés: «Claridad no es trivialidad».

Es innegable que los grandes genios de la filosofía (al menos muchos de ellos) tenían un gran talento literario: podemos pensar en las imágenes poéticas de Platón o la retórica pulida de san Agustín. Incluso existen grandes escritores que tuvieron escarceos filosóficos: recordemos ese bellísimo texto de Leopoldo Marechal, Descenso y ascenso del alma por la belleza. Pero si pudiéramos consultarles a Platón o san Agustín sobre qué buscaban transmitir con sus obras, de seguro no habrían respondido «algo suprarracional» o «un tipo de sentir parecido a la poesía». De seguro se hubiesen inclinado por una actividad cognoscitiva, una actividad que explica las realidades que nos rodean.

La oscuridad en el lenguaje y la consiguiente vaguedad conceptual que de ella se sigue, suele ser una salida fácil, un «tranvía intelectual», como decía José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: un concepto que me deja donde quiero llegar. Es decir, cuanto más amplios y vagos los conceptos, entonces más realidades pueden abarcar, pero en concreto puede que no signifiquen nada. Para ello es importante mantener una sana distancia de la sinonimia a mansalva y hacer un uso morigerado de los conceptos, sabiendo que cada término trae consigo un horizonte de significación muy amplio, que Tomás de Aquino denominaba analogía de los términos.

Para concluir este apartado se puede decir que no debe buscarse la oscuridad a sabiendas. Puede ocurrir, no obstante, que el tema a tratar imponga un cierto nivel de abstracción o de terminología específica. Aun así, siempre debería intentarse mostrar los conceptos con la mayor claridad.

EN EL TRABAJO INTELECTUAL LA MAYORÍA DE LOS CONCEPTOS SON RESULTADOS, NO PRESUPUESTOS

Saca agua de tu propio pozo. Para mí todos esos hombres, nunca autores, intérpretes siempre, cobijados bajo la sombra ajena, nada tienen de animoso, porque no se atreven a hacer algo de aquello que con tanto tiempo aprendieron. En obra ajena ejercitaron su memoria; pero una cosa es recordar y otra cosa es saber. Recordar es guardar una cosa encomendada a la memoria; y al contrario, saber es habérsela asimilado y no estar colgado del ejemplo, volviendo a cada instante los ojos al maestro. (Séneca)

He coincidido con muchos colegas en que el mejor maestro es aquel que fomenta en su interlocutor la posibilidad de arribar a una conclusión, pero conociendo y asumiendo como propias también las premisas. Es decir, el maestro buscará mostrar cómo se llega a ese resultado para que el alumno tenga el razonamiento completo, es decir, que conozca también las premisas. De ningún modo impondrá el camino por donde se arriba a la conclusión, y mucho menos debería imponer la conclusión. Según afirma Ernesto Garzón Valdés, en el ya citado Moralejas de una vida intelectual, la propuesta debe superar a la imposición. Dice:

Es mejor proponer que imponer. La aceptación de una propuesta implica compartir razones: tiende a la creación de un marco argumentativo estable; la imposición no se basta a sí misma, no pierde nunca su desigual unilateralidad y mantiene, por ello, una siempre inquietante inestabilidad.

Salvando algunas excepciones, el análisis de lo real supone un camino arduo. La realidad es necesariamente compleja y para poder afirmar algo y tener un concepto cierto, debemos pasarnos un largo tiempo reflexionando, leyendo y contrastando opiniones. Tomás de Aquino lo sabía: se requiere mucho análisis y muchos errores para poder llegar a una conclusión. La tarea de un buen maestro será, entonces, la de guiar en ese análisis, proponiendo un marco argumentativo que contemple la complejidad de lo real. El buen maestro, por consiguiente, debe mostrar resultados completos, no imponer presupuestos ni conclusiones apresuradas.

Entender esto debe hacernos desconfiar de los anatemas caprichosos. Por otra parte, debería prevenirnos también contra las interpretaciones que dan por supuestas explicaciones que no se brindan. Una de las cosas contra las que debemos estar en guardia son las elipsis conceptuales, que casi siempre terminan en una justificación post factum. Es decir, muchas veces se ensayan tristes explicaciones como «cuando el maestro dijo tal cosa, quiso decir tal otra» o «hay que suponer esto y lo otro».

Hemos aclarado ya que los términos deben tomarse con un sentido análogo. Así, unliteralismo excesivo puede pecar de reduccionista. La hermenéutica textual es la disciplina que se encarga de darnos las pautas de la correcta interpretación, para no caer en extremos ridículos. Pero en el trabajo intelectual el contexto no debería salvar continua y milagrosamente al texto: si un autor quiere decir algo, debe decir eso y no otra cosa. Volvemos a lo que decíamos al principio de este apartado: cuando alguien afirma algo, debe mostrarnos cómo llega a esas conclusiones. Tal fue la insistencia  del gran Platón con lógon didónai; o el pasaje evangélico: redde rationem (Lc. 16,2): da cuenta de eso que dices.

CONCLUSIÓN

Nos hemos detenido en algunos puntos que pueden obrar como obstáculos en el trabajo intelectual. Podríamos, naturalmente, enumerar otros: el teologismo, el afán inmoderado de novedades, la construcción ideológica independiente de lo real, y así un largo etcétera. Pero detenernos en ellos nos llevaría demasiado.

Aunque la lista sea incompleta, podemos afirmar que tomar a la ligera algunas de estas advertencias que hemos enumerado puede desembocar fácilmente en la «inmadurez intelectual» de la que nos prevenía Sertillanges. En muchos casos, esta se refleja en la incapacidad de trascender las fórmulas vacías.

La modestia, el rigor, la sobriedad en el uso de los términos suele tener su recompensa: gozar del fruto maduro del conocimiento, que permite trascender los esquematismos muertos. Por el contrario, abusar de los conceptos perimidos, la repetición libresca y aferrarse a lo que dijo el maestro solo porque el maestro lo dijo, suele conducir al anquilosamiento. O lo que es peor: a la vanidad. Atado a dos o tres conceptos vagos que escuchó de su maestro, el intelectual solipsista cree estar sobre todo y sobre todos.

Algo de esto adivinó Juan de Salisbury (según nos cuenta Etienne Gilson en La unidad de la experiencia filosófica) en su retorno a París cuando, al encontrarse con sus viejos compañeros, sufrió una fuerte decepción:

Los encontré como antes y donde antes; no parecían haber avanzado una pulgada en el planteamiento de las viejas cuestiones, ni les habían añadido ni siquiera una proposición. Los propósitos que entonces les habían estimulado, les estimulaban todavía; solamente habían progresado en un punto: ignoraban la moderación, no conocían la modestia, y esto en tal medida que se podía desesperar de su recuperación.

Aunque escritas en el siglo XII, estas palabras tienen gran actualidad. Cualquiera que identifique un intelectual en el que algunos de estos vicios que hemos enumerado (o todos ellos) se han hecho carne, podrá fácilmente reconocerlo en las palabras de Salisbury.

A los que se nos ha concedido la gracia de advertir estas falencias de la vida del espíritu nos queda velar para no caer en la tentación.

Profesor de Filosofía. Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina)