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Hay autores que cambian el rumbo de un género o de una literatura. Y no por una generación o un siglo. Para siempre. En la lírica occidental hay un antes y un después de Petrarca. Nada posterior se entiende sin él. Lo mismo que la poesía y quizás la literatura en español muta radicalmente a partir de Rubén Darío. Es algo prodigioso y que habría que indagar a fondo.

Ibsen es uno de esos maestros mágicos. Todo el teatro posterior es ibseniano, lo sepa o no, lo quiera o no; por completo diferente al anterior. Según Siegfried Melchinger, la clave radica en su «dramaturgia del desenmascaramiento», que se prolonga en dos líneas más o menos paralelas, la de crítica a la sociedad con énfasis en lo ideológico, que tiene a Shaw y Wedekind como continuadores inmediatos, y la que se centra en lo existencial, iniciada por Strindberg y continuada por Pirandello, que pasa por O’Neill y llega hasta Beckett.

Es curioso notar el gran equívoco de la inmediata recepción de Ibsen, que fue tomado por un agitador social, por un auténtico y radical revolucionario —autor de referencia, por ejemplo, del anarquismo catalán— mucho más que como el gigantesco innovador teatral que sin duda fue (basándose, por cierto, como todos, en modelos tradicionales, como la tragedia y la «pièce bien faite»). Cierto que parte de su dramaturgia desenmascara los convencionalismos, la hipocresía o los intereses de la sociedad burguesa. Pero no es para tanto. Basta leer El pato silvestre.

Aunque varias obras pueden disputarle con éxito la primacía —Casa de muñecas, Espectros, Hedda Gabler, Unenemigo del pueblo…—, no se puede negar que El pato silvestre, de alcance mucho más existencial que social, es una pieza bien representativa de la dramaturgia de Ibsen.

Se trata de un «drama analítico», cuyo modelo supremo es Edipo Rey. Arranca la acción poco antes del desenlace, y la irrupción de los fantasmas del pasado agita más que aniquila el anodino equilibrio del presente. El develamiento de la verdad no puede resultar más inoportuno. No solo para el pobre protagonista, que intentará volver a enterrarla, sino también para su fanático amigo, obstinado en desvelarla; a cual más mentecato.

El personaje menos fatuo defiende la conveniencia de vivir en la ilusión, o sea, en la mentira. Pero nada hay menos trágico que esa negación de la verdad; destructora o curativa, pero necesaria, por enigmático que eso pueda resultar. Aunque la muerte del único personaje inocente purifica en cierto modo el mezquino universo de la obra y la dota de visos de tragedia seca e inesperada. Solo que al antiguo fatum parecen haberlo sustituido la insignificancia y la idiotez humanas.

Asombra que pueda construirse un drama tan excelente con unos personajes tan mediocres. Y no parece casual que Buero Vallejo, maestro en ese mismo arte y dramaturgo ibseniano hasta la médula, escribiera una versión española de la obra.

Dramatólogo. Investigador científico del CCHS/CSIC