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El mundo es un barco en su viaje de ida, y es un viaje sin vuelta…», escribió Herman Melville en esa odisea oceánica, la mejor historia marítima jamás escrita, como la definió Archibald McMechan en el Quenis Quaterlyde 1899: Moby Dick.

La vida del escritor norteamericano comprendió un periplo circular, desde el punto de vista del lugar de partida y de llegada: Nueva York, 1819-1891. El espíritu audaz del novelista reconoció en sus abuelos un doble origen revolucionario: el abuelo paterno Major Thomas Melville participó en la génesis de la gesta independentista norteamericana, en el famoso Boston Tea Party, El abuelo materno, Peter Gansevoort, fue militar en la campaña de Saratoga. Quizá por esto no nos sorprende que el ímpetu heroico de Melville se haya encarnado en esa serie de viajes que constituirán la materia prima, la base sólida y transparente desde la cual erigió su pasmosa aventura creativa. La muerte del padre, en 1833, cambió la órbita del destino de quien habría de imaginar novelas que influirían en el ánimo de narradores de la estatura literaria de Conrad o Stevenson, por citar sólo dos nombres. Embarcado en la lucha contra el naufragio económico de la familia, Herman Melville practicó múltiples oficios: fue mandadero en el New York State Bank, empleado en la peletería de su hermano mayor, cuidador de la granja de un tío y maestro rural.

El autor de Bartleby, el escribiente cumple la vieja consigna literaria que presupone una vida intensa como preámbulo de la gran obra: las primeras novelas dieron cuenta de los viajes a las islas de Polinesia: Taipi testimonia la vida de los polinesios en su estado primitivo, mientras que Omoo, su segunda novela, prolonga la narración de la primera pero añade el elemento turbador de la presencia de los marineros del Pacífico en el entorno polinésico. Al primer viaje de Melville, a Liverpool, cuando tenía 18 años, corresponde un arco novelístico denominado Redburn. Y su experiencia como naviero en la Marina de Guerra está retratada en The White Jacket (traducida como el blusón-chaqueta-casaca blanca), donde relata las deplorables condiciones de vida en el buque.

La travesía de Melville por los mares del Sur, singladura que comprende viajes al archipiélago Colón —las Galápagos o las Encantadas—, las islas Marquesas, Tahiti, las Hawai y algunos puertos de México y de Perú, duró seis años de ininterrumpido deslumbramiento: el mar, el mar, el mar…. esa presencia misteriosa y avasalladora inundará las páginas de casi todas sus novelas y en ellas, como afirma en Moby Dick, «la meditación y el agua están emparejadas para siempre». Los numerosos viajes de Melville han sido condensados en ese compendio magistral de su trabajo, cima de la novelística norteamericana del XIX, objeto que amaga, como dijo Borges, en cada estación de su lectura, con «usurpar el tamaño del cosmos»: Moby Dick. Sobre esta arca de asombros me detendré más tarde.

Melville abandona su trabajo como maestro de escuela en Pittsfield para iniciar su prodigiosa viajata marítima como un simple man before the mast, esto es, como marinero raso. La primera etapa comprende la navegación por el Atlántico hasta Liverpool. Como ocurre a Ismael en la novela principal, los pasos sobre el mar son dados por barcos mercantes primero y buques balleneros después. El primer ballenero en la historia marítima de Melville se llamó Acushnet, y en este barco surcó los mares del Sur —inicio de un viaje cuya hipotética duración sería de tres años— hasta llegar a las islas Marquesas, donde vivió tres semanas entre caníbales (aunque él dijo que fueron cuatro meses). Melville ha pintado con mano maestra la psicología de los caníbales en varios libros y, en Moby Dick nos mostrará el alma simple y natural del caníbal Quiqeg, el arponero amigo de Ismael. La convivencia con los caníbales, en las islas Marquesas, fue pacífica. De las Marquesas Melville escapó en un mercante australiano y después desembarcó en Papeete (Tahití), donde tue encarcelado a los pocos días por participar en un amotinamiento.

La trashumancia de Melville no conoció tregua: agobiado por desembarcos en islas remotas, por peligros cada vez más poderosos, el espíritu del novelista palpa y ve, abre sus ojos al mundo inmenso del mar, despliega su voluntad en horizontes sin fin, trota sobre el mar en el caballo múltiple de los barcos que asumen, de manera paulatina, la personalidad de aquel hombre indómito, volcado al mar en una insólita experiencia humana, asido a la fe en sus propias fuerzas, atento a los sonidos y las visiones reflejados sobre la piel de los más recónditos parajes marinos, como testimonio y prueba de que, en efecto, los buques balleneros fueron precursores de los grandes barcos construidos para satisfacer las demandas del comercio.

Herman Melville realiza, en la soledad húmeda de los barcos, una doble tarea: la lectura de autores predilectos (Cervantes, Browne, Carlyle, la Biblia, entre otros) y la lectura abismática del mar y de sus habitantes entre los que, por supuesto, destaca la presencia de ese descomunal mamífero que carece de patas traseras (como lo apodó el Barón Cuvier): la ballena blanca. De Tahiti viaja a Honolulú y, en el crepúsculo del trayecto, regresa a Boston en una fragata de la Marina estadounidense. Han pasado varios años y Melville decide poner fin a su viaje para invertir su tiempo en la imaginación de sus novelas. En 1844 deja de navegar y tres años después se casa con Elizabeth Shaw. Después de haber trazado la geografía sentimental de sus experiencias como marinero, Herman Melville emprende durante muchos años el inexplicable camino del silencio.

Tras su regreso a los Estados Unidos Melville trabajó como inspector de aduanas en los muelles de Nueva York y, en el ocaso de sus días, una enfermedad le provocó la ceguera: los ojos secos del novelista buscarían en la propia navegación hacia el misterio de sí mismo una agua de naturaleza distinta, no menos purificadora: la poesía —ahora sí vertida en recipientes líricos: Moby Dick narra la historia de una batalla, lo demás es canto, dijo el crítico E.M. Forster—. Y la Parca cortará las amarras de su carne mortal en Nueva York, en septiembre de 1891.

EN BUSCA DE LA BALLENA BLANCA

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Imposible hablar de la vida de Herman Melville sin hacer alusión a su novela mas relevante, ese libro que, en palabras de Jaime Rest, es «el arquetipo de originalidad alcanzada por la narrativa norteamericana del siglo XIX » . La historia de la creación de la novela reconoce, como antecedente, el diario de viaje del marinero Thomas Nickerson, quien partió, como el Pequod de Moby Dick, de Nantucket en un buque ballenero llamado Essex dirigido por George Pollard. El barco fue atacado por una ballena, y algunos de los tripulantes fueron rescatados en las costas chilenas. El suceso fue narrado por el historiador Nathaniel Philbrick en In the Heart of the Sea: the Tragedy of the Whaleship Essex. Algunos de los náufragos fueron descubiertos, agónicos y delirantes, en las islas Más Afuera (archipiélago Juan Fernández) y Santa María. Melville conocía la historia {capítulo XLV de Moby Dick) y con los bártulos elementales de esa información, inició la extraordinaria empresa de contar, hipnotizado por la súbita expansión de la anécdota, atado a su mesa de trabajo, durante varios meses sin tregua, la batalla del baldado Ahab y el Leviatán moderno, encarnado en ese gigantesco cachalote que arremetía al buque con furor demoniaco.

El nombre de la novela ha estimulado en la critica diferentes conjeturas. Una de ellas, quizá la más atinada, es la que descubre en la segunda parte (el Dick) un mero apelativo cariñoso, algo similar al hipocoristico castellano — Beto o Pepe, jack o Dick— y la primera parte como prolongación equívoca del nombre de uno de los protagonistas de Taipi: Toby. La ballena blanca sería, en rigor y ahorrándonos el trueque de la vocal inicial: Toby Dick, pero ha pasado así, como Moby, quizá porque este nombre encierra, por similitud sonora con la palabra mob —muchedumbre—- la idea de que la ballena es el mamífero que compendia todos los peces posibles.

Lo cierto es que la novela, que contiene numerosos guiños bíblicos y alusiones de clásica estirpe, está narrada, como dijo Walt Whitman» con un good-natured style, con una prosa que fluye en absoluta libertad y con ese tono poético-reflexivo que nos seduce como la invitación de un agua a ratos convulsa, a ratos mansa. Moby Dick, dedicada al genio de Nathaniel Hawthorne es —suscribo aquí el juicio de Constantino Bértolo— una «metáfora global del mundo». Y corresponde a Hawthorne el mérito de haber sugerido a Melville una modificación de la intención original narrativa de esta novela: de ser la historia deshuesada de la caza de una funesta ballena pasó a ser un libro que de fuerte respiración psicológica, mítica y filosófica.

Antes de escribir Bartleby, el escribiente, libro que precursa la novelística de Kafka, el escritor de Nueva York agotó gran parte de su caudal autobiográfico vinculado con el mar. La culminación fascinante de su peritaje está cifrada en esa novela que posee múltiples lecturas y que muestra, de manera descarnada, el emblema de la venganza absurda, en el capitán del barco Pequod, como aquella espada del loco Ayax (cuyo correlato es el arpón de Ahab) que descabeza cerdos sin reposo por no haber obtenido las armas que mereció Ulises (emblema 175 de Alciato, abrevado en Sófocles). La venganza mueve al capitán del barco y nos muestra un cuadro patético: un hombre descabalado encara a un animal portentoso. El encono de Ahab, quien busca al cachalote que en otro viaje le arrancó la pierna, guía la lectura hacia otros caminos: la venganza implica a todos los tripulantes y es un propósito acaso inútil. La ballena es el mal, la fuerza incontrolable de la Naturaleza, la ciega impertinencia de la vida o la verdad. El capitán Ahab intenta la venganza sin tasar consecuencias, y arrastra en su temeraria lucha a los oficiales y arponeros del Pequod.

Es cierto: Moby Dick es una profunda y simbólica indagación sobre la naturaleza del mal, sobre el misterio del hombre que se enfrenta a la realidad hostil y, como se ha dicho, la novela alimenta un interrogante que es reformulado en múltiples capítulos: ¿por qué hay hombres buenos que hacen cosas malas?, o ¿por qué hay hombres malos que hacen cosas buenas? Aún más, nos hace reparar en la honda paradoja de la afirmación de Melville, tras haber fraguado su novela: «He compuesto un libro perverso, y me siento tan inmaculado como un cordero». Y podemos prolongar la simetría en cruz, acaso para convencernos de que las cosas buenas perpetradas por «los malos» se parecen mucho a las cosas malas perpetradas por «los buenos»: «He compuesto un libro inmaculado, y me siento tan perverso como un demonio». Tras la lectura de la novela, la resonancia del mar que late en cada una de sus páginas jamás nos abandona: el mar imaginado por el novelista y nuestro propio mar, encarándonos a ballenas más reales y no menos peligrosas que la buscada por Ahab: la batalla del hombre en la palestra del mundo.

Diré más de la vida de Melville, pero ya se ve que en él —como en tantos otros genios de la literatura— la separación de la vida y de la obra es una experimento doloroso, artificial y puede conducir al desvío de creer que no es posible escribir la asombrosa gesta épica del buque ballenero, en pos de un objetivo tan grande como azaroso, en una novela que rebasa el medio millar de páginas. La vida ha alimentado a la obra, y ésta ha permitido al autor de Mardi transitar por las aguas en una nueva empresa marina a través de las múltiples gavias de su literatura. Los sobresaltos de los tripulantes del Pequod son también los sobresaltos y las tribulaciones de quienes recorremos el mar imaginado por Melville con nuestros ojos, azorados ante la súbita irrupción de la ballena en esa tormentosa «expedición vengativa».

LA OTRA SINGLADURA

La otra navegación—el otro viaje—es emprendida por Herman Melville hacia dentro de sí mismo, errancia que el hombre debe realizar con los ojos cerrados: «Ningún hombre puede sentir bien su propia identidad si no es con los ojos cerrados», dice en Moby Dick. Podemos entender así la vida del escritor como un esfuerzo por arrancar los velos postizos del hombre para mostrarlo en su indigencia primigenia. Las penurias económicas padecidas desde la muerte de su padre (quien, dicho sea de refilón, murió en bancarrota), paliadas sólo hasta que su mujer Elizabeth recibió una herencia, al final de la vida del autor de Israel Potter, contribuyeron no poco a la comprensión radical del envilecimiento por adhesión al dios falsario del dinero (en varios lugares repite la frase bíblica: la raíz de todos los males es la ambición del dinero), y guiaron la temática de su mosaico narrativo por sendas de incontenible amargura. La más anchurosa de ellas se manifestó después del fracaso financiero significado por ese libro «tejido con cuerdas de barco, por la que sopla un viento glacial y sobrevuelan pájaros depredadores»: la edición inglesa de Moby Dick consistió en un tiraje de 500 ejemplares, y la norteamericana de 3000: en dos años se vendieron sólo 50 ejemplares y, para colmo de desventuras, un incendio destruyó los ejemplares no vendidos, en junio de 1851. La dimensión del fracaso fue directamente proporcional al tiempo y a la paciencia invertidos en la composición de aquel extraño libro; Hermán Melville vivió preso de una absorbente monomanía que lo confinó, en el invierno de 1850, a una eremítica reclusión, amparado por un entorno afectivo en el que destacaba su mujer, sus dos hijos —uno de dos años y otro recién nacido— y sus dos hijas. Melville afirmó que debería sacar ese libro de su cabeza «como un cuadro de su marco», con una sutileza y cuidados extraordinarios para que no se perdiera el vigor en el trasiego desde la concepción al recipiente escrito. Y por ello, convencido de la trascendencia y del valor de su novela —mas nunca de la aceptación del público— afirmó con ufanía en su seno: «Denme una pluma de cóndor». Como sabemos, Melville se sumergió en una incurable depresión tras el redondo fracaso de Moby Dick como novela de éxito. Ese fracaso es el sedimento de Pierre y las ambigüedades, rabioso libro que fue recibido como bofetada por los críticos de la época. En el Day Book por ejemplo, alguien afirmó que Melville había enloquecido. En esa novela, reeditada con la dolorosa amputación de una pierna —del 13 por ciento de sus páginas— por Hershel Parker a finales del siglo XX, Melville arremete sin compasión contra los «críticos entomológicos» y contra la miopía de ciertos editores. John Updike ha dicho que cuando leemos esa novela somos espectadores que advertimos la impresionante furia con que el autor zamarrea a sus personajes. Es un libro venenoso, vaso colmado de acritud y desaliento. Mas una lectura menos prejuiciada, como la que ha puesto a Moby Dick en el sitio que merece, ha descubierto que, como vio Andrew Delbanco, en ese libro se lleva a cabo la identificación del afán civilizador con la hipocresía y que, además, Melville muestra las contradicciones de una civilización que exige represión y que después lamenta las patologías que de la represión emergen.

En el profundo y largo viaje por el alma de los hombres («Qué extraña es el alma del hombre. Es mejor ser anojado al espacio más allá de la órbita del sol, que sentirse a uno mismo flotando en su propia alma»), cada novela aporta indagaciones novedosas: la crítica al colonialismo y a la apocalíptica labor de ciertos misioneros cristianos —en «El hombre pararrayos», por ejemplo—, la crítica contra la riqueza rápida de la sociedad norteamericana, la escisión del pueblo estadounidense entre el norte industrial y el sur esclavista, el terror insomne de la guerra civil, la sátira enderezada contra el egoísmo —como la que despliega en El timador, novela ambientada en un vapor del Mississippi—, el drama ecuménico de la esclavitud —«¿Quién no es esclavo?», se pregunta en Moby Dick—, el buceo por el vasto misterio de la iniquidad humana, el oscuro callejón de la misantropía (como en El hombre de confianza), el efecto desastroso de la verdad («dulce en los labios y amarga en los oídos», como apuntó Gracián) y una larga fila de etcéteras.

Sabemos que el propósito cardinal de Moby Dick («Echar fuera la melancolía y arreglar la circulación»), enunciado en el umbral del libro, fue desmentido por los torcedores de la depresión que asoló al escritor durante gran parte de su vida. Liberado por fin de su agobiante trabajo como inspector de aduanas, Hermán Melville escuchó por última vez el canto de las sirenas: escribió Billy Budd, novela cuyos manuscritos fueron encontrados después de la muerte del autor de Moby Dick, y que no sería publicada sino hasta 1924. La hermosa metáfora del barco ballenero que riela por las aguas del mar en busca de una ballena que es, a un «tiempo, posibilidad de redención y de caída, nos conmueve más aún si reparamos en que, como ha explicado en el capítulo «En plena agitación» de su obra maestra, el barco ballenero «…es el más dispuesto a accidentes de todas clases» . Y así constituye la más desconcertante y precisa simbolización de la vida humana: la más dispuesta, entre todas las vidas posibles, «a accidentes de todas clases».

Quizá la imagen de Ismael, en el desenlace de Moby Dick, encaramado en el ataúd de su amigo Quequeg para salvar el pellejo tras el naufragio de la nave, no sea sino la reproducción simbólica del barco de letras, ése donde Nathaniel Hawthorne abraza la novela capital de Melville, en un principio naufragante, convencido de que su propia obra navegaría con fortuna el imprevisible mar del tiempo: Ismael Hawthorne abraza el ataúd inmortal de Quequeg Melville en el frontispicio de la más grande novela norteamericana de la historia.

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Las traducciones y ediciones de Moby Dick, así como los vasos comunicantes de la novela con otras artes, se multiplican. Entre las versiones en español sobresalen la de José María Valverde y la del argentino Enrique Pezzoni. El imponente cachalote blanco, que zarandea con inédita brutalidad al Pequod, ha trascendido el cerco de la literatura y, seguro de su vitalidad y de su fortaleza, ha poblado las aguas del cinematógrafo y el escenario de los teatros. Entre las versiones filmicas más afortunadas de Moby Dick es justo mencionar aquí la de John Huston , en la que Gregory Peck representa al capitán Ahab. Además la ballena anima obras teatrales y la célebre expedición del Pequod en busca del gran Leviatán tiene en el punto inicial de la travesía, en New Bedford, un museo conmemorativo: el New Bedford Whaling Museum. (C.P.G)