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Un conocido profesor alemán acostumbra a olfatear las páginas de un libro recién publicado para hacerse una primera idea sobre su calidad. Luego lo toca, lo mira, e incluso lo oye mientras pasa las hojas entre sus dedos. Lo que no hace es masticar o paladear alguna de sus páginas. Teme que haya libros que, por su contenido, puedan ocasionarle envenenamiento o indigestión. Digo esto porque, si hubiese caído el libro de Fernández de la Mora en sus manos, y levemente lo hubiese aproximado a sus labios, le habría sorprendido una molesta frialdad y un intenso sabor amargo. Y en ningún caso se habría atrevido a morder un pequeño bocadito.

Paradójicamente, en el prólogo se nos advierte que «el pesimismo y el optimismo son estados de ánimo acerca del futuro» (p. 11), que en este libro no tendrán cabida. El método adoptado será un sobrio análisis empírico y fenomenológico (p. 17). Sólo se admitirá un único «postulado metafísico: el realismo» (p. 17). Incluso, para subrayar ese empeño de asepsia interpretativa, el autor declara que no incluirá referencias bibliográficas y eruditas, que puedan desviar la atención de los datos puros.

Sin embargo, nada más ajeno a lo que el lector encuentra. Fernández de la Mora, efectivamente, despliega un estilo armado de precisión, orden y claridad. El resultado es un libro sombrío y desengañado. Las sombras son fenómenos reales, y por eso ponerlas de manifiesto es acorde con un método fenomenológico y realista. Pero si algo caracteriza una visión pesimista del mundo es atenerse sólo a las sombras. No es lo mismo decir la verdad que manifestar desengaño. Descubrir el engaño es sólo un paso previo a decir la verdad.

Desde el primer momento se hace una profesión de modestia: «Hay motivos para que el hombre se asombre ante sí mismo porque es el más capaz de los seres terrenales. Pero los panegíricos son ya tópicos a fuerza de repetición y hay que darlos por archisabidos. Se trata ahora de revelar el envés de tan eximias capacidades y de comprobar que nuestra especie, a pesar de su eminencia, padece desazón» (p.ll). Cada una de las páginas acometerá esta firme tarea de desenmascarar cualquier ilusión sobre la grandeza del hombre. Con la tenacidad de un humilde picapedrero, va socavando los monumentos levantados a la humanidad por idealistas como Pico della Mirandola, hasta reducir esas moles de roca a una sofocante nube de polvo que nada permite ver.

«El hombre ni está en el centro, ni es centro de nada (…). Sería envanecedor que fuéramos el punto focal de todo, y que la evolución cósmica hubiese culminado en un homo sapiens, síntesis exhaustiva de perfecciones infinitas; pero no es así» (p.46). Se entabla así un combate casi salvaje contra todo asomo de admiración hacia el hombre. Cada línea del libro pretende desmitificar hasta el sarcasmo cualquier confianza en las posibilidades humanas, que ha caracterizado a la Modernidad. Estamos muy lejos de cualquier forma de humanismo.

El libro se encuadra en la tradición antihumanista que se remonta a los Darwin o Schopenhauer del siglo pasado y que goza de una excelente salud en nuestros días. Las obras de Foucault se agotan en las librerías. Que el hombre ha muerto o que es un invento de los modernos resulta un lugar común entre los ya un tanto casposos posmodernos.

De todos modos, las reflexiones del autor no son posmodernas. Carecen de la ligera ironía y desaprensión del pensiero debole. Más bien, parece escrito desde la resignación estoica o incluso desde la desesperanza existencialista: «El hombre es el único ser real cuya condición consiste en querer ser, no ya lo extremadamente arduo, sino lo sencillamente imposible. Su vida sobre la Tierra es una frustración esencial» (p.61). El hombre se hace a sí mismo, precisamente porque todo en él es inacabado e imperfecto. Nada tiene sentido en su vida, que se mueve entre la perplejidad y la banalidad. Por eso, ha de comprometerse en una tarea que oriente su conducta. «Sin un sentido asumido, cada existencia humana es una pasión quizás relativamente útil, pero absurda» (p.303). Decidirse por un proyecto vital es lo único que puede poner a salvo de la total desorientación.

Tampoco se advierten mejores expectativas en la vida social. Glosando la idea sartreana de que el infierno son los otros, se nos recuerda que «la nota sobresaliente de los encuentros humanos es el antagonismo, como revelan el simbólico relato cainita y la historia universal » (p.125).

Estos ecos existencialistas no implican un especial interés por la libertad. Más bien, al contrario. «Desprovista de retórica, la libertad del hombre actual aparece como una grieta angosta, que también revela desazón» (p.198). «Laplena libertad de actos imperados es imposible porque los deseos son prácticamente infinitos, los obstáculos son innumerables y muchos de ellos insuperables » (p.163). «Admitiendo que el libre arbitrio existe como potencialidad personal, sus posibilidades de ejercicio real son exiguas» (p.156).»

En cualquier caso, el tono general del libro es de resignada aceptación ante la crudeza de la condición humana. Muchos momentos recuerdan a las melancólicas meditaciones de Marco Aurelio. No faltan referencias: «Los estoicos tenían una idea muy negativa de las pasiones, aunque no de todo el hombre, puesto que admiraban y fomentaban su racionalidad (…). En el fondo de la antropología estoica palpitaba un pesimismo esencial que, incluida la Roma cesárea, traduce la fórmula ciceroniana ‘necesitad de soportar la impuesta condición humana’ (necessitas ferendae conditionis humanae)» (p.56).

En estas palabras Fernández de la Mora marca una distancia ante al estoicismo pero, frente a lo que pudiera parecer, no rechaza su idea muy negativa de las pasiones sino su excesiva admiración por la racionalidad humana. La visión de la afectividad humana que propone no es, desde luego, alentadora. Aparecen mencionadas varias pulsiones elementales: el instinto de conservación, la sexualidad, la agresividad… y la mentira. Merece la pena reproducir algunos textos literales.

En primer lugar, el impulso hacia la autoconservación no lleva «sólo a la agresión depredadora de su circunstancia nutricia, sino a la agresión inmoral como la mentira, la traición y varias formas de violencia física intraespecífica que culminan en las guerras» (p.70). Con respecto a la sexualidad, la valoración no es mejor: «Es la inalcanzable pacificación de las relaciones entre la pareja, incluso la ocasional; es la humillante comercialización del prostituido y del usuario; es la relajación y la rutina de la relación (…). En sus momentos culminantes, el amor es una neurosis que consiste en suponer que no se puede vivir sin la presencia del amado, estado de ánimo que puede llevar hasta el suicidio (…). Es muy dudoso que esta singularidad tan poco natural y finalista sea un bien-para-el-hombre» (p.74). En relación con la agresividad, como no podía ser menos, se nos recuerda que el hombre «es el viviente más agresor que ha conocido la Tierra» (p.77).

El balance se resume así: «Las pulsiones congénitas suelen ocasionar desventuras a uno mismo y a los demás» (p.61). Parece razonable, en consecuencia, que el ascetismo aparezca como una tabla de salvación frente a la dañina violencia de las pasiones. «La experiencia de la Humanidad confirma su valor felicitarlo y su aprecio social» (p.350).

Pero todavía falta por mencionar otra pulsión elemental, que separa al autor de las propuestas estoicas: la tendencia a la mentira. La racionalidad humana no merece la admiración de que ha sido objeto. «Los razonamientos se deslizan mayoritariamente hacia el subjetivo interés y no hacia la objetiva verdad. Más que una corrupción, es una especie de forzado suicidio del logos, nunca enteramente consumado; pero que lo deja maltrecho» (p.262). Frente al resto de las especies biológicas, los hombres nos caracterizamos por una tendencia compulsiva hacia la mentira, incluso dentro de la propia especie.

No hay que conceder particular crédito a la razón. «Lo verdaderamente definitorio del hombre no es tanto el inacabamiento biológico cuanto el racional y existencial que le hacen capaz de error, falacia o maldad y, sobre todo, frustración. La naturaleza ha necesitado de un fruto tan inconcluso como el hombre para tener conciencia infeliz. Esta es la recurrente peculiaridad antropológica » (p.174). Parece así que la máxima aspiración de la racionalidad estriba en el reconocimiento de su esencial insatisfacción.

Todos los intentos de descubrir la propia identidad o la secreta naturaleza de las cosas quedan así truncados. «La ansiosamente indagada identidad propia es constitutivamente aporética. Y la alternativa no es menos grave: si se abdica de la búsqueda, se cae en una alienación total. Otra menesterosidad exclusiva del hombre» (p. 152). No es difícil imaginar el valor que se da al idealismo filosófico: «Ni una herramienta, ni un fármaco, ni una brizna de hierba han nacido de las grandiosas y sucesivas construcciones de un Schelling, por ejemplo. Tales arquitecturas conceptuales sirven de evasión y aun de medio de vida para ciertos ingenios sutiles; no hay que pedirles más» (p.301).

El único asidero que se vislumbra entre tanta perplejidad es la especie biológica: el bien de la especie humana en su más descarnado biologismo. Es bueno para el individuo lo que conviene a la especie. «Los preceptos de la moral y, consecuentemente, del Derecho se fundamentan en el bien de la especie» (p.219). «El bien general experimentable es el bien de la especie humana y ese es el criterio para establecer limitaciones a la libertad individual. ‘No atentes contra la especie’ sería la formulación negativa del imperativo fundamental al que debe atenerse todo comportamiento individual y toda actuación normativa» (p.211). Algo así como un utilitarismo al servicio de la especie. Una acción es buena si conviene al bien de la especie (es difícil evitar algún que otro escalofrío).

Para terminar, sería falso no reconocer que el libro incluye algunas flechas de salida en el laberinto de la existencia, aunque, eso sí, bastante disimuladas. Ocasionalmente, personalidades eminentes despuntan por encima de la mediocridad de sus congéneres. La vida después de la muerte aparece como un enigma opaco, pero que no cabe descartar enteramente. El reconocimiento de la finitud es, en cualquier caso, el único camino de sobrellevar la tan quebrantada condición humana. En definitiva, todo un canto a la humildad y a la desesperanza.

Director del Departamento de Filosofía, Universidad Europea de Madrid