Tiempo de lectura: 3 min.

En el ya lejano 1978 se reeditaba El movimiento V.P., novela del sevillano maestro de vanguardias y amigo de Borges, Rafael Cansinos Asséns. La edición estaba a cargo de Juan Manuel Bonet, que en el prólogo de la obra hacía gala de su talento interpretativo: Cansinos era pretexto para hablar de una época de la que el crítico aparecía literalmente enamorado y que daba muestras de conocer como pocos. En aquellas treinta densas páginas en romanos está el germen de este Diccionario de las Vanguardias en España (1907-1936): a comienzos de los 80 conocí a Juan Manuel Bonet y pude constatar el indesmayable apasionamiento por el mundo literario y artístico en sus conferencias y artículos. Con idéntico entusiasmo se ha embarcado en la dirección del Institut Valencià d’Art Modern (IVAM).

Del concepto de Vanguardia hoy tenemos dos nociones distintas. La primera, de signo académico, escolar, y de sentido diacrónico, fue acuñada por Guillermo de Torre en su Literaturas europeas de Vanguardia (1925): evoca el origen del término como marchamo de una serie de movimientos literarios y artísticos surgidos entre las dos Guerras Mundiales -la bélica referencia «vanguardia» no era casual- para designar las avanzadillas artísticas, las posturas iconoclastas presuntamente incómodas para el público burgués. Conviene recordar que la otra cara del concepto tiene entidad sincrónica, aparece de forma esporádica en la literatura y adquiere connotaciones negativas entre quienes prefieren el clasicismo o el academicismo artístico. Hacer literatura de Vanguardia en nuestros días es gozar de cierta amnesia histórica que permite concebir formas de escritura centrípetas, mostrando con talante romántico los festivos territorios del yo, exhibiendo un adanismo que limita al norte con la frialdad conceptual del Barroco y la ciega fe en la técnica; al sur con la desmesura verbal y el humorismo; al este con composiciones de mucha meditación, como el haiku, al oeste con la experiencia cibernética, la reposición de la escritura automática y las manifestaciones del realismo sucio. Aunque deudora del dejá vu, episódica y residual de la primera, a esta neovanguardia no convendría perderla de vista.

El diccionario de Bonet es fruto de una penetrante mirada a una época cultural esplendorosa: los treinta primeros años del siglo, coincidentes con lo que José Carlos Mainer ha llamado «Edad de Plata». Pero en sus miles de pacientes entradas el diccionario tiene un afán totalizador que traspasa con mucho las fechas en principio propuestas. El vitalismo y la experimentación innovadores están destinados en ocasiones a ser solo una etapa en la trayectoria de un autor, una parte de sus obras. Por ello, con frecuencia, tras dejar constancia del primer romance con la vieja dama Porvenirista, Bonet completa el ciclo creativo del reseñado proporcionando referencias bio-bibliográficas que llegan hasta hoy, de forma que su investigación no solo queda acotada sino holgadamente agotada. La abundante información tiene rigor y amenidad, alterna la anécdota y el dato preciso con incontables referencias a peripecias vitales y acontecimientos vividos, trascendidos por la voluntad creadora del momento y el destino artístico de sus protagonistas. Se han rescatado innumerables aspectos, muchos inéditos, de los «ismos» -la densa nómina de personas consultadas da fe de unas fuentes no siempre librescas- y, lo que es más de agradecer, se han relacionado entre sí. Del ingente campo estudiado -literatura, cine, teatro, pintura, escultura, arquitectura, medios gráficos, periodismo- Bonet dispone las piezas con la delicada curiosidad de un coleccionista.

Abrir las páginas de este diccionario es recordar, más allá de la simple función de vivienda, la dimensión artística de viejos edificios y asistir al cambio del panorama urbano en las grandes ciudades españolas; oír el rumor de las modernas tertulias en que se cocinaron centenares de obras; acercarse a las discusiones de los despachos y las redacciones donde fueron proyectados manifiestos y revistas; visitar innumerables galerías de arte, museos magníficos. Semejante voluntad visual anima el exquisito trabajo de Alfonso Meléndez y Andrés Trapiello, encargados de la edición, en la selección y combinación de los tipos, la elegancia de los materiales y la belleza de las ilustraciones.

Zoco de ideas, prodigioso cinerama de las costumbres y la sensibilidad de una época que aún palpita, historia de sus mejores hombres, de sus más apasionantes figuras, brillante archivo de la memoria artística, ¿qué mejor forma de despedir el siglo que leer este diccionario como las páginas de una estimulante aventura?