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En algún lugar de su monumental obra En busca del tiempo perdido, Marcel Proust habla de un catedrático de la Sorbona, un historiador del que dice que había perdido su simpatía por la moderna Sorbona, en la que —y esto es más o menos textual— «ideas de exactitud científica según el modelo alemán estaban empezando a prevalecer sobre el modelo humanístico».

La época a la que Proust se refiere era, claro está, la belle époque, más o menos a principios de siglo. Un cuarto de siglo más tarde, aquel modelo de exactitud científica o de investigación exacta (la que en alemán se llama Forschung), ya se había impuesto prácticamente en todos los sectores académicos europeos y norteamericanos, y hoy día está extendido por todo el mundo. Por lo que se refiere a los Estados Unidos, la principal vía de transmisión había sido la John Hopkins University, en Baltimore, cuyo presidente, ya antes de empezar el siglo, había aprendido a admirar ese modelo en Heidelberg, donde había estudiado.

¿De qué modelo se trataba y qué ventajas tenía para que a ése y después a otros presidentes universitarios llegara a atraer tanto?

El modelo fue producto de una revolución. Como es bien sabido, las revoluciones, o sea giros (vueltas de la rueda de la fortuna), más que un giro hacia adelante, constituyen por lo general un giro hacia atrás. No son tanto progresistas, según se tiende a creer, como retrógradas. Constituyen, en palabras de uno de los máximos teóricos de la revolución, Maquiavelo (un teórico avant la lettre, puesto que por entonces el nombre «revolución» apenas se aplicaba); un ridurri ai principii.

La vida humana, la historia en su discurrir tan imparable como el del tiempo, se va separando cada vez más de sus orígenes, se va depauperando, degradando, corrompiendo (ésa es la palabra clave, corruzione; Maquiavelo hablaba también de efeminazione —como se ve era, en efecto, un retrógrado—) y entonces hay que volver, recurrir a esos mismos orígenes. En una palabra: en las revoluciones, más que acelerarse el curso de la historia, se frena.

Sin embargo, la revolución a que me refiero fue manifiestamente un paso hacia adelante y, además, acelerado. Imprimió el curso de la historia una aceleración que todavía dura y que aumenta cada vez más. Eso explica el vértigo que causa en muchas mentes y los duros golpes a que se ha visto sometida de tiempo en tiempo. Últimamente, el modelo científico de investigación exacta lleva una temporada de relativa calma. Pero nunca se puede saber.

Como suele ocurrir, aquella revolución, en ese caso puramente académica, fue producto de una fuerte conmoción. El Estado prusiano, donde ocurrió, todavía no se había recuperado de la total derrota sufrida a manos de Napoleón. Pero ya antes de la revancha, algunas mentes empezaron a preparar un plan de nueva planta, primero administrativo y, después, también académico. Se trataba de terminar con el carácter escolar de la enseñanza universitaria, con el escolasticismo y academicismo, si se quiere. La pieza fundamental del nuevo plan era la así llamada unidad de enseñanza e investigación («así llamada» porque, en realidad, significaba la primacía quasi absoluta de la investigación sobre la enseñanza).

Lo importante era que el alumno se sintiera responsable; que en vez de escuchar pasivamente las lecciones del maestro participara en el trabajo de éste. Eso quiere decir ya que el maestro, más que maestro —un señor en posesión de unas verdades que no tenía más que exponer y transmitir (a eso en la escolástica se llamaba vía expositionis seu iudicii: el juez que no tiene más que aplicar una ley preexistente, como el juez napoleónico)—; que éste, más que maestro era profesor y, más que un profesor era un investigador, o sea, una persona no en posesión sino en búsqueda de la verdad (como si fuera de un tiempo no tanto ya perdido como aún no hallado). En la escolástica a eso se le llamaba la via inventionis, y englobaba tanto la invención como el descubrimiento.

Pero está claro que con eso, más importante aún que el que el alumno se sintiera responsable, era que el profesor se sintiera libre, pudiera hacer lo que quisiera sin cortapisas impuestas por planes fijos de enseñanza. La enseñanza se hacía no según menú sino á la carte. Cada cual se hacía su propio plan; los alumnos, claro está, a la vista de lo que los profesores ofrecieran para esa carta variada según su criterio personal.

Aquel sistema llevó también a un desarrollo extraordinario de las ciencias. Primero, las así llamadas fundamentales y después, las aplicadas. Pero había algo que quedaba en la cuneta. Era, digámoslo así, la formación humana: de aquella proliferación de conocimientos, hallazgos y aplicaciones, con su dinámica propia, al final uno no sabía ya a qué conducía o qué sentido tenía.

A lo que condujo, pues, fue primero a una nueva catástrofe (por lo menos ésa era la sensación que muchos tenían al fin de la belle époque; y en el curso de la historia muchas veces resulta más importante la interpretación de los hechos, que los hechos mismos, como es obvio): a la catástrofe no sólo de la primera si no también de la segunda Guerra Mundial.

Porque aquella proliferación desencadenada a la que me refería no se limitaba a la investigación de las ciencias naturales. Incluía también la de las ciencias entonces llamadas del espíritu y que hoy día se llaman más bien ciencias humanas (probablemente imbuidas de la sensación que llevaba a Heinrich Heine a preguntar a su cochero: «¿El espíritu? ¿Quién es ese muchacho?»). Las ciencias humanas (incluido el Derecho) viven de la interpretación. Y en las ciencias humanas, la aplicación del modelo de investigación exacta condujo a una proliferación de interpretaciones tal que el objeto de interpretación —por ejemplo los textos clásicos— desaparecían bajo interpretaciones que se convertían en interpretaciones de interpretaciones. Parecía tener razón la (bien mirada, terrible) frase de Nietzsche: «Todo es interpretación».

Aquello parecía requerir otra vuelta a los orígenes, otro ridurre ai principii, otra revolución o, si se quiere, otra contrarrevolución. Lo que ocurre es que, bajo las condiciones impuestas por el modelo de investigación exacta, esa vuelta no era fácil de lograr. Uno no podía abandonarse a la impresión personal que le produjera, pongamos, la lectura de los textos clásicos para poder encontrarse otra vez consigo mismo, para dejarse formar por ellos, por el acervo cultural de la humanidad. Había que someterlo a un análisis riguroso, que impidiese arbitrariedades subjetivas en la investigación. Y, para evitarlo, había que confrontar las propias impresiones con las de otros. De modo que la objetividad a que ese modelo aspiraba revertía en una cadena sin fin de interpretaciones, que se confrontaban unas a otras. Era como un callejón sin salida.

¿Hemos salido mientras tanto de ese callejón?

Intentos no han faltado. Y todos, por lo menos los más radicales, se han atenido al modelo, si no maquiavélico, sí maquiaveliano del ridurre ai principii, es decir, de volver por detrás de las mediaciones a lo inmediato, de lo artificial a lo natural, de la proliferación de hechos (que no están tan alejados de su interpretación como parece; un hecho no es nunca una cosa o un suceso sin más, es siempre también el hecho de que, o sea una proposición o propuesta), de volver de la interpretación a lo interpretado, de los hechos al sentido, etc.

Pero parece que todos esos intentos son vanos y que nos encontramos más lejos que nunca de lo original; que la vida, también la vida científica y universitaria, cada vez se complica más. Sin solución a la vista. Porque ¿en qué consistieron esos intentos fallidos? ¿Y por qué fallaron? Antes que nada, ¿cuáles fueron? Obviamente tengo que hacer una selección. Haré una selección egocéntrica.

Hace muchos años tuve que pedir consejo a un profesor alemán, un insigne jurista de la Universidad de Friburgo. Uno de los tres Wolff que había en la facultad de Derecho. «Wolff» significa «lobo», lupus. Se decía de ellos «lupus lupo lupus». Este Wolff me dio su consejo y a continuación me recomendó pedir opinión a otros, porque, añadió, «no hay nada en el mundo más egocéntrico que un profesor alemán». He ahí una consecuencia del modelo de investigación exacta, de la parcelación, de la compartimentalización, de la atomización del saber.

Éste es el punctum saliens o, dicho en español, el quid del asunto. Lo que falta es un mundo comunmente compartido, una auténtica res publica, una república de las letras o de lo que sea. Hasta en la política todos son partidos, o sea facciones. Un auténtico republicano —monárquico o no (Maquiavelo era ambas cosas)— se desesperaría.

El ejemplo egocéntrico que iba a poner no es ése. Es de nuestro siglo. Concretamente de Alemania y, por más señas, de la misma Friburgo en la que mis actividades no se redujeron a aquel encuentro. Por eso dije parcial y egocéntrico.

A raíz de la derrota del dieciocho, en Alemania hubo otro intento de resucitar el modelo humanístico. Se hablaba entonces de un Nuevo Humanismo. El programa del Nuevo Humanismo estaba incluido en un panfleto del gran filólogo clásico Werner Jaeger, poco después emigrado a los Estados Unidos. Un panfleto de tres tomos, cuyo título era Paideia. «Paideia» significa formación, formación tanto intelectual como humana: «educación» tanto en el sentido inglés de «evolución», como en el normal entre nosotros.

Se trataba, en una palabra, de que el hombre volviera a encontrarse consigo mismo, que abandonara el modelo centrífugo por el centrípeto o, mejor, que compaginara ambos. En la misma línea iba la otra gran obra de aquellos años de entreguerras: La Filosofía de las formas simbólicas de Ernst Cassirer, que también terminó de emigrante en los Estdos Unidos (allí, el resumen de su gran obra apareció en inglés con el título de Essay on Man, y es todavía de lectura obligada en los Colleges americanos).

Contra tales intentos de revitalizar el modelo humanístico se levantó el filósofo de la Selva Negra de Friburgo, Martín Heidegger, y se levantó en un encuentro, casi encontronazo directo con aquel gran caballero de la vieja escuela que era Ernst Cassirer. La confrontación tuvo lugar en la Montaña Mágica de Davos donde todavía hoy tienen lugar todos los años enfrentamientos dialécticos (hoy día sobre todo de economistas) ante un público selecto o que se considera a sí mismo como tal (que ya es mucho).

Para Heidegger aquellos intentos eran sólo el mismo perro con otro collar. A Cassirer le echó en cara que lo que había que hacer, sobre todo en el trabajo filosófico, no era fomentar la pereza de los hombres al invitarles a servirse sin más de los productos del espíritu, de las formas simbólicas, como de una colección de retratos o, mejor, de trajes entre los cuales escoger los más aparentes para cubrir la desnudez existencial propia de nuestra condición, su radical contingencia o, como él decía, su facticidad; lo que había que hacer era literalmente privarle de tales engaños y enfrentarlo con la dureza de su propio destino: lo que había que hacer era, con otras palabras, destruir, desmontar los sedimentos que la humanidad había depositado uno tras otro en un intentar ilusorio de huir de la condición humana.

Hay que tener en cuenta la desolación de la época. Epoca en que las vanguardias de todo tipo, empezando por las artísticas (dadaísmo y otros), buscaban la purificación por el camino, por ejemplo, del arte. No sin éxito. Ortega y Gasset hablaba de su deshumanización. Lo curioso es que para Heidegger el mismo humanismo tiene los mismos efectos deshumanizadores. En cambio, no es del todo extraño que Heidegger mismo, contemporáneo del dadaísmo y demás, se sumara al inicio de ese otro movimiento revolucionario iconoclasta que fue el nazismo. Tampoco que todo aquello fracasara con nuevo estrépito, esta vez más demoledor que el anterior.

Pero no por eso acabaron los intentos de terminar con el modelo científico de investigación exacta y sus efectos de especialización y compartimentalización ilimitada, paralelos al modelo de crecimiento ilimitado en todos los campos, empezando por el de economía. Y esta vez las embestidas alcanzaron proporciones universales.

Creo que no se ha tenido suficientemente en cuenta la curiosa circunstancia de que las dos últimas revoluciones, de las que todos nosotros hemos sido de un modo o de otro testigos, hayan comenzado antes en China. Una de ellas es la revolución estudiantil que tan radicalmente ha cambiado el clima vital en Occidente; la otra, más reciente, la revolución (por lo demás, pacífica) en los países de la Europa centro-oriental. A la primera precedió la llamada revolución cultural en China, y a la segunda la trágicamente fracasada en la masacre de la Plaza de Tianamen.

Ya el cariz anticultural e iconoclasta de la revolución cultural es prueba suficiente de su republicanismo, entendiendo por tal no lo opuesto al monarquismo sino al liberalismo burgués, que tan unido va al programa de crecimiento ilimitado, propio del modelo de investigación exacta. El republicanismo no tolera, sin más, esferas autónomas de actividades humanas como puedan ser la cultura o la ciencia. Los que hemos vivido de cerca la revolución estudiantil del 68 lo hemos podido comprobar en una multitud de fenómenos. Cito sólo uno: la insistencia con que, en los círculos al caso, se intentaba lograr para los representantes estudiantiles un mandato político general, no restringido a cuestiones de tipo especializado. Las cuestiones estudiantiles se consideraban no sólo como algo, por supuesto, no desligado del interés público general sino incluso como estrictamente políticas, lo mismo que las cuestiones científicas. Todo debía ser tratado en la asamblea general que, en cualquier caso, enviaría a los gremios especializados representantes con un mandato imperativo y no libre. Era un microcosmos de lo que en proporciones mayores se estaba llevando ya a cabo en China y pocos años después, en una sola semana, pero con especial resonancia, estallaría en el edificio de la Opera de París. La protesta contra todo tipo de especialización, de que vive la cultura, era sobre todo una protesta contra la sociedad burguesa, lo cual viene a decir también contra el liberalismo. El mayor insulto contra los catedráticos era llamarles liberales de la… seguido de las palabras de Cambronne en Waterloo. En el caso de China, el llamado Mao look era una demostrado ad occulos de lo que estaba ocurriendo allí. A diferencia de la revolución cultural, la fracasada en la Plaza de Tianamen no era ni iconoclasta ni anticultural, lo que le atrajo la simpatía y el apoyo, por lo demás ineficaz, del mundo liberal. Hay, sin embargo, algo que manifiesta su inspiración republicana. Porque, si bien no violento, ese intento abortado de revolución fue, como toda revolución, clamoroso. Y contra lo que los estudiantes chinos más clamorosamente protestaban en esta otra ocasión era contra la corrupción de los dirigentes alrededor de Deng-Xiao-Peng que, sintomáticamente, ya vestían de traje y corbata.

La corrupción ha sido siempre el blanco contra el que se han dirigido todas las revoluciones republicanas. Y no por casualidad, el clamor contra la corrupción se elevó en ese caso en un momento en que los esfuerzos de los dirigentes chinos iban encaminados a lograr, mediante la apertura paulatina hacia la economía de mercado, una época de prosperidad en un país exhausto por el riguroso republicanismo de Mao-Tse-Tung y, en especial, por la revolución cultural de la juventud inspirada, como es bien sabido, por él mismo. Porque no se puede decir que los victoriosos estudiantes chinos que en los años sesenta atacaban a sus profesores con una brutalidad aún mayor que poco después lo hicieran sus compañeros occidentales de Berkeley, Berlín y, finalmente en el mayo parisino del 68, fueran en todo equivalentes a los pacíficos y trágicos estudiantes revolucionarios del junio del 89 en la plaza de la Puerta del Cielo en Pekín. Y, sin embargo, ambos lo hacían en nombre del mismo principio, con la convicción de estar luchando contra la misma desviación, es decir, contra la enajenación política. En eso consiste desde la perspectiva republicana, en efecto, la corrupción propiamente dicha. «Corrupción» significa aquí, por supuesto, también el enriquecimiento propio en perjuicio (o, por lo menos, de espaldas al) bien común. Pero eso sólo de una manera secundaria.

Porque el enriquecimiento contra el que se dirige el auténtico republicano tiene un sentido más amplio que el simplemente pecuniario y se refiere a todo lo que pueda enajenar al hombre de su quehacer propiamente político, lo cual significa enajenarle, sin más, de sí mismo como animal político que es. En este sentido, tan rica y enajenante es la cultura como lo pueda ser el dinero. Cultura y dinero van íntimamente unidos. No sólo porque con dinero pueden subvencionarse orquestas y similares, sino, sobre todo, porque, por la misma riqueza que entrañan, ellos mismos —dinero y cultura— llevan en sí el germen de dispersión a que el autor de Filosofía del Dinero, Georg Simmel, se refería en un famoso artículo que, en España, Ortega y Gasset publicó en la Revista de Occidente: la cultura, necesaria para que el hombre se encuentre a sí mismo, amenaza, en su deslumbrante proliferación, con conseguir todo lo contrario. De ahí el título del ensayo de Simmel: «Concepto y tragedia de la cultura».

La corrupción que sublevaba a los trágicos estudiantes de la plaza de la Puerta del Cielo consistía, por una parte, en los privilegios de que gozaban los dirigentes y sus clientelas. Pero, por encima de eso, consistía en el hecho de que por esos mismos privilegios todos (tanto los estudiantes, el pueblo o lo que ellos tenían por tal, como los mismos dirigentes) se veían impedidos de cumplir su función política: los primeros plenamente impedidos de cumplirla, los segundos impedidos de cumplirla plenamente. Era lo mismo contra lo que, poco después, se sublevarían también los iniciadores de la revolución centroeste europea con sus diversos foros republicanos barridos pronto, bien es verdad, por la ola de los que, en número mucho mayor, más que la virtud republicana lo que anhelaban era un confortable liberalismo burgués de corte consumista.

El hecho es significativo. Ése es el mundo que se ha impuesto con el modelo de investigación exacta. Todos los intentos —como el de Heidegger mismo, que, ya en los años veinte, como precursor de la revolución cultural y estudiantil arremetía contra el ideal de la universidad humboldtiana— no han conseguido gran cosa contra él, a no ser, en todo caso, la autoevolución de la sociedad liberal burguesa hacia una sociedad democrática de masas y, paralelamente, una mayor conciencia de la responsabilidad de la investigación científica y de la universidad misma frente a la misma sociedad. Lo cual tal vez no sea poco.

Pero con ello, a su vez, los problemas no han hecho sino recrudecerse o multiplicarse: los problemas, se entiende, de alienación. La universidad no vive en una torre de marfil como entonces, es más consciente de su responsabilidad directa frente a la sociedad, ya que tiene que dar cuenta de su situación actual ante ésta. Pero tal vez ahora menos que nunca pueda seguir ayudando al hombre a encontrarse a sí mismo. Un signo se encuentra en la misma filosofía. Se ha dicho (Hegel, uno de los tres grandes de la revolución prusiana, lo dijo) que la filosofía es la época propia elevada a concepto. Y si algo ha llevado a concepto la filosofía más característica de nuestros días, esto ha sido la pérdida del concepto mismo de lo original, de lo natural, de lo inmediato e, incluso, de la verdad sin más. Con eso, la investigación exacta, cuanto más progrese según su sino, más pierde su norte. En la filosofía más característica del presente ya no hay ni fines ni principios. Perdido el fundamento todo danza sobre un abismo (que en alemán se llama Ab-grund). Es la esencia del mensaje de Heidegger, si aquí cabe ya hablar de mensaje. Sólo que sus seguidores han invertido los términos. La deconstrucción que hoy día practican más que proclaman (deconstrucción no es sino la traducción literal del Abbau heideggeriano), no va ya dirigida a desenterrar lo originario, natural y primitivo removiendo toda clase de sedimentos. Lo único que hace es perpetuarlos: considerar que todo es copia de otra copia, signo no de un significado sino de otro signo, en una pérdida no sólo del concepto de verdad sino incluso del de sentido; considerar que —como decía Wittgenstein, citando al escéptico vienés Karl Kraus— el progreso consiste sobre todo en parecer siempre más importante de lo que se es. ¿De qué me sirve romper con la cabeza la pared de mi celda, si más allá me voy a encontrar con otra celda?

Es el sinsentido elevado a sistema y del que el reflejo evidente es la confusión de una sociedad hiperinformativa, en donde la imagen es todo y la distinción entre apariencia y realidad tiende a desaparecer (por no hablar de aquella otra entre lo bueno y lo malo).

El deconstruccionismo representa, por así decirlo, el resello filosófico de ese mundo que, pese a tantas revoluciones —socialistas, comunistas, nazis, populistas, nihilistas, etc.—, cada vez se ha ido imponiendo más. Es el triunfo de lo artificial sobre lo natural, de las múltiples posibilidades sobre las modestas realidades, de las imágenes sobre el hecho escueto, de la ilusión, en una palabra, sobre la verdad: el triunfo del fetichismo.

Fetichismo es fundamentalmente sustitución del todo por la parte, de lo real por lo imaginario, de la cosa por la imagen, del significado por el signo, de le representé por le representant.

No por casualidad «fetichismo» es, junto con «narcisismo», la palabra clave no sólo, por ejemplo, de la crítica republicana de Marx al capitalismo liberal, sino también del deconstructivismo.

A este respecto, el mito de Narciso es por demás revelador. Su castigo no le vino a Narciso de haberse enamorado de sí mismo. Después de todo, él no sabía que era él el que se reflejaba en las aguas. Su castigo le vino más bien de haberse enamorado de una pura imagen, de una copia, de una representación. Aquí tenemos el símbolo quintaesencial de la desconfianza frente al mundo de las imágenes y de la copia, de lo contrario de lo que es original, natural, primitivo e inmediato; pero también el símbolo quintaesencial del deconstructivismo, que lo que hace es enarbolar la bandera del narcisismo y fetichismo, y estipular ese mismo mundo secundario de la imagen y del signo y de una representación que no representa nada sino a sí misma. El mito de Narciso es, más ampliamente, el símbolo de la cultura en general, que nos enriquece a la vez que nos enajena, como tan brillantemente señaló Georg Simmel.

Supuesto ahora que una peculiar revolución universitaria que ha sobrevivido tantos combates, saliendo de ellos siempre con nuevo vigor, como un animal (en expresión de Aristóteles) tanto más fuerte cuanto más ciego se vuelve; supuesto, pues, ahora que esa revolución sea como una especie de revolución permanente —la única hasta ahora no interrumpida— y que resulta imparable precisamente dentro de la universalidad misma, ¿cómo volver a dar sentido al trabajo universitario?

En estos días cayó en mis manos una revista de estudiantes de Derecho; publicaba una entrevista con el maestro Alvaro d’Ors, un auténtico maître à penser. En ella decía, entre otras cosas, más o menos lo siguiente: «Aquí (en la universidad), les enseñamos prudencia jurídica; el sentido de la justicia, ése deben traerlo ustedes de sus casas».

Ésa era ya en cierto modo la situación de la universidad moderna, surgida de la revolución a que me he referido. Karl Jaspers decía, por ejemplo, de su sistema de reclutamiento de catedráticos en Alemania, que era el mejor de todos mientras hubiera sentido de la justicia, pero el peor de todos mientras no lo hubiera. Ahora, por cierto, el sistema ha cambiado; es, como se suele decir, más transparente. La universidad prusiano-humboldtiana podía funcionar tan bien porque los estudiantes llegaban a ella con un bagaje humanístico considerable. «Humanístico», esta vez en el sentido más literal del término: nueve años de bachillerato centrado fundamentalmente en los estudios clásicos de griego y latín, de la Antigüedad clásica. Además, al principio, e incluso durante largo tiempo, el principio supremo de esa universidad era el saber por el saber: la pura teoría. La raíz de la revolución en cuestión estriba en que el trivium y el quadrivium, que hasta entonces habían sido un estudio preparatorio de bachillerato previo a la universidad propiamente dicha, se convirtió, de facultad preparatoria que hasta entonces había sido, en la propia facultad. Hasta entonces las facultades importantes eran las dirigidas a preparar funcionarios del Estado y de la Iglesia: eran la de Derecho y la de Teología (además de la de Medicina, cuyo fin era evidentemente también práctico y utilitario). A partir de entonces, la antigua facultad de Artes (o sea el trivium y el quadrivium) cambió de papel y se convirtió en el núcleo fuerte de la universidad bajo el nombre de facultad de Filosofía, que incluía no sólo lo que se empezó a llamar «las ciencias del espíritu» sino también las naturales como ciencias no aplicadas ni aplicables, por lo menos intencionadamente. Yo mismo me doctoré en la universidad de Colonia, que entonces daba su título de doctor en Filosofía indiscriminadamente a historiadores y matemáticos, filósofos y físicos. Creo que es todavía hoy el caso de la universidad de Viena.

En otras latitudes (me refiero a Inglaterra), se continuaba en la misma universidad, por lo menos en Oxford y Cambridge, sobre todo en Oxford, con la preponderancia de esos mismos estudios clásicos.

¿Y qué se conseguía con ello? No mucho, pero algo. Lo dijo de manera clásica un vicecanciller de la universidad de Oxford a principios de siglo, la belle époque en su discurso de recepción de los nuevos estudiantes, de los freshmen. Aquel vicecanciller se llamaba, por más señas, Smith. Este Smith prevenía a sus alumnos, diciéndoles: «Miren ustedes. ..», y se atenía a estos hechos escuetos: que, durante sus estudios, no iban a aprender gran cosa; nada, desde luego, que fuera a tener aplicación para su futura vida profesional.

Pero Smith era generoso, pues hacía una excepción. La excepción se refería a aquellos que fueran a quedarse enseñando en la universidad o en colegios humanísticos; éstos sí aprenderían algo que les iba a servir. Pero ¿y los otros? ¿Qué iban a aprender para la vida? Nada. Apenas nada. «Apenas», porque en el fondo lo único que iban a aprender, les decía, era sólo esto: que cuando los demás, la gente —en cualquier circunstancia de la vida (política o la que fuera)— se pusieran a hablar, ellos habrían aprendido por lo menos a discernir si aquellas personas tenían algo que decir o no. Y concluía modestamente: después de todo, es lo más importante que se puede aprender en la vida, o para la vida.

Evidentemente hoy día no es fácil que la universidad se dedique a eso, pero tal vez tendría también que dedicarse a ello. Eso hay que traerlo de otra parte, de la familia, de la escuela. Pero y si no, ¿de dónde? y ¿de dónde lo sacan las familias, las escuelas? De muchas partes. También lo tendrían que sacar de la universidad. La universidad no se puede dedicar sólo a eso, pero tampoco puede desentenderse de eso. Es un aspecto más, y crucial, de su responsabilidad ante la sociedad. Se trata, entre otras cosas, de una educación de discernimiento o, si se quiere, de discriminación, como supongo que hoy día algunos dirán por traducción (indiscriminada) del inglés. Y ustedes me preguntarán cómo se puede llegar hoy día —también desde la universidad— a esa capacidad de discernimiento no indiscriminado. Nadie tiene recetas, respondo, y yo menos que nadie. Hoy día, la palabra «filósofo», gracias a Dios, está tan desprestigiada que uno se puede llamar sin rubor filósofo. El filósofo, menos que nadie, es incapaz de dar recetas. Eso, como es bien sabido, es cuestión de otras profesiones.

No recetas; a lo más pistas, alusiones, sugerencias. Vaya aquí, al final, antes de mis consideraciones finales, una sugerencia. La sugerencia que quisiera darles me la suscitó una entrevista con un presidente de una universidad norteamericana, que apareció en el periódico El País. El título rezaba: «La corrupción es un freno para la democracia y la economía». El subtítulo (o, mejor dicho, una cita del texto), de esas que se resaltan hoy día en un cuadro del periódico, me hizo estremecer. Decía entre comillas, como cita exacta, sin vuelta de hoja, sin interpretación posible: «Ha llegado el momento de estudiar a fondo la corrupción en la Universidad». Yo me dije: Dios mío, dónde te has metido, o te han metido. Sólo me tranquilicé cuando leí el texto de lo que ese presidente dijo realmente: «La corrupción se ha convertido en un fenómeno tan extendido en el mundo que creo que ha llegado el momento de estudiarla a fondo en las universidades».

Pues ésta sería mi sugerencia: una investigación interdisciplinar del fenómeno de la corrupción.

La capacidad de discernimiento a que me refería —para que uno no se convierta, como decía el famoso Ortega, en un bárbaro que sabe mucho—, no se adquiere sólo por la letra escrita —leyendo libros, por ejemplo— ni tampoco sólo por la palabra hablada —oyendo conferencias, por ejemplo, hasta ahí podríamos llegar—. Se adquiere también por los ojos, tiene que entrar también por los ojos, por el arte; por los oídos, por la música. Dejemos la música aparte. Quedémonos con el arte. No digo con el arte de la imagen; el arte no tiene por qué ser de la imagen, figurativo; tampoco tiene por qué no serlo.

La discriminación a que me refiero —ya he caído también yo en la trampa lingüística—, la capacidad de discernimiento necesaria para vivir, digamos, una vida digna de ser vivida se adquiere también por el arte no figurativo y se aplica también a ese otro tipo de arte. Llamémoslo, con una palabra ya un tanto anticuada, «arte de vanguardia». No es que todo arte de vanguardia sea bueno y todo arte figurativo sea malo, trasnochado, anticuado. Tampoco es verdad lo contrario. Hay personas que dicen: yo no quiero meterme en el arte de vanguardia —que, por supuesto, no es sólo arte abstracto— y en vez de meterse, introducirse en el arte de vanguardia, se meten con el arte de vanguardia, diciendo: porque no estoy dispuesto a que me tomen el pelo.

Con esta actitud es difícil adquirir capacidad de discernimiento. Y si llegara a generalizarse, sería incluso imposible. ¡Deja que te tomen el pelo, hombre! ¡Exponte a que te lo tomen! Así es como aprenderás a que no te lo tomen, o a que te lo tomen menos. Al fin y al cabo, tampoco es tan grave. En nuestro caso, así es como aprenderás a discernir, dentro mismo del arte que hemos llamado de vanguardia, lo bueno de lo malo. Una distinción que se da en todas partes, hasta en el arte de vanguardia. Es la distinción clave, como bien decía el vicecanciller Smith.

De la filosofía, decía Aristóteles que para negarla hay que filosofar. Lo mismo sucede con el arte. El arte que hemos llamado —y ha sido, y a lo mejor sigue siendo, de vanguardia— es muchas veces antiarte. El antiarte puede ser también arte. Pero no todo antiarte es arte. El cuadrado —¡no cuadro!— negro que Malevich ya pintó en 1913, pero que rio expuso hasta el año veintisiete en Berlín en una esquina a modo de icono y, por supuesto sin marco, era negación del arte por el arte.

Era arte, y también los objets trouvés de Marcel Duchamp. Ah, eso lo puede hacer cualquiera. Sacar una bicicleta de la bodega y colocarla en un museo. Tal vez. Pero faltaría probablemente el enorme trabajo de reflexión y de purificación (purificación del arte mismo) que había detrás de los gestos de Malevich y Duchamp. ¿Que se trataba de puros gestos? También a los gestos tiene que llegar nuestra capacidad de discriminación. Discriminación es incluso mejor que discernimiento. En la discriminación hay un rechazo directo de lo malo. Y de eso se trata en el trabajo, llamémosle educativo, del que ni tan siquiera la universidad en las circunstancias actuales —tal vez menos que nunca— se puede desentender. La educación por el arte es, por supuesto, sólo un ejemplo.

Se ha dicho —creo— que la política es cosa demasiado seria para que de ella se ocupen sólo los políticos. Lo mismo se puede decir del arte. Es demasiado serio para dejarlo sólo en manos de artistas o especialistas. Estoy hablando metafóricamente. No hay quien dé marcha atrás al modelo de investigación exacta. Ni hay por qué desearlo. Desear que alguien dé marcha atrás. Precisamente por eso no se puede dejar a la universidad sólo en manos de los especialistas. El ideal sería, naturalmente, que todos fueran especialistas y personas humanas. Que todos salieran de la universidad así. O sea, en el fondo, como entraron, pero un poco más así. Más discernientes y más discriminantes. Más sutiles, que no quiere decir necesariamente más irónicos. Pero sí que no todo da igual. Que no estamos ya más allá del bien y del mal, ni lo estaremos nunca.