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El objetivo de esta obra, según palabras del autor en una entrevista con Le Figaro, era «mostrar qué corto puede ser lo «cultural» de izquierda, pese a todos sus méritos, y cómo tiende muchas veces a confundirse con las convenciones de la «high culture», de la «low culture» o de la «youth culture» homologadas por el mercado estadounidense, mientras ese «cultural» francés pretende combatirlos a grandes voces» (pp. 425-426). Pero la meta no era, por el contrario, «preconizar el depauperamiento del Estado ni, menos aún, el triunfo del “horror económico”» (p. 426).

La conversación con Le Figaro es de 1998. El libro original en francés se publicó en 1991 y la edición en castellano apareció en 2007 con la entrevista y otro anexo más aclaratorio.

Fumaroli resume muy bien el volumen con lo relatado en el primer párrafo. Pero esas frases ni de lejos dan cuenta del tono incisivo y la brillantez de su razonamiento. No es de extrañar que siga levantando polémica y dando que meditar desde 1991 hasta hoy.

La fundación del «Estado cultural» la ve Fumaroli en el decreto de nombramiento de André Malraux como ministro de Estado encargado de Asuntos Culturales en 1959. Aquel decreto subrayaba: «El ministro del Estado […] tiene como misión hacer accesibles las obras capitales de la humanidad, y en primer lugar de Francia, al mayor número posible de franceses, asegurar la más vasta audiencia a nuestro patrimonio cultural, y favorecer la creación de obras de arte y del espíritu que lo enriquezcan» (p. 63). A partir de ahí, Fumaroli busca los precedentes y sobre todo ahonda en las consecuencias para Francia del «Estado cultural», recordando de paso que Malraux y sus sucesores pisotearon el principio aristotélico de la subsidiariedad.

Este prestigioso profesor de la Sorbona, miembro de la Academia Francesa, llega a la conclusión de que entre las derivas detectadas, quizá la más perniciosa sea «el achatamiento de la educación ante las modas del día» y las «fatales necesidades del mercado mundial» (p. 426). Lo que en otros pasajes describe como «la boda de la papanatería y el cinismo» (p. 58) o la subvención de «grupos de rock franceses que imitan grupos de rock estadounidenses» (p. 236). Ya no se sabe ni lo que es cultura, ni lo que es intelectual (cfr. pp. 213 y ss.). Y desde luego se ha excluido de la noción de cultura la «cultura animi», que traduce como «maduración espiritual», «elevación de la naturaleza humana» (p. 223).

La crítica de Fumaroli a la situación cultural de su país es demoledora, hasta el punto de dar la impresión de que sí desea el depauperamiento del Estado. Llega a exclamar: «Felicitémonos de que el viñedo francés, uno de los raros “valores” intactos de este país […] no haya sido subvencionado por el Estado» (p. 230). La tercera vía francesa, la política del «partido ministerial y su coro de turiferarios» (p. 86), la política del ni comunismo ni capitalismo, «ha terminado por engendrar un monstruo que conjuga esas dos amoralidades» (p. 54).

El teatro fue la punta de lanza de los experimentos. Resultado: se ha suicidado por copiar a Brecht. Ya no se sabe escribir una pieza en francés (cfr. pp. 55 y ss.). La universidad es «un lodazal sociológico que reúne los peores aspectos de la escuela estadounidense» (p. 60). El «Estado cultural» ha tratado de imponer obras maestras, con lo que se ha echado «a perder a la gente y a las verdaderas obras maestras» y se ha impuesto un «frío voyeurismo catacaldos» (p. 67). Los institutos culturales franceses en el extranjero «hoy se dedican a la animación del tiempo libre local» (p. 105). La cultura es ya «otra denominación más noble de la propaganda del Estado» (p. 121) y una «coartada de la publicidad comercial» (p. 122).

En la lengua vernácula francesa, «cultural» se ha convertido en sinónimo de «rollo», afirma Fumaroli. También en parte por culpa del Estado pedante que «no ve que las respuestas de Piaf, Aznavour… pueden emocionar tanto como las de Proust o Joyce» (p. 93). En la literatura, ha tratado de evacuar los lugares comunes, cuando «lo propio de la literatura no es evacuar los lugares comunes, sino profundizarlos hasta la revelación de su secreto» (p. 93). Y además desconoce que lo moderno, lo vivo, no es lo «contemporáneo y al gusto de las camarillas reinantes», sino lo que está «acorde con la naturaleza y como tal es vencedor del tiempo» (p. 94).

Pero nadie queda al margen de las enfermedades modernas producidas por la relación distracción-ocio. El «turista» el «homo otiosus et peregrinator» no es «el Otro, soy yo, es usted. Inútil buscar coartadas» (cfr. p. 275).

Hay soluciones y Fumaroli las apunta. La central, como quedaba dicho, es la educación, una determinada educación. «Nada, salvo prejuicios o retracciones neuróticas modernas, impide que un programa de enseñanza acorde con las necesidades presentes renueve la tradición de las artes liberales» (p. 363). El pensador francés reivindica un «trivium» (gramática, dialéctica y retórica) y un «quadrivium» (aritmética, geometría, astronomía y música) adaptados a los tiempos modernos. Eso supone enseñar y aprender a leer bien las grandes obras y no solo los libros de texto al uso. Supone volver al latín y al griego

clásicos y supone superar la absurda dicotomía ciencias-letras. La única «alternativa noble» al «turista» es, en definitiva, «el ocio estudioso»: «saber bien lo que se sabe, hacer bien lo que se hace, amar bien lo que se ama» (p. 280).

Fumaroli explica detenidamente la importancia de la retórica (p. 311) y el papel de la memorización, ahora tan denostada en la mayoría de los planes de enseñanza: «Solo la memoria interior construye un espíritu» (p. 362)». Su convicción es tan honda que concluye: el primer deber del Estado es «restaurar la educación liberal de los ciudadanos» (p. 364).

El libro de Fumaroli es un ensayo cristalino cuya trasposición cuadra con la situación española y con toda la occidental. Quizá tenga solo dos defectos. El texto ganaría podando aspectos secundarios y bajando de las 442 páginas que tiene la edición en castellano. En segundo lugar, Fumaroli parece alinearse con los que ven la salvación en «la cultura», de tal manera que solo los que lean libros, los «intelectuales», podrían disfrutar auténticamente de la vida.

La «culta» Alemania cayó seducida por Hitler. Se puede ser «sabio» con muy pocos principios bien vividos, como ponen de manifiesto tantas personas de bien. Eso es más importante que «la cultura», porque es el principio de la verdadera cultura. Quizá Fumaroli tendría que haberlo resaltado.


Marc Fumaroli: El estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna. Acantilado, Barcelona, 2007, 2. ª ed., 442 págs., 25 euros. Traducción de Eduardo Gil Bera.

Director de «Nueva Revista», doctor en Periodismo (Universidad de Navarra) y licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid). Ha sido corresponsal de «ABC» y director de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura.