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Hace diez años, Ethan Canin (Michigan, 1960) se convirtió en una de las grandes promesas de las letras estadounidenses al publicar su primer volumen de cuentos. La colección, traducida al castellano inicialmente como El emperador celeste (Versal), ha sido felizmente reeditada ahora con un título ligeramente distinto, El emperador del aire (Emecé). Entretanto, Canin ha confirmado su talento con la novela Blue River (Emecé) y muy especialmente con El ladrón de palacio (Anagrama), conjunto magistral de cuatro relatos largos que suponen la entrega más destacada del autor hasta la fecha.

Canin, desde esta su primera obra, muestra afinidad con esa pródiga corriente narrativa estadounidense de corte realista que, en esta segunda mitad de siglo, ha inquirido en la insatisfacción del individuo de clase media acomodada, en el malestar que experimenta el americano adulto —sobre todo el varón— a la hora de adaptarse a los modos actuales de vida y a las instituciones sobre las que tradicionalmente ha descansado la vida en sociedad, muy en especial sobre el matrimonio y la familia.

Dada la ingente cantidad de autores que transitan por estas latitudes, cabría preguntarse si no se trata de otro autor mimético, atrapado como tantos en las voces de los Updike, Ford o Carver. Felizmente, Canin ha encontrado una mirada personal sobre el incómodo estado de las cosas, misterioso e insondable al mismo tiempo, como lo es la naturaleza de cada hombre. Ahí es adonde apunta Canin, a la incapacidad de los miembros de una determinada sociedad —fácilmente reconocible— para establecer vínculos estrechos entre ellos a pesar de los años y del parentesco, a la imposibilidad, en un padre: son acontecimientos soterrados que marcan la vida cotidiana, definitiva, de ser reconocido por los otros, incluso por los más cercanos.

Los personajes de El emperador del aire se han acostumbrado a vivir en soledad, son fríos, indolentes, parcos en palabras. Canin se muestra fascinado por la relación de los padres y los hijos, por la enclenque herencia que se transmite de unos a otros, por los extraños y en apariencia minúsculos desequilibrios del comportamiento que padecen, válvulas de escape que liberan las presiones familiares y sociales, y que facilitan la adaptación al grupo. Salvo en el primero de los cuentos, Canin evita la empatia del lector con los protagonistas, los mantiene aislados, no conoce todavía —a juzgar por lo mostrado en el posterior El ladrón de palacio— la calidez de lo cómico, la redentora intervención del humor.

Un velado examen de conciencia parece recorrer el interior de estos personajes. La vejez, la infidelidad, la enfermedad, la muerte de hechos asumidos que, sin embargo, despiertan inconscientemente la necesidad de explicarse uno mismo, de repasar la propia historia, de preguntarse qué se ha hecho de la vida, si queda entre tanto paso en falso algún minúsculo hecho heroico que la redima.

Los lectores de El ladrón de palacio echarán de menos en este libro de iniciación la caricatura, la incursión de personajes tan queridos como ridículos en las situaciones más disparatadas. Sin embargo, cualquier lector advertirá la genialidad de Canin para crear expectativas, para jugar con las metáforas y para deslumbrar con los finales. Y, por supuesto, para crear atmósferas inquietantes y desarrollar personajes. Sobre un fondo gris, lacónico, sosegado, una tormenta de hielo se cierne sobre criaturas «razonablemente felices», hombres maduros, capaces siempre de controlar sus sentimientos.

Profesor de Comunicación