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Actitud de los militares ante el cambio de Régimen

El catorce de abril de 1931, la Monarquía de don Alfonso XIII entregaba al Gobierno provisional de la II República un Ejército y una Armada. Eran, para la opinión pública, un Ejército Nacional y una Real Armada. En la esfera del Ministerio de la Gobernación operaba el Instituto de la Guardia Civil; y a disposición de los ministerios de Guerra y de Marina, existían una Aviación militar y una Aviación naval en vías de desarrollo que se nutría de militares y marinos de carrera sin darles de baja en las escalas de procedencia.

Tenían relevancia para el cambio de régimen los puestos ocupados por el almirante Juan Bautista Aznar, presidente del último Gobierno de la Monarquía, por el teniente general Dámaso Berenguer, ministro del Ejército (no precisamente de la Guerra), por el militar, ya retirado (o en reserva), marqués de Hoyos, ministro de Gobernación, por el teniente general José Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, y por el general de brigada Emilio Mola, director general de Seguridad.

Ministros y altos mandos se atuvieron de hecho a la actitud prudente y tolerante del telegrama que el día 13, al conocer los resultados de las elecciones municipales, Berenguer dirigió a sus subordinados. No incluía ni a la Real Armada ni a la Guardia Civil.

La sorpresa la dio el general Sanjurjo, que, vestido de paisano ese mismo día, se puso a las órdenes de Miguel Maura en su propio domicilio, dando por supuesto que al ya republicano hijo de don Antonio se le asignaría el Ministerio de Gobernación.

Quien ocupó en las primeras horas del día 15 el despacho del Palacio de Buenavista, que venía ocupando desde enero de 1930 Dámaso Berenguer —me refiero a Manuel Azaña— dio muy poco tiempo para que se reaccionara. Decretó al punto decenas de bajas definitivas entre los generales de condición monárquica que habían asumido cargos de confianza durante el Directorio y en el Gobierno que presidió Berenguer en 1930.

Un cese tuvo mayor interés, el del teniente general Gómez- Jordana como alto comisario de España en Marruecos para que lo asumiera el teniente general Sanjurjo y, luego, se pusiera en Tetuán al general Cabanellas Ferrer como jefe de las tropas, con vistas a un alto comisario de condición civil. Lo sería el diplomático de carrera Luciano López Ferrer con el visto bueno de Alcalá Zamora y deManuel Azaña. Gómez-Jordana había sido miembro del Directorio en referencia al Cuerpo de Estado Mayor y había tenido a sus órdenes la Dirección General de Marruecos y Colonias. Hasta julio de 1936, todos los altos comisarios serán políticos de confianza para el Gobierno.

Las unidades, centros y dependencias militares no ofrecieron resistencia al relevo de poderes. Se conocían las preferencias monárquicas o republicanas de los mandos más afectados por lo político.

Tanto el general subsecretario que recibió a Manuel Azaña, Ruiz Fornells, del Cuerpo de Estado Mayor, como el ya citado general Sanjurjo delante de Miguel Maura, continuaron en sus puestos largos meses, aunque a Sanjurjo un incidente le llevó a la Dirección General de Carabineros ya en 1932. Más significativa sería la baja en la Jefatura del Estado Mayor Central del general Goded Llopis.

Las reformas militares de Azaña

Los dos años de Azaña en el Gobierno de la República sólo abordaron reformas militares dentro de los últimos meses del año 1931. Hubo ritmo febril de cambios legislativos mientras fue solo ministro de la Guerra. Al pasar a la presidencia del Consejo de Ministros, es decir, durante los años 1932 y 1933 fueron otros los problemas políticos que le ocuparon, con la única excepción de los sucesos de agosto que se conocieron como la «sanjurjada».

Entraron en puestos de mando militar los generales, entre otros de parecido significado ideológico, Queipo de Llano, Cabanellas Ferrer, López Ochoa y Goded Llopis, éste para la cabecera del Estado Mayor Central, un organismo disuelto por Primo de Rivera en la ocasión del cese del anciano capitán general Valeriano Weyler en 1924.

Se puso en cuarentena la interpretación del alcance de la fórmula de jura de la bandera, unificada para toda Fuerza Armada por el primer Gobierno de Alfonso XIII, en 1903. Tenía tono profesional y algo romántico, en absoluto político:

¡Soldados! ¿Juráis a Dios y prometéis al rey, seguir constantemente sus banderas, defenderlas hasta perder la última gota de vuestra sangre y no abandonar al que os esté mandando en acción de guerra o disposición para ella?

Era una fórmula común para cadetes, guardiamarinas, soldados y marineros ya instruidos o adiestrados. La lectura de las denominadas leyes penales del Código de Justicia Militar debía preceder a la pública y solemne ceremonia.

Una nueva promesa se hizo obligatoria el 23 de abril de 1931 con el carácter de urgente. No leerla en un despacho oficial suponía la baja en el Ejército o en la Marina. No hubo ni abstenciones ni incidentes. Tampoco problemas de conciencia.

Ciertamente, se daba un giro desde lo militar a lo político que no se dio entre lo civil y lo político de las restantes carreras del Estado. A la promesa no se añade el juramento y se desdeña la obediencia a los mandos en acción de guerra:

Prometo por mi honor servir bien y fielmente a la República, obedecer sus leyes y defenderla con las armas.

Los decretos de Azaña que siguieron al de las primeras bajas forzosas y a la revisión de expedientes de ascenso del Directorio por méritos de guerra ofrecieron dos opciones: a), un retiro voluntario en el horizonte de una fuerte reducción de plantillas, y b), una continuidad en el puesto de servicio con el empleo alcanzado en propiedad.

«Había 21.000 generales, jefes y oficiales, en el Ejército, han quedado 8.000». Esta frase aislada de Azaña en el Congreso de los Diputados era una exageración que doblaba con creces la realidad de los peticionarios. Basta comparar las cifras de los Anuarios de 1931 y de 1932 para acercarse a la realidad de los resultados. No hubo diferencias notables en grado de adhesión a la República entre quienes se retiraron y cuantos prosiguieron su carrera.

Lo más notorio en la nueva plantilla del Ejército fue el descenso en las cifras solo para dos categorías —general de división y general de brigada— del denominado Estado Mayor General. Quedan en activo 21 divisionarios y 58 brigadieres entre las cuatro Armas combatientes, Infantería, Caballería, Artillería e Ingenieros, con un residuo de procedentes del Cuerpo de Estado Mayor, declarado a extinguir desde antes del 14 de abril de 1931.

No puede hablarse de innovaciones ni respecto a la legislación del servicio militar universal y obligatorio, que en lo esencial quedó como lo había orientado en 1912 Canalejas, ni respecto a la responsabilidad compartida del Protectorado sobre el Sultán de Marruecos con Francia. El matiz queda en la figura civil del alto comisario, ya ensayada en 1922 en la persona de Luis Silvela. Y quizás en una preferencia por un mando único para todas las fuerzas peninsulares, indígenas, regulares o de policía indígena,que incluía a los voluntarios de la legión. Todo estaba en paralelo con lo que modificaba la III República de Francia. En realidad, se abrió más el foso entre el Ejército de la Península, Baleares y Canarias y el Ejército de África con un decreto de creación de este último.

Especial atención puso la gestión de Azaña en la enseñanza militar del Ejército de Tierra. Optó por reunir Academias de Arma o Cuerpo y disolvió la Academia General Militar de Zaragoza (1927-1931), un sistema que solo tuvo vigencia en el Alcázar de Toledo para diez promociones con mentalidad común entre 1882 y 1893.

De hecho entre 1932 y 1936, tanto los cadetes de Zaragoza, en su sede del campo de San Gregorio, como los alumnos de la Escuela Superior de Guerra de la calle del Marqués de Santa Cruz de Marcenado en Madrid del curso 1930-1931 cumplieron sus objetivos de ser, unos, oficiales de carrera en el Ejército y, otros, diplomados de Estado Mayor en números habituales (un millar de los primeros, medio centenar de los segundos). Cabe pensar que se trata de las mismas personas que, por vocación, ya estaban decididas a obtenerlos. La única diferencia pudo estar en algún nuevo plan de estudios a favor de lo técnico y en contra de las humanidades, para dar la imagen de una mayor modernidad.

Tres tendencias y una réplica violenta

Puede hablarse, con la composición de los Gobiernos delante y también a la vista de las frecuentes combinaciones de mando, de tres tendencias: la representada por la personalidad de Manuel Azaña, una izquierda republicanadel todo peculiar en su modo de obrar; la representada por el republicanismo con pretensiones de estar centrado de Alejandro Lerroux y Diego Hidalgo, y la representada por las ideas moderadas de José María Gil Robles, fuertemente contestadas por el Frente Popular durante el Gobierno de Casares Quiroga en la primavera de 1936.

En tres momentos se puso a prueba la solidaridad entre quienes ocupaban el poder y los mandos militares en ejercicio: el 10 de agosto de 1932, el 7 de octubre de 1934 y el 16 de febrero de 1936. Son la «sanjurjada», la «revolución de Asturias» y el «Gobierno del Frente Popular» que preparó la destitución de Alcalá Zamora y su relevo por Azaña para la presidencia de la República.

Era previsible que sectores de la sociedad civil, marcados por algún tipo de restauracionismo —en sentido tradicional— carlista o en sentido liberal —alfonsino— estuvieran atentos al desencanto hacia la República que percibían en algunos generales del Ejército. Si de la idea de cambio político se pasaba a la creencia en una revolución social, la posibilidad del pronunciamiento militar se hacía más alta, aunque la motivación no viniera del alcance de las reformas militares.

En agosto de 1932 los nombres de dos tenientes generales —Emilio Barrera Luyando y José Sanjurjo Sacanell—, secundados por otros oficiales generales o particulares, recogían dos tendencias, una monárquica y otra todavía republicana, en apoyo de la protesta. Se referían a la política en curso en tanto agraria, territorial, social o de quiebra del orden público. No precisamente a la política militar. Tuvo más eco entre militares retirados que entre mandos en activo de unidades armadas.

El intento fracasó en pocas horas tanto en la forma de golpe armado sobre la sede del presidente y ministro Azaña de la Plaza de la Cibeles como en la forma de pronunciamiento en la periferia, ante todo andaluza de Sevilla. El suceso puso de manifiesto la primacía de la disciplina sobre todas las demás consideraciones.

Los juicios de responsabilidades dieron pie a la consolidación de un centrismo que compartían el presidente de la República y (entre los partidos) el Partido Republicano Radical; concretamente Niceto Alcalá Zamora y Alejandro Lerroux. Se indultó la ejecución de la pena de muerte al general Sanjurjo; hubo detenciones y condenas que afectaron a los medios de comunicación social con suspensiones y hubo órdenes de destierro a Villa Cisneros (Sahara) para un buen número de jefes y oficiales.

Las elecciones generales de 1933 expresaron una relativa mayoría a favor de una conjunción radical-cedista en el nuevo Gobierno. Se detectaba la tendencia en la oposición a constituir un bloque de izquierdas sin sombra de moderación.

La obsesión se concretó en que no figuraran como ministros miembros de la CEDA, obedientes a las órdenes, por lo tanto, de José María Gil Robles. La entrada en el mes de octubre de 1934 de tres de ellos en carteras nada relevantes, es decir, ni en Estado, ni en Gobernación, ni en Guerra, fue calificada de escandalosa.

Dos protestas extremadamente violentas, una política, a cargo de la Generalitat de Cataluña y otra social, a cargo de una tendencia muy viva en el Partido Socialista Obrero Español se proclamaron al unísono, una en el balcón de la Plaza de San Jaime y otra en la cuenca minera de Asturias. No se secundaron ni en la capital de España ni precisamente en Vizcaya, pero se tuvo que declarar el estado de guerra tal como lo disponía la ley de defensa de la República.

El conflicto recayó sobre el jefe del Gobierno, Alejandro Lerroux, y sobre el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo. El general jefe de la 4.ª División Orgánica, Domingo Batet, empleó unidades del Ejército. Desde León y desde Galicia, con el refuerzo de unidades voluntarias de guarnición en Marruecos, operaron sobre Oviedo, el general López-Ochoa y el teniente coronel Yagüe. Hubo tensiones y diferencias de criterio a la hora de reprimir y de exigir responsabilidades. No podía decirse que el Ejército en su núcleo tuviera dudas sobre la resolución del conflicto como exigencia de inmediata vuelta a la normalidad constitucional.

División de los oficiales

No fue precipitada la entrada de Gil Robles en el Palacio de Buenavista, ni la constitución de su equipo militar de colaboradores; el general Fanjul en Subsecretaría, el general Franco en el Estado Mayor Central y el general Goded en Servicios de Aviación. Ni su gestión pudo alcanzar los diez meses que había durado la del notario extremeño Diego Hidalgo. Pero se revelaron dos claras intenciones: la de frenar la tendencia hacia el frentepopulismo y la de incrementar la potencia de las unidades en material y en grados de adiestramiento.

Lo inducido por la situación era muy grave. Se estaban articulando por separado dos equipos de altos mandos. Ni la Presidencia de la República, ni las Secretarías Generales de los partidos más votados (en la derecha o en la izquierda) hicieron gestos de reconciliación hacia sus bases. Todo lo contrario. La disolución del Congreso de los Diputados, en lugar de darle juego a la conjunción radical-cedista con un Gobierno encabezado por Gil Robles, solo para lo que restaba de legislatura, envenenó más aún el panorama a finales de 1935. Se llegó a plantear una presión militar de alto nivel contra la opción elegida por Alcalá Zamora.

Es la misma atmósfera que condujo, tras la formación en febrero de 1936 del Gobierno frentepopulista a la sustitución del presidente de la República por Manuel Azaña. Y a la más expresiva de las combinaciones de mandos en el Ejército de Tierra. Nótese que en la larga lista de ministros de la Guerra republicanos entraron los generales Molero y Masquelet, adversarios de los que colaboraron con Hidalgo Durán y con Gil Robles entre 1934 y 1935.

Casares Quiroga desde finales de mayo del 36, será tanto presidente del Consejo de Ministros como ministro de la Guerra. Colocará en Gobernación al todavía alto comisario en Tetuán, Juan Moles. Era este un tipo de nombramiento que ya se había dado con el republicano radical Rico Avello al cesar en el mismo cargo. En su día propició que la jefatura de las Fuerzas en el Protectorado la mandara, sucesivamente, el divisionario Franco Bahamonde y el brigadier Mola Vidal.

De acuerdo con Azaña, Casares Quiroga manejó el binomio centro-periferia para los destinos de los generales en activo. Tiene cerca de la capital de España a quienes deberían controlar a sus compañeros, supuestamente en contacto con políticos de centro-derecha. Destaca a las islas Baleares y a las islas Canarias a quienes supone podrían ser secundados si intentaran dar en Madrid un golpe de Estado. Y se da por satisfecho con los nuevos comandantes generales en Tetuán, en Ceuta y en Melilla. El Estado Mayor Central, las Divisiones Orgánicas de Madrid y de su entorno, las Inspecciones Generales y la Dirección General de la Guardia Civil recaen en gente de confianza para la República.

No se puede explicar lo que le había ocurrido a la II República en los cuadros de mando del Ejército con base en cuestiones menores de contenido militar.

El desencanto no venía de la conversión en pieza de la Sala de Justicia del Tribunal Supremo de lo que venía siendo hasta el 11 de mayo de 1931, Consejo de Justicia de Marina y Guerra. Tampoco del cierre de la Academia General Militar de Zaragoza, decidido el 29 de junio. Menos aún de la creación de tres Inspecciones Generales del Ejército, a cargo de los generales Queipo de Llano, Rodríguez del Barrio y Germán Gil Yuste y de quienes les sucedieron en tareas de vigilancia ideológica. Todavía influyó menos la creación del denominado Cuerpo de Suboficiales, en relativa tensión con los Cuerpos de Oficiales que les habían considerado clases de tropa. Y en absoluto tenía nada que ver, ya en febrero de 1932, con la disolución del clero castrense y, prácticamente, de la asistencia religiosa a las unidades.

Una tarde, la del 17 de julio de 1936, en el despacho correspondiente del Palacio de Buenavista, asumiendo en equipo responsabilidades de jefe de Gobierno y de ministro de la Guerra, Casares Quiroga es informado de lo ocurrido en Melilla —sede la Comisión Geográfica de Límites— y de los inmediatos efectos sobre todo el protectorado del alzamiento.

Junto a Casares Quiroga aparecen ministros civiles y mandos militares. Están en torno a la misma mesa de despacho en la que serenamente el entonces general subsecretario, Ruiz Fornells, recibió como ministro republicano de la Guerra a Manuel Azaña el 15 de abril de 1931. Era la mesa de donde el día 14 había recogido sus papeles Dámaso Berenguer.

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Historiador. General de Brigada