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Raras veces me produce placer la imagen reproducida en un cuadro, pero este grabado, El caballero, la muerte y el diablo, me resulta algo muy cercano, apenas puedo expresar hasta qué punto». Así se expresaba Nietzsche en marzo de 1875, en relación al grabado de Durero que le había sido regalado. Era una imagen que resumía la figura de su maestro Schopenhauer: «el caballero encorazado, con su broncínea y dura mirada, que -impertérrito a pesar de sus espantosos compañeros y, sin embargo, carente de esperanza- sabe tomar su camino en soledad, sin otra compañía que el caballo y el perro». Pero sin duda el mismo Nietzsche se sentía también identificado con ese caballero solitario y endurecido.


Estas observaciones, recogidas en Nietzsche. Biografía de su pensamiento, reflejan el tono con el que Rüdiger Safranski aborda el estudio de Nietzsche. Safranski no es un desconocido en el mundo intelectual español de los últimos años. Con la publicación de Schopenhauer y los años salvajes de la filosofia (Alianza, 1991) ya nos descubrió la filosofía de Schopenhauer, encarnada en unos años particularmente intensos de la cultura alemana. Unos años después veía la luz Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo (Tusquets, 1997) donde presentaba la trayectoria intelectual de Heidegger integrada igualmente en un marco temporal y humano concreto. En este caso consiguió salvar dos escollos nada sencillos: afrontó su vida sin reducirla al estrecho marco de su compromiso político con el nazismo; y además se atrevió a interpretar el pensamiento heideggeriano sin esquivar las cuestiones más esotéricas que planteó Heidegger, logrando plantearlas de una forma razonablemente clara.


El Nietzsche de Safranski sigue las pautas de los anteriores, aunque esta vez el análisis de su doctrina filosófica ocupa el lugar preferente, más allá de los detalles biográficos. Dos cosas en especial hay que agradecer a este libro: el constante uso de la correspondencia de Nietzsche y la atención que presta a las diversas lecturas que se han hecho de su obra a lo largo del siglo XX. Un siglo después de su muerte hay que reconocer que pocos pensadores han despertado tantos y tan diversos estímulos intelectuales. Hoy es imposible sustraerse de la referencia a Nietzsche en cualquier debate intelectual.


Ni Rorty, ni Foucault ni Vattimo son comprensibles al margen de Nietzsche. Ciertamente ahora ya no se trata de la lectura vitalista de comienzos de siglo, ni tampoco de la versión de entreguerras de Emst Bertram -o del mismo Thomas Mann-, donde la figura de Nietzsche se asociaba a las raíces de la cultura alemana, asentada sobre la tragedia y la música. Hoy la relevancia de Nietzsche tiene todavía menos que ver con las tergiversaciones de Baeumler para vincular el nazismo con las doctrinas del superhombre y la voluntad de poder. No sin ironía Ernst Krieck, otro importante pensador nacional-socialista, decía: «En resumen: Nietzsche fue adversario del socialismo, del nacionalismo y del pensamiento racial. Si prescindimos de estas tres líneas intelectuales, quizás habría podido salir de él un nazi destacado».


La lectura de Nietzsche en los últimos treinta años ha estado marcada en gran medida por las reflexiones de Heidegger. Éste dictó, entre los años 36 y 40, una serie de lecciones sobre Nietzsche, poco después de abandonar el rectorado de Friburgo, lecciones en las que propuso una interpretación de la filosofía de Nietzsche, centrada en su obra postuma La voluntad de poder. Dichos cursos fueron publicados en Alemania en 1961 en dos volúmenes, y en el año 2000 han sido, por fin, editados en castellano por Destino con una buena traducción de Juan Luis Vermal.


Ciertamente la interpretación de Heidegger no es la única que ha influido en los pensadores actuales. Adorno o Bataille, por ejemplo, también están detrás de muchas de las sugerencias que hoy encontramos en el autor del Zaratustra. Pero, en cualquier caso, el Nietzsche de Heidegger sigue marcando de forma determinante su presencia entre nosotros.


Y no se trata de una mera cuestión de modas académicas, por las que un pensador o un texto repentinamente un día se convierte en objeto de seminarios o de congresos; y otro día desaparece del panorama editorial y de los programas de las universidades. No es una cuestión de modas, sino algo más. En pocas palabras, ambos presentan un diagnóstico de nuestra cultura, que resulta sumamente plausible por una parte, pero que por otra parte genera un fuerte rechazo porque parece conducir a la disolución de las bases de nuestra sociedad.


EL NIHILISMO DE NIETZSCHE


El diagnóstico que ofrecen es sobradamente conocido: nihilismo. Las vías de salida que proponen Nietzsche y Heidegger son distintas, pero ambas se articulan en torno a una ontología de la contingencia, en la que las grandes palabras como el hombre, la libertad o el derecho quedan relativizadas dentro de otros ámbitos. Aquí está la encrucijada: atrae la contingencia pero asusta perder al hombre.


Del nihilismo europeo se ocupa explícitamente el Libro Primero de La voluntad de poder, esa compilación de notas sueltas confeccionada por la hermana de Nietzsche después de su muerte. Y sobre el nihilismo y sus diversas formas reflexiona largamente Heidegger en su obra sobre Nietzsche: incluso una de las lecciones del segundo volumen lleva ese título («El nihilismo europeo»), aunque en todo caso es un asunto recurrente en muchas otras páginas.


Nihilismo no es sólo una palabra un tanto pretenciosa y algo gastada. Propiamente alude a una situación en la que nada es, en la que nada vale. O de otro modo, describe un mundo en el que las cosas carecen de consistencia y de relevancia, en el que todo da igual, todo es lo mismo, en el que resulta indiferente una cosa que otra. Tanto Nietzsche como Heidegger coinciden en que ésta es nuestra situación. Todo tiene razón de medio, todo vale como instrumento, pero nada es reconocido como fin. Ya sea el mercado, la tecnología o la democracia, sea cual sea la institución o la forma de vida que consideremos, por todas partes aparece el fantasma de la banalidad y la inconsistencia. Un nebuloso escepticismo disuelve todas las certezas en una irónica indiferencia.


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Uno y otro coinciden también en señalar a los culpables: Sócrates {de quien, por cierto, cumplimos ahora los dos mil cuatrocientos años de su muerte) y Platón. Ellos fueron los que despojaron de realidad a los fenómenos de este mundo aparente, y los que descubrieron un mundo verdadero de ideas. Más aún hicieron de la idea de Bien, del valor de los valores la primera de todas las ideas. Ellos fueron los que proclamaron que sólo las ideas y los números de la ciencia son verdaderos. Sólo hay ser y valor allí -decían-, en ese mundo de ideas, pero todo lo de aquí es nada, mera apariencia. La tradición posterior asumió esta doctrina e hizo de Dios el único que propiamente es y vale. De esa manera se consolidó la creencia que anulaba este mundo en beneficio del mundo de la religión y de la ciencia.


El certificado de nihilismo expedido por Nietzsche y Heidegger no es tanto una denuncia como una constatación. Nuestra época -y ya son varios siglos con esa convicción- ha expulsado el sentido y la finalidad de este mundo. En la segunda mitad del siglo XIX era una creencia popular que el universo se asienta sobre el azar y el absurdo, Schopenhauer fue posiblemente uno de los que anunció este evangelio más escandalosamente. En realidad la cosa venía de lejos: Bacon, Descartes o Galileo ya insistieron siglos antes en que la ciencia -o sea, la verdad-exige que renunciemos a la consideración de los fines y que nos atengamos a las regularidades de los procesos físicos. En cualquier caso, Nietzsche sólo pretende llevar hasta sus últimas consecuencias la total ausencia de sentido. O lo que es lo mismo, la muerte de Dios. Afirmar que Dios ha muerto significa simplemente eso: subrayar que nada tiene sentido.


La dificultad, según Nietzsche, no es tanto aceptar la carencia de sentido como atreverse a sacar todas sus consecuencias. Tal como lo expresa Zaratustra: «¡Y cómo aquel monstruo se deslizó en mi garganta y me ahogaba! Pero le corté la cabeza de un mordisco y la escupí lejos de mí». Pensar un mundo sin sentido ahoga. Atreverse a sentir que todo es lo mismo y que nada vale la pena parece insoportable. Pero la redención consiste precisamente en ser suficientemente cruel y desaprensivo como para aceptar el absurdo del mundo, y afrontar sin miedo la inversión de todos los valores.


En especial Nietzsche quiere anteponer el arte al conocimiento, la voluntad de arte a la voluntad de verdad. «En cuanto contramovimiento frente al nihilismo, el arte debe colocar un fundamento para que se pongan nuevas medidas y valores, es decir, debe ser jerarquía, diferenciación y decisión». El arte carece de sentido más allá de sí mismo, pero esa autonomía es justamente su afirmación. Transformar todo en arte equivale a transformar todo en juego, con su contingencia y su acabamiento en sí mismo. El juego no se subordina a nada más que a sí mismo. Concebir el universo como el juego del mundo es sencillamente renunciar a encontrar cualquier orden o fin que integre todos sus procesos y realidades.


VOLUNTAD DE PODER


Con todo, Nietzsche apunta en sus meditaciones directamente al poder. O si se prefiere, a la voluntad de poder. Al menos, ese camino sigue su biografía intelectual, y ésa es también la interpretación de Heidegger: «La voluntad de poder es el principio de una nueva posición de valores. […] La voluntad de poder es, en cuanto esencia del poder, el único valor fundamental de acuerdo con el cual estimar que algo debe tener valor o no puede pretender tenerlo […]. Aquello por lo que se lucha está de antemano decidido: es el poder mismo, que no necesita de ninguna meta. Carece de meta, del mismo modo que la totalidad del ente carece de valor. Esta carencia de meta forma parte de la esencia metafísica del poder. Si puede hablarse aquí de meta, esta meta es la carencia de meta de la dominación incondicionada del hombre sobre la tierra. El hombre que corresponde a este dominio es el super-hombre».


El poder efectivamente carece de fin. Más aún, en sí mismo implica la contradicción, porque el poder siempre es lo que permite poder hacer o no hacer, poder ser o no ser. Tener poder es disponer de la contradicción: poder decir que sí o que no. La afirmación y el acrecentamiento del poder implica justamente estar por encima del sí y del no, no estar subordinado a otro mandato que no sea el del poder. El poder absoluto es la independencia completa no sólo sobre el bien y el mal, sino en general sobre el sí y el no. Ningún género de verdad resiste al empuje del poder. Es justo y verdadero lo que vence. En cambio, lo que sucumbe no es verdadero ni está justificado.


Nietzsche, en todo caso, tal como más tarde destacará Foucault, no habla tanto de poder como de poderes. El mundo no está sustentado sobre un único poder, sino sobre una pluralidad de poderes inconexos y en perpetuo conflicto. Las diferencias entre los poderes resultan inconciliables, de forma que los intentos de acuerdo son máscaras de la imposición. Por eso, la posición más «fiel a la tierra» es ejercer el poder sin buscar mayores legitimaciones. Porque no las hay.


Heidegger sigue paso a paso estas y otras muchas reflexiones de Nietzsche en torno a la voluntad de poder, a la verdad y la doctrina del eterno retorno. Y reconoce el acierto de muchas de sus afirmaciones. Sin embargo, considera que su intento se frustra. Que su empeño por extirpar la metafísica termina en una nueva metafísica del poder, de la subjetividad y del valor. Que su destrucción de la tradición occidental ha sido insuficiente. Que la ontologia de la contingencia que Nietzsche reclama un mayor desarrollo.


La crítica de Heidegger señala a Nietzsche como el último gran metafísico de Occidente: aquél que ha consagrado el poder absoluto como única realidad y que ha convertido a la dominación en ideal de vida. «La época de la acabada carencia de sentido es, por lo tanto, el tiempo de la innovación y la imposición, basadas en el poder, de cosmovisiones que llevan al extremo toda la calculabilidad del representar y producir, ya que por su esencia, surgen de una autoinstauración del hombre dentro del ente apoyada sobre sí misma, así como de su dominio incondicional sobre todos los medios de poder del globo y sobre éste mismo».


Con Nietzsche sigue en pie la figura de una subjetividad que, más allá del último hombre, afirma el poder sólo en vistas de su acrecentamiento. Con la inocencia de un niño y sin sentimiento de culpa. Sólo jugando. Pero la subjetividad y no el ser sigue articulando el mundo. Además, la creación de nuevos valores que el super-hombre se impone como tarea supone igualmente una vuelta a Platón, en tanto que mantiene la preeminencia del bien sobre todas las demás ideas. Y desde luego, la propuesta de Nietzsche de situar el poder como principio de lo real es una mera continuación de la más genuina tradición filosófica alemana que se remonta a Leibniz y llega al último Schelling. El rechazo de estas posiciones nietzscheanas por parte de Heidegger se hará más explícito a partir de los años cuarenta. A menudo sugerirá este rechazo indirectamente, mediante la alusión a la tecnología como la última metafísica de occidente, aquella que ha instaurado la dominación como base de todo aparecer. Frente a la voluntad de poder, la alternativa que sugiere es la escucha y el dejar ser a las cosas: dejar que aparezcan sin imponerlas una metodología científica ni exigirlas un valor instrumental. La cuestión que paulatinamente planteará Heidegger es la necesidad de abandonar no sólo la metafísica sino también la filosofía, en tanto está contaminada en sus fuentes por la orientación que sufrió por parte de Platón. Sólo un pensamiento más originario puede hacer posible una mayor claridad de nuestra situación.

Director del Departamento de Filosofía, Universidad Europea de Madrid