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«-¿Entonces, la vejez excluye toda posibilidad de felicidad?
– No, la felicidad excluye a la vejez».
Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka.

En los últimos decenios del siglo XX el debate intelectual, lo mismo si se trataba de Arquitectura que de Filosofía, ha estado dominado por lo que se ha dado en llamar «posmodernidad», y no está descartado que siga siendo así aún en el siglo XXI. Si se entiende por «modernidad» los últimos coleteos del proyecto ilustrado, el titulo «posmodernidad» indica entonces un movimiento de oposición contra ese mismo proyecto. España no ha quedado al margen de la pugna entre modernidad y posmodernidad. Prueba de ello es, por ejemplo, la obra de Jon Juaristi sobre el nacionalismo vasco1.

En principio, Juaristi no se coloca en la línea de la posmodernidad, sino en la de la modernidad. Lo que fustiga es el irracionalismo de los mitos euskalherrianos. Y lo que echa de menos es una historiografía crítica y rigurosa, ausente hasta ahora de lo que tal vez quepa llamar intelectualidad abertzale. Hasta ahora y para siempre, porque en el momento en que esa real o supuesta intelectualidad abandonara sus mitos y se dedicara a hacer historia de un modo científico, traicionaría ella misma la mentira sobre la que se basa su discurso, es decir, se traicionaría a sí misma y dejaría de existir. Qué más decidida opción por la modernidad y contra la posmodernidad cabe esperar que la de ese planteamiento con su denuncia de la mitología y en favor de la historiografía.

Pero la historia, es decir, la historia efectiva, siempre se ha alimentado, si no exclusivamente -como parece sugerir la posmodernidad-, por lo menos en parte del elemento mítico. El mismo Juaristi lo reconoce indirectamente cuando, al final del libro que sigue a su El bucle melancólico, en Sacra Némesis, se abandona él mismo a la melancolía, si bien en su caso con plena conciencia, y considera que la suya bien pudiera ser una causa perdida. Lo cual equivale a reconocer que a la larga, en la realidad histórica, como a la corta en la política, el mito bien podría ser más fuerte que la verdad. O dicho de otra manera, que en una y otra realidad, la histórica y la política, no hay hechos brutos de los cuales podamos decir sin más que algo ocurrió así y no de otra manera.

También en Juaristi se trata en cierto modo de un caso de melancolía. La que él mismo denuncia consiste en una doble tergiversación: la de reinterpretar algo que ha sido una guerra civil o, cuando menos, una lucha interna entre los mismos vascos (cosa que el mismo Arzalluz, dada su tradición familiar, tendría que reconocer) como si hubiera sido una guerra contra un opresor externo; y segunda, y sobre todo, añorar un bien ya perdido que en realidad, a lo que la memoria histórica pueda llegar, los vascos nunca tuvieron: la identidad de una nación vasca unida e independiente. Euskal Herria no sería sino un paraíso más. Sólo que, como Marcel Proust decía, los únicos paraísos son los perdidos, los que sólo existen en la añoranza. El paraíso de Juaristi sería en todo caso el de una historiografía efectiva. Por supuesto que hay verdades y falsedades históricas y que, en ocasiones o incluso con frecuencia, ambas son claramente discernibles unas de otras. Pero las verdades históricas son en principio teóricas, en el sentido de que van a la zaga del curso de la historia sin poder marcar el paso que ésta tendría que seguir.

Si en algo se distingue claramente la posmodernidad de la modernidad, es en el abandono del sueño de un perfeccionamiento cierto de la raza humana debido a los avances de la razón a expensas del mito. Ya en su Dialéctica de la Ilustración Horkheimer y Adorno llamaron la atención sobre las ambivalencias inherentes al progreso de la razón. Y también esa línea de pensamiento fue recogida posteriormente y exacerbada en Francia. Tanto para Michel Foucault como sobre todo para Jacques Lacan, si el progreso de la razón conduce al impasse de nuevas ambivalencias, es porque la razón es ella misma ambivalente. No es que la razón vaya por un lado y el deseo irracional, simbolizado en el mito, por otro. Ambos están siempre inextricablemente unidos. El deseo es la mancha ciega de la misma razón. Reconocerlo constituiría un paso más en el proceso de autocomprensión de la razón. Es éste el sentido en que la posmodernidad, en la misma línea de la modernidad, viene a insertarse en el proyecto ilustrado. Decir otra cosa sería para Foucault rendirse a lo que él mismo llama «chantaje de la Ilustración». El chantaje consistiría en denunciar sin más como irracionalismo oscurantista todo intento de poner de relieve lo inviable y hasta nocivo de un progreso ilimitado de la razón que no tenga en cuenta sus inherentes limitaciones, «la noche de la razón».

No quiero detenerme aquí a analizar en detalle las diferencias de enfoque entre Lacan y Foucault. En las páginas que siguen, me quiero centrar en un aspecto del cristianismo que, tratado por uno y otro, está relacionado asimismo con la cuestión del bucle melancólico. Me refiero al teorema de la muerte de Dios; más concretamente, al hecho de que la fe cristiana vive, para algunos atavísticamente, en una época todavía anterior a ese teorema. En último término, el desenfoque proviene de que Foucault, como toda la modernidad y toda la posmodernidad, piensa a partir de la muerte de Dios. El teorema de la muerte de Dios no es originariamente nietzscheano; tampoco se remonta simplemente a Jean Paul. Desde un punto de vista filosófico se remonta a Hegel. Aquí también vale la tesis de que de la descomposición del sistema hegeliano vive todo el pensamiento filosófico posterior. Una de las ventajas de colocarse en esa perspectiva, proviene del hecho de que Hegel da, sí, las pautas para los posteriores desarrollos filosóficos; pero las da en claves todavía cristianas: de un cristianismo sin duda teñido de gnosticismo, pero cristianas al fin y al cabo. Aquí me voy a ceñir a los aspectos relevantes para ver en perspectiva el complejo fenómeno del bucle melancólico. El modo como Hegel -al revés que el Nietzsche ya del todo emancipado del cristianismo- ve el teorema de la muerte de Dios es central a este respecto.

HEGEL, CRISTIANISMO Y PSICOANÁLISIS

Según Hegel, al morir el Hijo de Dios hecho hombre, es decir, el Hijo del Padre y el mismo Dios, no muere sólo Dios-Hijo, sino Dios sin más, es decir, también Dios-Padre. Lo que entonces queda, mejor, lo que entonces surge para ya no morir, es el Espíritu Santo. Hegel pasa así en cierto modo de lo que él mismo llama Viernes Santo especulativo directamente a la Pentecostés. La Pascua de Resurrección, como en todo buen luteranismo, es también para él menos importante que el Viernes Santo. El Espíritu Santo es Dios; se trata del Dios-Espíritu Santo. De acuerdo. Pero después de la muerte total de Dios por la muerte de Dios-Padre debida a la muerte de Dios-Hijo, de Dios hecho hombre, el sentido de «Dios» en «Dios-Espiritu Santo» no puede ser el mismo que antes de ella. El Espíritu Santo se identifica ahora con la comunidad cristiana, con la Iglesia en su decurso histórico. Sigue siendo, sí, Dios, pero es un Dios puesto por esa comunidad. Lo que ocurre es que la comunidad lo pone como presupuesto. Lo que la comunidad pone, su futuro, son las condiciones de posibilidad de su propia existencia; lo que pone es, en una palabra, su pasado: he aquí el núcleo filosófico del bucle melancólico, la raíz filosófica del «lazo temporal» psiconanalítico.

Los resabios gnósticos en esta visión del cristianismo son evidentes. Tal vez el más evidente sea el que se refiere a la relación entre Dios-Padre y Dios-Hijo. Hemos de pensar en un gnosticismo muy primitivo, concretamente marcionita: con su muerte, el Dios-Hijo de lo que nos libera en el fondo de esa visión hegeliana, aunque aún no de una manera explícita (la explicitación vendrá con Freud) es del Dios-Padre, del Dios malo, del Dios creador. Dada la falta de sentido de la vida, su radical idiotez, lo mejor es que no hubieran existido ni el mundo ni el hombre en él. Pero a mal dadas, faut de mieux, lo mejor -dicho con Platón, «la segunda navegación»- es vivir sin Dios-Padre, sin padre sin más, sin la instancia abrumadora de la Ley, en una palabra: sin «super-ego».

La filosofía de Hegel es absolutamente central en todo el debate centrado en la tensión entre modernidad y posmodernidad en torno al fenómeno del psicoanálisis. Hegel es el que más decididamente apunta ya a las últimas consecuencias del giro copernicano en que, con Kant, culmina la Ilustración: ni Dios, ni el yo (como alma), ni el mundo (como totalidad) existen, a no ser en un plano simbólico. Para decirlo con una terminología (la de Lacan) que encuentra un eco aún en publicaciones de historiadores serios sobre la cuestión vasca: somos nosotros los que, a diferencia de lo imaginario (que en Lacan viene a ser el principio de placer) y de lo real, construimos ese plano para poder seguir viviendo a pesar de no ser nada. Nos encontramos aquí otra vez con la cinta de Moebius en la figura del bucle del tiempo, que consiste en la puesta de sus propios presupuestos: nada de lo que ocurre tiene sentido cuando ocurre; lo obtiene en todo caso sólo cuando ya ha ocurrido. Dicho de otro modo: la contingencia histórica más absoluta (la pascaliana nariz de Cleopatra, capaz de cambiar el curso de la historia) se puede convertir en la necesidad más absoluta; pero eso sólo lo hace en la retrospectiva.

El punto de inflexión por el que Hegel pasó antes de dar con su interpretación gnóstica del cristianismo coincide, en él, con el momento en que colocó la razón por encima de la fe. Estructuralmente se trata de la misma figura, señalada también por Juaristi, de la transformación de una religiosidad de nacionalistas en un nacionalismo como religión. Es, otra vez, la figura encerrada en la imagen del bucle melancólico. Sin embargo, no hace falta recurrir a un gnosticismo cristiano para ver el punto de verdad, que se pueda encerrar en esa figura aun desde el punto de vista de un cristianismo ortodoxo, como lo pueda ser, sin ir más lejos, el pascaliano.

Según ese tipo de cristianismo (por poner sólo un ejemplo en la misma línea de Pascal) nadie es santo mientras viva; pero eso no quita para que algunos que aún viven, alguna vez lo habrán sido, ni para que otros que ya no viven, lo sean ya aunque no lo hubieran sido. Esta sería una posible respuesta a los que, remitiéndose a la condena incondicional del mundo por parte de un cristianismo primitivo rigorista (no necesariamente gnóstico), dicen que la santidad en el mundo ni es ni ha sido nunca posible. La respuesta sigue la pauta del bucle melancólico tal y como ya aparece en la doctrina hegeliana de la esencia. Dicho con la leve modificación introducida por los lacanianos, esa doctrina dice así: la esencia (Wesen) no es simplemente (como en Hegel) lo que ha sido (en pretérito perfecto: gewesen sein), sino, más precisamente, «lo que va a haber sido» (en futuro anterior: wird gewesen sein).

Se dice también que el origen de la modernidad, en sentido estricto, se encuentra en la apercepción transcendental kantiana, en un yo que no existe, que no es sustancia, que es sólo sujeto; o que es sustancia sólo a posteriori, es decir, cuando se constituye a sí mismo como sujeto (autónomo, por tanto): cuando se construye a sí mismo como si se tratara de la reconstrucción de algo previo. Es la nada del sujeto humano, el sujeto humano considerado como nada, lo que arrastra consigo hacia la nada a Dios y al mundo; lo que les arrastra hacia la nada y lo que les hace después resurgir, pero resurgir transformados en la ficción de una realidad mítica, que sería entonces la mentira necesaria para sobrevivir como la nada (o el sueño) que el sujeto es. Estamos ante el universo borgiano, también él, como a su modo el de Hegel, un universo posmoderno avant la lettre: el hombre como sueño de un soñador soñado por otro soñador soñado…

Pero volvamos otra vez al nacionalismo vasco, a la mentira por la que se constituye a sí mismo; volvamos a él, sin propósito político alguno, sólo con el fin de utilizarlo como trampolín para abordar la cuestión más fundamental del grano de verdad que pueda haber en la mentira del bucle melancólico o, como diría Heidegger, en su no-verdad (en su Unwahrheit). Mientras esa mentira sea inconsciente, no se puede hablar de cinismo. Lejos de mí querer hacer una apología de la razón cínica. No hay más que leer Mein Kampf de Hitler para ver a esa razón en plena acción: naturalmente que no hay una conspiración judaica, pero existirá en cuanto no cesemos de explotarla; existirá en el plano simbólico, que es el verdaderamente eficaz en la política. No muy diferente tendría que ser la actitud de los más clarividentes nacionalistas vascos, o de los más desapasionados, de los menos «patológicos», entre ellos. Lo que ocurre es que a la verdad humana -y tampoco la verdad histórica pasa de ser una verdad humana- le es consustancial, no necesariamente la mentira (decir eso sería rendirse ante el cinismo), pero sí la «no-verdad».

INEXTRICABILIDAD DE VERDAD Y FICCIÓN

La inextricabilidad de verdad y noverdad(a no ser que se tratara de una fe verdadera, pero entonces ya no sería verdad humana), no es un carta blanca para no seguir buscando la verdad. Por el contrario, es más bien el mayor acicate para seguir buscándola, para no tumbarse sobre falsos laureles, para no dejarse llevar por el peor de los vicios, que es la pereza del corazón. Es el mayor acicate para seguir buscando la verdad, aun a sabiendas de que, en un plano puramente racional, en el que confía todo gnosticismo, no hay modo de salir de la cinta de Moebius. Y a sabiendas también de que sólo aceptando las limitaciones inherentes a la razón es como, en todo caso, se podría conseguir su transformación en algo así como una cinta espiral, un bucle sin principio ni fin, que es en el fondo a donde apunta el discurso posmoderno en lo que tiene de más que puro juego intelectual o retórico.

Vayamos ahora a lo que a una interpretación malevolente podría parecer mayor cinismo todavía que el de la posmodernidad: un cinismo, por así decirlo, aristotélico-cristiano. Lo que Aristóteles llama «verdad práctica» (alétheia praktiké), una verdad por hacer, se podría tomar en esas condiciones fácilmente por tal cinismo; o lo que san Pablo dice de «hacer la verdad» (algo así como fabricarla), a lo que añade, sí, «en la caridad». Pero esto último no hace sino agravar más las cosas: como si el fin (la caridad) justificara los medios (la mentira). La verdad práctica es una verdad que, efectivamente, se hace, o se va haciendo, que no está sin más ahí. En un momento de sus conversaciones con Gustav Janouch, Kafka parece apuntar a ese tipo de verdad: «Pero ¿hay un misterio más grande que la verdad? (…) Parece como si acabara de pillarme en una vacuidad pero, en realidad, no es así. La verdad es lo que todo hombre necesita para vivir y que, sin embargo, no puede obtener ni adquirir de nadie. Cada persona tiene que producirla una y otra vez a partir de su propio interior o, de lo contrario, dejará de existir. La vida sin verdad no es posible. Quizá la verdad sea la vida misma»2. Las pesadillas de Kafka son las pesadillas de un mundo sin Dios, sin Ley y sin Amor (para él, cristianismo y judaismo eran en esencia lo mismo); pesadillas de una vida sin verdad: un infinito convergir hacia un centro inexistente. Pero en muchas de sus reflexiones explícitas, Kafka, como veremos, parece apuntar a una vía de salida del bucle meramente melancólico, vuelto hacia atrás, sin esperanza.

En este sentido, acaso resultara que el yo y el mundo no fueran nada antes del acto de nuestra autocreación, en el sentido del sujeto trascendental kantiano; que lo tuviera que parecer sólo una vez que Dios ya ha muerto como resultado de la relación de competencia en que la premodernidad (la «Metafísica») tantas veces le vio con respecto al mundo -como si Dios y mundo, Dios y sujeto humano se disputaran eso que se llamaba el ser-. Bien pudiera ser que tanto el sujeto humano como el mundo que le circunda fueran y a la vez no fueran; que, en efecto, ni uno ni otro fueran una totalidad, por más que lo parecieran, y que tuvieran que parecer serlo antes de que Kant diera (o «saliera») con sus antinomias cosmológicas y sus paralogismos psicológicos. Es decir, antes de que «inventara» (en el doble sentido del término inventum) las unas y los otros: los descubriera al inventarlos, y los descubriera/inventara como algo que no es sin más así o no así (finito o infinito, discreto o continuo…: tertium non datur). Bien pudiera ser, dicho de otra manera, que sólo Dios fuera sin más y que, como decía san Pablo, Él mismo hace ya originariamente que sea lo que no es -y que sigue de suyo sin ser aun después de hecho-. Dicho en el lenguaje kantiano: bien pudiera ser que nada de lo que existe (a no ser Dios) fuera de una manera plenamente determinada, sino que ni fuera del todo así ni del todo de otra manera, es decir, que no cumpliera con la condición requerida para la aplicación del principio de tercio excluso (distinto, dicho sea de paso, del de bivalencia: verdad/falsedad, uno/cero).

En términos gnóstico-marcionitas, eso (el grano de verdad de las antinomias kantianas) se podría interpretar, sin embargo, como el máximo cinismo imaginable: un cinismo divino, el cinismo del Dios malo que crea un universo de esas características; un mundo, en definitiva, deficiente. Pero eso mismo se puede interpretar también de otra manera. Diciendo, por ejemplo, que la totalidad del ser no se reparte entre Dios y el mundo, como si eso que se llamaba «el ser» fuera como una tarta con el trozo más grande para Dios. Se puede interpretar diciendo que esa totalidad no existe y que, por tanto, tampoco eso que «la Metafísica» consideraba como el ser existe. Aunque no fuera más que eso, que ya sería algo, de ese modo se eliminaría el refugium ignorantiae a que tantas veces se ha tenido que prestar el pobre ser.

Bien pudiera ser, pues, que la única totalidad existente fuera la de lo único que es del todo su propio ser. Ahí estaría el grano de verdad de las antinomias cosmológicas, pero también el de los paralogismos psicológicos de Kant: en que ni el sujeto humano ni el mundo constituyen ningún todo, totalidad de ningún tipo; que ni ambos juntos ni cada uno por separado son del todo su propio ser. La misma existencia del tiempo (una especie de desesperada carrera por encontrar su inexistente propio ser) lo indica bien a las claras. Bien pudiera ser que la única totalidad fuera eso que se llama Dios, eso que «todos llaman Dios»; de modo que el resto no le pudiera añadir nada, no pudiera añadir nada a la única totalidad, a Dios. Y bien pudiera ser que al no ser nada de por sí, al no añadirse a la única totalidad, a eso otro hubiera que ir haciéndolo poco a poco, chemin faisant, y que por eso, por ejemplo -como decía Aristóteles en pleno torbellino de su idiosincrático bucle temporal, en el primer capítulo del libro segundo de su Ética a Nicómaco-, «lo que hay que aprender para saber cómo hacerlo hay primero que hacerlo para aprenderlo».

Dicho lo mismo, pero ahora en términos teológicos -para que la impresión de cinismo aumente de punto, dando así otra vuelta a la espiral de la melancolía de la posmodernidad o de la condición humana sin más-: bien pudiera ser que ni la naturaleza humana (la razón) ni la no humana (la naturaleza sin más) tuvieran una plenitud propia; que su plenitud la tuvieran sólo en Dios, lo cual, desde su propia perspectiva temporal, significa que sólo la podrán haber tenido y que, mientras tanto, en todo caso para facilitar la convivencia entre los humanos hubiera que hacer como si ya se pudiese tener. Más que cinismo, eso sería una vida de esperanza en pleno mundo de la modernidad, la toma de conciencia de cuya melancolía es precisamente la posmodernidad: una melancolía que aquélla reprimía una y otra vez, pero cuya mueca desagradable («la grimace du reél», que decía Lacan), la posmodernidad, nos permite entender mejor.

La verdad del psicoanálisis radica en esa síntesis de verdad y noverdad, realidad y ficción, en que consiste el fenómeno de la (pos)modernidad. Sólo que el gnosticismo pagano, a diferencia del cristianismo, vive de la creencia en la maldad radical del mundo. Dada su orientación metódica consistente en partir de los casos extremos, de las patologías, esa creencia es algo perfectamente natural. Por el contrario, ya Aristóteles recomendaba explícitamente la estrategia opuesta de partir, no de los casos patológicos, sino de los que en principio quepa considerar como normales: en una palabra, del término medio -aun a sabiendas de que se trata siempre de un término medio que, salvo en la abstracción, nunca está ahí de antemano, sino que hay que ir siempre haciéndolo de camino-. Esa estrategia de la normalidad (pero de una normalidad que hay que ir haciendo) fue recogida después a su modo por el cristianismo. El resultado de esta otra orientación es el de creer en la bondad del mundo o, para decirlo menos equívocamente, de la creación. La divisoria principal es, en efecto, la que separa una de otra la creencia en el bien radical, por una parte, y la creencia en el mal radical, por otra. Indudablemente, a los que se adhieren a la primera creencia se les puede considerar no sólo como seres ingenuos que se dejan engañar por sus buenos deseos, sino también como seres insensibles: insensibles a la realidad del mal, insensibles al dolor humano. Pero también existe la posibilidad de ver las cosas de otra manera. Creer en el sentido de la vida no implica necesariamente (aunque desde luego pueda implicarlo de hecho) ser ciego para la mueca desagradable de lo real.

EL BUCLE DE LA AÑORANZA

¿Cabría que un bucle como el melancólico fuera también un bucle de tiempo, pero que, más que en la añoranza de un pasado que nunca fue, esté fundado en la esperanza de lo que visto desde la perspectiva humana alguna vez habrá sido? Preguntar así no es pedir una nueva premodernidad (que tampoco ha existido como tal sin más). No hay fenómeno histórico que haya existido como tal sin más. Ya para Aristóteles, la posible verdad de la historia como pura narración de hechos (verdad de la que él, por otra parte, no dudaba) no era precisamente el tipo de verdad más revelador. Cuanto más hechos pasados se van acumulando en la memoria histórica, mayor es también el peligro de que su sentido se vaya difuminando poco a poco. Aparte de que nunca se puede reproducir el curso de la historia tal y como fue: la reproducción no puede coincidir a escala una a uno con la realidad -entre otras cosas porque ni tan siquiera ésta, la realidad finita, coincide jamás del todo consigo misma-. Abogar por una nueva premodernidad (algo así como un nacionalismo primitivo) no sería, en todo caso, salir del bucle melancólico, ni salir del mito fundacional de la (pos)modernidad.

Tal mito es el de una historia que transcurre en un tiempo lineal con pasado y futuro, pero sin presente: es justamente el mito de la ausencia de la presencia, el mito de la muerte de Dios. En ese mito, el mundo no fue creado por Dios sino que surge de la ausencia de Dios o, mejor, consiste en esa misma ausencia, en la ausencia de la presencia. Al estar la presencia ausente, al no existir la totalidad de su propio ser -esa concentración de sentido «que todos llaman Dios»-, lo único en que cabe entonces creer es en la pura disipación, en la pura diseminación, en el puro diferir de la différance, como llama a eso Jacques Derrida. Es una consecuencia bastante natural de considerar que Dios y su creación son .dos totalidades que se reparten la tarta del ser o que compiten entre sí para ver quién se lleva la mayor tajada o la tarta entera. Pero si, por el contrario, la única totalidad es la de un Dios al que, como lo único que es todo su ser, no se le puede añadir nada, es decir: si Dios y mundo no están en relación alguna de competencia mutua (con tendencia a la mutua exclusión), entonces resulta un cuadro muy diferente. El cuadro no es ahora el de un tiempo extendido sin más entre pasado y futuro, pero sin presente (la diseminación derridaniana), sino el de un tiempo máximamente concentrado en un presente que, sin embargo, es y no es, surge al desaparecer y desaparece al surgir, es a la vez presencia y ausencia, realidad y ficción, eso, ser y no ser; un tiempo o un mundo en el que, por no tener plenitud propia, de momento y hasta la plenitud de los tiempos el hombre siempre se encuentra ante la alternativa del bien y del mal, de actuar bien o actuar mal. Y no sólo en la alternativa: también en la ambivalencia entre ambos, como en el caso de la freudiana ambivalencia de los sentimientos, empezando por el amor/odio, eros y thánatos juntos: la construcción y destrucción (y viceversa) de lo que ahora se llama «deconstrucción».

Ése era, ya para Aristóteles, el único tiempo real: el tiempo independiente de la extensión que le dan la memoria y la expectativa del alma hacia un pasado que no es y hacia un futuro que tampoco es; un tiempo al que por ser sólo presente (aunque presente inestable: el nunc fluens agustiniano), bien cabría llamar «imagen cambiante de la eternidad» (del nunc stans). En él, todo ya ha pasado porque todo está empezando, aunque nosotros no lo veamos así. En ese no verlo está la diferencia entre el único que es todo su ser y los que no lo son: en el primero todo es realidad, mientras que, en los demás, la ficción es una parte integrante de su misma realidad. Ese mismo no ver que todo ya ha pasado porque todo está siempre empezando en el único instante empinado que roza con la eternidad, no es una mera limitación, por decirlo así, epistemológica; es, en todo caso, una limitación ontológica: el mismo no ser del todo su propio ser. Si se prescinde del único que es toda su (o todo) realidad, si se prescinde de Dios, entonces la ficción de un tiempo cada vez más viejo, más anciano, extendido entre pasado y futuro pero sin presente, la diseminación de la ausencia de sentido, es efectivamente la consecuencia necesaria: un bucle melancólico no de esperanza, sino de pura añoranza; añoranza en último término, en efecto, de la nada.

La vertiente psicoanalítica de la posmodernidad no concibe la concentración de sentido (la felicidad) más que en su versión pervertida que ella misma (siguiendo en esto a Marx) llama fetichismo. La concibe a lo sumo como esos mitos que, de manera puramente ficticia, rompen de vez en cuando con la diseminación de la historia como mera sucesión de hechos y la concentran en nudos de sentido tan pasajeros como irreales. La creencia del cristianismo en una concentración definitiva de sentido, la creencia en Jesucristo Dios y hombre verdadero, no es entonces sino un mito fetichista más. Y la presencia real en la Eucaristía no puede ser para ella sino un caso aún más patente de fetichismo. Toda presencia real es, para la posmodernidad, fetichismo. Toda presencia real es para ella como el fetiche del dinero o como ese hueso (el cráneo) del que ya Hegel decía que es el espíritu, cosa que la posmodernidad toma al pie de la letra (el lacaniano petit object de la mueca de lo real). Según eso, la felicidad, el triunfo definitivo del bien sobre el mal, es la máxima ilusión. Indudablemente ésa es una visión resignada, vieja, anciana, no una visión joven de la realidad.

Si de algún modo se pudiera llegar a alcanzar la felicidad como triunfo definitivo del bien sobre el mal, eso sería, según esa visión, en todo caso tomando a la letra lo que, no sin cierto deje gnóstico, en castellano se llama «Juicio Final»: el juicio con que, por así decirlo, todo terminaría y que terminaría con todo. El alemán es aquí, si se quiere, menos gnóstico que el castellano. Al Juicio Final en alemán se le llama Jüngstes Gericht, literalmente, «el más joven juicio de todos». Es la denominación que corresponde a lo que la Teología llama «conocimiento matutino», por oposición a «conocimiento vespertino»; es, en suma, una denominación teológicamente más correcta que la castellana tomada, al pie de la letra.

EL BUCLE DE LA ESPERANZA

Empecé con un motto sacado de Kafka. Intento ahora resumir lo dicho con ayuda de otros textos suyos, cuatro, a los que añadiré un breve comentario. Primero: «No todo el mundo puede decir la verdad, pero puede serla». Segundo: «Cada instante se corresponde con algo que está fuera del tiempo. El mundo de acá no puede ser seguido por un más allá, pues el más allá es eterno…». Tercero: «La expulsión del Paraíso es eterna en su parte principal. Así, la expulsión del Paraíso es definitiva, la vida en el mundo, inevitable, pero la eternidad de este hecho (o, expresado temporalmente, la eterna repetición de este hecho) hace posible, sin embargo, que no sólo hayamos podido quedarnos todo el tiempo en el Paraíso, sino que de hecho estemos ahí todo el tiempo, sin que importe que aquí lo sepamos o no»3. Cuarto (en conversación con Gustav Janouch sobre el dadaísmo): «Tiene rota la columna vertebral del espíritu. Se le ha quebrado la fe. ¿Qué es la fe?. Quien la tiene no sabe definirla, y sobre la definición de quien no la tiene pesa la sombra de la malevolencia…. ¿Y Jesucristo?. Jesucristo es un abismo lleno de luz. Hay que cerrar los ojos para no caer en él».

Y ahora el comentario.

Por regla general, todos soñamos unas cuantas horas por la noche, pero cuando llega el día, una gran parte de esos sueños ya no existe. Decir que ya no ha existido parece absurdo. Sin embargo, hay fenómenos que pueden ayudarnos a ver el posible sentido de tal afirmación. Uno es el de la anestesia total. Se da el caso de que, ante nuestra sorpresa, el anestesista nos cuente después de despertar la continuación de la conversación que mantuvimos con él aún en plena consciencia antes de dormimos. Para nosotros esa parte de la conversación no ha existido. Se ha llegado a mantener que ese extraño fenómeno no se limita a esos instantes: que incluso durante la operación sentimos los dolores. Vamos a suponer que sea así. Después de todo, no hay imposibilidad lógica en ello. Si así fuera, entonces no es sólo que esos dolores ya no existan; es más bien que, si es que existieron, después, efectivamente, no han existido. Se trata, si se quiere, del melancólico bucle del tiempo vuelto del revés: en vez de añorar un pasado inexistente, cancelar uno que fue.

Semejantes fenómenos nos ayudan a entender en qué sentido el olvido (o el no conocer algo) podría tener una dimensión no sólo epistemológica, sino también ontológica. Pero la relación entre sueño y vigilia, lo inconsciente y lo consciente, actúa aquí sólo como símbolo de la relación entre tiempo y eternidad. Pongamos que el tiempo precediera a la eternidad. Aun así, lo que desde luego no cabría decir es que la eternidad siga al tiempo. Desde el punto de vista de la primera, los dos -tiempo y eternidad- son contemporáneos. Además, decir que algo precede o sigue a otra cosa, sólo tiene sentido bajo el presupuesto de un tiempo extendido. Pero un tiempo extendido entre un pasado y un futuro, exactamente igual que estos, existe sólo por obra de la mente finita: del recuerdo y de la expectativa. El otro punto de vista, el de la eternidad, es el de la realidad sin más. Pero sólo desde nuestro punto de vista de un tiempo linealmente extendido, la eternidad sigue (o seguirá) al tiempo como el destierro sigue (o siguió) al paraíso, o como el sueño a la vigilia.

La diferencia es la de dos puntos de vista inconmensurables entre sí: el de la plenitud (felicidad, amor, etc.) y el de la ambivalencia (amor/odio, etc.). Desde el primero (el punto de vista de la verdad), ya todo ha ocurrido, pero desde el segundo (el de la verdad-ficción) no nos damos cuenta de ese hecho. Sólo que ese no darnos cuenta, como ya vimos, puede ser tan constitutivo (tan «ontológico») como la ficción, el sueño o la nada de que estamos hechos. Para los antiguos griegos sólo una cosa estaba vedada a los mismos dioses: hacer que no haya sido lo que fue. Más que un absurdo, decir lo contrario podría ser una de esas lúcidas perplejidades que para Jorge Luis Borges eran la única justificación de la Metafísica, pero también su timbre de honor. Hasta en la Física, algunos de sus más ilustres representantes actuales no creyentes (aun críticos tan acerbos de la posmodernidad como Steven Weinberg) consideran que los conceptos de espacio y de tiempo llegarán un día a perder el valor que todavía tienen en su propia disciplina. Se refiere, naturalmente, al tiempo físico, medible, extendido entre un pasado inexistente y un futuro también inexistente.

NOTAS

1 • Me voy a referir sólo a dos libros suyos recientes: El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos. (11ª edición) Espasa-Calpe, Madrid, 1998; y Sacra Némesis. Nuevas historias de nacionalistas vascos, Espasa-Calpe, Madrid, 1999. Mi propósito no es exegético. Quiero simplemente apuntar al horizonte detrás de la imagen del bucle melancólico. Juaristi, por supuesto, es perfectamente consciente de su trasfondo psicoanalítico.
2 • Cf. Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka. Notas y recuerdos, traducción de Rosa Sala. Ediciones Destino, Barcelona, 1997, pág. 282.
3 • Franz Kafka, Cuadernos en octavo; traducción de Carmen Gauger, Alianza Editorial, Madrid, 1999, pág. 58.