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Ecuador de las victorias

I. La mañana

Una calle como otra cualquiera, sus edificios de ladrillo, de seis pisos, de ocho pisos, los hay más altos, las fachadas casi todas son simétricas, en las que se abren ventanales medianos, muy regulares. La calle tiene su mercado. Desde las nueve de la mañana hasta el anochecer, pasadas las ocho, se puede comprar fruta fresca, carne, leche. Y un colegio —el San José— para que los hijos no estén lejos. Y árboles, aunque no muchos, cabe contarlos con los dedos de las manos. Así es Marqués de Viana, una calle cualquiera de Madrid, en el barrio de Tetuán.

Por esta calle van y vienen muchos ecuatorianos. Son bajitos, de cabello negro y lacio, con ojos café oscuro y brillantes, la mayoría de piel trigueña o canela o morena, o como quieran llamarlo, pero ahí están: en las calles de esta, para nosotros, legendaria villa de Madrid. Aparecen por todas partes, comentan los madrileños, y parece que es verdad cuando se entra en Tetuán. Este es el barrio donde está asentada una de las colonias de ecuatorianos más grande de la ciudad castellana, de esta plaza torera que le abre a uno las puertas, o que se las cierra.

Por la mañana, caminan apresurados. Desde las siete, las ocho o las nueve, aprietan el paso para llegar a sus trabajos. Tienen empleos de gente «pobre, pero honrada», aclaran ellos, aclaran sobre todo ellas. A eso de las diez, parece que alguien los ha barrido de la calle, no queda uno.

En Tetuán viven, «como pueden», más ecuatorianos que en otros barrios de Madrid, más que en Lavapiés o en Urgel, por ejemplo. Eso me dice uno de ellos. Se llama Danilo, tiene 20 años y llegó a Madrid hace ocho meses para trabajar. ¿En qué? En lo que saliera. Y tuvo suerte, consiguió un empleo como ayudante de electricista —la especialidad para la que se preparó en el colegio— en una empresa de construcción. Danilo es grueso y pequeño, se corta el pelo a la usanza militar —unos cuantos pelitos se le quedan parados en medio de la cabeza—.

Danilo comparte con sus padres un piso en la calle Algodonales. Ellos han logrado abrirse camino gracias a un locutorio. Los ojos oscuros y saltones de Danilo parecen confirmar que ha aprendido de sus padres muchas historias del barrio. Al principio, lo que más le impresionó fue la cantidad de compadres; «nunca imaginé que fuéramos a ser tantos», cuadra a cuadra, incontables a primera vista, pero cientos, miles según las estadísticas. Y cada uno es una historia.

Danilo llegó como un turista que cruza el mar para conocer ese país del que todos le hablaban: la España donde es fácil emprender una nueva vida. Y ahora conoce algo mejor ese país que cada día se cierra un poco, porque no hay sitio, dicen, o porque están hartos, creo, o porque no tienen memoria, aseguro, o porque no han la leído la historia, me mantengo: porque no recuerdan que el mundo es de los de carne, hueso y corazón.

Así está España, así está Europa, y Danilo lo sabe, «pero allá —en Ecuador— ¿qué tenemos?». Esperanza, Danilo, esperanza, esa es nuestra casa, algunos debemos quedarnos allá para arreglar ese país que es nuestro hogar; algunos tienen que luchar, Danilo. «Eso sí, pero cuando vuelva con un poco de plata».

II. La tarde

Desde las ocho de la tarde en España —ocho de la noche en el Ecuador— van llegando de vuelta a la estación de metro «Tetuán». En los días de frío se han envuelto en abrigos o chompas impermeables, con forros de lana. Los ecuatorianos, como otros habitantes de Madrid, caminan solos, en pareja, en grupos: depende. Pero a ellos no se les ve en compañía de españoles ni de foráneos: van con ellos, entre ellos, junto a ellos mismos. Desde que se encontraron en esta ciudad-soledad, no se han separado. Lograron crear acá un pedacito del país de allá para no sentirse tan desguarnecidos. Podrían confundirlos con peruanos o bolivianos, pues se les parecen: de los mismos indios salieron, con los mismos negros se cruzaron, con los mismos blancos se mezclaron. Pero apenas hablan, su acento los delata. Si cantan un poquito al pronunciar las palabras, son de Azogues; o de la Costa, si sus eses son silbantes; tal vez de Quito o de Ambato, si las erres retumban en sus bocas y sus eses escapan airosas.

Cuando marchan juntos, ríen a boca llena; si andan solos, apresuran el paso y no miran atrás. Así ocurre en febrero, en marzo y puede que también en abril. Los meses de frío más crudo (diciembre y enero) los pasaron «abrigados de pies a cabeza», asegura doña Sofía, la «ilegal» que vende Coca-colas y cervezas en el parque, los domingos. «Se usan guantes, gorros, ropa térmica, doble pantalón, doble media, doble camiseta, chompas de lana. ¡Uf! El frío es durísimo, si llega a diez grados bajo cero. Los ojos le lloran a una de frío».

Ahora, en esta primavera que parece más un verano, mientras se escribe este ensayo, sus ropas ya han cambiado. Los jóvenes usan jeans o vaqueros flojos, zapatos deportivos, camiseta y, de vez en cuando, un suéter o chompa o chaqueta amarrados a la cintura, en prevención de un ataque de esos vientos boreales que vienen de tan lejos.

Ellos no siguen la moda española, sus ropas parecen de allende el mar. Les gustan los colores oscuros; los zapatos blancos, cuando son deportivos, o negros, si lo que quieren es obtener mayor formalidad. Danilo no olvida su ropa de Sierra, de la Sierra de allá, «porque yo soy así, yo no quiero parecerme a nadie».

Ellas podrían calzar zapatos color rojo, por ejemplo, muy frecuentes en España. Pero no, los prefieren negro y blancos. Son pocas las jóvenes ecuatorianas que intentan seguir la moda europea. Las sandalias, tan usuales en su país, sobre todo en la Costa, parecen ser el calzado que más utilizan las chicas ahora, en verano.

María, una ambateña de 21 años, dice que sí, que le van bien. Esta joven de la Sierra centro llegó hace tres meses como turista, y trabaja como empleada doméstica en una casa en Arturo Soria. Libra desde la tarde del sábado hasta las diez de la noche, el domingo. Aprovecha esas horas para visitar a sus parientes, a los amigos ecuatorianos que viven en Tetuán.

Otra prueba de que los transeúntes de Marqués de Viana son ecuatorianos es el galanteo que se gastan. Pasa una muchacha cerca de un hombre, y en un noventa y nueve por ciento de los casos, puede escuchar una frase de conquista. «Te acompaño, mamita». «¿Por qué tan sola?». «Hola, guapa». Los más atrevidos, que en este escenario no son mayoría, alcanzar a decir: «Mamita rica». Si las mujeres españolas son objeto de estos galanteos, ellas suelen pasar de largo sin voltear, en el mejor de los casos. Pero aun sin sentirse halagadas, las ecuatorianas responden siempre, con una mirada que evoca los recuerdos de lo que escuchaban en su país. Los más tímidos de los conquistadores se conforman con lanzar miradas, matadoras eso sí, como los españoles no acostumbran a regalar en las calles de Madrid.

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La manifestación más evidente de la presencia de ecuatorianos en esta calle de Tetuán ocurre el domingo. Desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde salen juntos al rastrillo o al mercado de barato que se acomoda a todo lo largo de la calle de Marqués de Viana. Se convocan para comprar ropa, zapatos y alimentos a precios «cómodos», que dicen los economistas: más convenientes, seguro, que los que marcan los centros comerciales.

III. La noche

Un rincón donde apenas cabe una persona y una silla: la cabina con su teléfono, un chiscón con paredes de madera, que escucha cada día palabras entrecortadas, gritos, llantos, súplicas, risas… ¡Ay! Si las paredes hablaran, ¡qué contarían! Lo que pasó el segundo domingo de mayo, por ejemplo, día de la madre en Ecuador. «¡Feliz día, mama! ¡Sólo llamaba para saludarla, mamita! ¡Le mandé la platita que me pidió!». ¡Ay mamá, que está al otro lado del mar! Mamá que debe creer en la bienaventuranza, porque la mala ya la imagina, la tristeza la siente en cada una de esas palabras que salen aquí luchando contra el tiempo. «Porque los euros aquí cuestan mucho trabajo, mamá, y aunque quisiera hablar más, no puedo mamá…, aquí no, mamita, aquí su día de ustedes las mamás es después».

Así dicen hombres y mujeres tristes, que llegan al locutorio de Algodonales. Entran allí sin mirar a los otros clientes, como que no existieran. El dolor sale así, sin avergonzarse de sí mismo. «Se oyen peores cosas», dice Danilo, «aunque hoy fue un día de puro llanto». De llanto y de congestión, Danilo. «Sí, de congestión también, las líneas estuvieron a punto de explotar, parece que todos los ecuatorianos pujaron por llamar». Hablamos de las 84.000 personas que viven legalmente en Madrid y de los otros, dos veces más, o tres, documentados y no, legales y sin papeles, Danilo.

Danilo insiste que en este locutorio se conocen historias muy trágicas. «Un día vino un señor a hablar con su esposa de Ecuador, mientras la de aquí le esperaba impaciente afuera. Otro señor reclamaba, llorando, a su mujer de allá, que por qué le estaba engañando. O la mujer que lloraba, asustada porque sus hijos se habían escapado de la casa. O…».

Todo ocurre aquí, Danilo, en esta sala estrecha, asfixiante, en esas diez cabinas que se han convertido en rincones de dolor, mientras esa mujer vigila todo, unas veces riendo, otras veces gritando, callada a ratos. La encargada no perdona, ni un segundo se le escapa. Su mensaje reza siempre lo mismo, es casi automático: «Cuando haga una llamada, deje sonar cuatro timbrazos, si no le contestan cuelgue y vuelva a marcar. De lo contrario saldrá el ticket y se le cobrará».

¿Qué significa esto, Danilo? Ya entiendo, no puedes hablar, no debes hacerlo, cada céntimo de euro vale un potosí, aunque ella los gane sentada, oyendo las penas ajenas, repitiendo: «No fío, no fío». Miedo a que no le paguen, ¡y claro! Cómo le van a pagar esos vivos de hambre que por aquí se ven alguna vez —muertos no están, para los muertos la lucha no existe; además, mejor no morirse, la muerte es tan cara en este país…— El dinero lo es todo Danilo, «si no, para qué vienen acá». Sí, sí: los euros, la toja, la pasta; qué más da cómo llamarla. «Si no alcanza igual, mamá, mi amor, mija; cuesta tanto ganarla y dura tan poco…». Y la cuenta de euros sube mientras hablan, esa mujer no perdona un centavo, ahí está, inmóvil, detrás de su escaparate, vigilando quién entra y quién sale. «Cuidadito se me vayan sin pagar». Sí que no, por el bien del negocio, el sacrificio de mantenerlo un año abierto, señor, una siempre en esta sala estrecha y sofocante.

«Aquí no sólo vienen ecuatorianos», comenta la encargada mientras arruga la nariz y tuerce la boca. También rumanos, dominicanos, marroquíes…, pero los ecuatorianos son mayoría, la sangre llama a la sangre, tierra llama a tierra y ellos se siente atraídos por la bandera colgada en la pared del fondo. «Y por su acento, señora, por sus erres arrastradas, por su música triste, señora, por eso van». Por su ¡Ecuadorrrrrr, Ecuadorrrrr! Cómo gritaban en los juegos del Mundial. Usted está ahí, testigo de esas vidas que se cuelgan de un teléfono. ¿Acaso todo tiene que ser esta abundante tristeza? ¿No hay alegrías que contar? Sí, contesta Danilo, mientras mira a la mujer fruncir el ceño: el aumento de sueldo, el envío de un regalito que le confiamos a un compadre, el hermano que llega a probar suerte y a quitarnos la soledad, las buenas calificaciones en el San José… ¿Qué más, Danilo? «No recuerdo más». Bueno, pues será así, las penas siempre han sido mayoría.

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IV. El domingo

Cada domingo, al mediodía, empieza un peregrinaje distinto y alegre. La multitud de rostros anuncia que la caminata se orienta hacia un mismo punto, promesa de diversión: el parque Agustín Rodríguez Sahagún.

Los muchachos visten ropa de deporte, la camiseta que evoca al equipo de fútbol que está en la tierra y que amaron por primera vez. Una camiseta blanca habla del equipo albo: Liga Deportiva Universitaria de Quito; la amarilla con filos negros y un toro, que recuerda al Barcelona, de Guayaquil; o la roja con gris que simboliza a El Nacional,.. Colores que desentierran la melancolía de aquellos domingos de fútbol en los estadios ecuatorianos, allá donde la hinchada se reúne con el sueño inmortal de ver ganar a sus equipos.

En este barrio, en este parque de Madrid, el traslado es distinto, ahora es rememorar esos días que quedaron atrás, lograr un domingo chiquito para caer al suelo tras una jugada, para llenar de polvo las camisetas, para beber cerveza (ya no la Pílsener, la San Miguel). El encuentro se convierte poco a poco en una mañana deportiva al más clásico estilo nacional. En las canchas de fútbol se arman los equipos de siete, calientan, empieza el partido. Piernas que van y vienen; «¡chucha juega!»; «¡acá, acá!»; «¡golhijueputa!»… Nada ha cambiado, la fiesta sigue como si ocurriera en casa. Mientras el domingo esté vivo no hay tiempo que perder. Si unos juegan balompié, otros prefieren el ecuavoley, dos equipos de tres enfrentados por una pelota, dura como una piedra. «Tal como se hace allá», me confirma Danilo. El juego avanza y las mujeres y los amigos hacen de espectador, de un público que no aplaude, que sólo mira y bebe cerveza, cerveza y cerveza más ellos que ellas, las mujeres miran y miran, cuidan a sus hijos y miran.

Cuando el hambre se hace sentir, las mujeres destapan las canastas o las fundas con comida para saciar a sus maridos e hijos. El olor del maní y de la cebolla conquista rápidamente el ambiente. «Mmm, Danilo, ¿a qué te recuerda?» Un arroz con guatita, un encebollado, un hornado…: los platos de la comida nacional.

Sentados sobre la hierva, formando círculos imperfectos, empiezan a servir el banquete, siempre acompañado por una «cervecita». Si la comida no la traen de la propia cocina, la compran en el parque a otros ecuatorianos. Doña Sofía, por ejemplo, llegó hace un año a Madrid, «para hacer lo que casi todas las mujeres», asegura Danilo. Ella cuida a un anciano; otras cuidan a niños y limpian las casas.

Doña Sofía dejó a sus hijos, de 17 y de 19 años, en Quito. «Ya están grandecitos, pero les extraño una barbaridad, vos sabés lo que es estar lejos de la casa». La pequeña mujer mantiene firme la mirada, sonríe siempre y más cuando un hombre se acerca a besarla, se sonroja, le entrega una botella de cerveza y dice: «Es mi marido».

De pie junto a un auto blanco, aparcado en el estacionamiento, va sacando poco a poco la comida. El sitio es estratégico, a unos cuantos pasos los hombres juegan fútbol y de vez en cuando detienen el partido para buscar un refresco. Por una botella de café, doña Sofía pide dos euros; por una botella con agua, uno; por una lata de Coca cola, 80 centavos.

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¿La vida es dura, doña Sofía? «Sí, mucho; imagínate lo que es estar lejos de tus hijos y de tu familia. Eso es muy triste, pero hay que reponerse; si te dejas vencer por la tristeza, te mueres». ¿Y los compatriotas que viven en Madrid, no ayudan a calmar las penas? «Sí, pero no hay nada como lo de uno, nada como estar con nuestros amigos, nuestros hermanos, nuestros papás, eso no tiene reemplazo». A doña Sofía se le humedecen los ojos, la voz se le corta, mira a cualquier parte para evitar llorar.

«Ella está mejor que otras mujeres», replica Danilo, frunciendo las cejas y hablando bajito. La distancia le duele, Danilo. «Sí, pero al menos tiene un trabajo estable, no está sola, está el marido». Como estuvo tu madre hace algunos años, ¿verdad? «Sí». Hasta que llegaron tu padre y luego tu hermana y te quedaste solo en Quito, en tu barrio de Cinco Esquinas, en tu casita de pobre, pero honrado, de adolescente que tuvo que aprender solo a cuidarse. Tuviste suerte Danilo, abriste los ojos y viste el mundo con calma, no te lanzaste a vagar por las calles ni a beberte la plaza. No te equivocaste, Danilo. «Ella debería pensar más en sus hijos». Por ellos cruzó el mar, Danilo, por ellos trabaja de lunes a sábado y simula divertirse vendiendo los domingos comida ecuatoriana. Por ellos vino, Danilo, para mandarles la platita para que estudien y sean personas de bien, igual que tus padres, muchacho.

Doña Sofía tiene suerte, la venta se acaba cuando aún no han dado las cuatro, cuando el calor todavía es intenso, mientras ella se va, los deportistas destapan una tras otra las botellas de cerveza. Algunas canciones tristes arrancan: «(…) cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras (…)»; «(…) por qué no me dijiste que no me querías, para no adorarte (…)».

Risas también, risas de los más jóvenes, de los que cuentan chistes, tus amigos Danilo, tus amigos. «Ya están borrachos». Es verdad, pequeño, ya están borrachos, ahogándose en alcohol, muriéndose de nostalgia, llamando a la madre, a la mujer querida, a sus hijos están llamando.

¡Dios mío! Después de las diez de la noche, el parque es una gran cantina. Las botellas son la pista para encontrarlos, están regadas como miguitas de pan para marcar el camino de vuelta. Allí están, abrazados entre sí, diciendo cualquier cosa, tartamudeando por la borrachera, algunos peleando con ellas, algunas ebrias como ellos. Lloran, muchos lloran, pocos se consuelan.

V. Oportunidades

Mientras esto sucede en el parque, la calle Marqués de Viana se ha transformado en un pequeño mercadillo donde se dan cita numerosos españoles, ecuatorianos, marroquíes. Los domingos, llegan allí sin que nadie les convoque, todos por igual en busca de ropa barata. Blusas para el verano, las sandalias suaves para las ardientes caminatas bajo el sol, los pantalones cortos para los hijos… O abanicos, con evocaciones de Madrid. O las frutas del verano para saciar la sed y menguar los azotes de estos 40 grados que hacen hervir en verano a la ciudad.

El pequeño rastrillo de Tetuán es muy similar al gran mercado Ipiales en Quito. También allí se ofrece cualquier cosa a quien que desee pagar menos y no le preocupen las marcas. Ocupa buena parte del centro colonial de la capital ecuatoriana, este Ipiales: calles y calles con ropa colgando en armarios improvisados o sobre mesitas de madera para que luzcan ante los ojos de los posibles compradores, calles y calles repletas de hombres, de mujeres y niños comprando. Como el rastrillo de Tetuán: aunque diez veces menor, late en él el mismo espíritu de venta. Los comerciantes alzan la voz y ofrecen sus prendas como si fuesen únicas, su precio sin igual. «Venga, venga, que mañana estará más caro». «Si encuentras una más barata, te la regalo». «¡Joder! ¡Cómo te queda, estupendo! ¡Cómpralo de una vez, mamita, luego lo lamentarás!».

Las frases hipnotizan, los transeúntes se ven envueltos por el llamado de los tenderos que ofrecen un cielo. Ellos y ellas, ecuatorianos o españoles, ceden felices a la ilusión y adquieren una camiseta nueva o el pantalón de tela sencilla para paliar algo este calor.

La calle se va estrechando, hasta hacerse casi intransitable; también están ellos, los ecuatorianos, mirando, tocando, «comprando lo que se quiere para la familia, para uno mismo».

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Cuando en un puesto se escucha una canción de Julio Jaramillo, emblema de la música ecuatoriana, muchos transeúntes se dirigen sin saberlo al lugar de donde proviene la melodía. Como si las nostalgias uniesen más. Los inmigrantes saben que ofreciendo música de la tierra se hacen buenos negocios. En la mitad de la avenida suele instalarse José con sus CD, con sus copias piratas. José podría ser sancionado por ir contra el mercado de la música legal, pero este ecuatoriano de trenza larga, él como todos los otavaleños, no se da por enterado y por tres euros pone los ritmos de su país en manos de sus coterráneos.

Este José atrae la atención de sus compatriotas poniendo a todo volumen las canciones más conocidas. Llegan hombres y mujeres como los que ya hemos descrito: bajitos, trigueños, de ojos cafés y ropa oscura. Piden al vendedor que les deje escuchar la música para comprobar la calidad del disco. Julio Jaramillo empieza a cantar: «No puedo verte triste, porque me matas, tu carita de pena, mi dulce amor; me duele tanto el llanto que tú derramas, que se llena de angustia mi corazón (…); hemos jurado amarnos hasta la muerte, y si los muertos aman,  después de muertos amarnos más (…)». O este otro compacto de éxitos de música bailable del Ecuador: «Apostemos, apostemos que me caso y te dejo, y te dejo de querer, morena ingrata, no seas así, que mañana no me has de ver (…)». O: «Yo soy el chullita quiteño, la vida me paso encantado, para mí todo es un sueño, bajo este mi cielo amado (…)».

Y José vende y vende, después de negarse en repetidas ocasiones a bajar el precio del CD, pues los ecuatorianos tienen, entre otros, el talento de regatear. No todos lo consiguen, pero sí marchan contentos con la música querida. Además, José les asegura estar la semana siguiente «aquí mismo», para cambiarles el disco si tuviera algún defecto.

La caminata sigue por la calle, subimos por la derecha y bajamos por la izquierda. Puede incluso que no se llegue a comprar nada, pero se hace la vía «para ver precios, aunque sea», argumenta una mujer de pantalón ajustado negro y sandalias a juego. Su paso es lento, por el pequeño espacio tampoco podría ser rápido, pero es lento para mirar con ojos de experto la calidad más barata. Las mujeres son especialistas. Ellas tienen más paciencia que los hombres para andar, preguntar, regatear.

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«Igualito, igualito que allá», comenta Danilo. Él Ha visto muchas veces actuar a su madre, de ella aprendió a no dejarse engañar. «Si te despistas, te venden cualquier cosa. Mi m a m á dice: fuiste por lana y regresaste trasquilado. No es fácil comprar, y menos si hay tanto donde escoger». Danilo sonríe, trata de esconder la inocente vergüenza que siente «por saber poco de estas cosas de mujeres». Oye muchacho, eso es machismo. «No, no, para nada, sólo que las mujeres saben más de esas cosas que los hombres».

Sí, lo que sucede en esta calle parece darle la razón a Danilo. «A nosotros sólo nos queda pagar». ¿Lo que sea? «No, tienen que gastar con mesura, ¿no ves que la plata no alcanza?». Y tú, ¿en qué gastas el dinero? «En ropa un poco y en comida, lo demás lo ahorro porque estoy pensando volver a Ecuador, quiero estudiar».

Muy bien muchacho, hay que estudiar. Dicen que es lo mejor que le puede ocurrir a alguien. Aprender y tener un título universitario, dicen los filósofos de la vida, son herramientas básicas para sobrevivir. Sobrevive, Danilo, sobrevive en este mundo de individualistas, ¿lo harás? «Mi miedo es no encontrar trabajo después». Primero preocúpate por estudiar, luego irás golpeando puerta tras puerta, hasta que obtengas la respuesta que buscas.

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«Yo no quiero ser un inmigrante así». ¿Cómo así? «Como los que han venido a España, sólo trabajan y mandan plata». ¡Pero tú regresarás a Ecuador! «Sí, pero como van las cosas allá, tendré que regresar Luego para buscar trabajo». Se seca la frente con la mano; sobre la nariz tiene unas burbujas de sudor. Mira a todas partes, sin fijar en ningún sitio su atención. Danilo tiene miedo, el futuro le preocupa; y esa inquietud le amarga el presente. Pobre paisito el nuestro, que se desarma cada día. Como que a nosotros, a los ecuatorianos, a los latinoamericanos, a los pobres del mundo, sólo nos queda la esperanza. La esperanza y resistir, resistir como dice el genio de Ernesto Sábato. Resiste, Danilo, resiste.

La pregunta está ahí y espera una respuesta. ¿Cómo arreglamos nuestra casa, Danilo? Sabes, muchacho, siempre escribo para salvarme, para escapar de esta espiral esquizofrénica en la que vivo. Sé que no tengo cura y que cada vez estaré peor—me volveré más radical, más vieja, más necia, más sola—. Sé que mi desesperanza irá en aumento y que —probablemente— la muerte será mi única salvación. Te diré algo desde el fondo del corazón, Danilo, algo que para mí es un secreto oscuro que me avergüenza y que lo oculto en la medida que puedo, para no flagelarme más:

No quiero volver a esa vida que me desarma no menos que a ti, Danilo; no quiero tener que volver a enfrentarme a una realidad dura, cruel, injusta y pobre…; no quiero tener que escribir sobre más dramas, más robos, más sangre, más muerte… No quiero y, sin embargo, debo, debo, debo…
¿Sabes, Danilo? Me gustaría despertar un día sin conciencia, creer que lo que hay allá es la medida de lo que se necesita, no pensar ni atormentarme, ser un animalito cualquiera que cumple el ciclo de la vida y ¡ya está! O al menos, no despertar.

¿Qué hacer para cambiar ese muladar que tenemos por casa? ¿Matar? No, no, no; la muerte no ha servido para nada. Nos hemos matado durante siglos, de forma atroz, vergonzante para la razón y nuestra alma, y no hemos aprendido nada, porque nos seguimos matando. La muerte no sirve para nada. ¡Hay que luchar! Sí, sí, luchemos, eso lo hacemos todos los días, aunque sea la batalla que siempre perdemos. Entonces, ¿somos los grandes perdedores? ¿Lo seremos siempre? Sí, sí, dirán los señores que han estudiado los grandes manuales: «ustedes erraron el camino». ¿Qué haremos, pues, Danilo?

No quiero esperar hasta el día del Juicio, me falta paciencia, no me alcanza la vida, quiero la paz en este cuerpo, quiero sentirme feliz ahora, o al menos, padecer menos dolores. No quiero esta clase de vida para mis hijos, para mis hermanos, para mis padres, para mis amigos, para todos los seres de carne y hueso. ¡Me niego, carajo!

Lo siento Danilo, hoy, como otros días, me puede la desesperanza, el dolor sin respuesta. No me consueles, deja que sufra para no olvidar esta vida que tengo el deber de vivir. También está lo bueno, es cierto, lo hermoso, la familia, las montañas, las playas, la gente…, pero lo otro pesa tanto.

Sí, sí, además, río, sobre todo río, pero es que la esperanza, que casi no tengo, es mi deber, deber de sentirla, de vivirla, de transmitirla, pero a veces no alcanza. No me hagas caso, Danilo, mejor te diré lo feliz que fui por haber vivido aquí, por poder ver con los ojos más abiertos el Tercer Mundo que está al otro lado del Atlántico, ese Tercer mundo que es para mí el primero.

Vuelve Danilo a mirar a todas partes, sonríe sutilmente. «¿Quieres tomar una cerveza?», pregunta. Bueno. En la misma calle hay un quiosco que despacha latas bien frías. El muchacho saca dos euros del bolsillo y se dispone a pagar. No, no, el gasto va a medias, tú pagas tu bote y yo el mío. «No, eso cuando salgas con españoles; los ecuatorianos siempre invitamos». «Jodé, qué caballero», dice la española que recoge el dinero. «Sí estás soltero y no te importan las mujeres mayores, venga, que acepto las invitaciones, hombre». El muchacho sonríe, en su rostro trigueño asoma cierto sonrojo; toma las bebidas, y da las gracias.

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Mientras tanto, en la calle Marqués de Viana, el calor aumenta a cada hora. El aire ya está ardiente, del asfalto sube una corriente que abrasa los pies, la afluencia de gente aumenta sin parar: es la una, el rastrillo está punto de estallar.

Una parada técnica para el descanso se hace obligatoria. Los ojos y los pies buscan una sombra para guarecerse del sol y apurar la cerveza. «Voy a volverme loco», grita Danilo; «quiero volverme a Quito». Dale tiempo al tiempo, muchacho, ya verás qué pronto se cumplen tus sueños. «Te juro que si pudiera, iría ahora mismo al aeropuerto y me subiría al primer avión que ponga: Ecuador». ¿Sólo por el calor, Danilo? Por todo, por todo me iría; todo lo que hemos hablado y todo lo que te conté. Lo he decidido: me voy». ¿Ahora mismo, Danilo? «Esperaré un poco. Ya está hablado con mis papas y están de acuerdo. En octubre me voy. Volver a casa. Es lo único que quiero. Volver a casa».

Periodista de Ecuador. Máster Balboa para periodistas Latinoamericanos, de las fundaciones Diálogos y Carolina (España)