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Prestigiosas firmas y poderosas editoriales han suministrado desde hace algunos años nuevos materiales a la polémica sobre Dios y la religión. Las librerías inglesas, francesas o alemanas ofrecen ahora mismo numerosos títulos que recapitulan lo último que se piensa y dice acerca de este asunto crucial. Ha habido tomas de postura para todos los gustos, se han puesto al día viejos argumentos y han sido introducidos otros inéditos o al menos desusados. Hay que reconocer, por tanto, que la discusión se mantiene viva. Aunque sean muchos, quizá más que nunca, los que proclaman la «muerte de Dios», nadie puede con fundamento afirmar que haya decaído nuestro interés en Él.

El más próximo entorno también se ha visto involucrado en la controversia. La editorial Ariel acaba de contribuir a enriquecerla por partida doble. Si se me permite la impropia expresión, ha decidido encender una vela a Dios y otra al diablo —entendiendo aquí por «diablo» el No-dios, la negación de su existencia y de la conveniencia de seguir rindiéndole tributo de adoración. Me parece bueno que libros representativos de concepciones casi diametralmente opuestas convivan civilizadamente en un mismo catálogo editorial, sobre todo en nuestro ámbito, que no se distingue por su tolerancia aunque la proclamemos con voces estentóreas.

Los portavoces de los partidos —¡por una vez!— cortésmente encontrados son Alejandro Llano y Fernando Savater. El primero titula su propuesta En busca de la trascendencia. Encontrar a Dios en el mundo actual. El segundo prescinde de apostillas y anuncia sin ambages: La vida eterna, aunque el lector descubre enseguida que según su criterio no hay tal vida eterna ni nada que se le parezca.

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Resulta encomiable la política editorial que ha propiciado este encuentro. Llano y Savater son figuras destacadas y seguramente parangonables dentro del panorama de los pensadores españoles que creen en la Divinidad o descreen de Ella. Advierto sin embargo una notoria disimetría en la presentación. Aunque dignamente confeccionado, el libro de Llano ha tenido que conformarse con una sobria encuadernación en rústica, mientras que el de Savater viene con una envoltura más cuidada y, si lo despojamos de sus lujosas guardas, exhibe tapas en cartoné de un blanco inmaculado, que recuerdan los viejos libros de primera comunión. Tal vez se haya decidido aplicar al caso ese otro proverbio: si te lleva el diablo, que te lleve en coche. Barrunto que la distribución tampoco se ha realizado con idéntica diligencia: bastó entrar en la primera librería que me salió al paso para dar con una pila de ejemplares de La vida eterna, mientras que el camino para adquirir uno de Llano fue mucho más accidentado de lo que el apellido del autor promete. Se dirá probablemente que las expectativas comerciales eran en un caso mucho menos brillantes que en otro, ya sea porque vende más meterse con Dios que dar la cara por Él, o por la excelsitud de una pluma que anteriormente ha obtenido lucrativos éxitos de ventas. Seguramente sería así, aun prescindiendo de las ventajas promocionales que le han sido otorgadas; con todo, hubiera sido más bonito y más justo proporcionar un tratamiento menos desigual a las opciones en pugna.

Antes de iniciar mi análisis he de advertir, por si alguien tuviera aún un resto de duda, que no me considero en este momento par-dessus de la mêlée. Lejos de mí la pretensión de oficiar de juez imparcial; aspiro como máximo a comportarme como un abogado honesto que no cree necesario apelar a trucos sucios para favorecer su causa. Alguien podría considerar sospechosa mi intervención, teniendo en cuenta que Llano me cita y también recomienda uno de mis trabajos. Podría alegar como descargo que asimismo Savater me ha tratado bien en alguno de sus libros (¡y se lo agradezco, como es natural!). Pero todo eso es insustancial: hay que ser muy ingenuo o muy hipócrita para pretender que alguien parta absolutamente de cero en este tipo de discusiones. Ponentes, árbitros, comentaristas y público en general estamos pringados de prejuicios hasta el cuello… por lo menos. Lo más que se nos puede pedir es que chapoteemos en ese mar de prevenciones, tratando de mantener los pulmones comunicados con la atmósfera de los hechos, para no perder del todo el contacto con la realidad. Es contraproducente prescindir del aquí y el ahora desde el que cada cual habla, a no ser que nos conformemos con dar un par de vueltas más al puchero de los tópicos heredados. Este elemental requisito es cumplidamente satisfecho por Llano, que deja muy atrás el espíritu de la apologética gloriosa y clericaloide, para tomar por los cuernos el toro de la cultura contemporánea, muy poco inclinada a reconocer mérito alguno a la religión sin previa e irreprochable acreditación. Savater también evita insultar la inteligencia del lector con una dialéctica comecuras o con la increíble (pero aún frecuente) pretensión de que las hogueras de la Inquisición siguen encendidas en Europa. Incluso advierte con loable franqueza que la quema de disidentes no ha sido un procedimiento exclusiva —ni siquiera principalmente— empleado por la instancia religiosa:

«A partir de la Ilustración ganaron los filósofos y los científicos, mientras la religión perdió terreno y las hogueras inquisitoriales se apagaron (me refiero, naturalmente, a las encendidas por motivos religiosos, porque pronto ardieron otras aún más voraces alimentadas con combustible político).»

No obstante, Savater piensa que continúa pesando una coacción implícita contra quienes se atreven a desafiar la inveterada creencia en las potencias celestiales:

«En líneas generales, los ateos suelen mostrar más remilgos para proclamarse tales y con ello quizá ofender (?) a los creyentes que viceversa: ninguno de éstos piensa ni por un momento al vocear su fe que puede herir la sensibilidad intelectual de quienes prefieren la evidencia de lo visible frente a lo invisible o las pautas morales frente a los dogmas religiosos. A1 contrario, esperan más bien que los incrédulos confiesen nostalgia y hasta admiración romántica por la fe que no tienen.»

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Supongo que si hablara y escribiera en el Southwest estadounidense o en el interior de la península arábiga, la apreciación savateriana sería justa. Pero dado que tanto él, como Llano, como yo mismo trabajamos en la universidad española, me atrevo a contradecirle, porque en los círculos educativos públicos y medios culturales comerciales de nuestro país más bien se da la circunstancia inversa. Los que quieren publicar libros, obtener plazas de enseñantes, recibir invitaciones a conferencias y congresos saben muy bien —y si no, lo aprenden enseguida— que lo aconsejable es no dar publicidad a sus convicciones religiosas, si es que las tienen. De hecho, yo no he dejado de ejercer cierta autocensura al respecto hasta bien cumplidos los cincuenta, y sé que ello me ha ayudado a escalar ciertos peldaños en la carrera académica. Hay quien se puede permitir el lujo de decir sin tapujos lo que piensa siempre que le dé la gana, pero para el común de los mortales eso no es así, y en el ámbito de la intelectualidad occidental es políticamente mucho más correcto proclamarse ateo o agnóstico que creyente. No creo que tal cosa demuestre la existencia o inexistencia de Dios, pero convendría que los contendientes en esta clase de guerras dejaran de ponerse las medallas que ganaron sus bisabuelos.

Entrando ya en materia debo decir que, por contrapuestas que sean las posiciones defendidas por Savater y Llano, también hay importantes puntos de confluencia. El más notorio es que ambos toman muy en serio la religión y la problemática antropológico-existencial subyacente. Eso es natural por lo que se refiere a Llano (al fin y al cabo es partidario), pero no es tan habitual entre los que, como Savater, defienden el ateísmo y en definitiva la irreligión.

Un segundo punto de armonía es que ambos reconocen que la religión intenta resolver un auténtico problemazo de la existencia humana. Es un problema que no puede solucionarse con ningún otro procedimiento ni expediente, lo que explica la reaparición del horizonte religioso en todas las épocas y culturas. ¿De qué problema se trata? Del que enuncia el título elegido por Savater: la vida eterna. Ha habido quienes, como Borges, han expresado repetidamente la voluntad del morirse del todo, sin dejar residuos ni secuelas. Sin embargo, por birriosa que sea la trayectoria vital de la inmensa mayoría de los hombres, casi nadie se resigna del todo a desaparecer sin huella. Vivir de espaldas a la muerte es algo que muchos intentan hacer chapuceramente y otros (Epicuro, por ejemplo) con mayor maestría y convicción, pero en general es algo que se nos da bastante mal. No es que los creyentes acierten plenamente en el arte de bien morir: precisamente por eso y para eso apelan a Dios, único Ser capaz de ayudarles a salir del paso. Savater sostiene una posición que, de no tener tan cerca las figuras de Camus, Sartre y el existencialismo de posguerra, resultaría original. No cabe en todo caso regatearle el calificativo de esforzada. Mientras la religión y la ciencia prometen la salvación, la filosofía (que él pretende representar) ofrece a lo sumo conformidad: «Sólo puede ayudar a vivir con mayor entereza en la insuficiente comprensión de lo irremediable» (16). Frente a cualquier promesa de inmortalidad, afirmar sin paliativos que lo tangible y visible es lo único que hay resulta frustrante para las ansias de eternidad que se dan con harta frecuencia en nuestra especie. ¿Sirve la frustración como criterio de verdad? ¿Está escrito en alguna parte que la verdad decepciona y es tanto más verídica cuanto más decepcionante es? Savater diagnostica un conflicto entre el deseo de verdad y el deseo de ser y falla en favor del primero:

«La “voluntad de creer” surge de flaquezas y angustias humanas sobradamente comprensibles, que nadie puede ni debe condenar con insípida arrogancia; pero la incredulidad proviene de un esfuerzo por conseguir una veracidad sin engaños y una fraternidad humana sin remiendos trascendentes que en conjunto me parece aún más digna de respeto.»

La sentencia es clara, pero los considerandos faltan. Por decirlo de algún modo, en lo tocante a la trascendencia, Savater da la batalla por perdida y no se detiene demasiado a examinar las causas de semejante derrota. A pesar de profesarse rebelde en tantos otros frentes, en éste acata dócilmente los sobreentendidos de su generación:

«Quienes nos iniciamos en la filosofía hace más de treinta años, a finales de los sesenta, difícilmente hubiéramos podido creer que el debate reflexivo sobre la cuestión religiosa habría de conservar su vigencia hasta el día de hoy e incluso reavivarse al calor de varios atentados fanáticos. Lo teníamos ya por una cuestión resuelta.»

Como vivimos tiempos de sospecha, me parece sospechoso que alguien secunde tan inquebrantablemente los dogmas compartidos por los de su quinta. En este aspecto, la contraposición con el otro libro es total. Mientras Savater sólo menta la vida eterna para impugnarla, Llano convierte su busca de la trascendencia en una auténtica búsqueda, y no la ampara precisamente en textos bíblicos o declaraciones pontificias. Acude a la ciencia, desde la cosmología contemporánea hasta la teoría de la evolución, y a la filosofía, desde la hermenéutica y el análisis del lenguaje hasta la teoría de la representación o de la acción. Su indagación es tan meritoria por su amplitud y puesta al día como por la voluntad de situarla al alcance de cualquiera que tenga un mínimo interés en el debate. Es chocante a este respecto que los mismos que no dudan en romperse el cráneo con un libraco que informa de cómo funciona un programa informático de interés subalterno, exigen claridad meridiana y sencillez apta para párvulos cuando hay que decidir si la palabra «Dios» representa tan sólo un bluff o bien una instancia decisiva para nuestro destino. Aunque bien pensado, ¿no estamos con frecuencia mucho más dispuestos a gastar tiempo y dinero en la reparación y puesta a punto del automóvil que en los cuidados requeridos por nuestra propia salud?

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Volviendo a Savater, el fait accompli que a su juicio arroja la idea de Dios a las tinieblas exteriores del error es que resulta incompatible con las exigencias de la razón: «Para muchos de nosotros que no renunciamos a creer en lo verdadero, el dilema sigue estando entre lo que puede convencernos (ciencia, lógica, ética…) y aquello que contra toda verosimilitud podría salvarnos» (98). A mí me parece muy bien que no quiera cerrar las entendederas para abrir las tragaderas, y que en lo tocante a la fe se niegue a comulgar con ruedas de molino. Pero me pregunto si ha dado siquiera una oportunidad seria a que fe y razón dialoguen y lleguen a entenderse. No veo que haya efectuado al respecto la menor encuesta. Llano habla consigo mismo cuando examina los motivos de credibilidad en la existencia de Dios. A menudo su «yo» crítico y discutidor plantea objeciones de mucha entidad, y desde luego no es un maniqueo disfrazado convenientemente para su mejor refutación. Daré una muestra de este modo de proceder, donde se arguye eficazmente contra la equivalencia práctica que se da entre las posiciones ateas y agnósticas:

«—No sé por qué te pones así. Parece que respiras por la herida. Al fin y al cabo, la Europa actual dista de ser cristiana. Tampoco creo que pueda calificarse de atea. De lo que está más cerca es del agnosticismo. Por cierto, a mí me parece que el agnosticismo es una actitud muy respetable. Si no estás seguro de que Dios exista y tampoco lo estás de que no exista, si dudas acerca de cuestiones metafísicas y religiosas, lo lógico es que te declares agnóstico y actúes en consecuencia.
 

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—¿En qué consiste «actuar en consecuencia»? ¿En comportarse como un cristiano o en comportarse como un ateo? Si quieres ser coherente, te tienes que conducir de un modo determinado en el que no parece fácil compaginar —o alternar— conductas que corresponden a quien admite la existencia de Dios y a quien no la admite. Sin que sea necesaria una encuesta sociológica, basta mirar alrededor para comprobar que ordinariamente quienes se declaran agnósticos se atienen a un modelo de comportamiento secularizado, no religioso. Los racionalistas modernos que eran partidarios del derecho natural mantenían que esta ley de la naturaleza era válida […] incluso en el caso de que Dios no existiera. Pues bien, cabe preguntarse por qué muchos agnósticos no actúan […] como si Dios existiera.»

Savater en cambio no parece tener a mano una pequeña vocecita piadosa que acallar. De hecho, si alguna vez le llegaron sus ecos, no lo cuenta en La vida eterna. Hay que ir hasta la autobiografía publicada cuatro años atrás (Mira por dónde, Madrid, Taurus, 2003) para averiguar que también él fue tentado en sus convicciones: hay allí un pasaje donde confiesa que sintió lo ventajoso que sería la existencia de un Dios amoroso y providente la primera vez que su hijo tuvo que volar sin acompañantes. También cuenta la impresión que le produjo su padre cuando, hallándolo ensimismado, le preguntó si estaba sólo y recibió la siguiente respuesta: «No, hijo, estoy con Dios». En el libro que ahora nos ocupa cualquier rastro de teofilia se ha evaporado y la soledad desafiante del esprit fort ejerce su fuero en exclusiva. Si acaso, tiene Savater un corazoncito para la dimensión sagrada de la existencia, pero se pregunta (¿retóricamente?) si no sería practicable vertirla hacia la inmanencia:

«¿No cabría —si se me excusa la deriva— un reconocimiento materialista de lo sagrado? […] Un sagrado inmanente a la existencia humana, que trascendiera lo utilitario y calculable pero no lo terrenal […]. En nuestro presente en el que se enfrentan fanáticos y pragmáticos sin fronteras —ni mayores escrúpulos— la principal tarea de una incredulidad realmente ilustrada es no contentarse con la mera incredulidad […]. No propongo desde luego ningún invento fabuloso e inédito de esos que tanto halagan la megalomanía de los filósofos: se trata de prolongar y aguzar las indagaciones más fecundas de la época contemporánea.»

Es una propuesta muy acorde con estos tiempos de yogures desnatados, cervezas sin alcohol, cafés descafeinados y tés desteinizados. Supongo que algo tendrán que ver esas primeras comuniones por lo civil que ya se celebran por ahí con los parabienes del sector hostelero. Sugiero a Fernando Savater que relea el Catecismo positivista de Auguste Comte para inspirarse. Tengo que decir no obstante que alguna vez he visitado en París la capilla que todavía subsiste para sostener el culto a la religión de la Humanidad, pero la encontré aún más vacía que los menos frecuentados templos de las religiones trascendentes.

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Sigo, por otro lado, preguntándome por qué tiene Savater tan poco interés en ahondar en los preambula fidei de su incredulidad. Cierto es que da una explicación de cuál puede ser la fuente de la creencia en el más allá: sostiene que se trata de una ilusión proveniente de que a veces nos sentimos despegados de nuestros cuerpos cuando soñamos (56). Con todos los respetos hacia el ilustre polígrafo y todas las excusas al lector por lo inadecuado del vocablo, me parece que debe estar de coña cuando expone una idea tan pueril, que dudo hubiera tomado él mismo en serio si no fuera suya. Ya se sabe que todos miramos con especial cariño nuestras más enclenques criaturas. A pesar de todo no deben ir por ahí los tiros. Supongo que si declina reeditar los argumentos que existen contra la existencia de Dios es porque cree legítimo endosar tal responsabilidad a los que le han precedido. Asume que la razón científica mató la religión y la fe en cualquier potencia trascendente. Como explica a las viejecitas que le piden consejo en el paseo de coches del Retiro, sí que cree en lo corriente, sólo descree en lo sobrenatural. A pesar de todo, más que lo corriente, Savater acepta lo que decían neopositivistas como Carnap: que todo lo que no sea ciencia pura y dura c’est de la littérature. Al menos el primer Wittgenstein admitía lo que no se puede decir, lo místico. La tragedia de Savater —él mismo lo reconoce— es que cree en lo que no entiende y entiende de lo que no cree:

«Ha sido la paradoja fundamental de mi vida teórica, ser un bravo racionalista enamorado del para mí casi ignoto método científico pero encontrar invariablemente las más ajustadas expresiones de la rigurosa concepción del mundo que he creído necesitar en las jaculatorias de los poetas.»

Vamos, que su fe en la inmanencia es una fe de carbonero. No le debemos preguntar a él, que es ignorante. Doctores tienen las Santas Academias de Ciencias que sabrán contestar. Es graciosa la forma en que agita el espantapájaros del diseño inteligente como si fuera la quintaesencia de la irracionalidad fideísta. Me pregunto si se habrá tomado la molestia de leer algún libro, digamos, de Michael Behe, que es un competente bioquímico (véase, por ejemplo, La caja negra de Darwin. El reto de la bioquímica a la evolución, Barcelona, Andrés Bello, 1999). Supongo que acepta con los ojos cerrados las refutaciones que los padres apologistas del ateísmo, como Dawkins y otros, han efectuado ya (¿lo han hecho?). Me apresuro a dejar claro que yo tampoco creo en la teoría del diseño inteligente (¡faltaría más!), pero me parece troglodítica la actitud de descartarla sin gastar un solo miligramo de materia gris, mediante una especie de juicio sumarísimo.

Estas consideraciones llevan naturalmente a lo que probablemente sea el centro neurálgico de ambos libros. ¿A quién pertenece la Ilustración? Ya he citado antes un texto en el que Savater le imputaba directamente la muerte de Dios y la religión tradicional. Yo creo que está mucho más familiarizado con la Ilustración de Dénis Diderot y Madame du Deffand que con la Ilustración de Leonhard Euler y Albrecht von Haller, quienes desde el punto de vista de la racionalidad científica rayaban mil toesas por encima de aquéllos, pero dejemos eso para otra ocasión. Lo decisivo es que para Savater la época del cristianismo y de la fe en Dios ha pasado ya y deber ser definitivamente arrumbada en los vertederos de la historia. También aquí se comporta como un disciplinado seguidor del positivismo decimonónico y poco le falta para reformular la ley de los tres estadios. En realidad hace algo muy parecido, consistente en una tripartición de las actitudes básicas ante Dios y la religión:

«Primera, la de quienes sencillamente desmontan como inverosímil, inconsistente o falsa de cualquier otro modo la creencia en Dios o los dioses; segunda, la de quienes —al modo antes citado de Lutero— sostienen que la fe en Dios consiste precisamente en creer en un Ser invisible radicalmente incomparable por su propia esencia a cuanto conocemos o podemos comprender, inenarrable e indecible; tercera, la de quienes aceptan la divinidad como el esbozo aún impregnado de mitología de un concepto supremo que efectivamente sirve para pensar el conjunto de la realidad, aunque carezca de los rudos rasgos antropomórficos que habitualmente se le prestan. Cada una de estas tres rúbricas, que a su vez admiten subdivisiones y contagios mutuos, abarca siglos de debate encarnizado y ocupa bibliotecas enteras con sus planteamientos y refutaciones.»

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Debe entenderse que la única postura afirmativa de Dios coherente en su misma incoherencia es la de los que lo conciben como el colmo de los absurdos y de las incomprensibilidades. Resulta entonces que toda la reflexión racional acerca de Él, desde Clemente de Alejandría hasta Ratzinger, pasando por Tomás de Aquino, ha sido un error, una broma o una superchería. A menos que la consideremos como un anticipo de los que se empeñan en desmitificar el mensaje religioso, al estilo de lo que hizo Rudolf Bultmann en el siglo XX. Por tanto: o se afirma el Misterium tremendum, o se niega cualquier tremendismo para esbozar un desleído Dios light, o se vuelve uno ateo de una vez por todas. No es que Savater sea un ferviente partidario de la furia teocéntrica y antilógica que le gusta personificar en Lutero, pero a primera vista le guarda cierto respeto. Lo que le subleva es cualquier concesión a la razón de los que pretenden retener la fe en Dios. También lo que podría llamarse el tutti frutti numinoso-teológico, que caricaturiza magistralmente cuando relata el caso del devoto a la espiritualidad new age que le dio la matraca durante un vuelo París-Madrid. Es probable que sea poco ecuánime con los que predican credos a lo ying-yang, pero he de reconocer que en este punto Savater ha conseguido ganarse todas mis complacencias. No menos feroz, aunque más sibilina, es su crítica a los representantes del progresismo teológico contemporáneo:

«Cualquiera de ellos podría decirme ahora que él no niega en modo alguno la deplorable abundancia de charlatanes indiferentes a la verdad y que los repudia tanto como yo. […] Este creyente, persona ilustrada, no pretende en modo alguno que las verdades de la fe compitan con las de la ciencia. […] Pero sostiene que la religión se ocupa de cuestiones de un orden distinto a las de la ciencia. Es decir, no sólo cree que la religión se dedica a otros temas de los que trata la ciencia sino también que su verdad no responde al paradigma científico, el cual es en su terreno inapelablemente adecuado pero burdo o grosero cuando se aplica a creencias religiosas. […] El valor veritativo de las doctrinas religiosas no es meramente fáctico, ni mucho menos experimental, sino más bien simbólico, alegórico quizá y siempre lleno de implicaciones morales. Rechazar las creencias religiosas como “falsas” es una actitud de un positivismo decimonónico, carente de sensibilidad hermenéutica y hasta de gusto estético.»

Savater apostilla: «Reconozco que no me resulta fácil comprender este planteamiento… ¡y mira que lo he oído veces!». Una vez más le doy la razón. Me pasa lo mismo. Y me adhiero al escueto dictamen que formula dos páginas más abajo: «Este repliegue minimalista no me resulta ni mínimamente fiable». Lo que pasa es que luego arroja al niño junto al agua con que lo ha bañado. ¿No hay más opciones? ¿Es forzoso elegir entre ayatolás que fulminan condenas escatológicas, charlatanes que mezclan imverosímiles cócteles de espiritualidad y teólogos que están más atentos a las modas científico-hermenéutico-filosóficas que a la voz de Dios? Mucho me temo que Savater se ha fabricado ex profeso tres arquetipos inaceptables para poder asentar su ateísmo sin necesidad de estudiar filología hebraica, mecánica cuántica o biología molecular. Y por poner un ejemplo nada más, opino que Jesús de Nazaret no fue ningún ayatolá (aunque arrojara a los mercaderes del templo), ni un vendedor de religiosidades a la carta (aunque acogiese a publicanos y prostitutas), ni un desmitologizador avant la lettre (aunque mandara a paseo a los que le preguntaron con quién estará en el más allá la viuda que casó con siete hermanos). Tampoco, obviamente, fue ateo. Y después de Jesús han vivido muchas, muchísimas, auténticas multitudes de personas que no caben en ninguno de los compartimentos de la cuadrícula savateriana. Por ejemplo, Alejandro Llano. Por ejemplo, Joseph Ratzinger. Savater no tiene el gusto de refutar al primero, pero sorprende la hostilidad con que trata al segundo, tanto mayor cuanto más parece acercarse a los ideales ilustrados que él mismo defiende:

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«Recientemente (septiembre de 2006) el papa Benedicto XVI pronunció una polémica conferencia en Ratisbona en la que vinculaba el Dios cristiano a la razón griega (como si no hubieran existido Lutero y Kierkegaard) frente a la arbitrariedad de Alá, situado según él por encima de la razón, la lógica y hasta la moral decente de cada día (algo así como el Dios de Chestov).»

Un poco después lo acusa nada menos que de intentar «musulmanizar» el cristianismo (141). Debe parecerle apropiado que los pontífices lancen anatemas desde cimas de montañas sagradas, ¡pero que no se atrevan a predicar la paz entre los hombres y la armonía entre fe y razón! Habría que estudiar con detalle si Kierkegaard, Chestov y compañía son tan enemigos de la razón en general (y no de la razón con apellidos —hegeliana, cientificista, etc.—) como Savater afirma. Habría que ser más prudente a la hora de sugerir que todo lo que no sea empuñar una tea o una metralleta es impropio del genuino temple religioso. Habría que alentar a los que defienden al mismo tiempo el amor a Dios y a los hermanos (cualquier hermano), las exigencias de la fe y los fueros de la razón, el respeto al misterio y la vocación de iluminar todo lo que pueda ser iluminado. Es inexplicable que Savater niegue al cristianismo legitimidad para aspirar a tales logros (como si sólo fueran engaño de embaucador o truco de tahúr), puesto que por otro lado afirma que el cristianismo abrió la puerta nada menos que al ateísmo (lo cual no es mérito pequeño, desde la perspectiva en que se sitúa):

«¿No tiene propiamente una raíz cristiana la secularización e incluso la incredulidad (tan denostadas por nuestros conservadores) de la época moderna? […] Y es que los cristianos introdujeron en Europa la pasión terrible y excluyente por la verdad.»

¿En qué quedamos entonces? Si fueron los cristianos los que introdujeron en Europa el culto a la verdad, ¿qué cosa más natural que sigan cultivándola? ¿Por qué van a ser menos genuinos dentro del cristianismo los que respetan y trabajan con la razón que los que la impugnan y atropellan? ¿Acaso porque sus indagaciones no van a parar al término que Savater considera apropiado? ¿Qué pensaría él de quien niegue la condición de racional a todo el que no esté de acuerdo con sus propias conclusiones? ¿Es racional tratar de irracional a quien no niegue la existencia de Dios o la esperanza de algún tipo de vida perdurable? Si vale el consejo de Leibniz (dudo que tal autoridad valga a Savater, dado que también era cristiano), lo que dos personas razonables hacen cuando discrepan es sentarse juntas a sopesar sus respectivos argumentos, en lugar de empezar a colgarse sambenitos unos a otros.

Lo cierto es que por algún motivo ahí es donde a Savater le duele. Le honra por cierto que no trate de disimular la escocedura: «Los engaños y charlatanerías de unos cuantos no bastan para explicar la persistencia de las creencias religiosas ni su influencia en la forma de pensar o comportarse de muchas personas perfectamente sinceras» (33). Que todavía crea en Dios alguien que se dedica a destripar terrones, pase. Sobre el estamento eclesiástico siempre cabe extender la especie de que es parte interesada… Pero que siga siendo creyente alguien que sabe resolver integrales, que ha leído a Nietzsche, que no ignora las pruebas de carbono 14 practicadas sobre la Sábana Santa… es más duro de aceptar. Y que sea el Papa de la Iglesia católica el que con más fervor defienda la razón en un mundo de relativistas y posmodernos, de pragmáticos y desengañados, de lúdicos y descerebrados… ¡ah eso ya resulta intolerable para algunos tardoilustrados y apóstoles de la tolerancia laica! Pero así son las cosas, por mucho que les fastidie. Y si les caben dudas, léanse de punta a cabo el libro de Alejandro Llano, que no es clérigo, aunque sí miembro del Opus Dei (¡acabáramos!, dirá más de uno). Lo cierto es que en el pueblo de Dios empiezan a ser los laicos quienes sacan a la fe las castañas del fuego, y ello marca probablemente una etapa de madurez en la historia de las creencias religiosas.

En lo tocante a ecuanimidad, no son los creyentes (en Dios) los únicos de los que cabe dudar. Savater, sin ir más lejos, ha confesado que tiene un interés particular en que Dios no exista:

«Más allá de este primer movimiento sentimental casi instintivo (el instinto de supervivencia prolongado por otros medios), me resulta personalmente difícil aceptar que alguien capaz de razonamientos elaborados y con una mentalidad no sumisa al absolutismo del Poder, por paternal que pueda éste ser, vea en la existencia de un Dios omnipotente a cuyo capricho creador perteneceríamos una perspectiva cósmica apetecible. Soy demasiado orgullosamente demócrata para apreciar a ningún Déspota Sobrenatural, cuyas «bondades» nadie podría discutir.»

No seré yo quien impugne la validez de sus reflexiones ateológicas por esta contaminación extrateórica. Pero él tampoco debiera hacerlo con los que parten de predisposiciones menos hostiles. No se trata de averiguar si nos gustaría o entristecería que hubiera Dios, sino si de hecho lo hay o no lo hay. Y cuando se trate de apelar a encuestas, conviene tomar muestras genuinas y representativas, porque tal como advierte Llano en un pasaje de su alegato: «Algunos van por la vida de multiculturales, y son etnocéntricos cien por cien, porque piensan que el referente mundial son los “progres” de Madrid o de Barcelona. Pero no es así. Raro es el pueblo y rara la época en la que no se ha dado entrada a Dios» (60).

No sé si mi propia experiencia es extrapolable, pero sugiere que la mayor parte de los libros que ponen en duda o rechazan la existencia de Dios y de la vida eterna, abandonan pronto el estudio de las pruebas existentes a favor o en contra, y se enfrascan en otro género literario que podríamos denominar la «salsa rosa» de la teología: da la impresión de que opinan que no hay arma mejor para desengañar al pueblo soberano que mostrar lo farsantes que son todos los que sacan tajada de las creencias en el más allá. Aunque resultona, la estrategia de marras —¡ya lo siento!— fue inventada por los creyentes como un procedimiento de autocrítica y edificación interna: no hay representación del infierno en la iconología religiosa que no lo presente rebosante de frailes, obispos y papas. Alejandro Llano despacha el asunto con una observación contundente a la que poco hay que agregar:

«En nombre de Dios y de la Iglesia se han cometido todo tipo de desafueros y fechorías, pero no más que en nombre de cualquier otro ideal que resulte manipulable desde la ignorancia, el resentimiento y la mala conciencia. El pasado siglo es testigo cualificado de que las mayores matanzas de la historia se han basado en planteamientos frontalmente hostiles al cristianismo.»

No conozco ningún atracador que se haya disfrazado de asesino o terrorista para robar un banco; resulta mucho más apropiado vestirse de cura o policía. Cuando se achacan los males de la sociedad a los malos manejos de las autoridades eclesiásticas no se está haciendo una crítica contra la religión, sino contra el ateísmo e incredulidad de quienes practican lo contrario de lo que en teoría profesan.

El libro de Savater adolece en este sentido de un claro desequilibrio. La primera parte evita los argumentos sesgados hacia la parte falaz del espectro. Conjeturo que esta vez el tintero se le quedó un poco corto y para engordar la criatura añadió sus buenas sesenta páginas de apéndices, en su mayoría procedentes de artículos publicados en la prensa. En ellos la cosa decae. Se muestran una vez más los malos efectos de la política sobre la literatura y el pensamiento. Que si la asignatura de la religión, que si la mención a las raíces cristianas en la Constitución europea, que si conviene o no prohibir a la presencia de los clérigos en la escena pública… No digo que estas cuestiones carezcan de importancia, pero la verdad es que palidecen al lado de las preguntas acerca de Dios y la vida eterna. Claro está, de haber quedado definitivamente resueltas las cuestiones mollares en el cuerpo principal del escrito, hubiera estado bien dedicar los apéndices a extraer la pertinente moraleja. Pero como sólo las deja medio planteadas, uno comienza a presagiar que tanta proclama sobre lo vacío que está el firmamento sólo es una excusa para reivindicar que cese el adoctrinamiento de los escolares con la religión y empiece otro con la formación del espíritu cívico. Al fin y al cabo el profesor Savater es, si no me engaño, catedrático de ética y autor de manuales de buen comportamiento para adolescentes que proporcionan pingües ganancias. Por mi parte, sigo pensando que, si Dios no existiera, tal vez sea excesivo decir que todo estaría permitido, pero sí nos podríamos permitir suprimir las asignaturas de religión. Ahora bien, ¿existe o no existe? Me hubiera gustado que Savater explicara con mayor empeño por qué cree que no. Llano ha expuesto mucho más satisfactoriamente por qué piensa que sí.

Añadiré una coda final. El autor de La vida eterna termina su libro con un aforismo de Nicolás Gómez Dávila: «En literatura la risa muere pronto; pero la sonrisa es inmortal». Yo le obsequio con este otro por si acaso llegara a leerlo y decidiera tomarlo en consideración: «Abundan los que se creen enemigos de Dios y sólo alcanzan a serlo del sacristán».

Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas