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Cuando Miguel de Cervantes en 1604, antes del mes de septiembre, terminó de escribir -y muy a su gusto- la primera parte del Quijote, antes de dar el manuscrito a la imprenta, le quedaban pendientes dos cosas que los lectores echarían de menos si no las encontraban en el libro. Una era un prólogo que explicara la naturaleza y finalidad de su obra y otra esa serie de «sonetos, epigramas o elogios» de «personajes graves y de título» de alabanza del libro, de su autor o del asunto que eran habituales en aquella época. Estas dos deficiencias casi le llevaban a la decisión de «determinar que el señor don Quijote se quede sepultado en los archivos de la Mancha hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas que le faltan». Pero esas lamentaciones y esa presunta decisión no eran verdad. El irónico ingenio cervantino, a la manera mayéutica de Sócrates, tenía pensadas las respuestas antes de que le llegaran las preguntas.

Para explicar y justificar la solución que dio a los dos problemas acudió a inventar la visita de un supuesto amigo suyo que le sorprendió «con el papel delante, la pluma en la mano, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando» qué hacer. Él le habría referido sus cuitas y el supuesto interlocutor, a quien Cervantes le había dado a leer con anterioridad el original le dio la solución, definiendo con un par de frases la obra que él ya había leído. Este libro, dijo, «no tiene necesidad ninguna de aquella cosa que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías» de los que no se había ocupado ninguno de los autores que se suelen citar para realzar las obras literarias. Más adelante, el amigo habría insistido con más precisiones en la misma idea: «Esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías».

Con estas palabras puestas en boca de su innominado amigo, que le había hecho salir de su embarazo y le había dado ya casi hecho el prólogo, Cervantes proclamaba que El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha era un libro de libros, que lo había escrito para enfrentarse con los de caballerías, una «secta» que, como diría el cura en el capítulo sexto de esta primera parte de la obra al practicar junto con el barbero el escrutinio de la biblioteca, tuvo como «dogmatizador» a Amadís, y a la que había que combatir para bien de la república. Y en cuanto a los poemas de saludo y alabanza, siguiendo un segundo consejo de aquel «interlocutor» había resuelto componerlos él mismo atribuyendo la autoría a los personajes de ficción que le pareciera que pegaban mejor.

Toda la historia del hidalgo manchego, en efecto, no es para su creador otra cosa que una confrontación con los libros de caballerías que tanta difusión habían alcanzado en el XVI español. Confrontación y, al mismo tiempo, diálogo con esas historias tan odiadas, de las que toma con apariencia de burla ocasión para las aventuras de su héroe. Porque es un libro de caballerías vuelto del revés. En vez de Amadís, don Quijote; en lugar de un rey como al de Gaula, al manchego le armó caballero, mofándose de él, un ventero de su tierra, andaluz, «ni menos ladrón que Caco ni menos maleante que estudiantado paje»; en vez de Oriana, hija de reyes y enamorada de su joven y apuesto caballero, con el que finalmente se desposaría, la imaginada Dulcinea, una tosca labradora del vecino lugar del Toboso, que no llegó ni siquiera a enterarse de quién era don Quijote, ni de su enamoramiento, más imaginario que platónico; en lugar de ser honrado por reyes, como su ideal modelo Amadís, don Quijote fue bufón de unos duques de Aragón y de unos acaudalados burgueses de Barcelona; el de Gaula vencía gigantes, y el de la Mancha se estrellaba contra unos molinos de viento; en vez de la Ardiente Espada de Amadís, las armas viejas y recompuestas que el mismo don Quijote acertó a mal remendar, etc.

Algunos de los críticos y estudiosos del Quijote -quizá no todos los más recientes- han escrito que cuando, hacia final del siglo, Cervantes estaba madurando el propósito de componer su obra, los libros de caballerías eran una literatura en retroceso y casi en fase terminal. Parece que, en efecto, después del 1600 se publicaron pocas obras nuevas de este género y los escasos libros caballerescos del siglo XVII que recoge Gayangos en su catálogo de 1857 son simples y pobres continuaciones de los viejos Palmerines o Belianises.[[wysiwyg_imageupload:1702:height=182,width=200]]

Pero no acababa de ser exactamente así. El decenio de los ochenta del XVI había conocido una verdadera inundación de esta clase de obras, según se desprende de la información que se reúne en el ya antiguo catálogo del erudito sevillano don Pascual de Gayangos. En él se mencionan no pocas publicaciones de esos años: varias series de Espejos de caballerías, hasta cuatro ediciones de Amadís, tres de las Sergas de Esplandián, su hijo, y otros más. Es cierto que ya en el XVII no se ve que haya Floristeles, Belianises o Palmerines de nueva creación.

Pero todavía en esos años se guardaban seguramente por todas partes en las casas de las gentes cultivadas, en los palacios de los grandes y hasta en las ventas de los caminos, libros de caballerías que pasaban de una generación a otra y eso ocurría entre personas y familias de diversa clase y condición. Santa Teresa de Jesús y Juan de Valdés pertenecían a sectores sociales distintos, eran de dos generaciones anteriores a Cervantes, y, desde muy jóvenes, igual que los suyos, eran amigos de las letras. En la casa paterna de santa Teresa, un hogar de hidalgos abulenses, tenían libros de caballerías, y la santa declaraba haberles dedicado mucho tiempo, por el ejemplo de su madre que les era muy aficionada. El humanista Juan de Valdés, autor del Diálogo de la lengua, cristiano piadoso y famoso heterodoxo, lamentaba haberse entregado a esa clase de lecturas durante los diez años que gastó por cortes y palacios en la funciones de secretaría y de «intellectual in residence» al servicio de los grandes, civiles o eclesiásticos.

El ilustre académico y maestro de cervantistas Martín de Riquer, recogiendo investigaciones bibliográficas del profesor José Simón Díaz, da la cifra de ochenta y seis ediciones rigurosamente comprobadas de libros de caballerías entre 1530 y 1599. Si a esa cifra se agregan las que seguramente se han perdido o no han dejado rastros, más los pliegos sueltos a la manera de novelas por entregas y los cuadernillos que reproducían episodios de historias del mismo género, puede afirmarse que difícilmente se encontrará otra clase de obras que haya gozado en ese tiempo de mayor fortuna editorial. Debieron ser unos doscientos o doscientos cincuenta mil libros grandes en menos de setenta años en una población que no pasaría de ocho millones de habitantes, la mitad de los cuales no sabía leer.

Esta literatura además era objeto o centro de polémica y le prestaban atención intelectuales y sabios que la censuraban o la condenaban con la mayor severidad. Entre 1524 (Luis Vives) y 1599 se publicaron aquí -en español y en latín- unas cuarenta censuras de esta literatura caballeresca, entre las que se hallan las de escritores tan doctos y respetados como Melchor Cano, Arias Montano y fray Luis de Granada. Y este tipo de críticas y polémicas sólo tienen lugar en torno a obras o asuntos de muy amplia difusión.

En el magnum opus de Cervantes una gran parte de los principales personajes que aparecen en la historia o son amigos de los libros de caballerías o saben mucho de ellos, desde los duques de la segunda parte hasta el ventero Juan Palomeque de la primera, que tenía en su posada unos cuantos de estos libros, cuyos asuntos se sabía él casi de memoria. Contaba a sus huéspedes con qué entusiasmo en las fiestas, en el tiempo de la siega, muchos segadores que se recogían en su venta gustaban de ellos. «Siempre hay algunos -decía- que saben leer, el cual coge uno de estos libros en las manos y rodeámonos dél más de treinta, y estamos escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas».[[wysiwyg_imageupload:1703:height=162,width=200]]

El cura de la aldea de don Quijote, que igualmente se hallaba aquel día o aquella noche en la venta y le estaba oyendo, trataba de disuadirle de que lo que se relataba en esos libros fuera verdad. Pero Palomeque no cejaba ni se dejaba convencer: «¡A otro perro con ese hueso!». Él no podía aceptar que «estos buenos libros» dijeran «disparates y mentiras, estando impresos con licencia de los señores del Consejo Real». A la criada de la venta, la famosa Maritornes, también le agradaban mucho. Para ella era «cosa de mieles» que se estuviera «una señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero» y «una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto». La ventera era también favorable a las lecturas que en esas ocasiones se hacían en su casa. Sus mejores ratos, según ella, eran cuando su marido estaba escuchando leer: «Estáis tan embobado -decía- que no os acordáis de reñir por entonces».

Los otros huéspedes de la venta en aquellas jornadas de los capítulos 32 y siguientes de la primera parte (Luscinda, Dorotea, don Fernando y Cardenio) también conocían el género caballeresco y en algún caso eran o habían sido adictos a su lectura. Cardenio había regalado a Luscinda, cuando eran novios, un ejemplar de Amadís.

Mas para el ventero los libros de caballerías, además de ser entretenidos, hacían autoridad. Él tenía por lo menos tres de ellos, junto con un fajo de papeles escritos a mano de muy buena letra, que resultó ser la novela de El curioso impertinente. Los guardaba en una maletilla cerrada con una cadena. Dos de los libros eran el Don Cirongilio de Tracia y el Felixmarte de Hircania. El tercero la Historia del Gran Capitán con la vida de García de Paredes, impreso en Sevilla en 1580. El cura arremetió contra los dos caballerescos y hubiera querido echarlos al fuego. Pero el ventero se opuso diciendo que si quería quemar algo lo hiciera con el Gran Capitán y García de Paredes, pero que antes dejaría «quemar un hijo que dejar quemar ninguno de los otros».

Al oírle el cura desistió de discutir con él limitándose a decir: «Creed, señor ventero, lo que os he dicho […] y quiera Dios que no cojeeis del pie que cojea vuestro huésped don Quijote». El ventero repuso que no lo haría, porque «no seré yo tan loco que me haga caballero andante; que bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos famosos caballeros». Pero de ningún modo admitía que sus historias no fueran verdaderas por inverosímiles que pudieran parecer.

El cura de la aldea de don Quijote, Pedro Pérez, licenciado por Sigüenza, un estudio menor, era un hombre culto como el propio hidalgo, su gran amigo, entendía de libros y se revelaría como un verdadero especialista del género caballeresco, de la poesía contemporánea y de la literatura pastoril. Conocía a algunos notables autores de la época, entre ellos al propio Miguel de Cervantes, que a ese título de amigo del cura se introdujo por primera vez en la novela de la que el licenciado era uno de los principales personajes. Como tal aparecería en numerosas ocasiones a lo largo del libro tratando de que el buen Alonso Quijano recobrara la razón y volviera a ser para la gente de su pueblo el honrado hidalgo que diría su vecino Pedro Alonso cuando lo recogió maltrecho y delirante tras las pocas y breves aventuras -o desventuras- de su primera salida.

(Un lector como yo, que sólo quiere ver en el Quijote la más brillante y conseguida obra de nuestra literatura, sin buscar en él filosofías de la historia o una especie de último sentido y definición de lo español o de nuestra Edad de Oro, piensa que el cura de la aldea es el cuarto personaje de la obra, siendo los tres primeros el propio don Quijote, Sancho y la siempre presente, y nunca se sabe si real o simplemente imaginada, Dulcinea).

Como todas las historias también la de don Quijote, antes Alonso Quijano o el señor Quijada, y sus lecturas ha de empezar por el principio.

Su biógrafo, Cervantes, lo presenta a los lectores como un hidalgo de aldea, de cierta edad ya -porque cincuenta años entonces pesaban más que ahora-, soltero o más bien solterón («Yo no soy casado y nunca me vino pensamiento de serlo», diría él mismo en cierta ocasión). Lo estimaban y respetaban sus convecinos, había sido madrugador y amigo de la caza. Dueño de «muchas hanegadas de sembradura», había disfrutado de una posición acomodada para aquel lugar y tiempo. No se sabe qué estudios fueron los suyos, si los hubo. Pero era hombre notablemente cultivado como se advierte en los no pocos discursos y las muy numerosas y largas conversaciones que mantendría con unos dos centenares de personas a lo largo de sus aventuras, salvo que se trataran asuntos que él relacionaba con el mundo de las caballerías, o que algo de lo que él veía o le pasaba le trajera a la memoria o a la imaginación una historia o suceso que había leído en los libros de ese género, en cuyo caso, nada infrecuente por cierto, decía o ponía por obra verdaderos disparates.[[wysiwyg_imageupload:1704:height=220,width=200]]

Porque, sin que Cervantes nos diga desde cuándo ni cómo, el «honrado hidalgo» de la Mancha se había aficionado a la lectura de estos libros y se entregó a ella sin descanso y durante un tiempo bastante largo, sin darse momentos de reposo. Así compró y más que leer devoró todas las historias de caballerías o asuntos similares que estuvieron a su alcance. Para ello hubo de vender buena parte de sus hanegadas de tierra, empobreciéndose sensiblemente, como reconocería su propia sobrina, que decía que no era «caballero» como él se figuraba, sino hidalgo, algunos de los cuales llegaban a ser «caballeros», pero «no los pobres». Abandonó el deporte cinegético, casi se aisló de sus amigos y pasaba sus jornadas, día y noche, leyendo sin parar, «de claro en claro» y «de turbio en turbio» hasta que, como escribe su biógrafo, se le secó el cerebro. Pero él, hombre de felicísima memoria, tenía siempre en la punta de los dedos, como se suele decir, todo lo que contaban sus libros, con la misma fe que el ventero Palomeque en que era verdadera historia lo que en ellos se decía.

Tras la «primera salida», que duró tres días, el ama y la sobrina del hidalgo acudieron consternadas a sus mejores amigos, el cura y el barbero del lugar, y les refirieron las extravagancias de imitación caballeresca que hacía su señor y tío, espada en mano, dando voces después de haber pasado dos días seguidos con sus noches sin dormir, leyendo los libros que guardaba en un aposento de la casa.

Los amigos del hidalgo (entre ellos, el cura y el barbero) conocían su desmedida afición a las historias de caballerías y su entusiasmo por los personajes de que en ellas se trataba. Habría que añadir que, posiblemente sin quererlo habían contribuido ambos a alentar su afición a esta clase de libros, que ellos también habían leído, quizá más el cura que maese Nicolás. Incluso gustaban de discutir con él sobre cuál de los héroes de estas novelas había sido mejor caballero. Probablemente nunca pensaron que unos libros de entretenimiento fueran a hacer perder el juicio a su estimado amigo. Pero la escapada de la casa y la aldea, los días de la ausencia y el penoso espectáculo de su regreso, más lo que contaban las mujeres de las rarezas que hacía, les hicieron tomar la decisión de atajar el mal en la que parecía su raíz. Así acordaron examinar la librería y si fuera preciso aceptar la idea del ama y la sobrina de que se quemaran unos libros que tanto mal habían hecho.

A la mañana siguiente el cura y maese Nicolás, el barbero, fueron a la casa de su amigo, mientras éste dormía y con la presencia y la ayuda de sobrina y ama procedieron al más famoso escrutinio de libros de la historia de la literatura universal.

Entrando en el aposento donde se guardaban «hallaron más de cien cuerpos de libro grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños». Los grandes eran, sin duda, los de caballerías, que ellos andaban buscando. Más de cien libros de caballerías y ninguno de ellos repetido, por lo que se vio al examinar los que al azar tomó entre sus manos el barbero, que se los pasaba al cura, significa que don Quijote había reunido en su biblioteca prácticamente la totalidad de las obras de ese género literario. Al lado de ellos, los pequeños eran seguramente los libros de poesía -antologías, poemas líricos y épicos- y las novelas pastoriles.

Los escrutadores examinaron y comentó el cura -que era casi un especialista en materia bibliográfica- veintisiete, de los que doce eran de los de caballerías. Éstos fueron casi en su totalidad condenados al fuego que el ama había encendido en el corral, a donde ella misma los arrojaba por una ventana que había en el aposento. (Lo cual me hace pensar que la librería estaba en la planta superior probablemente próxima a la habitación del amo).

Fue indultado Amadís de Gaula por el que intercedió maese Nicolás, alegando que no sólo era el principio y el «dogmatizador» de la «secta», lo que según el cura bastaba para hacerlo quemar, sino que él -el barbero- había oído que era «el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se le debía perdonar». Igual que el Amadís, el Palmerín de Inglaterra y Don Belianís -el primero, con unas elogiosas palabras que dedicó el cura a «esa palma de Inglaterra» y con ciertas reservas el segundo- se salvaron de la quema y fueron confiados a la custodia del barbero al que en algún caso dijo el cura que no se lo dejara leer a nadie. Finalmente, al llevar una brazada de libros a manos del ama para que siguiera alimentando la hoguera del corral cayó al suelo uno y resultó que era Tirante el Blanco. El cura, que lo conocía, encargó a maese Nicolás que se lo llevara consigo y lo leyera. Tenía, le dijo, defectos y vicios, pero era «un tesoro de contento y una mina de pasatiempos». Los demás de caballerías, que serían, por lo menos unos ochenta fueron condenados a la quema sin indulgencia alguna y sin que el cura se tomase la molestia de examinarlos.

Después tocó el turno a los libros pequeños, los de poesía y las novelas pastoriles. El cura elogió la Diana de Montemayor, la de Gil Polo, Los ocho libros de Fortuna de amor del italiano Lofraso, un Tesoro de varias poesías, el Cancionero de López Maldonado y La Galatea de Miguel de Cervantes. De los autores de estos dos últimos libros dijo que eran «grandes amigos» suyos. Finalmente fueron salvados del fuego, loados por el «Aristarco» de este episodio, tres poemas épicos: La Araucana, La Austríada y El Monserrate, de Ercilla, Rufo y Virués respectivamente. En el último momento el barbero abrió al azar un libro de los que quedaban y resultó que era el de Las lágrimas de Angélica de Barahona de Soto (impreso en 1586). El cura lo mandó librar del castigo diciendo que buenas lágrimas habría llorado él si se hubiera perdido esa obra de «uno de los famosos poeta del mundo, no sólo de España».

En resumen, del centenar largo de libros de caballerías del aposento sólo se libraron de la quema los cuatro mencionados. Pero hay que suponer que Alonso Quijano en sus largas sesiones de lectura diurna y en sus insomnios los había leído todos. Cervantes seguramente también, si no todos la mayor parte de ellos. Entre los «grandes» de la literatura española no habrá habido muchos que hayan leído más libros que el autor del Quijote, autor también del Viaje al Parnaso. Quizá en la edad contemporánea han existido lectores tan voraces como él. Pienso en Azorín y en Menéndez y Pelayo. Pero son otros tiempos, otras facilidades bibliográficas y también distinta la clase de vida de estos dos grandes lectores del siglo XX y la de Cervantes, siempre alcanzado en su economía y tantas veces forzado a cambiar de ciudad, de casa, de entorno, de ambiente y de trabajos, sin contar su tiempo de recaudador de contribuciones y el de soldado, además del que hubo de pasar cautivo en Argel y lo meses -no se sabe cuántos, pero por lo menos tres- que estuvo en la cárcel.

Pero junto a su afición a leer «aunque sean papeles rotos de las calles», como dice en la historia por él mismo inventada del hallazgo en el Alcaná de Toledo de la continuación de la historia de su caballero andante en un cartapacio escrito en caracteres árabes, que resultó ser la obra de Cide Hamete Benengeli, Cervantes gozaba de esa famosa y felicísima memoria que tanto enriqueció todos sus trabajos literarios. En el Quijote son constantes las huellas de esas lecturas del autor, principalmente en las palabras atribuidas a su héroe en los discursos que se ponen en su boca y en las conversaciones que mantiene,

En uno de los Quijotes que últimamente ha presentado el profesor Francisco Rico, la edición publicada en la colección Galaxia del Círculo de Lectores, dos laboriosos y competentes estudiosos cervantinos, Silvia Iriso y Gonzalo Pontón, han dedicado casi cincuenta densas e instructivas páginas a «La biblioteca del Quijote».

Iriso y Pontón han encontrado en la novela citas, alusiones o frases tomadas de hasta ciento ocho obras literarias, de las cuales sólo veintinueve son libros de caballerías o historias caballerescas, como las de Carlomagno y los Pares de Francia, Bernardo del Carpio y otros. No son pocas ciertamente, y por así decir constituyen la mayor de las minorías de las menciones de libros que hay en el Quijote. Pero el conjunto total de estas referencias muestra un universo literario más amplio que el de un único género, aunque éste sea el del libro de Cervantes, que es, como ya he dicho, un «libro de caballerías».

De los héroes de estos libros el más mencionado en el Quijote es Amadís, veintiséis veces citado, dos de ellas bajo el nombre de Beltenebros como se llamó a sí mismo cuando «se alojó en la Peña Pobre, ni sé si ocho años o ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta: basta que él estuvo allí haciendo penitencia por no sé qué sinsabor que le hizo la señora Oriana», según dice don Quijote hablando con Sancho en el capítulo quince de la primera parte de la obra. Pero esta historia de la penitencia de su héroe y modelo que don Quijote quiso imitar en Sierra Morena es una de las pocas referencias concretas a hechos de Amadís que se recogen, y eso por cuatro veces, en el texto de Cervantes. Otra es la de la Ínsula Firme de que Amadís había hecho señor a Gandalín, su escudero, de donde don Quijote tomaría la idea de convertir a Sancho en gobernador de una ínsula. (Lo cual fue verdad por unos días, cuando el duque para seguir adelante con sus burlas, hizo a Sancho «gobernador» y «juez» de uno de los pequeños lugares de sus señoríos. Pero a la manera de toda la historia del Quijote, siempre de mentira y con todo vuelto del revés).

Alonso Quijano probablemente había viajado poco. No había visto el mar hasta que llegó a la playa y puerto de Barcelona casi al final de obra. Y allí, a él y a Sancho, «parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto». Es seguro que tampoco había estado en Madrid, porque en tal caso habría visitado la Real Armería y habría comprobado que en ella no se encontraba, junto a la silla de Babieca que había visto allí el canónigo toledano del capítulo cuarenta y nueve de la primera parte, esa clavija del caballo volador de maese Pierres que según decía haber leído don Quijote era tan grande como un timón de carreta.

De eso y de la verdad o mentira de las historias de caballerías trataron don Quijote y el canónigo en la larga conversación que mantuvieron al final de la primera parte de la obra, cuando el cura y el barbero llevaban de regreso a la aldea con engaños a su amigo haciéndole creer que estaba «encantado» por «envidia y fraude de malos encantadores, que la virtud más es perseguida de los malos que amada de los buenos».

No había en aquellos tiempos, los de Cervantes digo, una ciencia psiquiátrica ni los médicos de entonces en casos como el del hidalgo manchego al intentar explicar disfunciones anímicas podían llegar más que a decir algo de equilibrios o desequilibrios de humores. En el prólogo de la segunda parte del Quijote, Cervantes cuenta la historia del loco de Córdoba que hinchaba perros y en uno de los primeros capítulos de esa misma segunda parte se relata una conversación de don Quijote con sus dos amigos en presencia de las mujeres de la casa.

En esa conversación familiar se tocó el gran tema del momento, que era que se tenía por cierto que «el Turco bajaba con una poderosa armada» y «su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta». Toda esta charla estaba encaminada por el cura a hablar con don Quijote de asuntos que no tuvieran que ver con caballerías y comprobar si en efecto estaba curado como parecía. Pero el hidalgo sacó a relucir a sus caballeros andantes, que si se reunieran habrían conseguido de un plumazo vencer ese peligro. «Había […] de vivir hoy el famoso don Belianís o alguno del innumerable linaje de Amadís de Gaula». Que «si alguno de éstos […] con el Turco se afrontara […] no le arrendaría la ganancia».

En ese punto el barbero contó historias de locos de un hospital de Sevilla, que despertaron la cólera de don Quijote, que se sintió directamente aludido, demostrando con ello que aunque estuviera loco no era tonto. Y llamando agresivamente «señor rapista» a maese Nicolás, demostró con la vehemencia de sus palabras que cuando se tocaba de cerca o de lejos, o por simples alusiones, a las cosas que pudieran tener que ver con caballerías volvía a las andadas.

La locura de don Quijote, tal como se refleja en sus palabras y en sus hechos, consistía básicamente en que confundía la realidad con la ficción, los libros de caballerías con los de historia, mezclando a los héroes y a los villanos de una clase de relatos con los de la otra, y, en definitiva, el mundo que le rodeaba con el de su imaginación.

En su Discurso sobre los libros de caballerías de 1857, Pascual de Gayangos distingue un ciclo bretón -de Bretaña o Gran Bretaña- con el sabio Merlín, el rey Artús, Lanzarote y la tabla Redonda, etc., que sería -digo yo- íntegramente legendario. Otro, el segundo, «carlovingio» -carolingio- con el obispo Turpin y el emperador, sus Pares, etc., en el que se mezclan historia y leyenda; otro tercero que Gayangos llama «grecoasiático» por sus referencias a emperadores de Bizancio o reyes de Trebisonda y tierras del centro de Europa, con las familias de los Amadises y de los Palmerines, y otros, finalmente, «independientes» entre los que se contaría el Felixmarte de Hircania que tenía en su maletilla el ventero Palomeque. Todos estos libros, y quizá hasta algunos de los que han recibido el nombre de «caballerías a lo divino», porque eran de contenido o de intención religiosa, estarían en la biblioteca de Alonso Quijano, todos los había leído y a todos les daba igual crédito de verdaderas historias.

Pero no sólo había leído y se sabía bien esos libros sino igualmente los que tratan de Roncesvalles, de Bernardo del Carpio y sobre todo del Cid e incluso del último rey godo, Rodrigo, y hasta los que cuentan hazañas o triunfos de grandes personajes griegos y romanos, como Alejandro, César, Augusto y hasta Cicerón. En definitiva, para don Quijote toda la historia de nuestra civilización no dejaba de tener una básica unidad y continuidad desde la Antigüedad grecorromana hasta la Edad Media de los Carlomagnos y Amadises, tanto en lo escenarios reales de España y del Mediterráneo como en los fantásticos de los héroes de caballerías.

Una biblioteca muy distinta de la de don Quijote de la que se da noticia en la novela sería la de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, que no tan rica como la de Quijano, que excluía los libros de caballerías y comprendía hasta seis docenas de libros, unos en latín y otros en romance, entre los que no faltaban los de «entretenimiento», a los que su dueño prestaba quizá más atención que a los devotos. Libros tenían también Grisóstomo y Cardenio. Otro personaje cervantino, ajeno al Quijote, que tenía no pocos libros es el licenciado Vidriera de las Novelas ejemplares.

Se ha especulado con que alguna de esas librerías y en primer lugar la de Quijano, podían de algún modo reflejar la biblioteca del propio Cervantes. Según esas hipótesis, ésta se podía componer de unos trescientos libros, que muy bien pudo haber comprado con lo que ganó con ediciones como la de La Galatea y la de las Novelas ejemplares. Esa supuesta biblioteca cervantina habría podido estar en la amplia casa familiar de que durante algún tiempo disfrutó el autor del Quijote en la localidad de Esquivias.

En todo caso esa imaginaria biblioteca cervantina no pasa por ahora de ser una hipótesis de imposible demostración y de igualmente imposible refutación. A mi modo de ver, lo que se sabe o lo que se infiere de sus textos sobre la manera de trabajar el Cervantes escritor no parece exigir la existencia de esa librería particular.

Miguel de Cervantes, quizá en todas sus obras, salvo El viaje al Parnaso y tal vez La Galatea, da la impresión de escribir rápidamente y se diría que a vuela pluma, quizá para mandar enseguida sus originales al amanuense que los prepararía para la imprenta como era habitual entonces, salvo que hiciera él por sí mismo esta labor de escribir con letra clara que pudieran leer los impresores. Abonan esta suposición sobre su modo de trabajar, el a veces llamativo descuido de la sintaxis, su prosa en tantas de las páginas como de lengua hablada, la soltura general de su escritura que puede entenderse como una prueba de su inmensa facilidad de expresión, la riqueza de su vocabulario y la variedad de sus estilos, acomodándose a la situación y al contexto humano y literario de los pasajes, así como a la cultura que se atribuye al personaje que habla cuando como en tantas ocasiones se trata de pasajes «dramáticos», de comedia, tragedia o tragicomedia. Los arcaísmos son de irónica o burlesca imitación cuando don Quijote u otro de los interlocutores se esfuerza, hasta el ridículo, por hablar como en los libros de caballerías, o cuando Sancho se propone y en ocasiones lo consigue hablar como su amo. Cervantes no sólo se muestra como un escritor excepcional sino como un no menos excepcional hablista.

En relación con la gran novela de Cervantes y con su personaje principal, e incluso también con Sancho, puede ser oportuna alguna observación de crítica y casi de ciencia literaria de las que no son frecuentes en muchos de los comentarios de estudiosos del Quijote. Es la consideración de la novela como una galería casi interminable de personajes de la época y de la sociedad española de entonces. Son unos cientos las mujeres y hombres que aparecen y hablan en el entorno de don Quijote de los más variados niveles de educación y de las más diversas experiencias y oficios. Todos hablan con propiedad y ninguno de ellos desmiente quién es.

El propio don Quijote se expresa con una elocuencia ciceroniana que no desdeciría de la de Luis de Granada en su discurso sobre la Edad de Oro ante los cabreros, en el de las armas y las letras en la venta o en el discurso sobre la poesía y las otras ciencias en casa de don Diego de Miranda. Es un caballero arcaizante que emplea la lengua del Amadís para fablar de sus feridas y discutir con los que considera sus iguales, como el falso «andante» Carrasco. Se explica como un filósofo en conversaciones con el canónigo de Toledo o con Sancho y con naturalidad en ambientes más familiares. Pero también sabe utilizar muchos dichos populares y tantos refranes como Sancho. Entre los libros de aquella época no faltan las colecciones paremiológicas, de las que alguna o algunas habría entre los libros de Alonso Quijano, aunque no aparezcan mencionados en el famoso escrutinio que habrían hecho el cura y el barbero.

Ese Quijote, libro de libros, es también una rica y bien organizada colección de muestras de los más diversos géneros literarios. Hay en él por dos o tres veces novela pastoril, con final feliz en un caso y desdichado en otro, novela sentimental, novela picaresca, historias de aventuras de diversos personajes con recuerdos autobiográficos en lo que cuenta el cautivo. Se retratan usos sociales de la más alta aristocracia -los duques-, de la burguesía de Barcelona y de los bandoleros catalanes. Enfrentamientos de clases sociales entre personajes de la alta nobleza andaluza y sus vasallos, etc.

El Quijote de Miguel de Cervantes es un mundo y los libros de Alonso Quijano una pequeña ventana que nos permite asomarnos a él.

Fundador de Nueva Revista