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Estrenaba yo mi vida universitaria en Pamplona. Acababa de matricularme en la entonces Escuela de Periodismo, hoy Facultad de Ciencias de la Información, para estudiar una carrera que compaginé con la de Filosofía y Letras. Cualquier profesor, por el hecho de serlo, me parecía digno de todos mis respetos, máxime cuando yo llegaba del Neguri de aquella época en la que una mujer en la Universidad era lo más parecido a un marciano paseando por la Castellana.

Este es el encuadre en el que trato de centrar mis recuerdos sobre don Antonio Fontán, al que nunca he podido llamar sin ese reconocimiento del «don», por más que a lo largo de estos años hemos coincidido algunas veces en actos diversos en los que todos nos tuteábamos.

Le conocí una mañana, supongo que sería en el mes de octubre, momento en el que echa a andar un nuevo curso académico. Uno de los profesores, Ángel Benito, que muy pronto sería director de la Escuela, nos preparó para un momento histórico: en pocos minutos vendría a darnos una lección inaugural quien había hecho real el sueño de llevar los estudios de Periodismo a la universidad. Un pequeño grupo de alrededor de veinte alumnos, con clara minoría de mujeres, insisto, esperamos su llegada con el prurito de ser la primera promoción de aquel recién inaugurado Instituto de Periodismo.

En cuestión de segundos apareció el profesor Fontán, primer decano del mismo y catedrático de Filología latina en Granada, persona muy destacada ya en la vida académica. Apareció rodeado por dos o tres fotógrafos de la prensa local. A pesar del recibimiento nos dio su clase con enorme naturalidad. «Parece un personaje —pensé en aquella ocasión— pero lo lleva bien, actitud lógica de gente con categoría».

Hoy, al dar marcha atrás a la moviola y pensar en aquellos happy sixties, aunque podría citar a muchos profesores, todos de enorme calado, me viene a la memoria con nitidez el nombre del profesor Fontán. Era un personaje singular, con una forma de ser y de actuar muy suya, mezcla de inteligencia y rigor, de enorme seriedad y exigencia que volcaba en sus clases, tanto de Teoría general de la Información como de Latín, en la otra Facultad, que tuve la suerte de escucharle con algo que le daba un toque especial: un deje andaluz, mejor sevillano, muy subliminal, que suavizaba su gravedad, quizás sólo aparente, con matices del gracejo de su tierra que le hacían cercano, sin serlo a primera vista.

Pese a la distancia en el tiempo recuerdo perfectamente su talante liberal y abierto que tan hábilmente ha manejado en su larga trayectoria política. Se notaba, cuando acudíamos a él para comentar todo tipo de cuestiones, que aceptaba cualquier postura por disparatada que fuese. Tenía calma para escuchar y rapidez para dar, con la respuesta, una serie de ideas siempre sugestivas no sólo para la materia que enseñaba sino para también para la gran asignatura de la vida que estábamos iniciando. Siempre guardaba una buena receta en la recámara.

Para colmo conseguía que en sus clases nada resultara complicado y mucho menos aburrido. Era catedrático de Latín en la Facultad de Filosofía y Letras. Explicaba su asignatura sin sentarse un minuto, en el más puro estilo peripatético, en una de las aulas del Museo de Navarra cedidas a la recién nacida universidad.

Entre paseo y paseo por aquella clase captaba nuestra atención como si nos contara distintos capítulos de una película de intriga, de mucha acción, de la que no se puede perder el mínimo detalle si se pretende seguir el argumento y entender el final.

Aquellas clases eran de tal categoría que jamás pensábamos en los exámenes. Estoy segura de que el profesor Fontán nos hacía estudiar y trabajar, pero tengo también la certeza que aquella enseñanza resultaba atractiva, gracias a la pasión con la que nos describía los mil enredos de la Guerra de las Galias, que él dominaba y transmitía con verdadera pasión. Gracias a su método pedagógico y contagiados de su locura por el saber no resultaba difícil conseguir una buena nota —sobresaliente o incluso una matrícula de honor— en su materia. A mí me ocurrió. Y, cuando fui a darle las gracias, pretendió convencerme de que el mérito de aquella nota era mío y sólo mío. Por supuesto fui siempre consciente de la parte fundamental de su papel.

Pasó el tiempo. Dejé la universidad y empecé mi aventura profesional y personal en distintos ámbitos, bastante volcada en el periodismo, con muy poco contacto con aquellas personas tan fuera de serie que hicieron la Universidad de Navarra.

Cuando me piden que escriba sobre don Antonio Fontán como homenaje a sus ochenta años, se me ocurre decir que aquella impresión que tuve de escuchar a un profesor fuera de serie, del que siempre conservé no sólo el mejor de los recuerdos sino una visión diferente del saber, fuese de la Antigüedad clásica o de cuestiones de la más rabiosa actualidad, es hoy una convicción: ¡qué privilegio haber tenido como maestro a quien ha escrito páginas fundamentales de la Historia contemporánea de España!

Periodista, fue directora de la revista Telva