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d1887a.jpgLa imagen de Jules Renard se agranda con el transcurso del tiempo gracias a las páginas de su Diario. Este escritor francés fue testigo privilegiado de una época vibrante, la que contempla el ocaso de los grandes genios de la cultura francesa decimonónica y el nacimiento altivo de las vanguardias artísticas que dinamitaron el remanso plácido del mundo en el que había ejercido su imperio Víctor Hugo. El insatisfecho Renard hunde su escalpelo irónico en una sociedad cultural con la que mantuvo siempre una actitud ambivalente, entre el repudio y la entrega más vergonzante. Desfilan por el dietario escritores y artistas de toda laya, a los que observa inmisericorde un autor fracasado, consciente de que el monumento literario por el que pasaría a la posteridad es este Diario, que ahora recupera en una inteligente edición Clásicos Mondadori.


En las páginas deslumbrantes de la obra se aprecia una extrema crueldad, la del autor vuelto hacia sí mismo, pues todas las sátiras e invectivas dedicadas por Renard a sus ilustres contemporáneos son únicamente cortinas de humo de la ferocidad con que contempla el escritor las ruinas de sus ilusiones literarias. Por ello, la lectura culturalista que sin duda debe hacerse de este Diario no oculta el desgarro intimista que lo recorre. La profunda mirada escrutadora del francés compone unas memorias que parten de la vivencia de un fracaso; pues Renard sólo obtuvo un parcial éxito con su oscura dramaturgia. Estamos ante uno de los momentos claves en la gestación de la intimidad literaria, que apunta las patologías del yo tan inequívocamente contemporáneas. El planteamiento romántico del Sturm und Dranges superado por Renard en una opción más viviseccionista, en una tarea de taxidermista de los comportamientos. Es constatable una delicada minuciosidad, casi entomológica, con ese frío desapasionamiento propio de un Rembrandt en su celebrada Lección de anatomía, o lo que es más relevante, en las intuiciones programáticas de la educación sentimental flaubertiana. Hay una mayor contención y al mismo tiempo una mayor crueldad; nunca la neurosis del romántico y sí esa hiriente media sonrisa.


d1887b.jpgEl Diario es, además, un prodigioso ejercicio de escultura de la palabra, al estar cinceladas las frases gracias a un lenguaje en estado de pureza. Domina la economía de estilo, y esto no es aquí un mero tópico que alude a la claridad de las formas. Se aleja el inclasificable Renard de toda grandilocuencia, aunque el equilibrio y la concisión de muchos de sus hallazgos recuerdan el aliento de las punzadas líricas. Incluso son evidentes las posibles analogías con autores que cultivan el fogonazo del ingenio, caso de las greguerías de Ramón. Este cultivo del ingenio es el resultado también de una incapacidad. El ingenio como simulacro de la falta de vis creadora. No lo sostiene una verdadera pasión creadora. Una de las grandes vetas de este maravilloso centón es, entre tantas otras, la dialéctica trazada entre el talento y el ingenio, dentro del contexto de la relación entre la sociedad y sus reclamos y la soledad del artista puro. Detrás de los dilemas sólo aparece de modo entrañable la incapacidad de Renard para la creación que tanto añora.


En una época brillante, no hay mejor guía para degustar su mundanidad. Rostand, Toulousse-Lautrec, las delirantes ocurrencias sobre Baudelaire, Mallarmé, entre otros tantos, desfilan por la pluma inquisitiva de un autor diletante y memorable. Cobran un especial valor las páginas dedicadas a los hermanos Goncourt, ejemplo de distanciamiento y de necesidad para el menesteroso autor, pues a su inicial repudio se sigue el ingreso en la secundaria Academia de los no admitidos en la francesa. O esa amistad cultivada con el, por fin, justamente recobrado Marcel Schowb. Pero el autor del Diario se muestra un conservador artístico en definitiva, receloso de las vanguardias, en especial del surrealismo. Se sintió cercano a Víctor Hugo o a Rostand. Defendió al Zola intelectual, aunque no considerase su naturalismo narrativo.


Aunque Renard no sea un pensador de la talla de Pascal, ha legado en este delicioso y agridulce Diario un perfecto testimonio de una era de transiciones múltiples, además de haber logrado verdaderas y raras piezas líricas. Lo que llevó a escribir: «Saboreo la alegría áspera del espléndido aislamiento».