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El nombre de Fernando Ortiz (Sevilla, 1947) es uno de los primeros que acuden a la mente cuando se trata de recordar a aquel grupo de poetas que, si bien adscritos por su fecha de nacimiento (1940-1955) y por la de la publicación de su primer libro (1967-1980) a la llamada «generación del 70» o «tercera generación de la posguerra», protagonizaron, con respecto a la poética «novísima» dominante en los primeros tiempos de actividad de aquella generación, una disidencia; disidencia en un principio muy poco perceptible, debido a su orientación estética nada estrepitosa y también a su marcado signo individualista, pero que a partir de 1980 ha sido especialmente valorada y hoy se nos revela como la influencia primordial en los rumbos de la lírica española de las dos últimas décadas.

Entre los poetas de aquel grupo —aparte del propio Ortiz, Juan Luis Panero, Antonio Colinas, Carlos Clementson, Javier Salvago, Eloy Sánchez Rosillo, Víctor Botas, Abelardo Linares, Emilio Barón, etc.—, existían sin duda considerables diferencias individuales, pero todos ellos, contemplados a la debida distancia, tenían en común lo que en otras ocasiones he llamado «la recuperación del sentido clásico» de la poesía, es decir «no sólo el voluntario encadenamiento a la tradición, tanto en los aspectos temáticos como formales, sino también la concepción humanista de la poesía, la confianza en el poder comunicativo del lenguaje y del arte, la simultánea conciencia de sus límites, la serena aceptación de éstos, la sobriedad y contención expresivas y el equilibrio entre el contenido y la forma, entre los elementos intelectuales, emocionales y sensibles, y entre la realidad objetiva y la subjetiva» («Última poesía española: por el sentido común al aburrimiento», Nueva Revista, 50, abril-mayo 1997, p. 121).

Dentro de ese conjunto de poetas no cabe duda de que Fernando Ortiz es uno de los más representativos. Ya ante la mera enumeración de las editoriales y colecciones que han publicado la mayoría de sus libros —Calle del Aire, Trieste, Renacimiento, La Veleta, Pre-Textos…— un ojo avisado se hará enseguida una idea de la tendencia estética del poeta sevillano. Pero, además, hay un hecho que convierte a Ortiz en un exponente especialmente significativo de esa actitud clásica, y es que ha renunciado de modo más visible que la mayoría de los poetas de su edad al papel de mago o visionario para adoptar el del artesano, con toda la modestia y, a la vez, toda la tranquila seguridad que ello comporta.

Con oficio maduro, Ortiz ha ido erigiendo una obra en la que, al contrario de lo que ocurre tan a menudo entre autores de su quinta, las nueces superan con mucho al ruido. Cada uno de sus libros nos habla de un poeta que conoce bien la tradición, que sabe bien lo que quiere en cada poema, que domina bien su oficio y que resuelve bien las dificultades que cada verso le presenta. Incluso me aventuraría a decir que a lo largo de su producción lírica, que comenzó en 1978 con el libro Primera despedida y continuó con Personae (1981), Vieja amiga (1984), La ciudad y sus sombras (1986), Marzo (1986), Recado de escribir (1990), El verano (1992) y Moneditas (1996), y de momento se cierra con el volumen que ahora me ocupa, el poeta sevillano ha ido asumiendo esa actitud clásica y artesanal con convicción creciente. Casi estaría por decir que con convicción ya excesiva, a la vista de sus últimos libros —El verano y los posteriores—, en los que Ortiz abandona casi en absoluto una faceta visionaria e irracionalista que inicialmente también le había interesado y prefiere ahondar en los planteamientos realistas, en el tono menor y en cierta simplificación estilística.

Por otra parte, al hablar de Fernando Ortiz no puede omitirse una referencia a la importante función que ha cumplido —especialmente, aunque no sólo, en el ambiente de Sevilla—, y con qué generosidad de tiempo y de saber, como maestro o consejero de otros muchos poetas, no siempre principiantes, a los que, con la misma modestia y la misma seguridad tranquila a la que antes hice referencia, ha transmitido el amor a la Poesía de ayer y de hoy y los secretos de la artesanía lírica. Bastaría con leer, sin ir más lejos, el prólogo que Javier Salvago ha puesto a esta Posdata, o el «Perfil de un poeta» que José Julio Cabanillas dedicó a nuestro autor en «La Mirada», suplemento literario de El Correo de Andalucía, el 20 de mayo de 1994, para comprender que en la historia de la poesía sevillana del último cuarto del siglo XX, el nombre de Ortiz ha de ocupar necesariamente un lugar de primera magnitud.

Este Posdata, como su título sugiere ya, es una prolongación y una confirmación de la trayectoria anterior de Fernando Ortiz. «Aquí estoy, / en la noche a la luz de la lámpara, / con el humo de algún cigarrillo / y el lector que se asome a mis páginas», se lee ya en el poema prologal. Esta humildad y esta sencillez nos sitúan —salta a la vista— lejísimos de cualquier concepción sublime o mítica del poeta. Ni un brujo, ni un héroe, ni un elegido: un hombre corriente que, a lo largo de muchos años de lectura, escritura y reflexión, ha alcanzado la capacidad e poner sobre el papel «unas pocas palabras verdaderas».

Palabras que en esta ocasión nos hablan del propio poeta, de las luces y las sombras de su alma, su trabajo creador, sus amigos, sus poetas, sus pintores, su Sevilla: de una vida que, siendo la suya, se convierte misteriosamente, por obra y gracia del Arte, en la de cada uno de nosotros.

Por otra parte, la estrofa final de la última composición afirma que «A la vida y al arte las rige el mismo canon, / un cangilón de noria. / Saca del viejo pozo el agua nueva / y hace posible el mundo, la música de Bach, la azul mañana clara». Sacar del viejo pozo el agua nueva… De pocas formas podría expresarse mejor el tradicionalismo característico de Fernando Ortiz (y de sus compañeros generacionales de disidencia).

De ahí la presencia de esquemas métricos tradicionales en muchas páginas de este libro. Más aún: podría afirmarse que Posdata es todo un muestrario de versificación: empieza con un poema en decasílabos himnarios (a ver, que le pregunten a todos esos —¡y a todas esas!— poetas iluminados/as con qué se come eso) asonantado y arromanzado, y concluye con otro en verso libre. En medio, endecasílabos blancos, prosa poé-tica, coplas octosílabas asonantadas, «Seis sonetos» (uno de ellos eneasilábico y otro trisilábico), alejandrinos blancos, un romance heroico, una décima sui generis, un romancillo heptasilábico… La Métrica no es la Poesía, evidentemente, como el Dibujo no es la Pintura, pero nadie podrá discutir que el poeta que está en condiciones de manejarla a su voluntad tiene más capacidad de expresión que el que no la domina; y en él el uso del verso libre será resultado de una decisión consciente y razonable, y no, como en tantos casos, de una mera impotencia.

De ahí también que este libro sea una sucesión de gestos de respeto y homenaje a la tradición poética (o a las tradiciones poéticas, pues Ortiz es persona con una gama de gustos e intereses notoriamente amplia): citas de Pablo García Baena y Federico García Lorca; dedicatorias a José Mateos, José Julio Cabanillas y Antonio M. Sánchez, además de la general de todo el volumen al pintor y escritor Ramón Gaya; poemas de homenaje a «El Caballero de la Piadosa Sonrisa», maestro innominado, a Unamuno, al propio Cabanillas y a la Epístola moral a Fabio (y también a otros dos pintores: Joaquín Sáenz y Pedro Serna); referencias intertextuales a Bécquer (p. 17), Pablo Neruda, Garcilaso y Rioja (p. 23), Cervantes (p. 27), Juan Gil-Albert (p. 29), Unamuno y Joaquín Costa (p. 31), Góngora (p. 33), García Lorca (p. 35), Manuel Machado (p. 37), Borges (p. 43), Dante (p. 49), etc.

Pero cuidado: no se trata de actitudes neoclásicas o academicistas, sino de conciencia de que la Poesía tiene una historia muy larga y muy venerable, de que la originalidad absoluta es una quimera y de que fuera de la tradición no hay Arte posible.