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En junio de 1909, Mark Twain pronunció la última conferencia de su vida en la graduación de la escuela femenina Tewkesbury, en Baltimore. Las alumnas oyeron entre carcajadas sus irreverentes ocurrencias sobre “beber, fumar y decir mentiras”.  Aquel fue el último rugido del león: a lo largo de su vida, el creador de Tom Sawyer dio más de mil conferencias, la mayoría ante auditorios abarrotados. De San Francisco a Ciudad del Cabo, pasando por Londres o Bombay, disertó sobre los más diversos temas, desde los aborígenes hawaianos hasta los modales en la mesa. A decir de un contemporáneo, “su método como conferenciante era novedoso y singular. Su ritmo deliberadamente lento, la expresión ansiosa y perturbada de su rostro, el aparente esfuerzo con el que formaba sus frases… Todo en él era original; todo en él era Mark Twain”. Hoy tenemos sus libros, que no es poca cosa, pero nos quedaremos sin conocer al Twain oral, que fue tan popular en su tiempo como el escrito, si no más.

Está muy extendida la visión del escritor como un fabricante de libros cuya obra debería hablar por si misma.  Sin llegar al ocultamiento patológico de un Salinger, muchos literatos han huido de los focos y han deplorado, como Updike, un mundo en el que “la obra de un autor es básicamente un pasaporte para el circuito de conferencias”. Lo cierto es que el fenómeno tiene poco de novedoso: no ha nacido con la piratería ni con la crisis del libro impreso, sino que se generalizó hace dos siglos, y tampoco sería justo reducir la conferencia literaria a la categoría de simple complemento alimenticio. Para ciertos autores fue un género más en el que volcar su talento, y en algunos casos –pocos, seguramente- las intervenciones orales de un escritor son una aportación a las letras tan valiosa como sus novelas o sus ensayos. Hay, claro, un problema obvio para su valoración crítica: la oratoria es un arte sintético en el que cuentan no sólo las palabras, sino también la presencia, el tono, el gesto o hasta la reacción del público, y en ausencia de vídeos todo eso sólo podemos imaginarlo. Con todo, nuestra valoración sobre ciertos personajes estaría incompleta si olvidásemos sus éxitos en la tribuna.

La segunda mitad del XIX fue, sin duda, la edad de oro de la conferencia literaria, especialmente en el ámbito anglosajón. Thackeray, Trollope,Washington Irving, Wilkie Collins o Harriet Beecher Stowe llenaban teatros, ateneos, clubes y aulas magnas. La ruta trasatlántica de los oradores, que cruzaba, por ejemplo, a Oscar Wilde con Henry James, dio al fenómeno un carácter global. Charles Dickens se hizo famoso por las lecturas públicas de sus obras, en las que desplegaba, dicen, una sorprendente habilidad dramática. Décadas más tarde, Gilbert Chesterton triunfó en Norteamérica con una tournée de seis meses y noventa alocuciones. En una de ellas, un espectador se quejó a gritos de que no oía. “No se preocupe, no se está perdiendo nada”, respondió el inglés.

Ciertamente, no todos los escritores de talento tienen la habilidad necesaria para cautivar al público. Es llamativo el caso del joven Borges, tan tímido que sus primeras conferencias tuvieron que ser leídas por amigos: se veía incapaz de enfrentarse al auditorio. Con los años, curiosamente, el argentino llegó a ser un orador de gran talla. Sus conferencias en Harvard, recopiladas después en libro, están llenas de humor, precisión y agilidad expositiva.

En nuestro país, no pocos escritores se consagraron con pasión al género oral. Uno de los más singulares fue Valle-Inclán, capaz de divagar sobre lo divino y lo humano con gran desenvoltura. Valga como muestra la reseña periodística de su primera conferencia, impartida en 1892: “El tema sobre el que el señor Valle hizo su discurso ha sido el ocultismo, y él dio pretexto al correcto escritor para hacer gala de su erudición, que si en las diversas materias es abundante siempre, lo es más en la que comprende la misteriosa ciencia del ocultismo, con sus doctrinas teosóficas, sus irradiaciones de la inteligencia, sus proyecciones de la voluntad y sus fenómenos de levitación, sugestión y demás términos con los que no estamos familiarizados los que no vivimos en el mundo de los espíritus puros”. Con su facha pintoresca, sus provocaciones y sus chispeantes anécdotas, no todas verídicas, escuchar al gallego debía de ser una experiencia inolvidable.

Unamuno, que ganó fama en su juventud con sus charlas en la sociedad bilbaína El Sitio, fue luego el orador estrella del Ateneo de Madrid y acabó convirtiéndose en figura legendaria de las tribunas. García Lorca, por su parte, pronunció conferencias en numerosas ciudades de España y América. En sus intervenciones condensó su pensamiento sobre la poesía y el folclore español, desde el cante jondo hasta la teoría del duende. Destaca entre sus alocuciones la que pronunció en diciembre de 1927 en el Ateneo de Sevilla, titulada “La imagen poética de don Luis de Góngora”, que tuvo un indudable eco generacional. Antes y después de la Guerra, José María Pemán fue también un conferenciante estelar. Recorrió toda España y triunfó en Roma, en Lisboa, en Buenos Aires o en Lima. Sus intervenciones recorrieron desde el panegírico –fue famoso su discurso en la Gregoriana con motivo de la canonización del padre Claret– hasta la arenga bélica, subgénero que dominó con maestría. “Tuve que hablar algunas veces”, recordaba después de la contienda, “con acompañamiento de cañones; muchas al aire libre, ante formaciones de alféreces provisionales, que marchaban a la lucha y quizá a la muerte; alguna vez, como en Usera, en un carrillo con un altavoz, dirigiendo mi alocución, de trinchera a trinchera a trinchera, al enemigo”.

Pero ni siquiera estas figuras de primera magnitud superaron en fama a un autor hoy completamente olvidado: Federico García Sanchiz, conocido como “el charlista”. Escribió casi medio centenar de libros de diversos géneros –poesía, teatro, ensayo, novela, memorias…- y miles de artículos, pero su obra escrita palidece ante su popularidad como orador. Sus “charlas”, a medio camino entre la conferencia, el monólogo y la exhibición erudita, le permitieron sentarse en la Academia –su discurso de ingreso, por supuesto, se tituló Las charlas– y le otorgaron una fama sorprendente. Cruzó treinta veces el Atlántico para lucir su repertorio. Eugenio Suárez, que asistió a uno de sus espectáculos en los años 50, recuerda que “tenía una voz poderosa, bien timbrada, pronunciaba con precisión y se le entendía perfectamente en el vasto local, donde se expresaba sin micrófonos ni ayudas técnicas”.

Hoy se dice que la conferencia está en crisis, y lo cierto es que ya casi ningún escritor llena teatros, salvo que tenga un premio Nobel, como poco. Una explicación rápida nos remite a las alternativas de ocio que han ido surgiendo, de la televisión a las redes sociales, pero quizá haya una causa más profunda de la decadencia del género: la crisis de autoridad y la consiguiente democratización del saber. Ya nadie acepta lecciones de nadie y las tarimas nos parecen un elemento reaccionario. Los escritores de hoy tuitean y como mucho asisten a tertulias televisivas, y hasta hemos visto –o, tempora, o mores- a alguna novelista multipremiada convivir en un reality show con hijos de toreros y de folklóricas. En los días del Power Point y de las charlas TED, quizá sea bueno reivindicar la figura del escritor-charlista, capaz de entretener e instruir a su público con sus conferencias tanto como sus libros. Quienes nos hemos sentado alguna vez frente a un puñado de espectadores carraspeantes sabemos que no es una hazaña menor.