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Señala A. Fontán, en una glosa de J. Ortega y Gasset, que «la cultura es un conjunto de hábitos intelectuales y morales que liberan al hombre de la prisión semianimal de la pura naturaleza y le permiten entrar en el ámbito humano de la libertad». Una «libertad» que, paradójicamente, sólo se logra con una previa sumisión, consentida y sublimada, a una serie de principios. La libertad como hecho cultural se ejerce en función de la existencia previamente admitida de una serie de valores, que no son sino estructuras de la conciencia sobre las que se construye el sentido de la vida en sus diferentes aspectos.

La vida y la muerte como fin particular de la misma no se nos muestran sino como facetas de la existencia. Matamos para vivir y no comemos nada sin destruirlo. Y la vida, que parte en cada uno del nacimiento, está destinada en cualquier caso a la muerte individual. La existencia es colectiva y nuestra vida es sólo individual. Pero lo que introduce lo individual en lo colectivo es el hecho de la reproducción. Algo en lo que genéticamente, en el caso de la especie animal humana, participan tanto el macho como la hembra, pero que a la hora de pasarlo al campo del sentimiento indiscutiblemente está ligado de manera muy predominante a la madre. Se podría decir que mientras la mujer es un «ser para la vida», el varón es un «ser para la muerte». Si uno vive su vida en la continuidad, el otro lo hace en el enfrentamiento, lo que tiene repercusiones en todos los ámbitos de la existencia de ambos.[[wysiwyg_imageupload:1357:height=180,width=200]]

Como «ser para la muerte», el hombre vive de manera más intensa la agresividad física. Él es el guerrero, el que lucha por hacerse notar y con tener el premio de cubrir con más facilidad a las hembras, aliviando de esta manera sus pulsiones vitales. No hay que olvidar que mientras la mujer nace con  decenas de miles de ovocitos en su overa, y una vez alcanza la madurez va soltando sus huevos mensualmente, el varón sólo entonces empieza a producir el líquido seminal que ha de transportar su semilla o esperma. Y ese líquido seminal se acumula en las correspondientes vejigas o vesículas de manera constante, lo que le hace vivir en una tensión —de la que se puede ser más o menos consciente, pero que nunca falta—

El combate lleva a la jerarquización social. Y el actor dominante tiende naturalmente a imponer los ritmos de conducta a los otros miembros de su grupo. Será el que regule el acceso a las hembras, tanto el acceso propio desde luego, como, por necesidades de cohesión del grupo de guerreros, la de los demás. Será su virtus, su valor personal, el que los demás tengan que seguir, transformándolo de esta manera en valor social. Puede suceder, con el paso del tiempo y el desarrollo de comunidades estables, que los demás miembros tengan que verse en la práctica obligados a interiorizar, en un proceso reactivo, las virtudes ajenas como elemento de la propia vida. Es lo que hoy tendemos a llamar «valores» en abstracto.

Admitida la supremacía del jefe, y con ella las órdenes dirigidas al mantenimiento de la estabilidad del grupo (por ejemplo, en el campo de la economía, el trabajo), el individuo terminará por aceptar como virtud el dominar sus propias tendencias o pulsiones naturales, algo que es perfectamente observable cuando se desarrolla el mundo político («de la guerra») y el guerrero va perdiendo progresivamente su individualidad para transformarse en combatiente de la comunidad. Se irán desarrollando así un número importante de virtudes al servicio de los valores, de las cuales habrá que destacar, en nuestra civilización y como propias de un jefe, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza (aunque el jefe tienda a huir de las restricciones puestas a los otros), y por tanto como las principales a la hora de ser imitadas como base del desarrollo de todas las demás. Se trata de valores, en principio impuestos, que se desarrollan como marco imprescindible de una vida social que vaya más allá de lo puramente exigible a una comunidad natural, o sea una vida social que se desarrolle en el marco de una cultura.

En cualquier caso, los valores fundamentales de una comunidad serán siempre los tendentes a controlar la vida y la muerte dentro de la misma. El principio de «no matarás a tu prójimo» es general, y sólo en circunstancias muy bien delimitadas del bien superior de la comunidad  podrá ser transgredido.

En cuanto al control de la transmisión de la vida, es sabido que es el hombre quien tiene mayor interés por establecer reglas acerca del reparto de las hembras, porque estableciendo cuáles son los límites de po- sesión de cada uno se evita a nivel interno una agresividad que puede destruir al grupo (y con ello dañar los objetivos del jefe) y se puede desviar igualmente hacia el exterior del grupo el desorden natural que implica el deseo continuo de aliviar las pulsiones sexuales marcadas por la biología. Será pues el hombre el que imponga las virtudes del matrimonio y organice, a través de un elaborado sistema de tabúes (el principal, el del incesto), quién puede acceder al sexo y en qué condiciones. Se crearán así los sistemas de parentesco, en los cuales la mujer juega un papel muy importante en principio pero siempre subordinado.

¿Qué ventaja obtiene ella? En principio, su papel como transmisora de la vida antes de la propia muerte (puede seguir sintiendo que sigue viva aunque muera, porque una parte física de ella, la cría, así lo hace) no le fuerza a generar cultura de la misma manera que al varón, que sólo puede pervivir en el recuerdo de una sociedad que adquiere el carácter de estable (la épica —e incluso la historia— es, fundamentalmente una necesidad masculina). Sin embargo, el sometimiento a unas reglas que le son extrañas también puede beneficiarla, en cuanto que el reparto de los machos y las hembras libera tensión dentro del grupo y le da seguridad al mismo, lo que es favorable para el desarrollo de las propias crías. El instinto de posesión de los machos respecto a sus hembras —derivado más del concepto de propiedad— hará que ellos estén dispuestos a luchar por ellas, al tiempo que imprimirá un carácter «virtuoso» a la educación de la descendencia. La transmisión de los valores civilizadores masculinos se hará más fácil a traves del control de la reproducción, no sólo física sino también de esquemas intelectuales, que efectúa la hembra. Con lo cual se crea una especie de equilibrio desigual que favorece a ambos elementos de la dualidad del ser humano en el marco de unas relaciones sociales culturizadas.[[wysiwyg_imageupload:1358:height=138,width=200]]

En todo caso, el desarrollo de la cultura humana se verá, como siempre, sobre todo a través de los desarrollos realizados en el marco de la lucha. Del combate singular se irá poco a poco pasando a la guerra organizada en torno a jefes estables o al menos a comunidades de identidad bien definida. La técnica de matar se irá poniendo cada vez más al servicio de la comunidad, en su forma política, y el combate individual irá perdiendo progresivamente sentido para subsumirse en una idea más general de destrucción del enemigo. Cuando la idea de progreso se impone sobre la de regreso, cuando la economía se libera de la moral a partir del siglo XVIII y la técnica se hace tan avanzada que implica una tecnología científica que sólo se puede desarrollar a nivel social, el combate personal queda reducido al mínimo y avanza el sentido de matanza generalizada (bombardeos aéreos, artillería pesada, armas de destrucción masiva…), al tiempo que se separa la fuerza y el arrojo físico de la utilización del nuevo armamento, que puede ser utilizado incluso por personas frágiles. El lugar del hombre como portador básico de la agresividad va desapareciendo, y con ello el sentido del patriarcado. Se puede decir, sin gran riesgo de error, que si hay que poner una fecha simbólica a la desaparición del patriarcado esa es la del 6 de agosto de 1945, fecha en que se lanza la primera bomba atómica sobre Hiroshima: el combate ha dado paso a la matanza indiscriminada.

Así, la mujer, más fuerte que el hombre (el 75% de los pacientes de los pediatras son de sexo masculino) aunque más frágil (como las ánforas de barro frente a los pellejos de cuero), tiende a ocupar el lugar del hombre en los esquemas sociales, en un proceso de creciente individualización, y la autoridad paterna sufre gravemente en el marco de la reproducción familiar. Protectora de sus hijos por encima de todo, como no puede ser de otro modo según la propia tendencia biológica —sobre todo protectora de los varones, más débiles—, los valores represivos propios del patriarcado tienden a diluirse. Y, no lo olvidemos, la cultura tradicional era la consecuencia de una actitud represiva frente a las tendencias naturales, que se intentan forzar en un sentido distinto al que habrían tenido si no existiese la acción intelectual humana. Dejando aparte el hecho comprobado de que ello va acompañado de un descenso vertiginoso entre nosotros en la capacidad genésica masculina, el resultado es que tienden a desaparecer los valores típicamente masculinos (como el trabajo o la sumisión a reglas: un ejemplo claro puede verse en la escuela, donde se tiende a hacer desaparecer el trauma de los exámenes) y una tendencia a desarrollar una cultura más lúdica, con menos represión en los aspectos sexuales y que detesta el hecho básico de la muerte (tan ligada al carácter del hombre-guerrero) como si fuese oponente de la vida, de la que no es en realidad más que su puerta de salida individual. El macho ya tiende a no aparecer como el dueño que protege a su hembra y su camada (al ser innecesario en el nuevo sistema socioeconómico desarrollado) y la nueva juventud, perdido el rumbo marcado por las antiguas virtudes y valores, sin que se haya desarrollado aún el sentido de otro sustitutivo, se encuentra perdida y desconcertada después de haber estado sobreprotegida. Ello nos lleva, en el marco de nuestra cultura occidental, ante el umbral repetido una y otra vez de la decadencia relativa (la decadencia de forma objetiva no existe en los procesos históricos) por falta de adaptación a nuevos modelos necesarios tras un periodo de desarrollo. Como ello no sucede de la misma manera en otras culturas coetáneas, es de esperar que la nuestra se vea fecundada por otras que no hayan llegado a producir los mismos desequilibrios, posiblemente más atrasadas en los aspectos organizativos o técnicos, pero dotadas de un rumbo claro.

Catedrático de Historia Antigua. Universidad de Sevilla