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Es curioso que un hombre, interesado en la dinámica del deseo que se perfila en la gran tradición de la novela realista y que más tarde examina con detalle el ritual y el potencial semántico de los mitos y tradiciones religiosas, haya cobrado actualidad y sea, si se permite la expresión, un hito importante para comprender cuestiones tan actuales como la violencia terrorista, el anhelo religioso o la raigambre ritual de las culturas. Tal vez porque lo que hace Girard es dar contestación a quienes, en la estela de cierto relativismo cultural —que se vio, en su momento, como una exigencia metodológica para todo antropólogo—afirman que el hombre de hoy no es como el de ayer. Nada ha cambiado para este pensador francés que confiesa que desde que comenzó en su tarea investigadora su propósito “ha sido encontrar lo invariante”.

Su actitud es un aldabonazo en el contexto posmoderno y ello por varios sentidos. En primer lugar, porque su búsqueda de lo común y permanente —de lo invariante- pone en entredicho la reivindicada importancia de la diferencia que tanto ha afectado a la antropología cultural, hasta el punto de que esta disciplina ha terminado conformado un collage de culturas en el que queda poco espacio para el hombre. Y, en segundo término, porque la metodología de Girard ha hecho palidecer la hybris desnortada del cientificismo, que pretende explicarlo todo, aunque sea a costa de desnaturalizar los fenómenos.

Si Girard rechaza la fría mirada del científico social no es solo porque este último cosifica aquello que estudia, sino porque considera que sus fines y temas escapan a su dominio. Lo que puede ser considerado ciertamente como impostura —acudir a fuentes literarias y religiosas—es también una de sus exigencias metodológicas:

“En lugar de interpretar las grandes obras maestras de la literatura a la luz de las teorías modernas, debemos criticar las teorías modernas a la luz de esas obras maestras una vez que se haya hecho explítica su voz teórica”.

Hacer explíticita la voz teórica de las grandes obras de la literatura: a ello se dedicó al comienzo de su obra, con unos resultados que quizá ni él mismo sospechaba. Porque lo que puede ser paradójico para la comunidad científica es para Girard una verdad insoslayable, la de que en Shakespeare, Cervantes, Proust o Dostoievesky, entre otros, se puede aprender más sobre el hombre y su cultura que en todo lo que una plétora de expertos pueda certificar en sus revistas de investigación. De esa forma, la obra de Girard es originariamente literaria y así hay que leerla si se quiere comprender su potencial teórico.

LA RIVALIDAD MIMÉTICA

Girard termina con algunos tópicos, con ciertos fantasmas que circunvalan el pensamiento contemporáneo, pero lo hace analizándolos en sus orígenes modernos y denunciando la visión constructivista de cierta ciencia social. No es casual, por ello, que en su primera obra Mentira romántica y verdad novelesca (1961), acuda a los grandes novelistas del XIX para establecer una genealogía del deseo. El deseo, se pensaba, nacía de forma independiente, era algo absolutamente subjetivo. He ahí, por cierto, la idea del individuo aislado y autónomo de la modernidad. Sinembargo, partiendo del análisis de ciertas novelas, Girard elabora una teoría realista del deseo que socava, como acertadamente ha indicado Javier Gomá, el modelo de individuo no determinado y sometido a las únicas decisiones de su libertad. El deseo se estructura en una relación triangular compuesta de dos sujetos que pugnan y se enfrentan por un mismo objeto.

La idea de Girard es que el deseo de uno se constituye en la medida en que se ve en el espejo —no importa si claro o turbio— de otro individuo que desea. Se conforma, pues, intersubjetivamente. Se trata de una relación de aguda reciprocidad, en la que cada uno se conforma para el otro en obstáculo-modelo. Aludiendo a las tramas de las grandes novelas del siglo, el pensador francés se percata de que los individuos comienzan a desear objetos porque imitan las conductas de su contra parte. Este fenómeno es posible encontrarlo en las narraciones románticas, en las que la mujer aparece como el objeto deseado —mujer deseada y dos amantes rivales—. Pero la dinámica del deseo es tan intensa que termina reemplazando el objeto. Girard concluye entonces que en la relación mimética lo de menos es, finalmente, el objeto deseado; lo que importa, a fin de cuentas, es la orientación mimética de un individuo en función de la conducta del otro, de lo que el otro desea.

Esta teoría del deseo mimético tenía que sonar novedosa en el ámbito de una cultura que, como confesaba Girard, todavía entendía la imitación en los términos en los que Aristóteles se refirió a ella en su retórica. En efecto, la mímesis era un término usual en el campo estético y también pedagógico, pero a diferencia de la acentuación envidiosa que revela Girard, en ellos mantenía un significado positivo.

La imitiación o emulación servía, en este sentido, como forma de superación del hombre ya que el otro servía como ejemplo o guía en la orientación de la conducta propia.

Girard, sin embargo, cree que aludiendo al carácter competitivo y potencialmente violento de la mímesis se recupera su sentido original, un sentido que empieza a oscurecerse en Platón y que termina ahogado en la interpretación aristotélica. En realidad, el deseo mimético es naturalmente conflictivo porque abre la espita a la violencia: “Si un invididuo, explica el autor francés, imita a otro cuando este último se apropia de un objeto no puede seguirse de ello sino rivalidad y conflicto”. De ahí que la mímesis desemboque en lo que denomina “rivalidad mimética”.

Pero ¿qué supone para la ciencia social el que Girard haya encontrado similitudes estructurales entre novelas románticas? Primero, que la regularidad con la que Girard encuentra esas relaciones triangulares le permite formular una hipótesis. Segundo, con perplejidad se percata pronto de que esa estructura triangular aparece no sólo en el siglo XIX: es común en las tragedias griegas, se muestra también en la Divina Comedia y en el Quijote, pero asimismo puede encontrarse en las grandes novelas del siglo XX. Dice Girard que “la enorme importancia asignada a la mimesis durante toda la historia de la literatura occidental no puede ser un mero error; tiene que haber una razón profunda de ese énfasis, una razón que nunca fue explicada”. Y, en tercer lugar, afirma que es la potencialidad explicativa de esa teoría la que le permite enfrentarse a las simplificaciones del estructuralismo y a la visión reduccionista del psicoanálisis. La teoría del deseo mimético se convierte, de esa forma, en una suerte de meta-teoría, tan denigrada hoy día, que permite explicar con coherencia los aspectos más importantes de la  vida social.

EL CHIVO EXPIATORIO

De la teoría de la literatura, Girard abre sus intereses especulativos y se adentra en la antropología cultural. El deseo y la mímesis constituyen, en realidad, una de las motivaciones de la acción humana, si no su motivo principal. Y gracias al deseo, los hombres se ven reflejados en otros hombres, actúan en función de los otros, de forma que se conforman como seres sociales. El problema es que, como se ha indicado, el deseo mimético provoca conflicto y rivalidad. Esta rivalidad entre dos sujetos se expande a lo largo y ancho del tejido social y da lugar a la espiral interminable y brutal del conflicto.

En el fondo, esta tesis de Girard puede recordar la guerra de todos contra todos de la que hablaba Hobbes. Porque si, en efecto, el deseo mimético tiene algún sentido social (es lo que permite que las conductas de los individuos queden engranadas), es potencialmente tan violento que llega a ser destructivo. ¿Cómo conciliar la idea de sociedad, de orden pacífico, con el origen violento del deseo mimético? Para ello el pensador francés recurre a la teoría del chivo expiatorio.

Desde el momento en que Girard llegó a la conclusión de que era posible extender sus hipótesis al campo de la antropología, comenzó a estudiar culturas arcaicas, mitos y leyendas, llegando a la conclusión de que el hecho fundacional de las comunidades humanas es siempre algo que pone fin y clausura la violencia mimética y hace posible el orden pacífico. Lo que quiere indicar es que si a partir de la extensión del deseo mimético se generaliza la violencia, sólo quedan dos caminos. O bien la cólera y la rivalidad llegan a un grado tal de destrucción que consumen a la misma comunidad —y ésta desaparece—, o bien se lleva a cabo un acto radical de reconciliación. Pues bien, la reconciliación es posible si la rivalidad contenida y la violencia expresa convergen en un víctima, la víctima propiciatoria. Esa víctima, designada por el colectivo de forma unánime, concita el odio y la violencia hasta el punto de que su inmolación interrumpe la dinámica violenta del deseo mimético y salva a la comunidad de su autodestrucción.

La cultura y la sociedad, entonces, tienen un origen violento en la medida porque se fundan en una víctima sacrificada en aras de la comunidad. Al concitar los odios, no sólo permite la diferenciación pacífica entre los miembros del colectivo, sino que también asegura el mantenimiento de su continuidad existencial. Además, el chivo expiatorio adquiere una doble significación: por un lado, para acabar con la violencia, se cree que de él proviene todo mal, todo odio, todo conflicto; pero, de otro lado, al hacer posible la convivencia social, es también un bien a posteriori, porque su remembranza sacrifical se asienta la permamencia de la vida social y porque con su sacrifico adviene la paz.

No pueden separarse ni diferenciarse temporalmente las inquietudes de Girard, porque su obra revela una continuidad y coherencia sorprendente, pero su interés por el fenómeno religioso se acreditó en su estudio exhaustivo de la mitología y los ritos arcaicos, estableciendo el nexto entre la violencia y su supresión por lo sagrado. Como se ha advertido ya, Girard no sólo critica aquellos intentos de explicar el origen de la cultura y de las instituciones a partir de moldes más modernos, sino que comprende los grandes relatos fundacionales —griegos y bíblicos, por ejemplo— como respuestas a los mecanismos de la violencia mimética y del chivo expiatorio.

Resulta escandaloso afirmar, como hace Girard, que la sociedad tiene unos fundamentos rituales y religiosos y que son estos fundamentos lo que permiten la convivencia entre los hombres. Lo es hasta el punto de exclamar que “la humanidad es hija de lo religioso” y que “lo religioso es la madre de todo”. Pero también puede resultar políticamente incorrecto acercarse con una mirada tan libre de prejuicios a los rituales antiguos. Porque lo que se ha considerado como muestra y ejemplo de irracionalidad extrema —la religión, los mitos y todas sus narraciones—a la postre aparecen como elementos indispensables de la vida social, no sólo de la antigua, sino también de la contemporánea.

 La revelación de la tradición judeo-cristiana

En La violencia y lo sagrado se estudiaba el mecanismo de la violencia y del chivo expiatorio en las religiones primitivas y en las narraciones míticas griegas; en su epílogo, sostenía que su teoría tenía que extenderse al complejo que forma la tradición judeo-cristiana y, a partir de ahí, generalizarse a toda cultura. Lo que no pudo prever el autor francés, en su momento, es la gran diferencia que representa esta última tradición.

Girard se educó en un contexto cristiano, pero abandonó la fe en la adolescencia. Tampocopudo prever entonces que sus intereses teóricos en el ámbito de la antropología le llevarían a la conversión ya en su madurez. En el conjunto de entrevistas que se recogen en uno de sus libros más interesantes, El origen de la cultura, Girard reconoce que la teoría literaria le condujo a la antropología, la antropología a la Biblia y ésta a la superioridad del cristianismo, lo que decidió su conversión. Este hecho le ha granjeado muchas enemistades entre los especialistas, que veían con asombro cómo Girard recurría a los Evangelios como fuente de conocimiento. En cualquier caso, a su juicio entre ciencia y fe religiosa no puede darse contradicción alguna, en la medida en que ambas tienen el mismo objetivo: comprender la realidad.

Frente a la tradición mítica, que pone fin a la violencia gracias a un chivo expiatorio, pero que asegura su eficacia negando su carácter, la Biblia representa un paso importante porque en ella se reconoce antes de su inmolación. La Sagrada Escritura constituye, de ese modo, el primer texto que denuncia no sólo la violencia que funda la sociedad y sus instituciones, sino precisamente su carácter inmoral.

De ahí que Girard en innumerables ocasiones aluda a la superioridad de la cultura judeo-cristiana. Caín mata injustamente al inocente Abel, Cristo, el Hijo de Dios, muere por todos los hombres. Las víctimas siguen concitando la violencia, siguen apagando con su muerte la rivalidad fundacional, pero la tradición judeo-cristiana desenmascara el mecanismo del chivo expiatorio o, lo que es lo mismo, da lugar a un proceso de desmitificación. Girard entiende, pues, en términos culturales lo que supuso el acontecimiento extraordinario de la muerte de Cristo, en quien converge toda violencia, quien redime todo pecado, pero que es la víctima más inocente.

Así explica: “Los mitos antiguos están contra la víctima, mientras que la Biblia está a favor de ella”. La diferencia no es baladí y no lo es, sobre todo, para el acontecer histórico. La cultura nacida de la herencia judeo-cristiana supone un avance en relación con otras visiones culturales en la medida en que nos permite tomar conciencia de nuestros orígenes, revelándonos el acto injusto que permite la vida social. Pero lo hace traspasando al hombre la responsabilidad por su propio futuro, es decir, exigiendo al hombre decidirse en una disyuntiva trágica: la que le lleva a abandonar toda forma de rivalidad y de violencia, como manda Cristo, o el camino que conduce a su propia autodestrucción. “Jesús salva a los hombres, comenta Girard, porque su revelación del mecanismo del chivo expiatorio, al privarnos cada vez más de protección sacrifical, nos obliga a abstenernos crecientemente de practicar la violencia si es que queremos sobrevivir. Para alcanzar el Reino de Dios, el hombre debe renunciar a la violencia”.

La visión apocalíptica de Girard

Sus reflexiones sobre el fenómeno religioso o, mejor dicho, sobre las funciones sociales de la religión, obligan a pensar que el porvenir de una sociedad como la nuestra, que se concibe a sí misma como secularizada, no se antoja muy halagüeño. Y, ciertamente, Girard cree que hoy mismo podemos observar un estado de extrema ruina, de violencia desmesurada y no sólo en los conflictos armados: una sociedad consumista es una sociedad de enfrentamiento exacerbado, aunque adopte la figura aparentemente más pacífica de los intercambios culturales.

En su último libro, Clausewitz en los extremos, publicado originalmente en 2007, Girard repite con insistencia que estamos presenciando una escalada de la violencia hacia los extremos, y apoyándose en las reflexiones sobre la guerra del militar prusiano Clausewitz, sostiene que hemos entrado en una edad apocalíptica. Se podría pensar que Girard se encuentra abocado por su propia teoría a un pensamiento pesimista, pero la verdad es que si sus premisas son ciertas, las conclusiones dejan poco espacio para la esperanza.

Pero ¿cuál es el problema? Para Girard está claro: no somos suficientemente cristianos, no estamos decididos a abandonar la violencia. El cristianismo desmitificó el mecanismo del chivo expiatorio, pero dejó demasiado en manos de los hombres. Y tras una modernidad que se preciaba de haber abandonado la senda de la religión, afirma Girard, ya no podemos recurrir a ninguna víctima propiciatoria que nos redima de esta rivalidad mimética, de este enfrentamiento sin final. “La violencia está desencadenada, hoy en día, a escala del planeta entero, provocando aquello que los textos apocalípticos denunciaban”. Sólo, a juicio de Girard, queda una salida: la conversión, es decir, la renuncia voluntaria a la violencia.

Profesor de Filosofía del Derecho (Universidad Complutense de Madrid).