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El significado de la identidad es la base a partir de la cual Joseba Arregi expone la necesidad de superar el paradigma del Estado nacional a la hora de abordar los problemas de definición política colectiva de las sociedades actuales.

 

Es más que probable que si alguno de los grandes ilustrados, sea Voltaire o Kant, apareciera en Europa en estos comienzos de siglo y de milenio, en estos finales de la era que ellos inauguraron y definieron, tuvieran grandes dificultades para entender lo que sucede, para captar el significado de las discusiones que provocadas, entre otras cosas, por la desaparición de grandes Estados plurinacionales como la Unión Soviética y la exYugoslavia, y por los miedos que acompañan a la globalización de la información y de la economía, ocupan cada vez más espacio en nuestros libros, en nuestras revistas, en nuestros medios de comunicación.

Aunque también es probable que, junto a la dificultad por entender el significado de nuestros problemas, se sintieran más que sorprendidos por achacárseles a ellos y a la cultura que inauguraron unilateralidades que nunca fueron tales para ellos, y por eso es más que probable que se sintieran molestos por las culpas que se les imputan en la génesis histórica de nuestros problemas.

Como quiera que sea, lo cierto es que hoy no dejamos de discutir si debemos entender la identidad exclusivamente en el plano individual, o si existe algo que se puede denominar identidad colectiva, que como tal tuviera derecho al reconocimiento y a la no estigmatización que se predican de la identidad individual. Seguimos discutiendo si existen o no naciones, si determinados colectivos son o no naciones, cuáles son los derechos que les competen, y si deben ser o no elemento nuclear de la organización estatal.

Y estas discusiones no tendrían mayor importancia si no conllevaran muchas veces enfrentamientos sociales entre grupos, dentro de grupos, y si no vinieran acompañadas por la utilización de la violencia, por la justificación del uso de la violencia.

Esta situación nos fuerza a reflexionar una y otra vez sobre el significado de la identidad, sobre lo que sea la nación, sobre la vinculación entre ambas, acerca de sus exigencias sobre la organización de la vida en común, sobre la estructuración del o de los Estados y, sobre todo, sobre las causas que conducen a que estos temas se conviertan en fuente de luchas, muchas veces a muerte.

A quien por diversas razones le ha tocado pensar y repensar estos temas le puede asaltar la tentación de redactar la memoria definitiva: se ha reflexionado y discutido lo suficiente como para poder decir que las cosas están suficientemente claras para el que quiera verlas.

Como la explicación histórica de que los problemas persisten porque los seres humanos son malos debiera ser el último recurso, voy a tratar en lo siguiente de ofrecer mi visión de los problemas relacionados con la identidad y con la nación, eso sí, tratando de establecer lo que creo que ya no debiera ser discutible, pues tampoco debemos renunciar a avanzar en nuestra humana historia.

LO QUE DEBIERA SER CLARO Y Y LO QUE NO LO ES

Hoy no somos herederos sólo de la Ilustración. Somos también herederos del Romanticismo. Y más que nada somos herederos de diversas formas de mezcla de ambas tradiciones. No queremos renunciar al concepto de verdad, pero sabemos que la verdad tiene su contexto, que cada verdad debe ser entendida en su propia contextualidad.

Hoy no queremos renunciar al concepto de universalidad, ni en lo que afecta a la razón humana y a sus capacidades, ni en lo que afecta al concepto de persona y a los derechos humanos. Pero también sabemos que, para que los derechos humanos sean realmente universales, su catálogo no puede ser demasiado amplio, no puede ser indefinido. Hoy sabemos que la razón se realiza de forma concreta, siempre rodeada por el velo del lenguaje, que no invalida su búsqueda de la verdad.

Hoy no queremos renunciar al concepto de ciudadano universal, pero sabemos (Julia Kristeva) que entre el ser humano y el ciudadano se abre una cicatriz: el extranjero. Sabemos también (Luigi Ferrajoli) que el concepto de ciudadano puede haberse convertido en un concepto de exclusión, en lugar de ser un concepto de inclusión, como lo soñó la Ilustración.

Hoy sabemos que no existe individuación sin socialización, sabemos (G.H. Mead) que el generalized other es referencia necesaria para llegar a construir la propia identidad, sabemos que la identidad individual es fruto y resumen de multitud de referencias sociales (Rubert de Ventos). Pero también sabemos que es imposible una organización de convivencia social que no parta de la libre voluntad de las personas y de la garantía de las libertades y derechos individuales, que no se sitúe en la tradición de la libertad de conciencia, de la libertad de opinión, de la libertad de asociación: que no existe forma estatal democrática sin el reconocimiento de los derechos individuales.

Hoy sabemos (Stephen Holmes, Kymlicka) que el liberalismo clásico no preconizaba un individualismo autista, sabemos que desde el liberalismo se pueden tratar y defender derechos colectivos, estructurar formas de poder, formas de Estado que tengan en cuenta la realidad y la importancia de las referencias culturales, grupales y colectivas para la realidad individual.

Hoy sabemos (Habermas) que ni el universalismo abstracto ni la historicidad concreta, ni Kant ni Hegel cada uno por su lado, son suficientes para dar cuenta de la realidad histórica. Hoy sabemos que ni una sociología que se encierra en la intencionalidad (Schütz, Berger, Luckmann), ni una que sólo ve sistemas y estructuras (Luhmann) es capaz de explicar la realidad de los fenómenos sociales.

Hoy sabemos que el paso de las lealtades territoriales, de las lealtades personales a la lealtad abstracta del ciudadano para con el Estado, ha necesitado del punto de apoyo del sentimiento nacional (Habermas). Pero también sabemos que ese paso histórico no ha sido inocente, sino que ha estado acompañado de tres guerras europeas (la francoprusiana de 1870 y las dos que los europeos denominamos mundiales).

Somos herederos de una tradición que ha percibido con claridad que la crítica de las tradiciones y de las instituciones, partiendo de la autonomía de la razón humana, era una condición necesaria para la emancipación, para conquistar libertad. Pero también somos herederos de una tradición que ha analizado que la crítica de las instituciones puede dejar al individuo totalmente desamparado, en carne viva, sin apoyos para la construcción de una interioridad y de una subjetividad que se le convierten en carga insoportable (Gehlen, Berger, Horkheimer).

Pero también sabemos que se puede institucionalizar la reflexión permanente (H.Schelsky), y que en ello consiste precisamente la libertad democrática. Sabemos que la pluralización de mundos simbólicos abre las puertas para la comprensión de la identidad como proyecto (Giddens), aunque las identidades reactivas (M. Castells) vuelvan a intensificarse a rebufo de la globalización y sus consecuencias, con el peligro de que se conviertan en fundamentalismos.

Sabemos (Touraine) que para la constitución de los nuevos agentes de futuro, del nuevo sujeto social, no basta ni la racionalidad objetiva de las instituciones y de las ciencias, ni la racionalidad subjetiva del sentimiento. Sabemos que si no queremos renunciar ni a la una ni a la otra, pero sí evitar sus exageraciones, tendremos que constituirnos como puentes capaces de ligar ambas orillas.

Sabemos, pues, que sin renunciar al concepto de lo universal, debemos aprender a decirlo de otra manera, no como unidad de la abstracción de todo lo particular, sino como construcción a partir de la comunicabilidad de los particulares.

Hoy no queremos renunciar a la conquista de la revolución francesa como constructora de nación a partir de la voluntad de los ciudadanos. Pero hoy sabemos también que existen elementos constitutivos de la nación anteriores a la voluntad de los individuos, sabemos que cada individuo nace y se desarrolla como tal en el seno de una cultura, de una lengua, de una tradición, de una comunidad que le acoge inicialmente.

Hemos aprendido a ver la referencia a una cultura, la referencia a un contexto compartido como elemento constitutivo del bien, del valor necesario para el desarrollo de la persona, de su identidad, de la ética (Ch. Taylor). Pero también hemos aprendido que si dicho contexto se cierra sobre sí mismo, que si dicha referencia eleva pretensiones de exclusividad, en lugar de constituir bien y valor, se convierte en destructora de la diferencia y de la libertad individual.

Hemos visto cómo intentos de construir identidad más allá de las referencias nacionales, en un contexto de supuesta o intencionada internacionalización, por referencia a valores abstractos como el ideal comunista, el ideal igualitario, no han sido capaces de sustituir las referencias nacionales. Pero también hemos visto con estupor cuáles pueden ser las consecuencias del renacimiento de estas referencias nacionales soterradas durante los muchos años de sometimiento a la dictadura comunista.

Porque, como ya he indicado antes al referirme a las guerras europeas, también hemos sido testigos en la historia real de la contradicción que describe Habermas entre el principio republicano universal y su materialización en el Estado nacional, que significa mantener la pretensión de absoluto propia a la universalidad, pero en concreción particular.

Parece, pues, que como consecuencia de este repaso de lo que sabemos, de lo que hemos visto, de aquello a lo que no queremos ni podemos renunciar, muchas de nuestras discusiones en torno al tema de la identidad, en torno al tema de la nación, no debieran tener mayor sentido.

No cabe duda que la manera de relacionar los binomios a los que he hecho referencia puede crear problemas, puede ser raíz de discusión enriquecedora. Porque no es es fácil encontrar en cada situación histórica, en cada situación geográfica, el equilibrio posible y adecuado entre lo particular y lo universal, entre lo abstracto y lo concreto, entre la verdad y el contexto, entre la identidad individual y su socialización, entre el derecho individual y el respeto de los derechos colectivos sin los cuales los derechos individuales pueden perder todo valor de realidad.

No es fácil admitir la existencia de naciones, en cuanto referencias grupales necesarias para la constitución de los sujetos individuales, al mismo tiempo que se subraya la importancia necesaria para la democracia del respeto a la voluntad de asociación de los individuos como condición sin la cual la democracia no es posible.

Porque no podemos olvidar que en la historia concreta no se conocen Estados, sino Estados nacionales, no se conocen naciones como fruto de la asociación voluntaria de los individuos, sino como fruto de historias concretas, de las que la violencia no ha estado siempre ausente.

¿Por qué, pues, sigue siendo tan problemático lo que, en un repaso somero de los avances de las ciencias humanas, pareciera más cercano al acuerdo y al consenso?

LAS RAZONES DE LA PERMANENCIA DE UN PROBLEMA INCÓMODO

Quienes hoy hablamos de identidades y de naciones no lo hacemos en un contexto ahistórico, no lo hacemos sin referentes históricos, no lo hacemos en un espacio libre de cargas y de condicionamientos de la historia. Todo lo contrario: gran parte del carácter porblemático que embarga a la discusión de la identidad y de la nación proviene precisamente de esta carga histórica.

Trataré de concretar esta carga histórica en tres pasos: lo que significa para nuestras discusiones el paradigma del Estado nacional; el núcleo duro de dicho paradigma; la raíz de la legitimidad histórica de dicho paradigma.

A pesar del peso que conceptos como el cambio, la velocidad del cambio, la crisis del Estado nacional, la transformación del Estado nacional, la globalización, la mundialización, la falta de legitimidad del concepto de soberanía, el paradigma a partir del cual pensamos políticamente es el paradigma ya clásico del Estado nacional. Toda la conceptualización, toda la articulación conceptual, el conjunto del lenguaje de las ciencias políticas y de la política está derivado del paradigma del Estado nacional y tiene en él su sentido.

No conocemos otro principio ordenador de la vida pública, de la organización de la convivencia que no sea el poder, y el poder lo entendemos, sólo lo podemos entender desde la legitimación de la soberanía. Por mucho que entendamos con Ferrajoli que el concepto de soberanía es un concepto contrario a derecho, es el concepto que termina dando sentido a nuetra articulación conceptual de la política.

La fortaleza del paradigma del Estado nacional es la fortaleza del paradigma de las Constituciones, no en cuanto documentos que fijan los derechos ciudadanos, sino en cuanto documentos que se legitiman a partir de la soberanía que describen y cuyo espacio circunscriben.

La fortaleza del paradigma del Estado nacional y de las Constituciones en las que se fundamenta se basa en la legitimdad que proviene de lo que se entiende como la fuente legítima de la soberanía: el pueblo. Existe un pueblo como razón última de la soberanía, que a su vez dota de legitimidad a la Constitución, que por su parte construye el Estado nacional y lo establece como algo normativo.

Este paradigma goza, a pesar de todos los discursos citados, de una fortaleza tremenda. Porque va unido a lo que entendemos por democracia. Porque hemos sido incapaces de pensar en formas de democracia capaces de ir más allá. Porque, y lo que voy a decir me parece extremadamente importante, este paradigma está integrado en un paradigma mucho más amplio, que es la creencia que constituye el paradigma conjunto de la cultura moderna, según la cual existe para todo una fuente última y absoluta de legitimación: para el conocimiento, para la ética, para la verdad, para el arte, para el poder.

Porque el paradigma del Estado nacional participa de aquello que los postmodernos denominan «los grandes relatos» —que es preciso superar—, los sistemas filosóficos, las epistemologías fundantes, las grandes ideologías. Porque es muy difícil renunciar, a pesar de la propuesta de Popper, a la creencia que nos dice que es posible encontrar un fundamento último para la ciencia, para el conocimento, y en paralelo una fuente última de legitimidad para el poder, y pasar a pensar que ciencia no consiste en la búsqueda de la fuente cierta del conocimiento, sino en el control metódico de nuestras hipótesis, y que democracia no consiste en la fijación de la fuente última y legítima del poder, de la soberanía, sino en el control metódico, la división y la limitación del poder.

El paradigma del Estado nacional posee una gran fortaleza todavía, porque sólo intentos tímidos apuntan a la posibilidad de garantizar los derechos y libertades individuales, fruto irrenunciable del constitucionalismo democrático, en marcos distintos al Estado nacional, de forma que creemos tener que aferramos a éste si queremos seguir creyendo y practicando aquéllos.

Esta fortaleza del paradigma del Estado nacional está enraizada también en la autocomprensión del sujeto producida por la cultura moderna. Pues este sujeto moderno, a pesar de la corrección innegable de los análisis de Charles Taylor que apuntan a un sujeto en comprensión atomísitica, cerrado en sí mismo, ha sido colectivo como ningún otro.

La fortaleza del paradigma del Estado nacional radica, precisamente, en la vinculación que a través suyo se ha establecido entre el sujeto individual y el sujeto colectivo. El Estado nacional recibe su fuerza y su significación profunda del vínculo de necesidad que se establece entre la identidad individual, la referencia grupal y la conciencia ciudadana. El sujeto moderno es el fruto de estas tres referencias: es individuo dotado de identidad en la medida en que participa de una identidad colectiva por medio de la identificación con la institución pública Estadonacional, lo cual a su vez le constituye como ciudadano con derechos.

Esta vinculación necesaria que constituye al sujeto individual como sujeto, y sólo en la medida en que sea participante del sujeto colectivo, es reflejo de otra secuencia vinculatoria necesaria, la que se establece entre etnia o lengua, nación y Estado. Lo problemático no reside en reconocer la existencia de etnias, en planteamientos etnicistas o etnolingüistas o etnoculturales. Tampoco el problema radica en la afirmación de la existencia de naciones.

Lo problemático es la relación de vinculación necesaria que la modernidad ha establecido entre los tres elementos: una etnia (o una lengua, o una cultura), una nación, un Estado, de forma que a cada etnia le corresponde una nación, y a cada nación le corresponde un Estado. Es esta vinculación de necesidad la que ha cargado de absolutismo y de fuerza exclusiva a los conceptos de etnia, de nación y de Estado nacional. Es esta vinculación cargada con carácter de necesidad la que ha hecho del Estado nacional la materialización de la soberanía, sujeto cerrado y omnipotente en sí mismo, incompatible con la existencia de otras pretensiones parecidas: la contradicción que señala Habermas entre principio republicano universal y su materialización particular en el Estado nacional.

En este paradigma de Estado nacional confluyen tanto la tradición de nación voluntaria proveniente de Siéyes y de la Revolución Francesa, como la tradición romántica alemana proveniente de Herder, conformando lo que se denomina Estado nacional integral (H. Schulze).

A la fortaleza del paradigma del Estado nacional y a su razón y significado profundos es preciso añadir un tercer elemento que explique no sólo su éxito, sino las consecuencias que le acompañan. Si es verdad que en la tradición europea, especialmente a partir del Renacimiento, se ha dado una combinación explosiva, la combinación entre la universalidad territorial de Roma, a la que no acompañaba ninguna pretensión de universalidad espiritual, con la pretensión de universalidad espiritual del cristianismo, dando como resultado la pretensión absoluta, tanto territorial como espiritual, de cada Estado nacional, preciso será reconocer que en éstos se da una concreción laica y secularizada del monoteísmo.

El Estado nacional es el dios moderno, el dios laico, el dios secularizado. En el Estado nacional, en su soberanía, se manifiesta la omnipotencia de aquél. Monismo y monoteísmo, sospecha ante todo lo que pueda significar relativismo, búsqueda de algún fundamento único, previo a toda diferenciación, a toda pluralidad, como sostén necesario para la ciencia, para la vida, para la convivencia social: este paradigma cultural, este «gran relato» es el que ha dotado de una legitimidad incuestionable al paradigma del Estado nacional, al todopoderoso Leviathán.

LA RESPONSABILIDAD DE LA CLARIFICACIÓN

Es curioso, aunque también comprensible, que cuando se discute de los problemas que surgen de la forma de organizar la convivencia, de organizar el poder en la sociedad, en las sociedades, entre las sociedades, tanto la identidad como la nación sean términos que poseen, en general, connotaciones negativas, el Estado, sin embargo, aparezca las más de las veces, con valoración positiva.

Como ya se ha indicado, el problema radica en la vinculación necesaria que ha establecido la cultura moderna, y en las profundas raíces que sustentan y significan dicha vinculación.

La clarificación que creo necesaria para tratar de avanzar hacia mejores formas de organizar la convivencia social y política debe partir de aceptar, como he tratado de indicar en la primera parte de este escrito, la existencia de realidades que se pueden definir como etnias, como lenguas, como culturas, como naciones, como identidades, tanto individuales como colectivas.

No se trata de renunciar a los términos etnia o nación, y quedarnos sólo con el término Estado, como a veces se obtiene la impresión en muchas discusiones. El problema radica en la vinculación que la modernidad ha instaurado entre esos elementos, el problema radica en la necesidad de dicha vinculación, el problema radica en la carga monista y monoteísta con la que está investida.

La clarificación a la que se debe proceder no es ninguna necesidad histórica. Demasiadas veces se argumenta cuando se discuten estos temas, con algo muy parecido a la necesidad histórica: el futuro, la globalización, la internacionalización, la unificación europea, el desarrollo de los mercados, la informatización, todo ello barrerá de la faz de la tierra los particularismos, los discursos etnicistas, todos los nacionalismos.

No cabe duda que las tendencias de desarrollo tecnológico, económico, político y cultural suponen claros obstáculos a algunos planteamientos nacionalistas clásicos. Pero la historia no es una cadena de necesidades. Es más bien una serie inacabada e inacabable de oportunidades y posibilidades, y por ello de riesgos y de problemas.

Por la misma razón, no es válido el planteamiento contrario, aquél que ante la globalización real que se está produciendo, responde con la tranquilidad de quien ha oído decir que la misma globalización está produciendo una revalorización de lo local: ya está, estamos salvados, podemos seguir siendo nacionalistas como hasta ahora, podemos seguir defendiendo nuestra particularidad, porque lo particular vuelve a estar in, legitimado precisamente por la globalización que se presenta como su verdugo máximo y definitivo.

Si no aceptamos la historia como necesidad en un caso, tampoco en el otro. La clarificación que queramos producir en el cúmulo de problemas que ha acumulado el paradigma del Estado nacional es un deber moral, que puede o no tener éxito, que puede o no producir contexto y formas de organización social más libres, pero ninguna necesidad histórica, ninguna certeza histórica.

Es precisamente el concepto de libertad el que puede ayudar a la clarificación. La manera de entender la libertad que hemos heredado en la tradición europea y que alcanzó su forma clásica de comprensión en la Ilustración es el de libertad como emancipación, como ruptura de ataduras, como superación de situación de esclavitud, como conquista de autonomía contra la heteronomia.

El sujeto libre es, para la cultura moderna, el que se constituye a partir de su propia autonomía, afirmándola frente a la tradición, frente a las instituciones religiosas, frente a las instituciones políticas, y las admite, —tradición, instituciones religiosas, instituciones políticas— en la medida en que sean fruto de su voluntad libre y autónoma (aunque como he indicado antes, en la evolución del paradigma del Estado nacional, se produzca una identificación gravísima entre sujeto individual autónomo y sujeto colectivo soberano).

Pero esa libertad como emancipación se produce en un contexto monista: no pone en duda la unidad del conocimiento, la unidad de la razón autónoma en la que se basa, la unidad del sistema de valores, la unidad de la concepción del bien, la verdad universal, el bien universal, la identidad común del ciudadano (aunque se materialice en ciudadanías bien diferenciadas y que lucharán a muerte entre ellas).

Todo esto dará lugar a la idea de la sociedad como unidad normada de la sociología clásica de Durkheim.

El individuo es libre si se emancipa. Pero esa libertad individual, desgraciadamente, estará vinculada a la libertad de los sujetos colectivos, a la capacidad de la afirmación de su soberanía, al poder de los Estados nacionales, a los que en expresión extrema (C. Schmitt) se les atribuirá la función de constituirse en sujetos colectivos en estado de guerra virtual frente al enemigo declarado en el mismo acto de autodefinición como sujeto colectivo.

La libertad individual como emancipación, y la libertad colectiva del Estado nacional como emancipación quedarán desgraciadamente vinculadas en la realidad política, con enormes tensiones y contradicciones internas, porque la pretensión absoluta de la universalidad se materializa en la concreción de los espacios territoriales particulares de los Estados nacionales.

Esa misma historia, por las propias tensiones y contradicciones internas, gracias a ideas e intenciones presentes en ella desde el principio, especialmente la capacidad de crítica respecto a las tradiciones, a las creencias, a las costumbres, incluso las costumbres de pensamiento, produce lo que la sociología ha denominado la pluralización de los mundos simbólicos, de los mundos de sentido.

Esta pluralización significa que los individuos pueden, en última instancia, optar por los contextos de referencia que necesitan para modelar sus identidades. Los valores, las referencias simbólicas, los mundos de sentido que constituyen la sociedad que se estructura como estado nacional ya no conforman un cuerpo único que da unidad vital (Schmitt) a la nación. El sustrato común es cada vez más lejano, más tenue, se pluraliza en las interpretaciones, se formaliza, se convierte en menos sustancial.

La libertad comienza a adquirir un nuevo sentido: ya no es la emancipación frente a ataduras esclavizantes en un contexto todavía monista. Es la posibilidad de elegir entre distintas opciones posibles e igualmente válidas a la hora de buscar los apoyos para la construcción de la identidad.

Este nuevo contexto de libertad abre la, para mí, correcta forma de entender la crisis, o la transformación, del Estado nacional: no es tanto cuestión de si éstos son demasiado pequeños para lo grande, o demasiado grandes para lo pequeño. La verdadera revolución que se está produciendo es la de la desvinculación de los elementos unidos necesariamente en el paradigma del Estado nacional. Ya no vale la ecuación «una etnia, una nación, un Estado, y como necesidad», como tampoco vale la equiparación necesaria «identidad individual, identificación grupal —con la nación—, conciencia ciudadana».

Existe etnia, existe nación, existe Estado, existe identidad, existe referencia grupal: pero cada uno de los elementos con valor por sí mismo, y no en función de la necesaria vinculación con los otros.

Si es posible hablar de identidad sin presuponer que para ella es necesaria la identificación con la nación, con el grupo; si se puede hablar de nación, sin que ello presuponga exigir un Estado propio; si se puede hablar de identidad en constitución plural, por referencia a contextos y referentes simbólicos plurales, entonces la comprensión de la nación, de las naciones, no podrá ser una comprensión que se base en la homogeneidad de la cultura, de las identidades de los nacionales, y podrá recuperar, por lo menos en parte, el carácter voluntario de la constitución de la nación.

No existe individuo sin referencias sociales. No existe identidad individual autista: todas las identidades se constituyen por internalización de referencias sociales. Existen y seguirán existiendo grupos, contextos de referencia, materiales de nación. Pero de ellos no se sigue con necesidad ni una identidad normativa en cada caso, ni una nación homogénea necesariamente, ni la consecuencia de un Estado que corresponda a una nación constituida por nacionales idénticos en su identidad.

Es una nueva libertad posible. Frente a esta nueva posibilidad no dar el paso para su materialización, para la transformación de los actuales Estados nacionales introduciendo en ellos, en toda profundidad, la realidad del pluralismo en todos los sentidos, la negación y la relativización del monismo, el siguiente paso de la secularización, no significa quedarnos como estamos: significa caer en el fundamentalimo, defender la tradición con métodos tradicionales (Giddens), significa dar un paso atrás, cerrarse a libertad posible.

Es necesario aplicar a los actuales Estados nacionales, y a los nacionalismos irredentos que se han configurado a imagen y semejanza de ellos, lo que el filósofo Odo Marquard dice de las personas: «Es necesario que los hombres tengan no sólo una o pocas sino muchas historias porque si sólo tuvieran una única historia estarían totalmente entregados en sus manos; sólo cuando tienen muchas historias se encuentran relativamente libres respecto de la historia y son capaces de desarrollar la propia pluralidad, es decir, ser un individuo» (Odo Marquard, «Historia universal e historia multiversal», en Cuadernos Hispanoamericanos, Nr. 591, Septiembre 1999, p. 100).

Es preciso que España aprenda a entenderse, aparte de como nación para quienes la sienten como tal, también como Estado pluranacional. Es preciso, pues, que se desnacionalice el Estado. Al igual que es necesario que el nacionalismo vasco entienda que Euskadi es plural, también en relación a su propia definición como nación, también en su identidad, en sus identidades. Es preciso, pues, que se desestatalice la comprensión de la nación vasca. Es preciso que Europa aprenda que por la suma de sus componentes nacionales y estatales es multicultural, pero que también lo es en cada uno de sus elementos nacionales y estatales. Es preciso, pues, que empecemos a pensar en Europa y en su constitucionalización plantándonos más allá del paradigma del Estado nacional. Si queremos hacer de ella un Estado nacional, pero más grande, fracasaremos rotundamente.

Político. Ex consejero y portavoz del Gobierno vasco.