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Volvía Gerardo Diego muchas veces a las zumbas y donosos descaros de sus jinojepas de Lola, aquella revoltosa compañera de la, revista Carmen con sus poetas de la proclama del 27 en el Aterteo sevillano: Diego, Aleixandre, Cernuda, Lorca, Alberti… Lola era la humorística crónica y defensa del mensaje que se festejó ya con este talante en la Venta de Antequera coronando a Dámaso Alonso como padre y maestro de la idea gongorista. Ataca así una jinojepa a un muy estimado crítico por haber puesto sus peros a la «brillante pléyade»: «Sabe usted de poesía / menos que Salaverría»… Algo tenía de jinojepa el poemilla a Dámaso Alonso en su jubilación de cátedra que empezaba: «Dámaso, Dámaso Antónimo. No hay más Dámaso que Dámaso, / y que perdone San Dámaso / y otros santos de su homónimo».

El subrayado es mío, claro. Aquel bendito Gerardo, sonrojadillo, aseguraba que fue sin mala intención. No mala, ¡vive Dios!, la mejor. Nada menos que situar a este otro Dámaso con el papa español, San Dámaso, algo poeta el tocayo, de cuyos versos latinos me susurrara un día unos cuantos el puntualísimo Antónimo, tan pronto siempre a dar de sus saberes y sabores de las flores de toda jardinería lírica de cualquier tiempo y lugar. Pero por las flores, ¿no sería mejor Autónomo? Lo que Gerardo quiere decir es que su Dámaso es el único, el más Dámaso de los Dámasos, suponiendo en el nombre virtudes que él poseía sobre todos los demás. ¿No sería así el Antonomásico? Porque de Antónimo vemos en el Diccionario de la Real Academia: «Dícese de las palabras que expresan ideas opuestas o contradictorias».

Veo ese perfil recogido en su Obra Completa dentro de Semblanzas, y, mire usted por dónde, seguido de un romance mucho más bello, dónde va a parar, que se inicia -mil veces perdón— así: «Dámaso Santos un nombre / de liturgia y romancero…», con el que la inmensa bondad del poeta cántabro quiso, hace ya muchos años, patrocinar mi primera y casi única salida al público con un libro de versos.

Pese al aspaviento gerardino, el homonimato ha seguido juntándome al Dámaso maestro y liróforo celeste, casado con Eulalia Galvarriato y habitante de aquella deslumbrante biblioteca que ahora pasa al dominio de la Real Academia. Llegaban a mi buzón, y llegan, libros, revistas, convocatorias, dedicatorias a mi atención, pero con su apellido. Él recibía cambiado también. Me llamó una vez enseguida: «Tocayico, aquí tengo un sobre para ti que vale por lo menos un duro». Contenía un comunicado de gran empaque y feliz motivo que celebramos. Una editorial de mi trato continuo me pone indefectiblemente dos tarjetas de invitación para sus presentaciones de libros: correcta una; la otra dirigida ni más ni menos que al glorioso extinto. Una eminente institución cultural me sigue añadiendo en sus envíos un segundo apellido: el Alonso del inolvidable. Y creo que vale destacar entre el rico anecdotario de trastueques esta finísima perla de más de una ocasión: «Sr. D. Amado Alonso», que podrían calificar los lingüistas entre los curiosos efectos sicofonéticos de la contigüidad.

En esta mi mediática dedicación de siempre a la vida literaria, la figura de Dámaso Alonso era un acontecimiento continuo: publicaba un libro tal vez poético, pero más a menudo de esos trabajos filológicos, estilísticos, históricos suyos que eran además una delicia de prosa esmaltada de exclamaciones e interrogaciones que ponían emoción, sorpresa, ironía en medio de su científico discurrir. Conferencias, regresos de viajes donde a lo mejor había ido a realizar unos trabajos de investigación, amén de sus contratos docentes, y se había puesto a hacer versos ya desde el barco o el avión. La visita y el encuentro se hacían bastante frecuentes y de ello, con el tono afectivo de nuestra tocayez, sacábale a menudo graciosas dedicatorias hasta casi todos los volúmenes de sus bermejas Completas en Gredos. Separatas, revistas, traducciones de su obra poética como de ésta de Oreste Macrí, Uomo e Dio.

—Te daría esto de Andrew Debicki, aunque me parece que tú, fuera de las románicas…
—No te preocupes, maestro, lo tengo traducido por Manuel Revuelta en Cátedra. Su Dámaso Alonso. Por cierto que nada me has comentado de lo que Debicki estima por muy útil, al punto de subrayar y extender en un capítulo, lo que apunto en Generaciones juntas del conflicto en tus concepciones entre certidumbre e inseguridad para referirlo a las tensiones presentes en tu verso. «Dámaso Alonso con su contradicción», recuerda, con el dístico de Goethe, tan caro a Ortega: «Yo no soy un libro hecho con reflexión, /yo soy un hombre con mi contradicción». Ya ves, «trabajo útil», y dicho por uno de tus mejores comentaristas.
—Je, je, tocayísimo!

La última visita fue en 1984, ese su «año crucial», como escribe Francisco J. Diez de Revenga. Cuando empieza con el mal de sus mentales inhibiciones y se le mueren, y les habla en sus versos, sus entrañables Jorge Guillén y Vicente Aleixandre. Después de un silencio de los que a veces poblaba con algún tenue silbar de una popular melodía, me entregó un largo poema impreso en forma de cartel. Se titula ¿Existes? ¿No existes?, que cierra el volumen que acababa de organizarle en Cátedra Margarita Smerdou Altolaguirre -sobrina de otro de sus muertos del grupo aquel, Manolo Altolaguirre- con el doble título de Antología de nuestro monstruoso mundo, y Duda y amor sobre el Ser Supremo. En la primera parte están todos sus poemas de la conturbación existencial —»estos espantos que me rodean»- con el estallido mayor de Hijos de la ira, y, en la segunda, los inéditos de un Dámaso Alonso que ya no investiga, mas todavía le queda la voluntad, la acción del verso para decirse y desdecirse. Ese Dámaso tan autonombrado en el libro entero con sus feroces autoimprecaciones: «jayán pardo», «pedante», «lata vacía»…, y alguna que otra tierna o amable identificación: «Ya Dámaso-ciudad, factoría», o «a este río que llamaban Dámaso, digo Carlos».

Ha perdido el fino toque del humor y la melancolía que suavizaban un decir poético que ya bajó a la plaza bien conducido por una oculta y frenadora sabiduría expresiva y sólo sabe ahora darle vueltas a lo mismo con la misma dureza de Unamuno —otro empecatado antónimo— que decía: «Dios que no existes / pues si tú existieras / existiría yo también de veras». Dámaso también sabe en estos últimos días de su vida— que ese Dios tan seguramente muerto con la revelación nietzschiana, es necesario para la mente y el corazón de este anciano que estuvo siempre a su vera en el rezar de su madre, de Eulalia, de su mismo anhelo de justicia y de paz universales; para encontrarse pronto con su madre, con estos Jorge y Vicente que se acaban de marchar. «Amor, no sé si existes. Tuyo, te amo», termina el poema del cartel, quizá el último verso de su vida.

En este centenario de Federico García Lorca, Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, que conmemoramos pensando también en los otros del grupo que lo cumplieron ya, como Gerardo Diego, Jorge Guillén y Pedro Salinas, o lo van a cumplir pronto, como Rafael Alberti, acaso viviente aún, como Luis Cernuda, se ha barajado mucho el cambio de valores y estimaciones que han experimentado en la bolsa de la admiración. Lejana ya esa bajada al purgatorio que sufren los grandes escritores al morir, incluso antes algunos, parece que el Federico que había perdido enteros, recupera algunos, aunque variando los fundamentos estéticos de su exaltación. Aleixandre, que había tocado fondo, poco a poco se rehace; que Luis Cernuda quizá llegue a su centenario sin haber descendido nada del máximo alcanzado ya antes de su muerte— el purgatorio fue muy antes todavía- principalmente a costa de Aleixandre y Lorca. ¿Cómo se ha jugado Dámaso Alonso?

¡Ay, ese lector del futuro, ese crítico revisionista que se supone sean los justos estimadores! No creo que Dámaso Alonso haya perdido mucho en sus ensayos, que como tales, y por el temple con que fueron escritos, son antes que nada una ansiosa voluntad de aproximación o descubrimiento, impulsada tanto por un requintado saber cómo por una poderosa intuición poética. Al poeta, que tuvo una tardía exaltación diferencial y renovadora con Hijos de la ira —como le pasó a Lorca con Poeta en Nueva York, y a Aleixandre con Sombra del Paraíso- se le ha ido unificando el sentido primordial de su obra, que sin duda culminó en ese libro, como revela el antes citado volumen -ya lo habían comentado así Carlos Bousoño y Andrew Debicki— desde sus primerizos de perfección retórica acabada hasta la Antología de nuestro mundo monstruoso, hasta esos últimos, temblones y «algo pedregosillos» —como hubiera dicho él— de Duda y amor sobre el Ser Supremo. Una consistencia para clásico. Aunque no fuera gongorino del Góngora que reivindicó ni el otro capitán Araña de una poesía denunciante de posguerra. Todo un Antónimo, sí, pero lejos del que cantara Gerardo Diego por su hiperdamasiana excelsitud.