Tiempo de lectura: 3 min.

Poeta, profesor, traductor, editor, crítico cinematográfico… Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969), pese a su juventud, ha frecuentado ya casi todas las trincheras de la literatura y en todas ha combatido con inteligencia y rigor. Fue un lujo, por ejemplo, oírle hablar de Luis Cernuda el verano pasado en El Escorial. Lo hizo con profundidad y claridad nada habituales y sin caer en las reiterativas imágenes que, tan a menudo, se nos dan de los poetas. Una intervención de esas que provocan sana envidia y deseos de emulación. A la obra del poeta sevillano está dedicada, precisamente, su tesis: La presencia del romanticismo inglés en el pensamiento de Luis Cernuda (Eunsa, 2000).

El primer libro de poemas de Gabriel, Vísperas del silencio, recibió el premio Gerardo Diego de 1991. El último, hasta ahora, ha sido finalista del Premio Nacional de Poesía (Últimos días en Sabinia, PreTextos 2001). Fina percepción de las analogías, serena reflexión, sabiduría para representar lo intangible con imágenes tangibles: ésas son, a mi juicio, algunas de las virtudes de la poesía de Gabriel Insausti, de quien ofrecemos este adelanto de su próximo libro que verá la luz en la Editorial Renacimiento.

Un servidor es poco dogmático en cuestiones sublunares, que obligan a caminar por terrenos movedizos, cambiantes, relativos: mejor dejar el dogma para cuestiones supralunares, si es que las hay. Quiero decir con esto que entre mis numerosas virtudes no se encuentra la de poseer una estética definida, cerrada y excluyente: como lector, la poesía que me gusta puede ser experiencialista o culturalista, expresiva o parca, narrativa o puramente lírica, de derechas o de izquierdas, partidaria de Gwyneth Paltrow o de Rocío Jurado. Que todo tiene su interés.

Lo que sí puedo aventurar es qué ha sido la poesía para mí hasta ahora y -cosa llamativamente distinta- qué pretendo yo que sea. Aunque no desdeño el juego verbal, esto de la poesía siempre me ha parecido más bien un modo de estar en el mundo, que en mi caso tiene que ver con una actitud contemplativa, con un cambio de ritmo, con un paréntesis en la actividad diaria; más que un oficio, una modalidad del ocio, en el sentido más aristotélico. Soy una persona de temperamento marcadamente visual, más que sensual: no imagino mayor privación que la ceguera ni mejor comunión que la mirada. Y creo que eso se nota en la tendencia de mis versos a construir escenarios aptos para un determinado acontecimiento. Vamos, que me parece irrenunciable el arranque espaciotemporal, la situación. ¿Qué sería entonces el poema? Pues el residuo -o el fingimiento- de un momento feliz en que las cosas han tenido un sentido, han rezumado una luz distinta: ese momento en que se atisba algo que escapa al criterio habitual con el que medimos la realidad. Quizá por eso me empieza a interesar introducir el tema religioso, hasta ahora ausente casi por completo. Claro está que la poesía traiciona toda poética: lo.que acabo de decir sólo se corresponde someramente con los poemas que presento, que además tienen -al menos dos de ellos- mucho de ejercicio. Pero en fin: el poeta propone. Lo que no está claro es quién dispone.

EL ECO DE MI PROPIA FANTASÍA

¡El lento resoplar de aquellos trenes

en la estación del Norte!Los andenes

vestidos de un tumulto desgarbado,

los mozos, la consigna, aquel tejado

que daba en las cocheras a la vista

un toque Victoriano o impresionista.

Un silbato: la hora. Los viajeros

repetían adioses y tequieros.

Después, sobre el espacio de la vía,

flotaba una sutil melancolía

que contaba, sin fin, la misma historia

eterna como el giro de una noria.

Yo veía pasar esos vagones

cargados con las tercas invenciones

de mi imaginación, hacia un lejano

paisaje del oeste americano.

Así, sin sospechar de los países

su seca geografía en tonos grises,

viajaba en una azul locomotora

que entonces era mágica. Y ahora

la estoy viendo llegar desde el pasado:

los mozos, la consigna, aquel tejado…

Extraña realidad, que parecía

el eco de mi propia fantasía.

LAS CIGÜEÑAS

Para Eduardo y Alkain

Suelen llegar sin falta a nuestros pueblos

en los días de marzo, inevitables

como el sol que las guía. Y traen consigo

el cansancio cobrado de otras tierras

cuyo clima mudable les obliga

a buscar el cobijo entre nosotros.

Construyen en la torre de la iglesia

la corona de espinas de sus nidos

y encuentran en las piedras, agrietadas

por la edad o el descuido de los hombres,

la insólita firmeza que persiguen.

No saben nuestros sueños, desconocen

que acaso sus celosos anfitriones

sentimos el deseo de imitarlas.

Su estancia sólo dura lo que el paso

del viento, lo que dura su fatiga.

Se marchan y las vemos alejarse

hacia ese sur que nunca exploraremos.

LA POESÍA

Ese raro momento en que las cosas

y su nombre coinciden. Esa insólita

urgencia por salvarlas del olvido

que entonces se abre paso entre palabras.

Ese instante certero que trastoca

la luz de los objetos y nos muestra

su humanidad posible. Esa certeza

que después sobreviene recordándonos

cómo todo camina hacia la muerte.

Poeta y escritor