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Confesiones de un amigo
Luis Alberto de Cuenca
Las cien mejores poesías de la lengua castellana
Espasa Calpe Madrid, 1998, 404 págs.

Las antologías son inevitables. Cualquier lector, al terminar de leer una colección de poemas, ya tiene hecha su selección de aquéllos que más le han gustado, que más le han sorprendido o que más le han emocionado. Incluso dentro de un mismo poema, el lector elige, a veces, algunos versos sueltos que van a ser sus preferidos y los llamados a fijarse en esa antología esencial de todo lector de poesía que es la memoria.

Cuando ese lector se encuentra con otro cofrade de la minoritaria sociedad, casi secreta, que los aficionados al vicio solitario de leer versos componemos, surge de inmediato el intercambio de esos retazos selectos que cada uno alberga en su memoria.

Por el entusiasmo o la frialdad con que recita los versos de los distintos autores, conocemos al otro mejor que si nos hiciera vergonzantes confesiones íntimas. A veces, la admiración por tal autor o tal escuela o el desprecio por tales otros, compartidos con pasión por algunos miembros de la cofradía de la que aquí se habla, les lleva a crear sociedades aún más secretas, de escasísimos componentes, desde luego, pero unidos hasta la muerte, sí, hasta la muerte, por el amor apasionado hacia algún poeta o por el odio irracional a algún otro.

Así es y así tiene que ser. El inmenso caudal de la poesía escrita o recitada en nuestra lengua no sólo es inabarcable sino que nos obliga de forma conminatoria a elegir.

La poesía surge siempre para comunicar, aunque sólo sea la angustia que en el hombre provoca la imposibilidad de hacerlo; con esa finalidad sale de las manos o los labios de su creador. Los lectores, al leer los poemas, muchas veces los recreamos en nuestra pletórica soledad, pero otras se los leemos a aquél al que queremos transmitirle pensamientos, sentimientos o experiencias que esa lectura expresará de forma inmejorable. Al escuchar el poema que el otro nos recita, no sólo recibimos el mensaje que en sus versos contiene, sino que estamos aprendiendo muchas cosas del que nos lo ofrece, al que estamos conociendo de forma más profunda.

Eso es lo que hace Luis Alberto de Cuenca con Las cien mejores poesías de la lengua castellana. Luis Alberto de Cuenca ha respondido al divertido encargo que Víctor García de la Concha le hizo el pasado año de seleccionar las cien mejores poesías de la lengua castellana, a la manera que lo había hecho Marcelino Menéndez y Pelayo, también, como él, Director de la Biblioteca Nacional, encerrándose un mes con su memoria y con algunos libros para dar un repaso a ese océano de maravillas que son los tesoros de nuestra poesía.

Lo ha hecho con toda su inmensa sabiduría de conocedor acreditado de la poesía, y no sólo de la española, y toda su exquisita sensibilidad de poeta que sabe el valor que la palabra tiene para conocer y comunicar. Pero, además, al seleccionar poemas y canciones, lo ha hecho pensando en el lector. Un lector con el que ha buscado la complicidad amistosa ya desde esas ligeras, armoniosas, cálidas, inteligentes y, también, eruditas líneas que nos da para presentarnos cada poesía elegida.

Así, la antología del bastante sesudo Director de nuestra incomparable Biblioteca Nacional se lee como se escuchan las confesiones de un amigo. En más de una ocasión Luis Alberto de Cuenca ha hecho pública su aversión hacia los diarios íntimos, esa exhibición muchas veces impúdica del devenir de cada cual. Pues bien, esta selección de poemas es, a su manera, la forma que ha elegido el grandísimo poeta que es, para mostrarnos sus gustos, sus caprichos, sus fidelidades, en definitiva, los afectos más esenciales de su Weltanschauung. Al terminar la lectura del libro, sabemos mucho más sobre Luis Alberto de Cuenca de lo que nos podría haber transmitido en unas confesiones biográficas. Y, por supuesto, al terminar esa lectura tenemos la sensación de haber culminado un hermoso viaje, otro más, por la infinita selva de nuestra poesía en la que Luis Alberto, como un nuevo Virgilio, se ha ocupado de llamarnos la atención hacia rincones que, otras veces, nos han pasado desapercibidos. No supone una sorpresa su admiración por el Romancero o por el Cancionero Tradicional, aunque sería bueno recordar su aseveración de que "la lírica de tipo tradicional es una de las creaciones máximas del idioma, un prodigio de intensidad expresiva, misterio y delicadeza". Tampoco nos sorprende saber de su aprecio absoluto por Manrique, Garcilaso, Fray Luis, Lope de Vega, Bécquer o García Lorca. Pero sí que resulta significativo que de Góngora prefiera su vena neopopulista y que preste bastante atención al otras veces maltratado siglo XVIII y que elija poemas en los que se mezclan la narración en verso y el lirismo como "El tren expreso" de Campoamor o "La víbora" de Nicanor Parra, y que de Rubén nos sorprenda con la fascinante, y también narrativa, "Epístola a la señora de Leopoldo Lugones".

En el prólogo al libro, nuestro Virgilio declara, sincero, "que mi selección de hoy no sería mañana la misma". Pero quedémonos con ésta que, caprichosa, amable y generosamente nos ha entregado aquí Luis Alberto de Cuenca. Nos servirá para conocer mejor la poesía española y a él mismo y, al conocerlos, quererlos un poco más.