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HABÍA VIAJADO DESDE Trieste a Pamplona para presentar Microcosmos, su último libro. Era mi primer encuentro personal con Claudio Magris, del que tenía leídos todos sus libros traducidos al castellano, recomendados después insistentemente a colegas, estudiantes y amigos de varios países. Ha sido uno de lo pocos casos, que yo recuerde, en los que la personalidad del autor resulta estar a la altura de una producción literaria excepcionalmente lograda. Así es que me armé de valor y le conté, en presencia de un buen grupo de sus fieles lectores, la pequeña historia de mis anteriores encuentros con él a través de esas fascinantes cartas abiertas que son sus libros.

El cuento empezaba por el final, ya que se trataba precisamente de hablar acerca de Microcosmos. También en este aspecto se había producido el raro fenómeno -que resultó después notorio en casi todos los asistentes a la presentación- de unas expectativas muy altas superadas por la realidad. Aunque la comparación entre libros de un mismo autor resulta particularmente odiosa, hubimos de reconocer que, inesperadamente, Microcosmos es un texto aún mas bello y penetrante, si cabe, que El Danubio.

Confieso que yo había devorado El Danubio en un estrecho valle del Pirineo, debajo de un haya, siempre la misma, a lo largo de cuatro o cinco días de lectura compulsiva y refrenada a la vez. Refrenada, digo, porque -como les sucede a los niños con los caramelos o gominolas- sufría cada vez que pasaba una página, comprobando alarmado que las que me quedaban por leer iban disminuyendo fatalmente. Como en toda aventura, también en ésta, sentía, «lo peor es el llegar» (al final del libro, se entiende). Pues, ¿qué iba a hacer yo cuando hubiera concluido, guiado por Claudio Magris, ese fantástico viaje a través de las aguas del Danubio y de las literaturas danubianas?

Lo que he hecho desde entonces -hace ahora nueve o diez años- es pensar insistentemente en cuál era el embrujo de ese libro, comprado al azar, y cómo podía ser (valga la presunción) que no consiguiera encuadrarlo en ninguno de los géneros literarios frecuentados por un lector impenitente, casi patológico. Enseguida supe lo que El Danubio no es: no es un libro de viajes, no es un ensayo, no es una biografía; tampoco es una novela, al menos en el sentido habitual de la palabra. Poco a poco, y con la ayuda de Maclntyre, descubrí que El Danubio es una narrativa paradigmática. Narrativa que se realiza desde una práctica -el craft, el oficio artesanal de un germanista universitario-, la cual refleja a su vez un aprendizaje ya maduro. Avance que está recorrido, de punta a cabo, por un vector teleológico que conduce desde el incierto nacimiento del río -quizá en el grifo de una granja- hasta su manso y también incierto desembocar en las aguas del Mar Negro.

Es, nuevamente, «el río que nos lleva». Pero esta vez la metáfora, mil veces visitada, nunca es explícita, porque se resuelve en el maravilloso engarce del poso que dejan las sabias lecturas de Descartes, de Kafka, de Heidegger, de Svevo, de Adalbert Stifter, de Elias Canetti, y de cien autores más nunca mencionados en este finis terrae, tan alejado de una Mitteleuropa en la que se desangró históricamente «la espaciosa y triste España». Austria – siempre Austria- es el decadente foco de las grandes innovaciones culturales de este siglo XX. Muy del sabor de Magris fue la anécdota que melancólicamente reflejaba la huella residual -catolicismo aparte- dejada en la Casa de Austria por la larga y fatal conexión hispánica con los Habsburgo. Sucedió mientras Elisabeth Anscombe y Peter Geach, predilectos discípulos de Wittgenstein, tomaban en el Café Iruña taza tras taza de espeso chocolate a la española. Ahora comprendo, dijo Elisabeth, por qué Wittgenstein me decía que en la Viena de comienzos de siglo era considerado de mal gusto no pedir chocolate en las recepciones de media tarde. Cuando yo estaba a punto de aprovechar la ocasión para reiterar la evidente superioridad de nuestra cocina sobre la inglesa, Peter me detuvo -tajante y cortés-recordando el pasaje de Bernal Díaz del Castillo donde el cronista de Indias relata que los aztecas bebían el chocolate en copas de oro.

En El Danubio, el arquetipo literario del río no es una vacía carcasa para introducir en su curso el avance imparable de una vida. Como apuntaba antes, la inmensa metáfora no comparece casi nunca en un texto originalísimo que roza la perfección poética. Es, más bien, un recurso irónico para exponer los hallazgos y perplejidades de una vida: la de un Claudio Magris que sólo aparece a través de Marisa, esposa inspiradora, y del pequeño grupo que les acompaña en el viaje a través de la Mitteleuropa danubiana. Una vida que, en algunos recodos del río y de la cultura germánica, se ve poseída por la persuasión, la clave de todo ese complejo entramado; clave que, de nuevo Wittgenstein, en este libro nunca se dice, sólo se muestra.

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Buena parte del encuadre literario de esa clave vital se encuentra en un espléndido libro de corte académico –El anillo de Clarisse– al que acudí con impaciencia por ver si me ayudaba a analizar esa síntesis, inextricable y leve a un tiempo, que es El Danubio. Allí me encontré con el paso del «gran esti lo» -simbolizado por la comprensión de todo un mundo en una sola escena: la mazurca de Natascha en Guerra y paz– al «nihilismo», representado a su vez por el anillo de la protagonista de El hombre sin atributos, que Robert Musil nos hace ver como un anillo quebrado que no circunda nada. Es el derrumbamiento del imperio austro-húngaro, cuyo himno se cantaba en una ristra de incomprensibles idiomas nacionales, y -con él- el derrumbamiento de un modo unitario de comprender la realidad. La Kakania de Musil era ya sólo un equilibrio montado sobre el vacío, donde la comisión llamada Acción Paralela, encargada de celebrar el aniversario del anciano e impertérrito emperador Francisco José, no encuentra ningún núcleo esencial al que referir tan fantasmal efemérides.

Pero, que yo recuerde, la persuasión no aparecía en aquel libro oceánico por ninguna parte. Volví a encontrar su huella en esa enigmática novela de Claudio Magris que es Otro mar -«siempre escribo acerca del agua», le oí a su autor-, en la que comparece precisamente el mar como una marco literario de la vida humana más ambicioso y certero que el del consabido río. Por otra parte, la índole inequívocamente retórica del concepto persuasión resultaba manifiesta en otra novela, más lograda aún pero no menos enigmática, titulada Conjeturas sobre un sable: historia de cosacos en busca de una patria, en la que el problema es -una vez y otra- cómo hay que contar la historia en cuestión para que resulte verosímil a sus propios protagonistas.

La búsqueda, por tanto, continuaba. La primera, y la más explícita, declaración de lo que la persuasión podría ser, la acabo de encontrar en la caleidoscópica y consistente co lección de artículos periodísticos que lleva por título Ítaca y más allá. Creo que el prolongado esfuerzo indagador, del que estoy alardeando desde el principio, me autoriza a citar un largo texto, en el que además se encuentran no pocos de los motivos centrales del pensamiento de Claudio Magris:

«La vida alienada es aquélla que ha sido privada de fines que realmente la justifiquen y la hagan autosuficiente en la supeditación a una meta superior; en lugar de un fin último ha sido sustituida por una miríada de objetivos momentáneos y parciales, que se suceden unos a otros sin descanso y sin tomar un respiro, como en la cadena de montaje de una enorme producción, sacrificando y quemando cualquier instante al que le sigue, para alcanzar una finalidad meramente práctica y carente de valores, que no ilumina por tanto -ni hacia atrás, en la memoria, ni hacia adelante, en la espera- el camino que nos es necesario recorrer para alcanzarlo.

»Cario Michelstaedter, que comprendió como pocos en nuestro siglo la retórica de esta alienación (y por tanto, su insidiosa capacidad de alejar a los hombres de su propia naturaleza), recurre en las primeras líneas de su obra maestra La persuasión y la retórica a la comparación del peso que quiere sólo caer, precipitarse cada vez más abajo sin detenerse nunca, porque en tal caso perdería su identidad, no sería ya un peso: ‘Su vida es esta carencia de su vida’. No se está nunca en la vida, como no se está nunca en el mar, porque a cada instante los brazos del nadador atraviesan el agua y durante un instante le alejan. El desarrollo de la civilización occidental (…) ha privado al individuo de la persuasión, o sea, de la fuerza de vivir poseyendo plenamente el propio presente y, por tanto, la propia persona, sin tener necesidad de consumirse -para saber que existe- en la persecución de un resultado, que se encuentra siempre un paso por delante.

»El presente para bastarse a sí mismo debe apoyarse en valores, pero el polvillo de fines y obligaciones convencionales, con los cuales la organización social persigue al individuo, ofusca y tapa esos valores, eso si no los destruye; impide al pensamiento detenerse en lo esencial y lo empuja a una carrera angustiosa que lo aparta de lo que ama o de lo que querría amar».

MICROCOSMOS

Pero ya es hora de volver a allí donde empezábamos, es decir, a Microcosmos. Como sugería al principio, no soy yo el único lector que -además de algunos críticos- considera a este libro como una obra aún más bella y esencial que El Danubio. Será quizá porque la prolongada y deliciosa lectura de Magris nos ha ido haciendo mejores; porque la lectura de esos textos consolida en nosotros el temple necesario para entenderlos. Será tal vez porque el propio curso de la vida nos va apremiando y queremos pasar cuanto antes del sueño de la cultura a la vigilia de la vida, aunque siempre sigan entrelazándose la «prosa del mundo» y la «poesía del corazón».

Microcosmos significa, efectivamente, el paso de lo fluvial a lo marítimo, de la Mitteleuropa interior a la Mitteleuropa meridional, cuyo eje ya no es el río Danubio sino el mar Adriático. La continuidad entre aquel grandioso panorama y este escenario a escala reducida se encuentra ya aludida en el mito griego de los Argonautas que, a la conquista del vellocino de oro, conducen su nave por agua y por tierra (sobre sus espaldas), para huir de las nieblas y de los monstruos de Cólquide y llegar a las tranquilas islas cercanas a la actual ciudad de Trieste. Así lo confirma Magris en Microcosmos: «Está bien que el Danubio -el río de la Mitteleuropa continental, de su grandeza, de su melancolía y de sus obsesiones- afluya al Adriático, porque el Adriático es el mar por excelencia, el mar de toda persuasión y de todo abandono, de la verdadera vida y de la armonía con ella».

Y mucho más adelante añade en un texto decisivo: «La leyenda que hace desembocar el Danubio en el Adriático revela el deseo de disolver las escorias de miedo, obsesiones, pudores, delirios de defensa -de las que está tan lleno el continente atravesado por el río- en la gran persuasión marina, distendido abandono, puro presente de la vida que se basta a sí misma y no se consume en la carrera hacia metas que alcanzar, en el ansia de hacer, o sea de haber hecho ya y ya vivido, sino que es felicidad sin meta y sin agobio, eternidad y autosuficiencia del instante».

Al margen del fragor de la historia universal y de las ambiciones y fracasos de la alta cultura, los raros momentos de persuasión -de armonía consigo misma y con el mundo- los logra la persona en la micrografía de los rincones frecuentados, en las caras y nombres familiares, en la cadencia de la música sabida y de las olas de siempre.

Son los veranos pasados con Marisa, con Francesco y Paolo, sus hijos, en el Monte Nevoso, adentrado ya en los Balcanes, en la frontera entre Eslovénia y Croacia. Allí esperan de madrugada, en un claro del bosque, que aparezca el sol por encima del pino rojo, como otros años. Allí siguen las huellas del oso, que nunca verán, pero que ofrecen una meta a sus andanzas por sendas perdidas. Son las vacaciones de invierno, transcurridas siempre en la misma posada del Tirol sur, rodeados de nieve y conviviendo con los paisanos que juegan a las cartas, al desquite, mientras comparten el pausado curso de la vida de los posaderos.

Momentos de esa «ternura por las cosas», a la que ni Hegel mismo es ajeno. Esto no es minimalismo, piensa Magris, porque todos los instantes son insustituibles, y la vida ordinaria y las cosas que en ella hacemos están siempre abiertas a la plenitud o a la penuria existencial. La figura de un profesor universitario, interesante o aburrido, puede ser tan poética como la de un peluquero de Trieste o la de un pescador que hunde sus pies en el fango para sacar a tierra su red menguada de peces.

A pesar de que Trieste y su entorno es una encrucijada de pueblos y un nudo de luchas, no hay nunca amargura en los juicios de Magris sobre los habitantes «multiculturales» de tierras troceadas por en choque entre Germania, Francia, Italia y los Balcanes. Hay benevolencia para todos, incluso -y quizá especialmente- para los comunistas italianos que emigran en la postguerra a la Yugoslavia del socialismo real, para encontrarse allí con las sospechas de estalinismo que proyecta sobre ellos un Tito reconvertido, y que pagan con años crueles en un campo de concentración rodeado por el mar. Es la fidelidad a un ideal torcido, a un proyecto que, de triunfar, habría hecho su vida aún más desgraciada.

Vivir en Trieste es como no vivir en ninguna parte y, por ello mismo, estar en condiciones de registrar-como un sismógrafo, se ha dicho- hasta los más leves ruidos y movimientos, hasta los más sutiles olores y sabores. Si el universo de El Danubio era el de la inteligencia a gran estilo o con cadencias nihilistas, los escenarios de Microcosmos son situaciones llenas de abigarradas e inconfundibles sensaciones, anécdotas mínimas, ambientes de café, recuerdos de escritores locales, de figuras semi-reales magistralmente noveladas, como la solterona con novio de siempre, que afortunadamente muere a tiempo, y puede pasar a la envidiable situación de soltera-viuda, o el cura filósofo y enólogo que hace la vista gorda cuando sus feligreses le roban los frutos de la cosecha. Y el agua, el agua por doquier, aguas marinas y fluviales, en forma de nieve o en forma de limo, aguas de lluvia y de estanques en el parque municipal de Trieste.

Es un panorama más cambiante y ligero, que paradójicamente deja respiro para reflexiones contundentes y explícitas, que en El Danubio brillaban suspendidas, como polvo arrastrado por las grandes tolvaneras de la historia, que no permiten el sosiego necesario para estar persuadidos de lo que queremos decir o de lo que pretendemos hacer. Magris suele decir que Microcosmos es un libro «persuaso», es decir, persuadido y -añado por mi cuenta- persuasivo.

«El diablo es conservador», escribió Claudio Magris a raíz de la caída del imperio soviético en torno a 1989. Desde luego, Magris no lo es. No sólo porque resultara elegido, con más de 70.000 votos, como senador de la coalición de centro-izquierda, sino sobre todo porque no intenta mantener ninguna ventaja de raza, cultura, lengua o nación. Toda endogamia y pureza étnica- sostiene- conduce al raquitismo y al bocio, palabras que deberían grabarse con grandes letras en el dintel de las universidades españolas y de los partidos políticos autorreferenciales. Bien está recordarlo porque, como él mismo dice, «en toda Europa se extiende la fiebre de los nacionalismos municipales, el culto a las diversidades no amadas ya como expresiones concretas de lo universal-humano, sino idolatradas como valores absolutos y contrapuestas furiosamente cada una a las demás».

El bellísimo libro de Claudio Magris es como un viaje lento. Constituye, en último término, una meditatio mortis y, por eso mismo, está lleno de una vitalidad realista y serena que facilita amar a las personas cercanas y aspirar a una felicidad sin ansias ni prisas. A propósito de una casa neoclásica llamada Villa Passatempo, escribe Magris: «Tal vez sea eso el pecado original, ser incapaces de amar y ser felices, de vivir a fondo el tiempo, el instante, sin la manía de quemarlo, de hacer que acabe pronto. Incapacidad de persuasión, decía Michelstaedter. El pecado original introduce la muerte, que toma posesión de la vida, la hace sentir insoportable en cada una de las horas que acarrea en su transcurso, y obliga a destruir el tiempo de la vida, a hacerlo pasar pronto, como una enfermedad; matar el tiempo, una forma educada de suicidio».

Pero nadie está libre del pesar que lleva consigo una vida que parece apremiar y urgir por todas partes, mientras se nos escapa como agua entre las manos. Con lo cual está íntimamente relacionado el oficio de escritor, porque escribir sirve también para distraerse de la muerte: «Tal vez la estrategia más eficaz para eludir la pena de vivir es dedicarse a la reexhumación de vidas ajenas olvidándose de la propia».

Me olvidé de contarle a mi amigo Claudio Magris que, en la universidad de los años sesenta, vi en la pared de mi facultad una pintada que decía así: «La melancolía es la nostalgia de lo que no se conoce», o«

Alejandro Llano (Madrid, 1943) estudió en las Universidades de Madrid, Valencia y Bonn. Se doctoró en la Universidad de Valencia, donde fue profesor adjunto hasta obtener la Cátedra de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid. Entre 1981 a 1989 fue decano de la Facultad de Filosofía y letras de la Universidad de Navarra y en 1991 fue nombrado Rector. En el 2000 fue nombrado Presidente del Instituto de Antropología y Ética de esta Universidad, además, de ser uno de los impulsores del Instituto Empresa y Humanismo. Es Académico de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino.