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“Los vientos y las olas están siempre a favor

de los navegantes más capacitados”

Edward Gibbon

Roy Jenkins concluye, en su ecuánime y sobresalientemente informada Biografía sobre Winston Churchill (1874-1965), que antes de escribir la misma, creía que Gladstone (del que también fue biógrafo) había sido el más grande de los políticos de la historia de Gran Bretaña, pero que mientras escribía el libro sobre Churchill cambió de opinión.

“Ahora considero a Churchill, con todas sus peculiaridades, sus indulgencias, su ocasional puerilidad, pero también su genio, su tenacidad y su persistente capacidad, acertado y equivocado, con éxito y sin éxito, una persona que se salía de lo corriente: el ser humano más grande que jamás habrá ocupado el número 10 de Downing Street”.

Churchill, (Península), 1176 págs.

La sabia apreciación de Jenkins condensa en alguna de sus cualidades más idiosincrásicas, su indomable voluntad y la determinación con la que siempre compareció ante las impredecibles y profundas mareas del destino.

Pretender definir la personalidad de Churchill de forma lineal mermaría la dimensión de su figura pública, nítidamente veraz y atractivamente contradictoria

Pretender definir la personalidad de Churchill de forma liminar y lineal, sin atender a las diferentes fases e intensidades de su caudalosa trayectoria vital, plural en itinerancias y azarosa en encrucijadas, aguaría la complejidad de su irrepetible carácter y mermaría la dimensión de su figura pública, nítidamente veraz y atractivamente contradictoria. La aportación positiva de este escrito, al fin y al cabo, estará en saber trasladar al lector la motivación profunda de sus diferentes actuaciones públicas y cómo fue transformando, con el paso del tiempo, su volcánica personalidad, sin perder nunca su ímpetu, en un torrente de sabiduría política providencial en la infernal etapa histórica que vivió la Humanidad y que a él le tocó protagonizar en un papel estelar.

El historiador británico Simon Schama, en su luminoso epílogo del libro de Roy Jenkins, hace referencia a las apreciaciones que George Orwell dirige a Churchill a raíz de la publicación de sus  Memorias sobre la Segunda Guerra Mundial. Orwell atribuye a Churchill el don de la cercanía con el pueblo. Para Orwell, los escritos de Churchill eran “más parecidos a los de un hombre de la calle que a los de una figura política”. En su obra autobiográfica My Early Life, explica Churchill cómo en sus años escolares en Harrow “me metí en los huesos la estructura esencial de la frase británica corriente, lo cual es algo noble”. Churchill -continúa Orwell- creía que por encima de cualquier cualidad política y militar, era su exuberante humanidad –egotista, errática, histriónica– así como su larga carrera como guerrero de las palabras lo que había prendido en unas gentes agitadas y las había convertido en compañeros de armas. Junto a esa humanidad hay que reconocer la gran capacidad que tenía para burlarse de sí mismo.

El historiador John Lukacs, en sus célebres e imprescindibles libros sobre Churchill, (Sangre, sudor y lágrimas: Churchill y el discurso que ganó una guerra y Cinco días en Londres, Mayo de 1940. Churchill solo frente a Hitler) asegura, con conocimiento, que la primera virtud de su carácter fue la magnanimidad, y ejemplariza esta en su tendencia  a perdonar  y a pasar por alto los incidentes desagradables. Por ser tan definitoria de su personalidad, me permito reflexionar algo más sobre ello.

Esta cualidad que surge de la nobleza del alma, de la grandeza y elevación del espíritu, Churchill la tenía indeleblemente impresa en la más recóndita intimidad de su ser, a pesar de su predisposición a la retórica pomposa, a sus ocasionales intransigencias y su menos ocasional engreimiento (efecto colateral de su indisimulable seguridad en sí mismo). El magnánimo, como Churchill, suele tener una alta estima de sí mismo. Estima no injustificada, sino acorde con su valor y méritos, y la recompensa que amansa en la incandescencia de su corazón es la obtención del reconocimiento, que ensalza su sentido del honor y dota de altura y serenidad a su dignidad.

En el magnánimo hay restos ancestrales de una inocencia no perdida, una personalidad que, como dijo Hölderlin, se acuerda “de lo que un día prometió siendo niño” y a lo largo de su vida ha sido conmovedoramente fiel, contra mundum, a esa promesa. Brotan a lo largo de su vida signos de heroísmo, de incontaminado idealismo. La entrega hasta las últimas e ineludibles consecuencias que reclama el ideal, el valor auténtico, sin cálculo, ni  dobleces, que demandan las grandes empresas y que reluce en las adversidades. El magnánimo es refractario al resentimiento, no le complace recrearse en el mal ajeno recibido, porque no alberga lugar donde consignarlo ni consiente que el recuerdo bondadoso y dulce de su pasado pueda verse alterado por la banalidad del odio. Más bien la Compasión y la Piedad hacia el prójimo forman parte de sus señas de identidad más reconocibles. En su heterodoxa necesidad de armonía parece como si hubiera tomado al pie de la letra el consejo de Cicerón: “borrar con eterno olvido todas las pasadas discordias“.

En Churchill siempre brilló, asimismo, la  consistencia de su ejemplar perseverancia. Esa perseverancia que inmortalizó en su último discurso como Primer Ministro en la Cámara de los Comunes: “jamás vaciles, jamás te fatigues, jamás desesperes“. Conoció  la fortaleza de la paciencia (laborioso fruto postrero y paradójico de su reconocida “extravagante impaciencia“) en el inacabable recorrido de su existencia, incierta, confusa, llena de tentaciones, siempre vencidas por aquel que nunca declinó el verbo abandonar. En Churchill sobresale  el coraje inmanente que, en días de tormenta, oye esa voz que te llama por tu nombre y te pide que continúe sin más porque el sentido del deber no abdica, el compromiso  no capitula.

Estas cualidades, cuyas contradicciones certifican su canon, aparecen a lo largo de la vida de Churchill nítidamente contrastadas  asoman, en profusos y reiterados lances de su vida construyendo, de forma natural  y sin imposturas, paso a paso, el Mito.

Entre  los numerosos escritores que  han profundizado en su obra, no ha sido fácil para nadie explicar las múltiples singularidades del carácter de Churchill, ni tampoco su larga permanencia en la política a pesar de sus frecuentes y graves equivocaciones. Su carrera alcanzará el mediodía a sus sesenta y cinco años, con la designación como primer ministro en la etapa más difícil de la Historia de Inglaterra. Como bien escribió Schama, “lo difícil consiste en demostrar exactamente cómo la envergadura de una personalidad tan truculenta, tan impulsiva, tan a menudo profundamente obstinada, se convirtió, en la oscura primavera de 1940, en lo que se necesitaba para la supervivencia nacional”.

Desde luego el factor de la fortuna que en sus más caprichosos momentos históricos  puede transfigurarse en “accidente“, explica en parte su longevidad política, así como su envidiable lugar en el ranking  de supervivencia. Churchill, dijo Clement Attlee, líder del Partido Laborista que formó parte del Consejo de Guerra, “fue un mortal supremamente afortunado, y el nunca dejó de reconocerlo“. Empezando por su designación, la gran mayoría de los estudiosos de su obra coinciden en afirmar que nunca hubiera sido primer ministro de Inglaterra si esta no se hubiera visto inmersa en la II Guerra Mundial.

Queda constatado que su designación como primer ministro está imbuida de una buena dosis de  circunstancias accidentales y del clima inédito que vivían Inglaterra y el mundo ante la perpetración del envite totalitario, que ya empezaba a acumular un largo currículum de acciones criminales. Son asimismo significativas las reservas que tuvieron los candidatos naturales conservadores para asumir el reto (Halifax muy notoriamente). Es como si se hubieran alineado, formando “una tormenta perfecta”, una serie de factores que conducían hacia la inevitable elección del  hombre predestinado. Ni era la persona que el Rey había elegido, ni la del establishment de Whiteball, ni  tampoco era la persona que habría elegido el partido con mayoría en la Cámara de los Comunes. Pero daba igual, era su momento, era la voz inconfundible del destino la que le reclamaba. Él era el guerrero que necesitaba Inglaterra.

Churchill, que como recuerda John Lukacs no era un hombre de convicciones religiosas, evocó y escribió sobre esa jornada –la del 10 de Mayo- muchos años después, en sus Memorias de la Segunda Guerra Mundial. “Cuando me acosté hacia las tres de  la madrugada, fui consciente de una profunda sensación de alivio. Al fin me encontraba con autoridad  para manejar la escena. Sentí que el Destino marcaba mi camino, y  que toda mi vida anterior no había sido sino una preparación para esta hora y para este proceso”.

La Operación de Noruega (abril de 1940) para interceptar el suministro a Alemania de mineral de hierro escandina fue un fiasco

Además, fue elegido después del fracaso de la “Operación de Noruega”, donde ocupaba el cargo de Lord del Almirantazgo y miembro del Gabinete de Guerra del Gobierno de Chamberlain. En abril de 1940 ideó esta operación marítima, cuyo objetivo era la interceptación del suministro a Alemania de mineral de hierro escandinavo. La campaña fue un fiasco, provocando una investigación de la Cámara de los Comunes en la que Churchill asumió la responsabilidad absoluta, diciendo que aceptaba “la parte completa de la carga que me corresponde“

Churchill fue propuesto al Rey, en última instancia, por su viejo adversario Neville Chamberlain, figura muy respetada como líder del Partido Conservador y Presidente del Consejo, que salvo la excepción de Churchill y la inquina que le tenía Lloyd George, quien le había descrito como alguien que tocaba techo siendo alcalde de Birminghmam en un año de vacas flacas, tuvo el apoyo y la indulgencia de la inmensa mayoría de partido Conservador para firmar con Hitler el Pacto de Munich de 1938 (el llamado “Pacto con honor“), culminación y emblema de la política de apaciguamiento y de contemporización.

La evidente erosión de su Gabinete, acentuada por el accidente noruego, precipitó una moción parlamentaria que, aunque superada por estrecho margen, llevó a Chamberlain a la convicción que no podía seguir, porque Inglaterra, en los primeros días de Mayo de 1940, necesitaba un Gobierno que representase la unidad nacional y tuviera un liderazgo más inspirador.

Las relaciones entre Chamberlain y Churchill habían sido malas desde hacía muchos años. Las diferencias de personalidad eran evidentes y resultan muy ilustrativas. Chamberlain era remilgado y apegado a las buenas formas; no tenía ni la energía, ni la seguridad en sí mismo de un Churchill al que consideraba bullicioso, demasiado llamativo, de un temperamento voluble y poco riguroso en la aplicación de los  detalles.

Sus diferencias venían de lejos del Gobierno, de los años 1927–1928, siendo primer ministro Stanley Baldwin, y ahí radican las principales razones de que  fuera tan reacio a incorporar a Churchill a su gabinete de guerra en 1939.

En aquellos años, dos figuras políticas velaban armas en el Gobierno de Baldwin, Churchill como titular del Ministerio de Hacienda y Chamberlain como Ministro de Sanidad, pero con una posición ministerial crucial. Churchill, con su habitual ingenio –“tenemos que dominar los acontecimientos antes de vernos sumergidos por ellos”-, buscaba sentido político a cada una de sus acciones, con una facilidad innata para dar con el núcleo esencial de las cuestiones. Su plan de acción era el habitual, actuaba como siempre a base del envío masivo de cartas y memorándums, no respetando nunca las fronteras entre ministerios. En la presentación del Presupuesto de ese año, después de haberse enfrentado en 1926 a una huelga del carbón cuyo colofón fue una célebre huelga general, Churchill dijo: “Esta tarde  nos reunimos bajo la sombra de los desastres del año pasado. La huelga del carbón ha costado al contribuyente 30 millones de libras. No es hora de lamentar el pasado, es hora de pagar la factura. No me corresponde a mí repartir la culpa; mi tarea es repartir la carga. No puedo presentarme en el papel de juez imparcial. Soy solo el verdugo político“.

Pero este hombre irremediablemente proactivo, irreprimiblemente combativo, veía que el Presupuesto de ese año tenía poca enjundia y se le ocurrió estimularlo con un aligeramiento de la carga de los impuestos municipales, los implantados por las autoridades locales y que gravaban los bienes raíces. La derivada última del plan de Churchill era abrir una reforma importante del Gobierno local, competencia atribuida al Ministerio de Chamberlain.

Las dificultades obvias para concretar esta importante reforma, los detalles engorrosos que iban apareciendo, irritaban sobremanera a Churchill, y la dificultad para avanzar motivó un indiscriminado ataque a los distintos ministerios que llevaba su sello inconfundible” “es realmente intolerable el modo en que estos departamentos civiles avanzan como una horda de perjudiciales langostas”.

Por todo ello, y por la importancia que tiene en la delimitación de la personalidad de Churchill (por lo menos el de aquellos años), es relevante conocer el contenido de la carta que Chamberlain escribió a Baldwin en verano de 1928: “acusé a Winston  de defender temerariamente planes cuyos efectos él mismo no entendía. Él me acusó de pedantería y de tener celos personales hacia él. Con Churchill nunca tienes un momento de descanso y no sabes en qué momento se fugará. En la consideración de los asuntos, sus decisiones nunca se basan en el conocimiento exacto ni en las cuidadosas consideraciones de los pros y los contras. Busca de forma instintiva la idea grande y preferiblemente nueva, capaz de ser representada con el perfil más grueso. Lo hace, ya sea factible la idea o no, ya sea buena o mala, con tal de poder verse a sí mismo recomendándola de forma verosímil y con éxito a un público entusiasta”.

LARGA TRAVESIA DEL DESIERTO

En la larga travesía del desierto de Churchill en los años 30 eran bien conocidas sus aceradas observaciones sobre Chamberlain y este, a su vez, había intentado por todos los medios frenar y contrarrestar a Churchill, interviniendo incluso su teléfono en ocasiones. Sin embargo, cuando este, en septiembre de 1939, se incorpora como Lord del Almirantazgo (el mismo cargo que ostentaba en la crisis de Dardanelos en 1915), se comportó con gran lealtad hacia Chamberlain, y cuando el primer ninistro, después de la negativa de Halifax a ocupar la Presidencia del Consejo, le dice que va a proponer su nombre al rey, Churchill le corresponde nombrándole Lord Presidente del Consejo.

Churchill actuó con visión, astucia y prudencia, dada la ascendencia de Chamberlain en el Partido Conservador, del que era Presidente, y conociendo el respeto y la fidelidad que le profesaba Halifax, su gran rival en aquellos momentos, y al mismo tiempo secretario del Foreign Office en el Gobierno de unidad nacional que Churchill formó con los laboristas. Halifax, en las reuniones del gabinete, durante los días decisivos de Mayo de 1940, intentó acorralarle, con su pertinaz defensa de la política de apaciguamiento con Hitler, buscando un Pacto en el que pretendía utilizar a Mussolini como intermediario. Pero Chamberlain se decantó, decisivamente por  las tesis de confrontación militar de Churchill, fortaleciendo la entonces débil posición de Churchill en las filas conservadoras.

Presidente del Consejo de Administración de Telemadrid. Del Consejo Editorial de Nueva Revista