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Cuando en 1929 don José Ortega y Gasset publicaba, bajo el título La rebelión de las masas, la colección de ensayos iniciada tres años antes en las páginas de la prensa, seguramente no podía imaginar que aquellas seguirían rebelándose y que apenas dos años después, en España, él mismo intentaría ponerse a su cabeza, interpretando el necesario papel de «minoría dirigente». No corresponde aquí juzgar su éxito o fracaso (él mismo lo hizo el 9 de septiembre de 1931, con su famosa frase «no es eso, no es eso»), sino más bien exponer en qué contexto nació aquella «niña bonita», y si el carácter pacífico del natalicio nubló la vista de los arrobados padres sobre el mundo en que tendría que crecer la criatura.

¿Y cómo era ese mundo? ¿Cómo era, concretamente, Europa? En el extremo oriental, la revolución bolchevique había implantado el primer sistema totalitario ya en 1917.Con Lenin muerto, Stalin seguía reforzando su poder e intentando extender su política internacional, en busca de aliados. Cómo lo hacía, se verá más adelante. En parte como respuesta a esa amenaza revolucionaria, real y posible en un tiempo de aguda crisis posbélica, en parte para hacer frente a esa crisis, van a instaurarse dictaduras personales y, en última instancia, sistemas totalitarios de derechas.

Tiempo de dictaduras en Europa

Veamos pues, además de la URSS, cómo era el panorama dela política europea en los años veinte y treinta. En 1922, Mussolini establecía el fascismo en Italia. En septiembre de 1923, Primo de Rivera proclamaba en España una dictadura que se prolongaría hasta 1931 en la dictablanda. Portugal, tras la revolución que había terminado con la monarquía en 1910, implantaba en 1926 una dictaduraen las personas de Gomes da Costa y Salazar. Ese mismo año, el general Pilsudsky, vencedor del intento de invasión soviética, se hacía con el poder en Polonia. Venizelos instauraría su dictadura (bajo régimen monárquico, igualque Primo de Rivera o Mussolini) en Grecia, en 1928. El propio rey Alejandro I lo haría en Yugoslavia, en 1929. En1931 se produjo el golpe de Gömbos en Hungría. Y, una vez nacida la II República en España, aparecerían en el panorama Hitler, Dollfuss y la dictadura del rey Carlos II,en Alemania, Austria y Rumanía, respectivamente, en el muy fructífero año de 1933. En 1934, Boris III de Bulgaria hizo lo mismo que sus colegas rumano y yugoslavo. Y no entramos en el área extraeuropea, pero podríamos hacerlo no ya en Centro y Suramérica, terreno fértil para todo tipo de plantas revolucionarias y dictatoriales, sino en los poco sospechosos Estados Unidos, donde el fortísimo intervencionismo estatal del New Deal debería hacernos reflexionar sobre la invulnerabilidad de la primera democracia del mundo a los virus antiliberales y populistas.

No son pocos los historiadores que llaman fascismo a todo esto. Que dictaduras y sistemas totalitarios no son lo mismo es algo que no necesita demostración: baste comparar la dictadura de Primo de Rivera, en España, con el nacionalsocialismo de Hitler, por ejemplo. Pero en los tiempos que corren, quizá no esté de más señalar el elemento clave que distingue ambos sistemas: la presencia de una ideología totalitaria, sea en el caso bolchevique, sea en el caso italiano y alemán (con todos los matices y graduaciones que se quieran). Lo demás son meras dictaduras personales, de carácter más o menos coyuntural, con pretensión, a veces, de fundar un partido único de carácter «nacional», y con suspensión o abolición del sistema constitucional y parlamentario. Este último elemento no es definitivo ni característico, ni debe inducir a engaño pues, como se sabe, la Unión Soviética tuvo su constitución y sus cámaras de representantes.

En resumen: en la década de los veinte y treinta se habían implantado dictaduras personales o sistemas totalitarios en toda la Europa del Este y central, en el área balcánica y en la cuenca mediterránea (incluido Portugal, aunque en realidad no tenga costas en ese mar). Mantenían sistemas liberales los países atlánticos (Francia y Gran Bretaña), los del Benelux, la neutral Suiza y los países nórdicos. Y basta. Así que lo «raro», por aquellas fechas,era proclamarse liberal y demócrata. De hecho, el liberalismo o, si se quiere ser más precisos, el parlamentarismo liberal tal como se había desarrollado a lo largo del siglo XIX, desde la Revolución francesa, se consideraba poco más que una antigualla que acabaría en el baúl de los recuerdos antes o después, debido a su ineficacia y escasa representatividad (para unos), al ímpetu revolucionario de la clase obrera (para otros) o a la energía vital deuna nueva raza cósmica (para los terceros).

El canto de cisne del parlamentarismo

En esas tres posiciones están condensadas las principales críticas al parlamentarismo: la que podríamos llamar (en clara referencia al caso español) regeneracionista, la socialistamarxista (pero también anarquista) y la fascista. Ello no implica que no tengan elementos en común. En particular el fascismo se nutrirá de elementos de las otras dos corrientes, presentándose de hecho como síntesis, alternativa o «tercera vía».

Los achaques del liberalismo de Liberté, Egalité, Fraternité se habían hecho patentes con la edad. Al cumplir los 80 años (en Francia) o incluso los 56 (en España), tuvo que resistir el embate revolucionario de una generación que ya no se conformaba con una representación restringida ni con una igualdad más nominal que otra cosa. Las revolucionesque se producen en torno a 1870 barren monarquías liberales, sí, pero de corsé y de rigodón, como la francesa o la española, y se esfuerzan en establecer sistemas más democráticos y representativos, y en desplegar unos derechos del ciudadano retomando la formulación de 1789. Ese proceso coincide en Italia y Alemania con el de unificación nacional. Hasta qué punto resultó exitosa la revolución, o más bien, en palabras de Lampedusa, se trató de cambiarlo todo para que nada cambiase, se vería en el tramo final del siglo XIX. Francia entró definitivamente en la vía del republicanismo; el fracaso de los diferentes experimentos políticos obligó a la vuelta al orden en España, un orden tan deseado como en el fondo, ficticio; en Italia ocurría algo parecido, con las dificultades añadidas de una integración entre territorios hasta entonces independientes y de muy desigual desarrollo económico, social y político, y unas complejas relaciones con la Iglesia, arrinconada y resentida por la pérdida de sus dominios territoriales, mientras que los alemanes avanzaban marcialmente, al ritmo de unas ideas nacionalistas y autoritarias que habían hecho suyas desde la época del Romanticismo.

El affaire Dreyfuss y los descalabros coloniales de Francia en Fachoda, de Italia en Adua o de España en Cuba y Filipinas no hicieron sino elevar el tono de las críticas que se venían formulando desde antes de 1898. Y no sólo en países «decadentes» y condenados a la extinción, sino en naciones vigorosas y aparentemente triunfantes, según los postulados del evolucionismo social y político, entonces tan en boga. Como bien señaló Cacho Viu, el tópico de las «dos Españas», concretamente, de la España real frente a la España oficial, consagrado por la literatura regeneracionista, no era sino un reflejo de las «dos Italias» de la unificación, de las «dos Francias» de esa misma época o, casi más significativo, de las «dos Inglaterras» victorianas que percibía el mismísimo primer ministro Disraeli. Lo que parecía claro, según avanzaba el último cuarto delsiglo XIX, es que esos ajustes realizados entre 1870-1875 no eran suficientes. Los corsés desterrados allá por 1868-1870 habían sido sustituidos por otros más flexibles, pero los cuerpos a los que estaban destinados seguían creciendo y no se dejaban ya aprisionar. Y, poco a poco, la crítica a la práctica política se fue convirtiendo en una crítica al régimen en sí.

Pesimismo y decadencia a comienzos del siglo XX

Quizá uno de los mejores ejemplos de ello nos lo ofrezcan los regeneracionistas españoles, que abogan por una reforma tan profunda del sistema, a fin de acabar con el caciquismo, el pucherazo, el centralismo y la falta de representatividad, que llegan a preconizar la dictadura. Gente morigerada y progresista, afín a la Institución Libre de Enseñanza como Macías Picavea, sostiene, en forma un poco nietzscheana si se quiere, la necesidad de «un hombre, del hombre histórico, del hombre genial, encarnación de un pueblo y cumplidor de sus destinos», «apóstol y Mesías de su pueblo». Y de todos es conocida la defensa del «cirujano de hierro» realizada por el también institucionista Joaquín Costa. Así que, desde que Francisco Silvela diagnosticara la falta de pulso del enfermo España y la necesidad de remedios fuertes, hasta la aparición en el horizonte del general Primo de Rivera, la idea de una dictadura regeneradora o, en su versión más suave y respetuosa con las instituciones, de una «revolución desde arriba», como proclamaba Antonio Maura, se había ido haciendo bastante familiar para los españoles. Como se había ido haciendo familiar la crítica al parlamentarismo liberal y la propuesta de un sistema corporativo, desde los institucionistas mencionados hasta, en el otro extremo, los carlistas, que en 1897 se habían reunido a orillas del Canal Grande de Venecia, plasmando en el documento de Loredán sus afanes regeneracionistas.

Antipartidismo, antiparlamentarismo, corporativismo, nacionalismo: sin que nos atrevamos, como Abellán, a calificarde prefascistas a todos estos autores, conviene subrayar una vez más cómo estas ideas se van abriendo paso en España y en Europa: la Action Française de Maurras y Pujo, surgida en torno al affaire Dreyfuss, y que tantas simpatías suscitaría en España, sería un ejemplo de ello.

Después de una crisis aún mayor, la de la Gran Guerra, ¿quedaban liberales allá por los años veinte? Ortega y Gasset podía proclamarse muy liberal, e ilustrar la portada de la Revista de Occidente con una viñeta alusiva a cada mes según el calendario revolucionario (1925), pero en 1923 había publicado en Espasa-Calpe, traducida por Manuel García Morente, la «biblia» de los pesimistas: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. O de los optimistas, según de qué lado se inclinaran las simpatías del lector. En las últimas páginas, Spengler emplea un tono apocalíptico: «El advenimiento del cesarismo quiebra la dictadura del dinero y de su arma política, la democracia… La espada vence sobre el dinero; la voluntad de dominio vence a la voluntad de botín… Sólo la sangre superará y anulará al dinero. La vida es lo primero y lo último, el torrente cósmico en forma microcósmica». Y, por si hubiera quedado poco claro: «La historia universal es el tribunal del mundo: ha dado siempre la razón a la vida más fuerte, más plena, más segura de sí misma: ha conferido siempre a esta vida derecho a la existencia, sin importarle que ello sea justo para la conciencia. Siempre ha sacrificado la verdad y la justicia al poder, a la raza, y siempre ha condenado a muerte a aquellos hombres y a aquellos pueblos para quienes la verdad era más importante que la acción y la justicia más esencial que la fuerza».

Como solución vital, el siempre enfermizo Spengler propone dejarse simplemente llevar por el signo de los tiempos, negando cualquier atisbo de libertad: «Los problemas que plantea la necesidad histórica se resuelven siempre con el individuo o contra él», son las últimas palabras de la obra.

El diagnóstico de Ortega

Hoy puede causar asombro que Ortega, el formulador de la razón vital que se autoproclamaba «liberal», dejara pasar sin comentarios estas palabras. En realidad, la única crítica de Ortega se centra en la oración fúnebre de Spengler sobre la cultura europea. El apóstol de las vanguardias y la deshumanización del arte no podía sino reprochar al alemán la afirmación contenida en el título y en las últimas páginas. Puesto que la civilización es ante todo cultura, no cabe hablar de decadencia en un tiempo de máximo florecimiento cultural, piensa con optimismo, haciendo una de sus características piruetas, aunque en 1929 vaya a caer de nuevo en la red de La rebelión de las masas. Sin duda estaba por entonces tan entusiasmado con La deshumanización del arte (1925), que le inquietaba relativamentepoco la que podríamos llamar, con toda justicia después de las palabras de Spengler, la deshumanización de la política.

Relativamente poco: en el volumen VI de El Espectador (publicado en 1927 pero escrito en 1926) dedica 34 páginas al fascismo italiano, «sine ira et studio» (sic). El artículo pretende ser una respuesta a las impresiones de viaje publicadas por Corpus Barga en El Sol, pero, como sucede muchas veces, transcurren nada menos que siete páginas hasta que Ortega entra en materia, y cuando lo hace, es con reluctancia, pues como admite él mismo al principio, posee «muy pocos datos sobre el fascismo». Esta inhabitual modestia, que le honra, explica la limitación de sus observaciones, un poco decepcionantes tratándose de la máxima figura intelectual del momento. Más que las características del fascismo, que a él le parecen poco novedosas, le llama la atención el entorno en que surge y que lo hace posible: la pasividad de los poderes públicos y la consiguiente desafección del cuerpo social. Y pone su granito de arena en el elogio fúnebre del liberalismo: «con unos u otros aditamentos o reservas, hoy todo el mundo presiente que “las formas establecidas” de democracia y liberalismo han degenerado hasta convertirse en meros vocablos».

Interesa ese «todo el mundo», porque Ortega sirve de barómetro para medir la presión del momento y porque sirve para situar y valorar la propia iniciativa política del filósofo en la Agrupación al Servicio de la República. Iniciativa que, por cierto, el vanguardista y fascista Ernesto Giménez Caballero veía como anclada «en las delicias del siglo XVIII», es decir, superada y anquilosada. El siglo XVIII era minué y peluca empolvada, rigidez y artificio. El mismo Ortega habla del siglo de las luces como un siglo de viejos, donde hasta los jóvenes se disfrazan de ancianos. De volver al pasado, había que hacerlo a una etapa más vital, más viril: « ¡Tengamos el valor de ser bestiales, brutales, bárbaros!», exclamaba Giovanni Papini, todavía en los años de la Gran Guerra. Con sus compañeros de la revista Lacerba, veía en el futurismo una expresión de vitalidad, de energía, de juventud, que debía abrir paso a un mundo nuevo, sobrio y sin romanticismos, alejado de las convenciones burguesas del amor, la familia y la burguesía. La nueva política deshumanizada se volverá, no obstante, romántica en Alemania o en España. La tradición nacionalista alemana estaba, en efecto, demasiado ligada al romanticismo y al pasado para que el líder prescindiera del referente histórico a la hora de guiar a las masas. Para vertebrar a éstas, escribirá el propio Ortega y Gasset, es necesario el mito, «la hormona psíquica».

El mito como vertebrador de las masas deshumanizadas

En efecto, por aquella época el mero culto a la razón se revela estéril, y el mito, despertador de voluntades y emociones, funcionará por igual en la Alemania nazi y en la URSS.

Si el futurista Marinetti renunciaba a la utopía de cambiar el mundo, limitándose a una renovación estética y frívola, que alegrara el infierno económico y social con «innumerables fiestas de arte», Spengler cree, a la altura de 1927, que la capacidad creadora de mitos no se había extinguido, sino que había alcanzado su punto culminante en la época contemporánea. En otras palabras, Mussolini dirá que no era tiempo de historia, sino de mitos. La espontaneidad vital entra en tensión con la voluntad y con la realización de la «unidad vital de la cultura», en términos de Spengler. El individuo se encuentra inmerso en la corriente de su tiempo, que tiene un propio estilo o, según Ortega, ethos, una moral interna y espontánea que dota de unidad a la vida.

Si algo parece que está en crisis, en esos años veinte y treinta, es el individualismo. Puede chocar después de esas exaltaciones nietzscheanas del nuevo hombre futurista, si olvidamos su tensión con la nación, con la clase o, simplemente, con la masa. Las alegres fiestas futuristas de Marinetti llegan a cansar. María Zambrano, discípula de Ortega, escribía unos años después de La deshumanización del arte, en 1933: «el arte deshumanizado no es sino el arte desterrado… Ángeles y fantasmas, saltimbanquis que juegan a serlo, acróbatas, arlequines; saltos ilusorios sobre la tierra para volver a caer sobre ella pesadamente, sombríamente». Y Manuel Altolaguirre publicaba en las mismas páginas de la revista Los Cuatro Vientos: «Triste edad que se acerca / sin sacrificios humanos / sin opresiones / sin anhelos. / Edad de libertades, / de islas todopoderosas, /sin relaciones, / sin contactos, / sin amor ni amistad, sin sufrimiento. / Paraíso de las soledades». ¿Se refería Altolaguirre al mundo de los soberbios saltimbanquis vanguardistas, al de la sociedad occidental materialista, o a ambos a la vez?

El filósofo ruso Berdiaeff reflexionaba sobre el regreso a la barbarie preconizado por Papini y los futuristas. Si había un salto atrás no era hacia el siglo XVIII, en que la razón comienza a hacerse abstracta y se «deshumaniza», sino hacia Una nueva Edad Media, que es como se titulaba el libro que conoció ocho ediciones en español entre 1932 y 1938. El proceso había culminado precisamentecon el futurismo, que en realidad era la negación del humanismo nacido en el Renacimiento: «En el futurismo, el hombre mismo se pierde, cesa de tener conciencia de su propia identidad y desaparece en no se sabe qué multitudes inhumanas… No es debido al azar que el futurismo haya mostrado que tan fácilmente se adaptaba a las formas extremistas del colectivismo social».

De hecho, dominaban ya las tendencias socialistas y, podríamos decir, mecanizadas. Para Berdiaeff, paradójicamente, el socialismo no era sino la otra cara del proceso de disgregación individualista. Tanto socialismo como individualismo se oponen a una concepción orgánica del mundo. Ambos se originan en el humanismo, pero desplazan los valores espirituales, sustituyéndolos por categorías económicas. En el socialismo el hombre es sustituido por la clase, y la libertad espiritual y creadora del Renacimiento, por una sujeción del pensamiento a una «centralización social confesional» de base materialista, a una «antirreligión» (frente a la religión de la Edad Media). El capitalismo, basado en el mismo materialismo económico, iba igualmente acompañado de esa caída y extinción de la creación espiritual. La I Guerra Mundial había puesto de manifiestola crisis. La única salida sería (profetizaba místicamente el filósofo) el retorno a la disciplina del trabajo, a la naturaleza, a una vida material más simple y a una mayor riqueza espiritual. El retorno, en suma, a una nueva Edad Media. «Pero antes quizá la civilización técnica intente el experimento de desarrollarse hasta sus últimos límites, hasta la magia negra, a la manera del comunismo».

El comunismo como magia negra

Evidentemente, si alguien había jugado a aprendiz de brujo,antes de proclamar difunto al liberalismo, de celebrar las exequias de la civilización occidental, de vislumbrar el advenimiento de un futuro instaurado por los nuevos bárbaroso por unos asépticos y deshumanizados neorrománticos, ese había sido el comunismo. Todo parecía conspirar contra ese individuo cuyos valores radicaban en una nueva trascendencia: la de la nación, la del destino, la de la raza, la de la clase. La del partido.

A partir de Marinetti y D’Annunzio es posible hablar de apretados haces de intelectuales fasci-nados por los nuevos bárbaros, deportivos, vitales y ultramodernos (o ultrarrománticos) y fascinados también, todo hay que decirlo, por su propio papel de poetas y creadores de mitos (ya que no de conductores directos de las masas), o por lomenos, de enterradores de un orden viejo y putrefacto (como dirían los habitantes de la Residencia de Estudiantes en Madrid). Pero los verdaderos precursores de la barbarie, los primeros no sólo enterradores, sino ejecutores de ese mundo obsoleto, venían del Este. Las vanguardias rusas sintieron el mismo escalofrío en la espalda, la misma fascinación ante una revolución que implantaba un orden nuevo, antisentimental, nunca visto. Su sueño terminó cuando Lenin acogotó el último residuo de libertad creadora, implantando el realismo socialista como vehículo adecuado para la propaganda de masas, frente a las elitistas vanguardias. La abstracción suprema del comunismose instauraba mediante la muy concreta dictadura del partido y mediante un lenguaje aparentemente realista. Aparentemente, porque lo que representaba era igualmente abstracto y alejado de la realidad: los robustos campesinos de la iconografía oficial eran un mito, más sangrante aún que los propuestos por los fascismos, porque tenían como contrapartida la gran hambruna desatada intencionadamenteen los años de la colectivización forzosa entre 1931 y 1933, y que se sumada a la de 1921 se saldó con unos diez millones de muertos.

El comunismo, como el fascismo, echaba mano de la violencia y de la propaganda, y en eso fue precursor y maestro. Si una fallaba, echaba mano de la otra, o alternaba ambas sin temor a caer en contradicciones. La actuaciónde la III Internacional, Internacional Comunistao Komintern, así lo demuestra. Creada en 1919 con el objeto de conseguir sacar a la recién nacida URSS de su aislamiento internacional, intentó la extensión de la revolución y la creación de repúblicas afines a la soviética, sirviéndose de los partidos comunistas locales, pilotados por Moscú. ¿Qué hacer si no existían esos partidos comunistas? Crearlos, naturalmente. ¿Cuál era la manera más fácil dehacerlo? Aprovechando lo ya existente, es decir, «fagocitando» a otros partidos que pudieran considerarse más o menos afines, tal como se había hecho en la revolución de Octubre. En este sentido, fue decisivo el segundo congreso de la III Internacional, en 1920. En él se definían 21 puntos que los partidos aspirantes a integrarse en el organismo tenían que aceptar: entre otros, la obediencia a la Internacional y el apoyo sin reservas a la URSS, en caso de guerra. Esta política de atracción, por suicida que pueda parecer, no dejó de tener sus resultados: los partidos socialistas se escindieron, dando lugar (como en España) a la aparición de nuevos partidos comunistas, mientras que los anarquistas se negaban a ser «compañeros de viaje». Lo pagarían caro, cuando en los años siguientes el Komintern los pusiera en la lista negra, calificándolos como «revolucionarios pequeño burgueses» y vetara cualquier tipo de cooperación con ellos.

Claro que no eran los únicos: en el sexto congreso del Komintern, Stalin decide extender la política exterior al segundo nivel (lo que, traduciendo del críptico lenguaje soviético, significaba que los partidos comunistas locales habían de sacrificar sus intereses a Moscú). En esa ocasión, se trataba de eliminar una «competencia» que se mostraba poco dispuesta a colaborar y que, sobre todo, contaba con un número mucho mayor de seguidores. A partir de ese momento, el calificativo «fascista» se aplica a cualquier enemigo o adversario político, como los partidos socialistas, que pasan a ser «socialfascistas»… hasta que el séptimo congreso del Komintern, en 1935, los rescatade la lista negra, porque los necesitaba para proponer su política de Frente popular, o alianza electoral del partido comunista con los socialistas, liberales y demócratas, como forma de alcanzar el poder. En resumen, si en elcongreso de 1928 Stalin cree que en la fase de estabilidad pacífica el partido comunista debía sustraer las masas a la influencia socialista, a fin de desatar la revolución y apoderarse del poder en cuanto estallara la inevitable guerra (como había hecho Lenin en 1917), en 1935 veía (también como Lenin) que la fuerza insuficiente de los partidos comunistas requería la colaboración de los «compañerosde viaje» para poner su particular pica en Flandes, aunque hubiera que deshacerse de ellos después.

Violencia, propaganda y vanguardia: las armas del Komitern

Por lo demás, la URSS no se limitaba a esperar pacientementea que los troyanos descubrieran con sorpresa el contenido del caballo que el Komintern les enviaba con sus mejores saludos. En realidad, cualquier troyano-europeo de la época podía albergar sospechas sobre la intención del regalo (o las alianzas políticas) promovidas por el Komintern, porque desde muy temprano éste había hecho amplio uso de la violencia. Dejando aparte del intento de conquistar Polonia en 1920, la URSS envía agitadores a Hungría en 1918, abanderados por Bela Kun, agente del Komintern, llegándose a proclamar en 1919 una repúblicade soviets. En una Alemania que había presenciado aquel mismo año el movimiento espartaquista, aparece en 1921 Bela Kun, dinamitando trenes en Sajonia. A los dos años, aprovechando la crisis monetaria, el Komintern manda emisarios, y en octubre la planeada revolución fracasa por falta de apoyo de los socialdemócratas (convertidos sin duda por ese fallo en «socialfascistas»). En Estonia, que también había sufrido un intento fallido de invasión por la URSS en 1919, el partido comunista local planea en 1924 una sublevación armada, con el auxilio del Ejército Rojo. Bulgaria (de donde saldría el presidente del Komintern, Giorgi Dimitrov) también experimenta una revolución fallida en 1923, y atentados en 1924 y 1925 (el último, planeado por Dimitrov, causó 190 muertos). Por no salir del ámbito europeo, omitiremos la política de la URSS en China durante aquellos años. Si se compara el mapa de las acciones del Komintern con el de las dictaduras y totalitarismos de derechas expuesto al principio, se verá que en buena parte (al menos en lo que se refiere a la Europa oriental y balcánica) coinciden.

Pero el Komintern despliega simultáneamente una intensa actividad de propaganda, destinada a la captación de intelectuales que dotaran de un aura de prestigio a la causa del comunismo, que era, para el partido, la de la Unión Soviética. Es fácil comprender, como se ha indicado, que muchos intelectuales sintieran una espontánea fascinación por un sistema venido al mundo de la mano de la vanguardia del proletariado (como se autodefinía el partido). Si para unos la vanguardia en política va a ser el fascismo, para otros será el comunismo. El Komintern aprovechará esa atracción fatal, promoviendo la creación de una literatura y un arte «de avanzada», «social», «revolucionarios» y «comprometidos». Ya en los años veinte, WilliMünzerberger, agente del Komintern en Alemania, promovió la creación de revistas y editoriales de este corte.En España, en 1927 (y por tanto en plena dictadura de Primo de Rivera) se permitió la aparición de la revista Posguerra, y de editoriales como Oriente, Historia Nueva, Cénit, Zeus y Ulises, que publicaban literatura revolucionariasin censura previa (lo cual da idea del margen de libertad permitido por la Dictadura). Además, el Komintern fue definiendo su política de atracción de intelectuales en una serie de congresos en el interior de la URSS, que tendrían su réplica inmediata en congresos internacionales. El nombre de estos congresos y de las asociaciones a quedan lugar va cambiando para adaptarse a las circunstancias y resultar más atractivo, pero su fin y sus consignas permanecen inalterables: la defensa de la URSS, la condena del fascismo, de la guerra imperialista (siempre que no fuera promovida por la URSS, claro está…) y de la literatura burguesa (vanguardias incluidas). Al congreso de Karkov de 1930 siguieron la Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios de España (1931), la Unión Francesa de Escritores Revolucionarios (1932), la sección catalana de la Unión y la aparición de la revista Octubre, dirigida por Rafael Alberti y enteramente financiada por el Komintern, así como la Compañía de Teatro Proletario, especialmenteactiva en Asturias (1933); el congreso de Escritores Soviéticos en Moscú, al que asistiría Alberti y en el que se expulsaría a las voces disidentes (1934), el políticamente correcto (en cuanto a su nombre) Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura en París y la transmutación de la organización española en la Alianza de Intelectuales en Defensa de la Cultura (1935) y, por último, el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas en Defensa de la Cultura, celebrado en Valencia ya en 1937, bajo los auspicios del comunista Jesús Hernández, ministro de Instrucción Pública (que por aquel entonces incluía también la propaganda). Entre las adhesiones forzadas estaba la de Ortega y Gasset, a la sazón fuera de España.

En 1931 Ortega había firmado, junto con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, otro manifiesto, destinado a sustituir el viejo Estado monárquico por otro «auténticamente nacional», que no olvidara que «un pueblo es una gigantesca empresa histórica, la cual sólo puede llevarse a cabo o sostenerse mediante la entusiasta y libre colaboración de todos los ciudadanos, unidos por una disciplina, más de espontáneo fervor que de rigor impuesto». Eso parecían haberlo olvidado el fascismo y el comunismo, abocados por ello a «callejones sin salida: por eso apenas nacidos padecen ya la falta de claras perspectivas».

La República española, todavía por nacer, significaba en cambio «el despertar de nuestro pueblo a una existencia más enérgica, su renaciente afán de hacerse respetar e intervenir en la historia del mundo».

Pero… ¿cómo era ese mundo?

Profesora de Historia Contemporánea. Universidad San Pablo CEU