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Cuando Pedro Calderón de la Barca dio fin a la redacción de La vida es sueño en 1635 haciendo del personaje Segismundo, príncipe legítimo de los polacos, un héroe literario, no podía imaginar que, doscientos años después, con la llegada del Romanticismo, su creación dramática se convertiría en punto de referencia formal e ideológico de la mejor literatura dramática de la época en aquellas tierras, ello sin perjuicio, claro está, de la importancia de su obra en los escenarios polacos a lo largo de los últimos trescientos años.


PRIMERAS RELACIONES


Polonia y España, pese a la distancia geográfica y la distinta troncalidad de sus lenguas (románica la española y eslava la polaca), han compartido, a lo largo de los siglos y en numerosas ocasiones, episodios históricos y culturales, episodios que han venido aproximando a sus respectivas naciones hasta el día de hoy. Ambas comparten raíces en el seno de la vieja Europa, tanto en sus orígenes como en sus destinos culturales, políticos y religiosos. Polonia, si bien pertenece al ámbito lingüístico eslavo, es sin duda un país que siempre ha buscado y encontrado sus referencias culturales e ideológicas al occidente de sus fronteras, y dentro de esas referencias, si nos ceñimos al ámbito de la literatura, vemos que lo ibérico en primer término y más tarde lo español, siempre fueron elementos importantes en la conformación de la cultura polaca y en su desarrollo ulterior.


Polonia nace como consecuencia de su integración en la Cristiandad cuando el pagano Mieszko I, primer gobernante histórico de Polonia, decide aliarse con Bohemia en el año 965 y contraer matrimonio, en el 966, con la princesa Dobrava, de religión cristiana, lo que obligó al polaco a la adopción del cristianismo y su implantación en tierras polacas. Con esta decisión lograba una triple conquista en su política exterior: la integración de Polonia en la Europa cristiana, el establecimiento de relaciones internacionales con los países que la componían y el apoyo de éstos en la organización y asentamiento de un Estado polaco.


Pero el cristianismo no trajo a Polonia únicamente el afianzamiento político, sino también su sistema de pensamiento y su lengua, el latín, adoptado como lengua culta. Este hecho iba a resultar de gran importancia para la posterior evolución de la lengua polaca y su literatura.


Inmersa Polonia en la cultura occidental latina y cristiana, los contactos con la Península Ibérica iban a ser inevitables. El primer acontecimiento histórico memorable que tuvo lugar fue el matrimonio, en segundas nupcias, del Rey de Castilla, León y Galicia, Alfonso VII «el Emperador» (reinado: 1126-1157), quien, viudo de Berenguela de Barcelona, contrajo matrimonio con la princesa Rica de Polonia (Ryska), hija del Rey polaco Ladislado II «el Desterrado» (reinado: 1138-1146), de la dinastía de los Piast. Es de suponer que este acontecimiento abriera las puertas a los primeros contactos culturales y que en uno y otro país se hablara, no sin una buena dosis de fantasía, de sus realidades.


Las relaciones se intensifican a partir del siglo XV, en cuyas peregrinaciones a Santiago desde toda Europa se encuentran muchos polacos, quienes, de regreso a su patria, dejan testimonios escritos de sus vivencias en España. Durante el reinado de los Reyes Católicos, lograda la unidad de España y recién descubierto el Nuevo Mundo, Polonia intensifica sus relaciones comerciales con los mercados españoles, así como también las relaciones políticas con España, las cuales van a dar lugar, como parece lógico, a contactos culturales y una intensificación de la actividad libresca, en la que hay que recordar el nombre de Stanislaus Polonus († ca. 1514), quien se establece en Sevilla como impresor y lleva a cabo una extraordinaria labor de difusión de textos impresos (más de ochenta impresos castellanos, latinos y catalanes), relativos al Descubrimiento de América, obras religiosas, científicas y literarias, las cuales pronto llegaron también a Polonia. No hay que olvidar que a tierras polacas llegaron también libros españoles y noticias sobre España entre los enseres de los judíos expulsados en 1492 y que buscaron refugio en las tierras eslavas.


De todos los embajadores que en aquellos tiempos visitaron España, hay que destacar a Jan Dantyszek o Juan Dantisco (1485-1548), embajador polaco del Rey Segismundo I «el Viejo» ante Carlos I de España. Este polaco de Gdansk, tras estudiar en la Universidad de Cracovia, se inició en la carrera diplomática. Entre 1518 y 1524 fue enviado a España en tres ocasiones en misión diplomática ante Carlos I. La tercera de ellas, en 1524, se prolongó hasta 1532. En estos viajes Dantisco llevó a Polonia y trajo de ella libros que, sin duda, contribuyeron a difundir las letras y los trabajos científicos y publicísticos más importantes de aquella época en ambos países.


Aún más intensamente realizó esta labor de adquisición y traslado a Polonia de libros españoles el Obispo de Plock, Piotr Dunin Wolski, quien, enviado por el Rey polaco Segismundo II «el Augusto» en misión diplomática ante Felipe II entre 1561 y 1573, reunió y llevó a tierras polacas más de 300 obras de la mejor literatura española hasta el siglo XVI, conjunto que se conoce como la «Bibliotheca Volsciana», integrada en los fondos de la Biblioteca Jaguelónica de Cracovia.


La Universidad Jaguelónica de Cracovia, fundada en 1364, lo que le permite ostentar el título de una de las más antiguas de Europa, era centro europeo de interés científico y cultural, por eso hasta ella llegaron juristas españoles como el sevillano Garsías Quadros, quien impartió docencia en Leyes entre 1510 y 1517, y el aragonés, natural de Alcañiz, Pedro Ruiz de Moros, conocido en Polonia como Piotr Roizjusz (ca.1506-1571), también docente en la Universidad de Cracovia y miembro de la corte de Segismundo II «el Augusto», a quien el gran poeta Mikolaj Rej (15051569) dedicó un epigrama en su Jardín zoológico (Zunerzyniec, Cracovia, 1562). También el maestro Jan Kochanowski (1530-1584), padre de las letras polacas, le obsequió con una de sus composiciones en el volumen Bagatelas (Fraszki, 1584).


El avance del protestantismo en toda Europa dio lugar a la ejecución de la Contrarreforma por parte de la Iglesia. Si bien es cierto que el clero católico polaco no se manifestó en un principio partidario de la Contrarreforma, la presencia de la Compañía de Jesús, introducida en Polonia por el Cardenal Stanislaw Hozjusz (1504-579) en 1564, contribuyó a la progresiva pérdida de influencia del protestantismo y a la revitalización del catolicismo en tierras polacas. Ya en Polonia, los Jesuítas realizaron una importante labor de difusión del pensamiento de los ascetas y místicos españoles, lo que se refleja claramente en la actividad teatral escolar. La Compañía de Jesús, consciente del poder didáctico del teatro, mantuvo desde su implantación en Polonia un vivo interés por el desarrollo de éste en sus colegios (Vilna-1570, Poznan-1573, Lublin-1594).


Otro de los elementos fundamentales que sirvió de vía de penetración de lo español en Polonia fue la moda procedente de España, a cuya difusión contribuyó el casamiento de la princesa milanesa Bona Sforza de Bari con el Rey Segismundo I «el Viejo», convertida en reina de Polonia en 1518 en virtud de ese casamiento. Esta generosa mecenas, a la que acompañaron hasta la corte de Cracovia no sólo embajadas y altos dignatarios civiles y eclesiásticos, sino también prestigiosos maestros de las bellas artes y las letras italianas, difundió en los salones de los palacios polacos los gustos españoles. Esto se prolongaría aún durante el reinado de Segismundo III (1587-1632). La moda española arrastró también lo español en toda su dimensión como elemento al uso. Y así, el conocimiento de la lengua española está indicado como requisito necesario que debe presentar un consejero real en obras didácticas como El cortesano polaco (Dworzanin polski, 1566) de Lukasz Górnicki (1527-1603) —adaptación de la obra de Baltasar de Castiglioni— y El espejo (Zwierciadlo, 1568) de Mikolaj Rej. También se publicó en Polonia el Vocabulario de las dos lenguas, Toscana y Castellana (1576), obra de De las Casas.


El establecimiento en Polonia, en el año 1605, por parte del Rey Segismundo III, de la primera fundación de la Orden de los Carmelitas Descalzos, trae como consecuencia la inmediata difusión de las obras de los místicos españoles, alcanzando gran popularidad Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. El interés por España es ya en este siglo tan intenso que cuando aparece en 1661 la primera publicación periódica polaca, El Mercurio Polaco (Merkuriusz Polski), inicialmente en Cracovia y después en Varsóvia, entre las noticias más destacadas y abundantes se encuentra la información relativa a la guerra entre España y Portugal.


Durante la segunda mitad del siglo XVII tiene lugar un notable retroceso en el desarrollo de las relaciones hispano-polacas. En el terreno político, al decaimiento de la hegemonía española en el mundo, lo que desencadenó una pérdida de interés generalizada por lo español, se unió el debilitamiento político y económico de Polonia en Europa Central a causa de las constantes guerras con Rusia, Suecia y Turquía. Además, el desarrollo ideológico de las ideas del «sarmatismo», alentadas por el espíritu de la Contrarreforma, dieron lugar a un relativo aislamiento de Polonia en el marco europeo. La teoría del origen sármata de los polacos ya se apuntaba en las crónicas del siglo XVI, sobre todo de Maciej de Miechów (1457-1523) (Chronica Polonorum, 1519), Aleksander Gwagnin (1534-1614) (Sarmatiae europeae descriptio, 1578) y Stanislaw Sarnicki (ca. 1532-1597) (Annales, sive de origene et rebus gestis polonorum et tituanorum libri octo, 1587), aunque es en el XVII cuando adquiere verdadera relevancia. Estas obras, aunque de diferente carácter, determinaron decisivamente el concepto de «nación polaca», limitado exclusivamente a la nobleza, y cuyas raíces se hallan en la antigua nación de los sármatas. Esto trajo el pleno convencimiento de que el valor del hombre depende de la antigüedad de su linaje, lo que a su vez desembocó en un aumento del culto a la tradición y una relativa pérdida de interés por lo proveniente de fuera de las fronteras polacas.


Hay que esperar hasta la elección al trono polaco de Stanislaw August Poniatowski en 1764 para que se inicie un periodo de reformas de las instituciones y se reavive la vida cultural en Polonia. Sin embargo, la elección de Poniatowski, favorito de la zarina Catalina II de Rusia, supuso una dramática concesión, pues el monarca, decidido a sacar a Polonia del atraso cultural y económico, se vio obligado por ésta a aceptar un régimen de protectorado de Rusia. El protectorado pronto se transformó en intento de dominación, lo que dio lugar a un incremento de las confederaciones de disidentes. Estos años de insurrecciones fueron tan catastróficos para Polonia y las potencias vecinas que éstas encontraron en ello un pretexto para realizar en 1772 un primer acuerdo de ocupación de tierras polacas. Prusia anexionó a su imperio 36.000 km del Noroeste de Polonia, Rusia 92.000 del Este y Austria 83.000 del Sur. Polonia perdía así un tercio de sus territorios y de su población. El reducido Estado polaco inició un periodo de relativo florecimiento económico y cultural hasta que en 1788, y tras numerosas nuevas agitaciones políticas, tiene lugar la constitución de la llamada Dieta de los Cuatro Años (1788-1791), que dicta una serie de decretos en los que se rechaza el protectorado de Rusia. Aún en 1790, Prusia firma con Polonia una alianza por la que aquélla se comprometía a ayudar a Polonia en el desmantelamiento del protectorado ruso y la recuperación de los territorios ocupados, a cambio de lo cual Polonia cedería a Prusia otros espacios de la geografía polaca. Con el respaldo del pacto polaco-pruso, en 1791 se aprueba la histórica Constitución del 3 de mayo, en la que, mediante el compromiso entre el Rey y los dirigentes del Partido Patriótico, mayoritario en la Dieta, se acordó, entre otras medidas, la abolición del liberum veto y del sistema de monarquía electiva, así como la restauración de la monarquía hereditaria, la delimitación del campo de influencias de la aristocracia, las extensión de derechos a la burguesía y el amparo por parte de las leyes y del gobierno a siervos y campesinos. La reacción de Catalina II, que no aceptó tales medidas y quiso recuperar el protectorado de Rusia sobre Polonia, no se hizo esperar. Y así, en 1792, el ejército ruso, apoyado por una parte de la aristocracia conservadora polaca, entra en Polonia. Esta recuerda a Prusia el cumplimiento de la alianza firmada, pero la respuesta no se produjo y los polacos se vieron obligados a capitular ante Rusia. En 1793, Rusia y Prusia firman un acuerdo para la realización de un segundo reparto de Polonia en San Petersburgo. La primera ocupaba otros 57.000 km del Noroeste polaco, mientras que la segunda se anexionaba otros 250.000 km, correspondientes a las regiones de Ucrania y Bielorrusia. Pero la crispación popular continuó produciendo revueltas y enfrentamientos aislados hasta que el general Tadeusz Kosciuszko organizó la Insurrección de Marzo de 1794. Los polacos lograron importantes victorias durante los meses siguientes, pero a finales de ese mismo año sufrían una nueva derrota ante las tropas imperiales. Es entonces cuando, en octubre de 1795, los imperios de Prusia, Austria y Rusia vuelven a plantearse la necesidad de acabar con el espíritu rebelde de los polacos y acuerdan la tercera y definitiva ocupación del ya reducido territorio de Polonia. El Rey Poniatowski abdicaba el 25 de noviembre de 1795 y, tres años más tarde, en San Petersburgo, moría con el trágico lastre de haber llevado a Polonia no sólo a la ruina, sino también a su desaparición del mapa político de Europa.


Las constantes insurrecciones populares en la Polonia sometida fueron apagadas, a lo largo de las tres primeras décadas del siglo XIX, con una represión cada vez más cruenta, particularmente en la parte anexionada por Rusia, lo que desembocó en un alzamiento organizado: la conjura de los cadetes de la Escuela de Alféreces, encabezados por Piotr Wysocki, en 1830. La noche del 29 de noviembre de 1830, cadetes y ciudadanos de Varsovia, conquistan unidos el Arsenal y ocupan posiciones estratégicas en la ciudad. Los polacos confiaban en la ayuda de Francia e Inglaterra, pero ni la una ni la otra quisieron tomar parte en el conflicto y negaron toda colaboración a los polacos sublevados, los cuales lucharon hasta la primavera de 1831 en que Varsovia se vio obligada a rendirse.


Consecuencia de la sublevación y la derrota fue una masiva emigración de polacos, entre los cuales se encontraban los más importantes intelectuales y escritores de la época. Es la llamada «Gran Emigración» («Wielka Emigracja»), dispersa por Europa y América, pero que buscó refugio, sobre todo, en Francia, convertida en centro de la emigración. Los intelectuales polacos en París llegan a crear, mediante asociaciones científicas y literarias, un microcosmos de la vida cultural polaca que se ocupó de mantener vivo el espíritu de independencia nacional. Esta emigración dirigía, incluso, la actividad clandestina política en el interior de Polonia. Pero aunque desde el exilio pudieron reorganizar la lucha por la independencia de Polonia, la división interna entre los exiliados condujo a radicales enfrentamientos entre la facción conservadora, partidaria de la monarquía constitucional, y la facción demócrata, partidaria de la lucha revolucionaria contra las tiranías en Europa. Entre los «grandes emigrantes» se encontraban los más importantes creadores polacos, como el compositor Fryderyk Chopin, y los poetas que componen la tríada romántica polaca por excelencia: Adam Mickiewicz, Juliusz Slowacki y Zygmunt Krasinski.


JULIUSZ SLOWACKI


El interés de los románticos polacos por la literatura española y, en particular, por la obra de Calderón de la Barca se desarrolla, fundamentalmente, durante el exilio de éstos en tierras de Francia. Y de entre ellos, dos son los autores que, particularmente, van a convertirse en los embajadores de la obra calderoniana en Polonia: Juliusz Slowacki y Zygmunt Krasinski.


cep_img1.jpgJuliusz Slowacki se inicia en la poesía con poemas patrióticos dedicados a la Insurrección de Noviembre de 1830; en 1831 abandona Varsovia y se establece en París como exiliado. Allí, además de establecer relaciones con los emigrantes polacos, hace amistad con muchos de los exiliados españoles que huían de las represiones de Fernando VII. Ello despertó en Slowacki el interés no sólo por España y sus circunstancias políticas, sino también por su lengua y literatura, la cual estudió y aprendió, ejercitándose con la lectura de El Quijote. Más tarde, en 1844, seducido por la obra dramática de Calderón de la Barca, realiza la traducción al polaco de El Príncipe Constante (Ksiaze niezlomny). La elección no era casual. Slowacki encontró en este drama religioso una analogía clara entre el exilio de los polacos y el cautiverio moro de Don Fernando, quien proclama su fervorosa e inquebrantable fe sin dudar lo más mínimo en sacrificar su posición de honor en la sociedad, su libertad y hasta su propia vida en defensa de las obligaciones cristianas. No cabe duda que la situación que vivía Slowacki en estos años de exilio debió encontrar su analogía en la historia del héroe calderoniano, pues ambos, sometidos a un doloroso desentrañamiento de su lugar de origen, necesitan una fortaleza moral extraordinaria para no olvidarse de su tierra y de su fe, algo que sólo puede darles el amor inconmensurable que tienen a Dios y a su patria.


No cabe duda que Slowacki entendió, sobredimensionando y llevando a límites insospechados las tesis religiosas de Calderón, que la obra calderoniana respondía, en alguna medida, a las tesis de Andrzej Towianski, un iluminado polaco que en su visita en 1841 a Adam Mickiewicz le reveló que había sido enviado por Dios para anunciar a todos los polacos el fin de su destierro, la reconquista de la patria perdida y la llegada de una nueva era de gracia divina que cambiaría el orden del mundo. Estas ideas, que calaron profundamente en Adam Mickiewicz, fueron las que lo condujeron al caudillaje más extremo del «mesianismo polaco», una creencia que llevaba al ámbito de la realidad histórica las consecuencias de la Muerte y la Resurrección de Cristo, así como el metafísico acto de redención de la humanidad por medio de su sacrificio. Mickiewicz proclama que la historia de Polonia es la biografía simbólica de Cristo: una víctima inocente, el martirio, la muerte y la resurrección. Cristo en la cruz es la analogía de una Polonia asesinada por los repartos; y su martirio son los sucesivos levantamientos, frustrados y llenos de víctimas. A esto se debe la sacralización y el culto romántico polaco al sufrimiento y al martirio. El sacrificio no sólo garantizaba la redención, sino también confirmaba el hecho de que la nación polaca es la elegida para redimir al resto de las naciones.


cep_img2.jpgJuliusz Slowacki, influido como todos los polacos exiliados por esta nueva concepción de la existencia terrenal, encontraba en la fortaleza de la fe de Don Fernando el alimento espiritual que lo mantenía fiel a su patria, de la misma manera que los polacos exiliados (y él mismo) hallaban Adam Mickiewlcz en Roma en 1848. en la fe y el pensamiento mesiániDibujo de C. Norwid. co un motivo para seguir creyendo en la resurrección de Polonia, la vuelta a la patria perdida, la recuperación de la libertad y una nueva era de convivencia armoniosa y pacífica alcanzada gracias a la redención de todas las naciones por medio de la simbólica pasión y muerte de Polonia.


Aún en dos obras más de Juliusz Slowacki, en este caso originales suyas, es evidente la influencia de Calderón: El príncipe Marek (Ksiaze Marek, 1843) y El sueño dorado de Sabmé (Sen srebrny Salomei, 1844). En ellas, aunque hay una evidente interpretación de la mística mesiánica aludida, se ponen de manifiesto los problemas religiosos de fondo del teatro calderoniano y los recursos formales que lo caracterizan, tales como los monólogos —que manifiestan los sentimientos, las dudas, la angustia de los personajes—, la aparición de símbolos, espíritus y fenómenos sobrenaturales, así como una escenografía basada en la capacidad que poseen las artes plásticas y la música para impresionar y conmocionar los sentimientos y el estado de ánimo del espectador.


ZYGMUNT KRASINSKI


Juliusz Slowacki no fue el único autor polaco del Romanticismo que utilizó el modelo calderoniano a la hora de crear sus dramas. Zygmunt Krasinski, el gran autor dramático de esta época, buscó en Calderón una fuente de inspiración ideológica cuando escribió su drama La no-divina comedia (Nie-boska komedia). Aunque resulta evidente la alusión del título a la obra de Dante, la visión que presenta del universo, concebido como un mundo teológico pleno de símbolos en el que los hombres sólo son actores que obran según un plan divino y eterno, deja más que traslucir la influencia y la emulación filosófica del auto sacramental El gran teatro del mundo.


cep_img3.jpgHasta el encuentro de Krasinski con la obra de Calderón de la Barca, el autor polaco vive una serie de vicisitudes y acontecimientos que lo conducirán al descubrimiento e identificación con el concepto calderoniano de la existencia. Zygmunt Krasinski nace circunstancialmente en París, en 1812, en el seno de una poderosa familia de la aristocracia polaca. Tuvo por padrino de bautismo al mismísimo Napoleón Bonaparte, amigo personal de su padre, Wincent Krasinski, que ejercía en aquel entonces como general del ejército al servicio de Napoleón y que, entre otras campañas, participó en la de Somosierra durante la invasión francesa. Años más tarde, derrotado el Emperador francés, no duda en ofrecer su lealtad al zar Nicolás I de Rusia, poniéndose a su servicio. Estos vaivenes ideológicos del general Krasinski marcaron profundamente la personalidad del joven Zygmunt, lo que él siempre consideró origen de su desafortunado sino y desgracia existencial. A los diecisiete años, su padre le prohibe participar en una manifestación estudiantil patriótica, lo que le ocasiona enfrentamientos con sus compañeros de universidad, donde estudiaba Leyes. Avergonzado, abandona la carrera que estudiaba en Varsóvia, la hacienda familiar de Opinogóra, donde habían transcurrido los primeros años de su vida, y viaja a Suiza, donde conoce a Mickiewicz. El estallido de la Insurrección de 1830 sorprende a Zygmunt Krasinski en el extranjero. Él quiere regresar a su patria para luchar junto a los insurrectos, pero su padre, que se había puesto voluntariamente al servicio del zar ruso, le prohibe regresar a Polonia. Este hecho supuso para el joven Zygmunt Krasinski la más grande tragedia de su vida, marcada ya para siempre. Sofocada la Insurrección regresa a Varsovia, desde donde pronto viaja a Viena, París y Roma, capitales en las que transcurrirá el resto de su vida dedicado a la creación literaria, aunque publicando siempre de manera anónima. Dos circunstancias más marcarán su desdichada existencia: un amor imposible, prohibido por su padre, que le obligó a casarse infelizmente, y una salud enfermiza que lo fue minando hasta dejarlo prácticamente ciego y acabar con su vida en París en 1859, cuando contaba cuarenta y siete años de edad.


Zygmunt Krasinski tuvo la oportunidad de conocer la obra calderoniana durante su estancia en Francia e Italia y no dejó pasar la ocasión de estudiar, fascinarse y aunar en una creación propia los dos grandes universos ideológicos que Dante y Calderón representan en la literatura universal y crear así La no-divina comedia. El profesor Stefan Urbanski escribía en 1946, en su Historia de la literatura polaca, que «de Dante tiene lo universal, de Shakespeare lo humano, de Cervantes la idealización y la ironía, de San Agustín la dualidad de las dos ciudades, de los modernos la conciencia del tiempo, y, no obstante, es única. Su conjunto impresiona como el Juicio Final de Miguel Ángel». Terminada su redacción en 1833, vio la luz como obra anónima en París dos años después. Escrita en prosa, es una miscelánea de novela y teatro, algo muy propio del estilo romántico. Se estructura en cuatro partes, unidas entre sí por un único elemento común: el destino de su protagonista, un personaje doble que en las dos primeras partes aparece como Maz y en las dos siguientes como el conde Henryk. Su construcción es abierta y libre, como la de una novela, con multitud de hilos narrativos que se suceden unas veces en escenas paralelas, otras distanciados por grandes espacios temporales. Y su narrador presenta un doble carácter: épico en su relato y lírico en sus comentarios emocionales. De gran plasticidad, agilidad escénica, multiplicidad de acciones y largos diálogos, parece que Krasinski no haya tenido en cuenta los elementos propios de la teatralización. Junto a las reflexiones y opiniones que vierte el autor, a menudo moralizadoras y didácticas, encontramos una verdadera obra de intriga y acción, con personajes que sufren terribles pasiones existenciales y que les hacen sentir y vivir en dimensiones más allá de la realidad.


cep_img4.jpgNo cabe duda que, en todo lo planteado, la deuda de Krasinski con Calderón es evidente en los diversos aspectos que apuntaremos tras recordar las líneas argumentales de El gran teatro del mundo. En el auto sacramental calderoniano, Dios es el Autor que encarga al Mundo, su regidor, la preparación de un escenario para realizar una representación teatral. El propio Autor hace el reparto de papeles entre los actores, lo que ocasiona la queja de los personajes más desfavorecidos: el Pobre, el Labrador y un Niño, que tiene que morir prematuramente. Sin tiempo para ensayar, el Mundo regidor les ordena que salgan al escenario: aparecen por una puerta en la que hay pintada una cuna. Ya en escena, cada uno realiza su papel como mejor puede. Pero llegado el momento de finalizar, los actores se angustian al ver que tienen que salir, después de abandonar sus posesiones y vestiduras, por otra puerta en la que hay pintado un ataúd. Finalizada la representación, el Autor reparte premios y castigos entre los actores según ha resultado su actuación.


Un planteamiento similar al de Calderón nos lo encontraremos en La No-divina comedia de Krasinski, donde los paralelismos no son casuales. De los muchos elementos calderonianos que podríamos señalar, apuntamos tres fundamentales: el primero, el concepto teatral del mundo (Krasinski lo denomina «comedia»), que es un escenario en el que los hombres son los actores de la obra de Dios; el segundo, el enfrentamiento hombre/Dios (actor/Autor en Calderón); y el tercero, el castigo por la mala interpretación que los actores realizan de sus papeles (en el auto sacramental el Rey es condenado al infierno y en la obra del polaco el personaje «desobediente», el caudillo Pankracy, es fulminado por Dios).


Krasinski, en su obra, lleva al protagonista, Maz-Henryk, a recorrer los humanos espacios de la tierra. Es este un mundo imperfecto que el hombre pretende mejorar, pero de origen divino, porque así lo creó Dios. La revolución de Pankracy supone el rechazo del mundo creado por Dios, lo que constituye un claro acto de rebeldía contra la voluntad del Creador, un acto satánico. La obra, pues, desarrolla un proceso de rebelión humana contra la voluntad divina: el hombre aspira a crear su propio mundo, hecho a su medida, según su inteligencia humana, pero con una dimensión universal, algo sólo al alcance de Dios. Quiere, en definitiva, igualarse a Dios como creador. Pero esto, desde la perspectiva divina, no es más que una estupidez, una burla, una irrisoria y divertida comedia protagonizada por el hombre. El hombrecreador sólo puede producir obras humanas, no divinas. Es pues, la suya del mundo, una creación «nodivina», contemplada por Dios como una comedia insolente por la que Pankracy paga con su vida, fulminado por el poder infinito de Dios, que con una simple mirada lo destruye a él y a todo lo que representa. A los ojos de Dios lo ocurrido no ha sido más que un cómico espectáculo humano, una «no-divina comedia».


Así pues, como obra de carácter religioso y filosófico, y a la sombra de Calderón, plantea Krasinski el problema del hombre que, disconforme con el mundo creado por Dios (un mundo dual, dividido entre pobres y ricos, aristocracia y plebe), se enfrenta a Él, a su creación, e intenta rehacerlo a su medida. El hombre, en su relación con Dios, también está condenado al enfrentamiento. Pero es éste un enfrentamiento desigual en el que el hombre, potencial destructor del orden divino, supuesto transformador del mundo según su lógica humana, trata de igualarse a la inteligencia omnipotente del Creador. El hombre comete así un acto de rebelión contra Dios, por eso Pankracy, virtual inversor de las leyes divinas, resulta castigado con la muerte por su osadía. Por otro lado, y desde la perspectiva divina, estos intentos humanos resultan tan inútiles como cómicos: cuando muere Pankracy fulminado por Cristo vengador, aún sólo sueña con el proyecto del nuevo mundo, no hay absolutamente nada edificado. El esfuerzo, las renuncias personales, la guerra, el dolor, el sufrimiento, la muerte, todo ha sucedido para tan sólo soñar con el proyecto de una obra humana, una obra que resulta ridicula, imperfecta y minúscula en el instante en que es destruida por la simple mirada de Cristo, muestra de la inconmensurable fuerza de Dios, único Hacedor de magnitud infinita.


Pero La no-divina comedia, al igual que los modelos calderonianos, hay que interpretarla también como una obra histórica y política en la que las estructuras del viejo mundo, defendidas por el conde Henryk y los aristócratas que lo siguen, se hunden al mismo tiempo que surgen otras nuevas, revolucionarias, democráticas y populares. El enfrentamiento entre los caudillos de la nobleza y la plebe simboliza la eterna lucha entre el pasado y el futuro, entre el viejo sistema tradicional aristocrático y el ideario democrático y revolucionario que emerge en estos momentos con fuerza en Europa. La relación entre los hombres, abocada desde su origen al enfrentamiento, indica que no hay futuro sin pasado ni pasado sin futuro. Por eso Pankracy, el hombre que vence al hombre, resulta destruido inmediatamente por el Cristo vengador. En otras palabras, lo antiguo y lo moderno se contraponen tanto como se necesitan. Y por ello los intentos de la aristocracia de aniquilar a la plebe y de la plebe por destruir a la aristocracia son, finalmente, un rotundo fracaso. Nadie resulta vencedor, sólo Dios, lo que convierte La no-divina comedia también en un tratado filosófico y teológico.


Aunque podrían ser aún muchas las referencias que podríamos dar de la presencia e influencia de Calderón de la Barca en las letras polacas, limitamos a estos dos ejemplos aludidos —que son, por otra parte, dos de los más grandes escritores polacos de todos los tiempos— el muestrario de la grandeza e importancia, lejos de nuestras fronteras, en un país tan lejano como Polonia, del inmortal dramaturgo madrileño. Sirvan como muestra y entiéndanse, pues, estas letras, tal y como decíamos al inicio, como nuestro homenaje a Don Pedro Calderón de la Barca en el cuarto centenario de su nacimiento.

Profesor de Filología polaca, Universidad Complutense