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En el mar sin orillas que Jünger quisiera que fuese el tiempo, Juan Manuel González ha asumido una tarea poética necesaria y urgente, dado el enquistamiento de nuestras fuentes épicas en los polos de la tensión guerrera entre godos y musulmanes, y sus correspondientes substratos culturales, acompañados por la sombra hebrea. Inventa para nosotros el poeta una larga elegía basada en la -sangre bronca de un héroe -llamémosle así por de pronto, aunque después nos suene a hermano— celtibérico, acompañado de una muchacha semita, en su periplo esforzado de guerras, amores y horizontes nuevos, viejos dioses en la misma pulsión de nuevas luces, ríos de metales y volcanes, mientras cruza España guerreando.

Es el autor de este largo poema cuajado de estaciones -Amieva, Isoba, Ulaca, Tarsis, Miacum, Hespérides…- pariente directo de Yeats, Seamus Heaney y Robert Graves y, por tanto, acostumbrado a poner sus manos temblorosas directamente sobre la materia viva del misterio. Juan Manuel González empuña además la pluma con el ansia de quien precisa, tras larga sequía, beber a hondas bocanadas las pulsiones de su propia sangre. Y encontrar respuesta a tantas preguntas sin responder sobre nuestros oscuros orígenes.

«Cantonalismo, secesionismo -apunta Luis Alberto de Cuenca en el breve y lúcido prólogo-, y democracia horizontal (nuestra célebre acracia), junto al predominio de lo espiritual sobre lo material y a un innegable espíritu de sacrificio (Numancia, Tiermes, Sagunto), constituyen los rasgos esenciales de los españoles y también, cómo no, del protagonista del libro, dotado de un agudo sentido del honor y de un nulo sentido de la culpa, como los héroes del romancero».

Es éste, además, un libro de singular y sorprendente belleza, estuario de una obra que se inicia en 1984 con un primer libro de poemas, Líneas Minerales., que engrasa con De Ritos y Solsticios (1986), De Sombras y Transfiguraciones (1987), Stefan George (1986), los libros de relatos Viajes antiguos (1985) y Cuaderno de Combate Azul (1993), para madurar con el ensayo de crítica literaria, La Nieve en el Espejo, en 1995. La calidad de esta breve aunque densísima obra ha conseguido el favor de lectores, editores y crítica, en una década demasiado larga en que muy pocos que no siguieran las pautas estéticas y temáticas «políticamente correctas» lograron sobrevivir como poetas.

Solo quedaría expresar mi sorpresa ante la valentía de planteamientos de este libro y la calidad del manejo fiero y sutil que de la lengua española hace este poeta. Pero no resisto, por último, citar algunos versos donde el héroe de En el filo de la sangre, abandonando sobre la hierba el hacha y el escudo de cuero, húmedos de sangre aún caliente, se conmueve ante la breve imagen escondida entre unas zarzas de «La pequeña Virgen de Miacum»:

Las gentes invasoras, cuando
lleguen hasta aquí,
ubios uncidos,
te creerán una Minerva
torpemente alzada entre parras
silvestres y alerces;
sin saber que eres la dama suprema,
obscura y amable,
y alba, y terrible, y silente,
dual e inevitable.
Permaneces en nosotros desde
el principio,
sin oráculos, sin rituales abiertos,
sin sacerdotes engreídos,
sin aras de mármol y oro.
Señora en las colinas de Miacum.
No nos abandones, desnudos,
ciegos, débiles ante la muerte,
despojados de la lluvia y
el relámpago nocturnos.

Poeta y periodista