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«¿Le gusta este jardín que es suyo?
¡Evite que sus hijos lo destruyan!»
Malcom Lowry, Bajo el volcán

UNA FOTOGRAFÍA EN BLANCO Y NEGRO

La vigencia de la sociedad abierta en el siglo XXI sigue estando amenazada. Y no sólo por la presión externa que ejerce el nuevo totalitarismo islamista fraguado a la sombra de la guerra fría que ganó Occidente en 1989, sino por las propias tensiones internas que actúan dentro de los muros de aquélla y que en las últimas décadas se han agudizado. La fotografía de esas tensiones las tomó con ojo preciso Ortega a comienzos de los años treinta del siglo XX. El álbum de fotos de los nuevos tiempos lo ofrece en La rebelión de las masas y se ubica en ese escenario torsionado por los seísmos que enmarcan la revolución bolchevique y la destrucción de la república de Weimar por el nazismo.

Su fotografía es nítida, a pesar de mostrárnosla en blanco y negro. Los contornos revelan un fenómeno histórico de calado. La memoria se retrotrae en el abismo de la historia europea, desvelando que el periodo de entreguerras retomó un proceso de dislocación del escenario cívicomoral acaecido -tal y como se tratará de mostrar a continuación- dos siglos atrás. Y así nos dice Ortega como arranque: «Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante de la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decir que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas».

El fenómeno no es nuevo. El siglo XX lo eleva a estructura tal y como Canetti demuestra con plasticidad científica en Masa y poder cuando nos brinda la primera ley física del imperio de las masas contemporáneo: «Muchos no saben qué es lo que ha ocurrido; ni siquiera pueden dar una respuesta a estos interrogantes; sin embargo, se apresuran a ir donde se encuentra la mayoría». En realidad, este proceso magnético masivo desvela un trasfondo histórico en el que se combina la acción de las ideas sobre la psicología inconsciente del ser humano. De nuevo, como sostenía Isaiah Berlin, la labor del intelectual en la oscuridad silenciosa de su gabinete puede desatar tormentas políticas si sus ideas caen sobre un suelo propicio para que se liberen pulsiones colectivas e individuales refrenadas. En el caso que nos ocupa: el desprecio multitudinario por todo lo que trasciende los límites de un horizonte igualitario sacralizado por la afirmación y constatación moderna de que: «Pese a que en ocasiones no sea extraño toparse con hombres físicamente más poderosos o de inteligencia más viva que otros, la naturaleza ha creado a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y espirituales que cuando se considera todo en su conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es en absoluto tan importante como para deducir de aquí que alguien pueda reclamar para sí un beneficio que otro no pueda exigir con el mismo derecho».

Las palabras de Hobbes contenidas en su Leviatán sacan a la luz algo que la Modernidad irá progresivamente decantando culturalmente. Su apoteosis tiene lugar con la deriva jacobinorevolucionaria desatada tras el estallido de 1789. Burke fue el primero en alertar sobre el diagnóstico igualitario desde la plataforma privilegiada que le ofrecían las islas británicas. A salvo de la revolución gracias al canal de la Mancha, el tory con alma de whig que era Burke, advirtió en sus Reflexiones sobre la revolución francesa que la revolución era el producto consolidado de un igualitarismo-racionalista que había desatado la Modernidad continental. En este sentido,la vocación de tabla rasa revolucionaria a la que apela el jacobinismo alimentará al socialismo durante los siglos siguientes, pero se gestó mucho tiempo atrás: en la propia base teórica que sostiene el discurso de legitimación política inaugurado por la Modernidad.

La acción igualitaria de la guillotina no es fortuita. Es el efecto de un tiempo histórico. Como señala Sloterdijk en El desprecio de las masas: «El terreur de la Revolución Francesa expresará la voluntad de cortar cabezas que pretendieran exceder la talla burguesa, la moderna antropología política suprime en general la idea de nobleza justificando su proceder con argumentos psicológicos procedentes del ámbito natural». De hecho, el terror jacobino nos parece a nosotros terror, pero no a susportavoces, que aplicaron un análisis hipertrofiado de los instrumentos de la Modernidad. Fueron los funcionarios de la democracia revolucionaria, no lo olvidemos, los que trataron de materializar la «voluntad general» rousoniana mediante el «comité de salud pública» y la guillotina; una voluntad que se describía a sí misma como «ama» de la comunidad política, estando legitimada para excluir físicamente a quienes no aceptaban esta lógica de dominio político masivamente democrático.

En realidad, lo que trataron de hacer Robespierre, Saint-Just y Billaud-Varenne era redireccionar institucionaltnente el magma que expulsaba el volcán de una Historia que, por utilizar un símil geológico, constataba en la superficie los cambios en la disposición de las placas tectónicas que se producían en las profundidades de su tiempo. El tránsito de la Edad Media a la Moderna no podía ser pacífico. La sustitución de la fe por la razón como instrumento de legitimación civilizador sólo podía acontecer mediante episodios revolucionarios que, iniciados en Inglaterra en el siglo XVII, revistieron un movimiento de ida y vuelta continental quehizo que las revoluciones religiosa, científica y económica acaecidas en Occidente desde el Renacimiento a nuestros días poblara nuestra memoria de cifras sísmicas: 1649, 1688, 1776, 1789, 1848, 1918, 1989…

EL PANTEÓN LOCKEANO

El desencantamiento del mundo -en expresión de Weber- provocado por la racionalidad instrumental se inició a partir del siglo XVII. Con él, una progresiva geometrización de la existencia humana tuvo lugar en Europa y su proyección transatlántica. Occidente metamorfosea sus estructuras y, con ellas, sus fuentes de legitimación. En la política esto tiene lugar de la mano de un modelo de fundamentación del poder a partir de la teoría del consentimiento articulada en torno a los conceptos de libertad e igualdad. De hecho, cuando Locke escribe sus Dos tratados sobre el gobierno civil bosqueja los planos fundacionales de la democracia moderna mediante un equilibrio que sitúa la igualdad como la base de un orden de libertad.

Su planteamiento liberal es un ensayo político que aloja en su seno las claves incipientes del desarrollo democrático posterior. La tesis de Locke es que gracias a la presencia de un pacto suscrito por todos los hombres que intervienen en su realización, el poder político deviene legítimo y, con él, las leyes que nacen en su seno. A partir del nacimiento de la sociedad política, las relaciones humanas pasan a ser «relaciones instituidas o voluntarias»; esto es, relaciones morales que «dependen de la voluntad de los hombres». El modelo lockeano adopta la traza de una especie de partenón griego que visualiza una geometría racionalista que, a grandes rasgos, reproduce la imaginería liberaldemocrática anticipada históricamente por Tucídides cuando puso en boca de Pericles los principios de la Atenas del siglo V a.C. a través de la famosa oración fúnebre a los caídos atenienses.

El modelo de Locke no oculta la existencia de cánones iusnaturales de verdad que, a sus ojos, son trasladables al escenario arquitectónico de la política. La base contractual lockeana de la democracia es reflejo de ello. Sin embargo, era consciente de que su reflexión teórica se edificaba a partir de una experiencia histórica. En este sentido, la geometría iusnaturalista de su diseño no desconoce el terreno donde se ubica. Locke es un pensador moderno que emplaza su partenón ideal sobre el solar físico que su tiempo le dispensa. Sabía que la placa tectónica de la Modernidad estaba progresivamente consolidándose en su deriva subterránea, agitando así la superficie del acontecer histórico. No hay que olvidar que renunció a su vida académica en Oxford para dedicarse al asesoramiento político-práctico, al ejercicio de la medicina y al conocimiento científico como miembro de la Royal Society. Por así decirlo, Locke era un hombre bien informado acerca de su tiempo. De ahí que articuló su formulación teórica dentro de un viejo orden medieval que daba sus últimas boqueadas y cedía vigor ante la irrupción de una nueva placa que se superponía con violencia creciente sobre aquél, tal y como había puesto de manifiesto prácticamente la primera mitad del siglo XVII inglés.

El diseño democrático de Locke es deudor de ello. Los Dos tratados se concibieron a partir de una estrategia revolucionaria que trató de destronar a los Estuardo y establecer una monarquía constitucional inspirada en los principios del partido whig. Así, la igualdad en el ejercicio de derechos naturales y, entre ellos, la libertad, constituye el emplazamiento sobre el que edifica un entramado basilar que sitúa a la ley natural como eje vertebrador de un gobierno fundado en la salvaguardia de derechos como la vida, la libertad y la propiedad, auténticas metopas del friso iconográfico en el que espejea el ser más profundo de la democracia. De entre todos ellos, el derecho nuclear es la propiedad. Cada hombre tiene una propiedad indeclinable sobre su «persona», configurándola como un límite operativo insoslayable que separa el gobierno civil de una democracia del despotismo de la tiranía.

El concepto lockeano de persona es el canon constructivo de la arquitectura democrática y su cortafuegos ante los excesos que puede desatar la igualdad originaria. Para Locke, la «persona» es el preámbulo moral y constitutivo de la ciudadanía. Si no concurre una apropiación de la persona que potencialmente porta cada hombre como criatura de Dios, se incumple la primera exigencia de la ley natural: el ejercicio responsable de la libertad. Sin persona no hay sujeto político prestador del consentimiento del que emana el gobierno. La persona es «el sí mismo… un término forense que imputa las acciones y su mérito; pertenece, pues, tan sólo a los agentes inteligentes que sean capaces de una ley y de ser felices y desgraciados».

Este presupuesto moral apropiativo sobre uno mismo es esencial para construir el modelo político de Locke. Dios ha dado al hombre entendimiento para dirigir sus acciones y le ha permitido una libertad de voluntad y acción como algo propio y constitutivo de sí mismo dentro de los límites fijados por la ley natural. Y si el entendimiento le dicta ejercer la razón sobre el asidero de una experiencia individual, la proyección social del mismo lo conduce a tender vínculos de asociación pacífica. Para ello, el hombre debe apropiarse de su persona con anterioridad, venciendo las pulsiones y la irracionalidad que porta consigo como consecuencia de la caída original. Esta circunstancia es la que lleva al hombre a ser persona y cumplir una ley natural que capta con su entendimiento y lo que le fuerza a apropiarse de cuanto necesita para sobrevivir mediante el despliegue sobre el mundo de una laboriosidad física y epistemológica que hace que: «aunque las cosas naturales se nos dan en común, el hombre (por ser su propio amo y el propietario de su persona, así como de sus acciones y del producto de su trabajo) tenía en sí el fundamento de la propiedad».

Gracias a esta apropiación moral, el hombre deviene sujeto político y puede prestar su consentimiento con independencia del grado de proyección física que adquiere tras producirse aquélla. En este sentido, la apropiación material del mundo físico está limitada al cumplimiento de una serie de requisitos que se superan mediante la introducción del dinero como depósito de valor del trabajo y, asociado a aquél, al intercambio de bienes y servicios como instrumento de sociabilidad. Estos hechos tienen lugar en el estado de naturaleza y son expresión del entendimiento práctico que actúa en los hombres más industriosos y racionales: aquellos que no se conforman con vivir al día, dice Locke, como no se conforman con un conocimiento simple de la ley natural que los rige, pues: Dios entregó el mundo a los hombres para su beneficio y para que «obtuvieran de él la mayor cantidad posible de ventajas».

Esta lógica progresiva y activista que enmarca la teoría de Locke en la senda del activismo moderno inaugurado por Bacon y Descartes, hace que una exigencia maximizadora del entendimiento práctico y económico posibilite el crecimiento del intercambio de bienes y servicios en una especie de continuum civilizador que acaba incrementando la producción y la cantidad de ventajas que hacen posible agrandar la riqueza disponible de la humanidad. Así, el deseo de mejoramiento de su bienestar material e intelectual es el producto del ejercicio de la libertad o, si se prefiere, la consecuencia de la vocación imputadora de responsabilidad moral anudada a la condición de persona. Por eso dicen los Dos tratados que la igualdad originaria de los hombres no es incompatible con ciertas diferencias entre ellos, ya que al ser aquélla «el igual derecho que tienen todos los hombres a su libertad natural, sin que nadie pueda verse sometido a la voluntad o autoridad de ningún otro» sin su consentimiento, con todo, es perfectamente posible que dentro de ese marco la «excelencia de las cualidades y el mérito pueda situar a [algunos] por encima del nivel común».

La arquitectura democrática que edifica Locke es compatible con la presencia en su diseño de un arquitrabe elitista que cierra el sistema. Un sistema que a través del gobierno salvaguarda los derechos naturales haciéndolos civiles dentro de un Estado de planta democrático-igualitaria que no orilla las consecuencias que desata el ejercicio espontáneo de la libertad natural, entre las cuales están las diferencias posesivas y de mérito intelectual que generan el desarrollo de la industria y el entendimiento práctico. De este modo, mediante una estrategia democrática de partida, Locke extiende la base de legitimación a todo el pueblo.

En su Epístola a la tolerancia señala que el Estado es una sociedad de hombres que se constituye exclusivamente para «procurar, preservar y hacer avanzar sus propios intereses de índole civil»; intereses dentro de los que se ubican «la vida, la libertad, la salud, el descanso del cuerpo y la posesión de cosas externas, tales como dinero, tierras, casas, muebles y otras semejantes», indicando a renglón seguido que el deber del magistrado consiste en «asegurar, mediante la ejecución imparcial de las leyes justas a todo el pueblo, en general, y a cada uno de sus súbditos, en particular, la justa posesión de estas cosas correspondientes a su vida».

Locke identificaba el estatus privilegiado apuntado más arriba con el gentleman de su tiempo y que, desde principios del Renacimiento, había copado progresivamente el control político y económico de Inglaterra con la adquisición de la mayor parte de las tierras cultivables y la práctica totalidad de los escaños de los Comunes, los altos cargos de la Administración, la judicatura y los puestos influyentes dentro del comercio, la industria, la milicia, las finanzas y la ciencia. Un ideal aristocrático que, frente al tradicional guerrero y cortesano, se funda en la moderna ética weberiana del trabajo o, para ser más exactos, en el cultivo de una conducta industriosa y racional localizada en los principios morales y filosóficos de la Modernidad consagrada en el Ensayo sobre el entendimiento humano.

En realidad, la Inglaterra moderna plantea un modelo de héroe a la altura de su tiempo. Un hombre burgués, individualista, que centra su bienestar en el cultivo de una laboriosidad intelectual y moral que, luego, el también whig Daniel Defoe encarna en la figura literaria del Robinson Crusoe, capaz de dominar civilizadamente una remota isla desierta guiado por la mesura y la reflexión, incluso en las circunstancias más difíciles y extremas. De esta manera, los valores de excelencia propuestos por Locke ponen de manifiesto el empeño de ofrecer un ideal humano basado en la racionalidad y el trabajo, tal y como expone en su obra Pensamientos sobre la educación. Como señala N. Mateucci en Organización del poder libertad. Historia del constitucionalismo moderno: «la coherencia de su construcción» radica en que «intenta vincular los elementos más dispares, en un proyecto político y constitucional que tiene» a ese «hombre nuevo» educado en dichos principios educativos como la garantía del éxito de su proyecto, pues lo adapta «al cometido social y político al que está destinado: la reforma constitucional» a través de «una reforma cultural».

EL VULCANISMO ROUSSONIANO

El diseño lockeano que acabamos de ver entra en el siglo XVIII de la mano del mejor de los avales: el respeto de las mentes biempensantes de la Ilustración. El conocimiento de aquél se convierte en una especie de Evangelio laico cuando se seculariza el escenario de la ley natural que lo fundaba, sustituyéndose paulatinamente a Dios por un simple demiurgo racionalizador. El espíritu de las leyes de Montesquieu define la Constitución inglesa nacida de la revolución de 1688 como un sistema modélico de equilibrios, en el que varios poderes se limitan y moderan entre sí logrando una arquitectura política al servicio de la libertad. Así, a partir de la experiencia práctica inglesa, la teoría del consentimiento se convierte en la fuente de legitimación del poder ilustrado. Sus ideas se expanden por el continente europeo y las colonias norteamericanas como un modelo a imitar que difunden los enciclopedistas y que asocian a un proyecto de reforma cultural del hombre que culmina con la máxima del «Sapare aude!» kantiano y su ideal meritocrático de conocimiento y ciudadanía.

Sin embargo, desde la recepción continental de la obra de Locke y la revolución norteamericana protagonizada por ilustrados como Jefferson o Franklin transcurre más de medio siglo. Durante ese lapso de tiempo, la corriente igualitaria utilizada como sostén del partenón loekeano se desborda y comienza a fracturar el anclaje de su entramado basilar debido a la agitación del substrato sobre el que se asienta. El vulcanismo de la historia liberado por una Modernidad que avanza hacia su apoteosis a velocidad de crucero, se ve estimulado por la aportación intelectual de Rousseau. Con él, los viejos conceptos de libertad e igualdad manejados por los diseñadores de la arquitectura demoliberal ven alterados sus cimientos teóricos. De hecho, plantea sobre aquéllos una impugnación radical ya que el partenón lockeano defendido por los ilustrados como expresión de su superioridad arquitectónica le desagrada abiertamente cuando les dice: «He tenido conocimiento de las culturas de las que tan orgullosamente os mostráis, he visto vuestras magníficas mansiones y la vida que lleváis en ellas y os aseguro que todo ello son falsedades, cosas artificiosas y antinaturales. Es mejor vivir en un tugurio; hay más sinceridad, más humanidad».

Con Rousseau, la Ilustración se sale de sus goznes liberales y ofrece un nuevo rostro donde la razón se apasiona. Revitaliza el discurso igualitario haciendo que la igualdad geométrica se transforme mórbidamente en apetito social gracias al discurso teórico de la «voluntad general». Hasta él, la igualdad no es un fin en sí mismo sino un instrumento al servicio de la libertad individual. Cuando D’Alambert escribe a Federico II en 1770 se defiende de la acusación de que «los filósofos» predican la igualdad absoluta, diciendo que la dicha social está en contentarnos con esa igualdad moral que mantiene a cada uno en el libre ejercicio de sus derechos. Idea que comparte Holbach y que Gaetano Filangieri plantea más claramente cuando en La ciencia de la legislación sostiene que el hombre virtuoso nunca podrá ser igual al delincuente, o el inteligente al imbécil, o el valiente al cobarde; pues hay desigualdades morales como las hay físicas, lo cual no debe restar crédito ni valor a la única igualdad posible: la igualdad ante la ley. De hecho, apostilla el italiano: la igualdad consiste en que los hombres no vean conferidos privilegios por su nacimiento.

Rousseau cambia este escenario. Inaugura una reflexión apasionada que rompe con la moderación analítica de sus contemporáneos. Hace algo que lo pone en sintonía con la llamada anti-Ilustración y que tiene a Hammann y Herder como portavoces del romanticismo posterior, con Schiller y Hólderlin a la cabeza del mismo. Rousseau denota la fatiga y crispación que engendra el discurso moderno en algunos de sus hijos y la añoranza por aquella «sociedad cerrada» descrita por Popper, y que gravita como una amenaza sobre la civilización demoliberal desde sus orígenes griegos. Como señala J. L. Talmon en Los orígenes de la democracia totalitaria: Rousseau es el representante del «temperamento totalitario mesiánico», fruto de la enfermedad ideológica a la que conducían ciertos excesos de la Ilustración y que en él se combinaba con un «mal ajuste psicológico»: «una de las mentes más inadaptadas y egocéntricas naturalezas que han dejado testimonio de su condición». De hecho, rescata la olvidada violencia y metamorfosea la sede del juicio en el que se funda la ley natural. La razón deviene en corazón, y lo hace tempranamente cuando en el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres convierte la propiedad en un derecho contra natura, ya que el primer hombre que cercó un pedazo de tierra y dijo que «es mío», creó la desigualdad y, consecuentemente, la injusticia.

Sin remilgos de ningún tipo, Rousseau impugna de raíz la tesis ilustrada y combate abruptamente el fundamento mismo del elitismo democrático. En un momento en el que se plantea que el progreso material y el avance de la civilización era consecuencia del desarrollo de un proceso racionalizador e isonómico al servicio de la libertad de los hombres, él sostiene lo contrario: que el avance de la civilización, lejos de liberarlos, los esclaviza; y que lejos de hacerlos mejores, corrompe su alma. El hombre primitivo vivía en una unidad orgánica consigo mismo que el hombre moderno ha desgajado. Esta es la verdad del hombre, una verdad irrecuperable, ya que no puede retrotraerse la humanidad a su origen, pues «la naturaleza humana no retrocede». Pero esta acción retrospectiva roussoniana lo que significa en la práctica es una estrategia con la que toma impulso para plantear su modelo alternativo, tal y como desarrolla en el Contrato social y, a partir de él, sus herederos jacobinos, socialistas utópicos, demócratas radicales, marxistas, anarquistas e, incluso, fascistas, ya que el mecanismo de la voluntad general será un instrumento totalitario de gran utilidad para los promotores de la sociedad cerrada.

Pero si el hombre no puede volver al estado de naturaleza, sin embargo, sí puede enmendar su desarrollo ulterior recuperando la esencia que dominaba aquél: la igualdad. La solución roussoniana estriba en edificar una comunidad política utópica que demuela el partenón lockeano aplicando la piqueta de la igualdad como elemento fijo y calificador de los actos de la vida social. En el estado de naturaleza la única verdad era la igualdad que existía entre los hombres primitivos: la condición de una sociedad no ilusoria. En el Contrato social aboga por la extensión de la democracia a todos y por la democracia directa frente a la aristocracia electiva, que era como llamaba al modelo lockeano, situación que sintetiza en el primer capítulo del libro primero cuando dice que: «El hombre ha nacido libre y en todas partes está encadenado». Ningún mérito es natural; la excelencia no es legítima, como tampoco lo son los derechos que no sean reconocidos por la ley en la que se corporeiza la voluntad general. En su Proyecto de Constitución para Córcega es claro: «La ley fundamental de vuestra Constitución es la igualdad. Todo debe referirse a ella, incluso la autoridad misma, a la que se instituye precisamente para defenderla; todo debe ser igual por derecho de nacimiento». Gracias al contrato social la tabla rasa se hace efectiva y el hombre primitivo permanece en la sociedad sin esclavizarse a otros, obligándolo a ser libre dentro de la ley, de modo que el «soberano» que integra a todos los hombres expresa la voluntad general en acción.

EL TERROR JACOBINO HECHO VIRTUD DEMOCRÁTICA

Los conceptos manejados por Locke se invierten bajo un planteamiento holístico. Para Rousseau, la voluntad general significa que cada «uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo».Una nueva geometría constructiva sustituye al partenón lockeano por un altar monolítico y nivelador: un coristructo total o, si se prefiere, una especie de mónada leibniciana constante, inalterable y, sobre todo, pura y autorreferente, pues: la voluntad general «es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública». El altar roussoniano se transforma así en el cono que canalizará desde el cráter del volcán revolucionario las corrientes igualitarias de una Historia que la revolución francesa transforma en violencia colectiva de la mano de los jacobinos y su culto al triunfo histórico de lo masivo mediante la destrucción de la lógica lockeana apropiativa de la persona.

Tras su victoria sobre la Gironda y los elementos moderados de 1789, la lava de la revolución jacobina se llevó por delante el partenón lockeano que la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano instituyó como diseño de una monarquía constitucional en el continente. El resentimiento psicológico de las masas hacia lo meritorio se transforma en anhelo nivelador gracias al estímulo de las ideas roussonianas. Los émulos franceses de la gentry idealizada por Locke -y que constituían la famosa «nobleza de capa» burguesa y funcionarial-, caen después de que el terror revolucionario se ensañara con la vieja aristocracia de sangre y cortesana. Montesquieu es fagocitado por Rousseau. Como Büchner puso en boca de Robespierre en La muerte de Dantón: «El arma de la República es el terror, la fuerza de la República es la virtud. La virtud porque sin ella el terror sería desastroso, el terror porque sin la virtud sería impotente. El terror es la emanación de la virtud, no es otra cosa que la rápida, la severa y la inquebrantable justicia… El gobierno de la República es el despotismo de la libertad contra la tiranía».

La «máquina jacobina» apoyada en las picas de los sans-culottes hizo que la libertad dejara de tener sentido en clave personal. De hecho, para los hijos de Rousseau «el pueblo» se define -según el Alphabet républicain dictado el II año de la República- como «una masa de individuos reunidos para vivir bajo el mismo gobierno», siendo, además, el único «soberano, es decir, amo» ya que «tan sólo él puede darse leyes a sí mismo. Porque, siendo todos los hombres iguales por naturaleza, ningún hombre debe imponer la ley a otro».

La moralización republicana que portaba consigo el lenguaje de Rousseau llega así al paroxismo violento y a la justificación virtuosa de la represión y eliminación física de quienes se autodeclaran -con su oposición al curso de los acontecimientos revolucionarios- como enemigos de la igualdad. Como dueña de la voluntad general, la ley se erige en violencia purificadora, instituyendo una zona sin control que es una zona de guerra legítima contra los hombres indeseables que renuncian a ser libres. Si la libertad sólo consiste en «no obedecer más que a las leyes», que es lo que hace un «buen ciudadano», entonces el hombre que no las cumple deja de ser un hombre libre adquiriendo el estatus de «esclavo, es decir, el más vil y el más cobarde de todos los hombres». El paso siguiente fue claro y a los jacobinos no les tembló el pulso cuando tuvieron que darlo: el altar fue trocado en ara y el sacrifico de los malos ciudadanos en purificación al servicio de la voluntad general.

El desarrollo de los acontecimientos posteriores fue intelectualizado mediante el hartazgo napoleónico en el que desembocó el terror revolucionario. Algunos años después, esta tesis la asume Tocqueville cuando aventura que el milenario resentimiento psicológico de las masas hacia la excelencia se trocará en igualitarismo intelectual cuando las cadenas y los verdugos que groseramente imponían las tiranías del pasado cedan paso al dominio absoluto de una opinión pública que intelectualiza la violencia liberada por la revolución. De hecho, apartir de ese momento, afirma en La democracia en América: «El señor no dice más: pensaréis como yo o moriréis, sino que dice: sois libres de no pensar como yo, pero desde este día sois un extranjero entre nosotros».

El mérito principal de Tocqueville reside en percibir que la explosión revolucionaria de 1789 no ha consolidado todavía la democracia. La orgía de sangre que supuso aquélla tenía que ser metabolizada de forma pacífica ya que esa fuerza desconocida que arrastra a todos los hombres a querer «la destrucción de la jerarquía» sólo se convertirá en sistema colectivo de vida cuando revista el carácter de un canon que instituya a todos los niveles del comportamiento humano y de la reflexión que «hay más luz y cordura en muchos hombres reunidos que en uno solo». De este modo, la tiranía de la mayoría tendrá una vestidura pacífica através del imperio de una opinión pública que acallará el debate, achatará y nivelará la existencia humana en el conformismo, logrando así que se desvíe «la actividad intelectual y moral del hombre hacia las necesidades de la vida material para emplearla en producir bienestar». Y aunque el siglo XIX gesta un nuevo elitismo siguiendo la estela meritocrática instituida por el ejemplo de Napoleón y las reflexiones del liberalismo utilitario de Stuart Mill, la pulsión igualitaria cobró nuevos bríos mediante un nuevo anhelo mítico de la revolución, esta vez asentado sobre una corriente en la que el culto positivista a la ciencia y el análisis de la estructura económica del mundo se aliaron bajo el sacerdocio de una nueva pasión jacobina: el marxismo y su odio a un capitalismo que deshumanizaba mediante la transformación del trabajo en una mercancía que se compraba y vendía.

Sin embargo, la caída del muro de Berlín ha puesto fin a la amenaza violenta que gravitaba sobre la sociedad abierta desde 1918. La historia es bien conocida debido a su cercanía. Baste decir que el pulso del jacobinismo marxista se ha disuelto como un azucarillo en el océano de las contradicciones que encerraba la aplicación práctica del pensamiento de Marx. La organización totalitaria de lo masivo desarrollada por la utopía leninista es pasado. Pero la placa tectónica liberada por la Modernidad sigue actuando sobre el acontecer humano. El volcán del igualitarismo no se ha apagado. Sigue activo, latente, debido a la resaca de décadas de predominio monopolístico por parte de una izquierda que ha controlado -y controla- los resortes de la cultura y sus fuentes de legitimación institucional a través de la universidad, las artes y el periodismo de la imagen.

EL PARPADEO DEL PARTENÓN VIRTUAL

Hemos vuelto al punto en el que Tocqueville emitió su diagnóstico, aunque añadiendo síntomas que éste no pudo percibir. Hoy, el imperio de la opinión pública es más poderoso que entonces y ha adoptado la faz americana que aventuró tras su experiencia transatlántica. La pesadilla dibujada por él se ha hecho más sofisticada. Los procesos que describió se han acelerado exponencialmente. La tiranía del canon mayoritario como referente de verdad y normalidad; la dispersión individualista estimulada por un hedonismo utilitario que ha erosionado la estructura de deberes que sostiene el ejercicio de los derechos, y la burocratización de las estructuras depoder han sido introyectadas colectivamente. El bienestar desarrollado por el capitalismo posindustrial y técnico hahecho que la concepción hobbesiana de la igualdad experimente una nueva vuelta de tuerca. La ciudadanía que se ha transformado en mero consumo y uso de derechos sociales bajo un Estado del bienestar que se legitima a sí mismo como una democracia plebiscitaria en la que la optimización de los recursos públicos es la clave de la revalidación de las mayorías que sostienen a los gobiernos. De este modo, la burocratización y las contradicciones culturales del capitalismo descritas por Daniel Bell minan la vigencia de la sociedad abierta al tiempo que la técnica, como expresión última de la racionalidad instrumental weberiana, constata día a día que la dinámica del progreso no es pacífica ni altruista, sino que puede desembocar en violencia y tiranía tal y como aventuraron Horkheimer y Adorno en La dialéctica de la Ilustración.

El nihilismo comienza a mostrarse como el cauce final del proceso de racionalización igualitaria iniciado con la Modernidad y la figura de Nietzsche cobra elcariz del profeta del nuevo milenio con su anuncio del «último hombre»: «¡Ay!, llegará el tiempo en el que el hombre no engendre yaninguna estrella… Llegará el tiempo del hombre más despreciable, el que ya ni siquiera se desprecia a sí mismo. ¡Mirad! Yo os muestro el último hombre. ¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es estrella? Estas son las preguntas del último hombre, y parpadea». De hecho, la amenaza que pende sobre el panteón lockeano radica en que se suplante por una especie de partenón virtual gracias a las nuevas tecnologías, adquiriendo la traza deuna mixtura arquitectónica que combine la fórmula de un gran estudio hollywoodiense y un casino de Las Vegas. El problema no es tanto que desaparezca su corporeidad sino que, primero, parpadee el flujo eléctrico que alimenta su imagen y, después, desaparezca en medio del silencio, la oscuridad y la indiferencia de las masas.

El igualitarismo de antaño ha dejado de ser físico. Sustituye la lava volcánica por laneutralización de una ciudadanía despersonalizada que es incapaz de asimilar que alguien como Locke hubiera podido decir, siglos atrás, quela persona es el presupuesto de la democracia: «El sí mismo… un término forense que imputa las acciones y su mérito; pertenece, pues, tan sólo a los agentes inteligentes que sean capaces de una ley y de ser felices y desgraciados».

UNA RADIOGRAFÍA, TAMBIÉN EN BLANCO Y NEGRO

El problema de la sociedad de masas del siglo XXI es la implosión de la persona y su impotencia a la hora de asimilar la complejidad que caracteriza el nuevo milenio. La fotografía en blanco y negro que nos ofrecía Ortega se ha quedado corta. Le falta la profundidad y amplitud de un gran angular. El hombre sin atributos musiliano es el nuevo héroe del apocalipsis feliz -con minúscula- en el que vivimos instalados cotidianamente. Nuestro héroe es el portavoz de una clase universal autosatisfecha que no se atreve a mirarse a sí misma en el espejo de su ser masivo. La amenaza está aquí: en la festividad ociosa del bienestar en el que viven esos hombres que se dejan ser porque no respetan ninguna instancia superior que no sea la libre expresión de sus deseos y preferencias. Lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso viene dado por el imperio de una opinión pública que carece de aristas y fracturas. La masa ha perdido la potencialidad revolucionaria de antaño y evoluciona hacia la desactivación absoluta que provoca el alivio colectivo de la indiferencia.

Quizá por eso mismo, la foto de Ortega debe dejar paso a la radiografía, también en blanco y negro, que nos brinda Canetti cuando afirma: «Sólo todos juntos puedan liberarse de sus cargas de distancia. Eso es exactamente lo que ocurre en la masa. En la descarga, se elimina toda separación y todos se sienten iguales. En esta densidad, donde apenas cabe observar huecos entre ellos, cada cuerpo está tan cerca del otro como de sí mismo. Es así como se consigue un inmenso alivio. En busca de este momento dichoso, en donde ninguno es más, ninguno es mejor que otro, los hombres devienen masa». Aunque eso, sí, habría que añadir: masa absoluta y, quizá, definitiva.