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Ave Maris Stella

Comentaba hace poco Jon Juaristi, en una charla sobre Alvaro Mutis, que para los griegos había tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los que van por mar. La frase dice mucho del carácter heleno y del ámbito mediterráneo en el que floreció la Hélade; pero también parece pensada como mote de un imaginario blasón de Maqroll.

Es quizá ése el aspecto más marcado y más peculiar del carácter de Maqroll: su errancia constante, su desapego a todo lo sedentario, su interés en el viaje por sí mismo -por lo que el viaje nos trae en sí, no por el hecho de ir a ningún sitio- con una visión cercana al pensamiento que Kavafis expresa en su celebérrimo Ítaca.

Espiguemos entre el mar de las Empresas y tribulaciones algunas citas rotundas y claras: Maqroll aparece como un «nómada irredento», con una «inagotable ansiedad deambulatoria», y que elige «el camino de una constante itinerancia escogido por nosotros y la voluntad de no rechazar jamás lo que la vida, o el destino, o el azar, como quieras llamarlo, nos ofrecen al paso». Maqroll hace una relectura vital del clásico ars gratia artis y se entrega a la idea de «el viaje por el viaje». Ha negado toda orilla, y le cuesta quedarse demasiado tiempo en un sitio. La mar le llama desde el mismo instante en que se acerca a la bocana del puerto, y se siente en tierra como un león enjaulado.

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Pero a veces algo le obliga a quedarse un tiempo en el interior. Y ahí comienzan sus penurias, y él lo sabe: «Siempre que intento algo tierra adentro me va mal». Su vida está orientada al devenir de los barcos, y ya ha olvidado las costumbres de tierra adentro y sus mezquinos tratos cotidianos. No recuerda bien el idioma de tierra firme, y Le cuesta mucho hablar sin acento marino: «El familiarizarse con las cosas de la tierra requiere un plazo con el que nunca contamos al desembarcar».

Su vida es una vida de marinero a la que no puede arrastrar a nadie. Por eso son tan extrañas sus relaciones con las mujeres, emblema de la tierra y lo telúrico. No es capaz de compartir su soledad itinerante, y su estar siempre de paso, con las mujeres, que buscan asentarse en sus raíces y sacan como Anteo su fuerza de la tierra, y hacen que la Naturaleza continúe su curso. La excepción es Ilona, un caso aparte, que es a menudo más camarada que amante.

A Maqroll la vida lo ha dejado cimarrón en un barco, sin más ayuda para sobrevivir que unos libros y unos amigos. Es un Holandés Errante al que nada puede redimir de su constante paso (ni siquiera la esperanza sin nombre de un óvalo chirichiano, como en la extraña y fascinante película de James Masón y Ava Gardner). Ha cruzado la línea de sombra, y ya no hay vuelta atrás: su vida es un camino.

Mutis comparte con su amigo Maqroll la querencia marinera. Le nació, como casi todas las cosas importantes, en la infancia. En esos barcos de línea que llevaban al niño Alvaro desde Bélgica a Colombia para pasar ías vacaciones. Todos los veranos emprende ese viaje mágico desde el puerto de Amberes, salida al mar de la brumosa Bruselas de su cotidianidad escotar, hasta la finca de su abuelo en el Quindío, en el corazón de la tierra caliente.

Pero, a pesar de las fascinación que las tierras del Coello ejercen entonces -y ejercerán siempre- sobre el Mutis niño, para él la verdadera vacación es el trayecto en el transatlántico. Allí todo el territorio es suyo. Nada se resiste al niño que corretea por todos los rincones y se engolfa en las luminosas cubiertas, en los mágicos instrumentos de navegación, en la extraña aleación salada del mar con los metales. El es el dueño de un reino autárquico, un reino flotante desligado de las costumbres de tierra adentro. El tiempo se detiene y adquiere una medida propia, según las agujas de la rutina marinera, y el espacio, más allá de las fronteras de la borda, se dilata en la línea del horizonte. Un tiempo dentro y fuera del tiempo, un espacio dentro y fuera del espacio: ésas son las coordenadas vitales del Mutis niño en sus primeras aventuras transoceánicas.

Maqroll, que surca los siete mares, compartirá con Mutis la predilección por algunos puertos del Norte de Europa, como Hamburgo y el citado Amberes, lugar que escogió Mutis para conceder una entrevista a la televisión belga, a bordo de un barco vencido y abandonado a sus cicatrices.

Y también comparten querencia por dos mares, palimpsesto crucial de las idas y venidas del Gaviero: el Caribe y el Mediterráneo. Mares que, bien mirado -y bien navegado- tienen mucho en común. Ya Arciniegas calificaba al Caribe como el «Mediterráneo de las Américas». Caribeños de otras lenguas también apuntan a los griegos como referente: así Derek Walcott con su Homeros o Saint John Perse con su Anabase. Y, por encima de todos, Maqroll. No en vano Louis Panabière, en su artículo Lord Maqroll, investía al Gaviero con el título de «Odiseo caribeño».

Puede ser interesante recorrer la lista de los compañeros de Maqroll en su particular Academia de Marina. Los críticos aluden siempre al marino polaco Józef Konrad Korzeniowski, más conocido como Joseph Conrad. Sin embargo, Mutis comenta que el neoyorquino Melville compartía con Maqroll más horas de lección (y posiblemente también de ocio). No esconde Mutis su predilección por Moby Dick, «un libro prodigioso, y además contado por un gaviero ». Y no está de más recordar que el título primero de la melvilliana Billy Budd, Sailor era Billy Budd, Foretopman; es decir: Billy Budd, gaviero.

Hay otros compañeros más lejanos -de otras promociones- que también gustan de saber de las andanzas del Gaviero. Son dos Simbads. Uno es el de Alvaro Cunqueiro, un Simbad que aún esperan las islas, y que viaja por un mar de historias y narraciones, con la palabra como timonel y la imaginación como brújula. El otro es un Simbad varado, el de Gilberto Owen, que recorre sin fin laberintos de amor en busca de la Ariadna salvadora, tras un hilo de palabras y de sangre.

No todos los colegas de Maqroll, aquejados de una planomanía sin cura, son marinos. Los trenes son los principales testigos del sempiterno curso de Cendrars, de Larbaud y de A.O. Barnabooth. El tren, en el fondo, tiene mucho que ver con el barco. Y también las caravanas que intentan agotar el inagotable desierto. Caravasares y hoteles cumplen la función de hogar de los que escogieron el viaje como patria; de altares de Hermes, que es Mercurio y es Thoth, dios del viaje y también de las palabras.

Y, como bien saben John Meade Falkner, y T.E. Lawrence, y los olvidados Wavell, O’Connor y Auchinleck, y todos los que han luchado en las arenas africanas, el desierto es como el mar. No hay terreno que se gane o se pierda: sólo importan los oasis, las rutas, la movilidad y la sorpresa. Y los designios de Alá, Señor del laberinto de arena.

El mar de Maqroll es el recio mar de los marinos. El que se cobra su tributo de vida cada día, llenando de herrumbre el alma del marino hasta agotarlo, como al desventurado Sverre Jensen. Es el mar contra el que nada pueden los latigazos con los que le quiere castigar Jerjes por su infortunio; ni los retos por escrito que le mandaba Abdelkarim Al Ormuzí, uno de aquellos pilotos antiguos del Califa. El mar de Maqroll es como el arma de Aquiles: sólo puede curar su herida el toque de la misma arma. Por eso Maqroll sólo puede curarse del mar con el mar: sólo el viaje aplaca su llaga, su estigma de navegante solitario.

Álvaro Mutis encuentra en Cádiz, en Córdoba, en la Alhambra, en Santiago, el verdadero orden y cifra de las cosas. Tras mucho caminar encuentra, como él mismo nos dice: «el reino que estaba para mí». Para Maqroll, ese reino que lo espera no es otro que el viaje mismo. Su vida es una novela bizantina sin fin, en la que la anagnórisis es propia e interna, y su única opción para encontrarse es perderse y errar constantemente. En Maqroll el navigare necesse, vivere non necesse se hace carne a través de la palabra de Mutis.

El divino Cirlot, en su Diccionario de símbolos, habla de la secta de los Kalendari, cuya regla les exige deambular constantemente en un viaje continuo. Quizás todos seamos Kalenderi sin saberlo, por rutas que no alcanzamos a ver y que sólo el Destino conoce. Maqroll, más sabio y más valiente que nosotros, descubrió hace tiempo que el viaje es la única vía, el encuentro con nuestro destino, la verdadera vida. Cunqueiro lo dijo muy hermosamente: «Aquel camino era un viejo mendigo». El viaje es la cifra de cada uno. Mi viaje soy yo, y yo soy mi viaje.