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Uno de los más interesantes galimatías de nuestra historia cultural es el deslizamiento de significados de ciertas palabras casi sagradas, o quizá de las actividades y cosas designadas por ellas, como ciencia, medicina, naturaleza y otras cuantas: ni la ciencia de hoy es hija de la que llamaban «ciencia» en el siglo XVI, ni nuestra medicina es nieta de aquella «medicina» de 1800, ni por supuesto nuestra complejísima, inabarcable, frágil, temible, delicada y hasta vengativa naturaleza tiene mucho que ver con aquellas admirables, pero simples, listas taxonómicas o los nietzscheanos columbarios. Pero cuando Nietzsche denunciaba esa columbarización de todo conocimiento y también de la ciencia, ya llevaba casi un siglo en marcha esta especie de revolución que el libro de Andrea Wulf recorre concienzudamente, año a año y paso a paso: Alexander von Humboldt ya tenía dibujada, en su mente y en el papel, desde antes de volver de su viaje americano en 1804, la nueva idea de la que hoy mismo surge cualquier comentario que se haga, técnico o doméstico, sobre la Naturaleza.

El libro de Wulf es, en efecto, minucioso y documentado más allá de lo habitual: de sus 578 páginas, el texto ocupa 403, y entre notas y bibliografía suman 130 páginas más. Su aparato es casi de tesis doctoral; su seguimiento de la peripecia tanto física como intelectual de Alexander von Humboldt es exhaustivo y admirable. Y una vez más nos encontramos ante una parabiografía de corte anglosajón, con investigación sobre aspectos que en ocasiones pudieran parecer irrelevantes (pero que se suman a la diversión de la lectura) y, como también es habitual, con ese cierto y a veces hasta elegante anglocentrismo que, por más que se diga, en nuestra era no tiene parangón en otros ámbitos culturales y sobre todo en estos niveles. La autora tiene una brillante y extensa carrera, y nada permite dudar de su rigor, y ahí está precisamente el problema: junto a hallazgos formidables, Wulf deja de lado realidades que modificarían sustancialmente la adhesión a esos tópicos de la historiografía anglófila que parece imposible corregir; y si eso lo hace una autora rigurosa como ella, es que estamos ante un problema mayor. Un breve ejemplo: tras la intensísima relación de Humboldt con Bolívar (y extensísima en la obra), con argumentados comentarios sobre la mala situación de los nativos americanos y la necesidad del fin de la «colonia» española, el prusiano llega a Washington y se entrevista repetidamente con el presidente Jefferson, que la autora (británica nacida en la India) retrata un tanto angelical, y sobre el que se oscurece por completo su carácter de teórico del exterminio de los nativos norteamericanos, y además haberlo llevado a cabo poco tiempo después.

Esos son los problemas, se diría que inevitables,de referir cualquier tema a la propia cultura; porque, por otro lado, si se quiere conocer la vida y el proceso mental de Humboldt estamos ante una obra magnífica. Los otros aspectos, una vez señalados, pueden no molestar. Se trata de una lectura no solo informativa (Wulf señala que en el mundo anglosajón «se ha tenido olvidado» a Humboldt, por germano) sino recreativa. La narrativa y la rica y sonora traducción trasladan al lector a las faldas del Chimborazo, a los lodos del Orinoco y a los hielos de Siberia; también sufrimos los tedios de la corte de Berlín, y los entusiasmos del París posrevolucionario (Wulf ha perdido ahí la oportunidad de enriquecer su libro con la narración de los seis meses que pasó Humboldt en España esperando financiación y pasaporte del rey Carlos IV). En aquellas laderas de los volcanes americanos se produce en Humboldt la conexión, casi se podría decir la iluminación. Eso que para los ciudadanos del siglo XXI es tan normal, tan indiscutible, se le ocurrió a alguien, o por lo menos fue alguien el que definitivamente hizo que cuajara la noción, y ese alguien fue Alexander von Humboldt. Y trata del sistema de la naturaleza, o de la naturaleza como sistema.

La distribución peculiar de las especies vegetales en unos y otros lugares del planeta; la interdependencia de las especies; la química y la física que no son asunto de laboratorios sino del propio suelo, y del agua, y del aire en que vivimos; el castillo de naipes que es todo el conjunto. Todo ello está narrado, descrito y sentido en la obra con pasión y con precisión y, hay que decirlo, sin el sesgo militante que pudiera esperarse. La recepción del inmenso trabajo del prusiano (viajes, libros, recapitulaciones, enciclopedia) por Haeckel, o por Darwin, sitúa a estos en lugares más ajustados del santoral, por así decirlo. Puede que aquí también tuviéramos algo olvidado a Humboldt, como pensionado de la corona que colaboró a desbaratar (una tradición española, por otra parte). Es justo atribuirle la construcción de nuestra noción de Naturaleza, que dista mucho de la idea que manejaban nuestros tatarabuelos, unos dedicados a descifrar expresiones como «el sensorio divino» y otros convencidos de no ser más que guijarros en un caos. La posibilidad de entender nuestra casa común, la posibilidad de una ecología, es la esperanza que Humboldt nos dio como herencia, y esta obra de Andrea Wulf, incluso con sus pequeñas filias étnicas, nos lo recuerda minuciosa y apasionadamente.