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Fue a mediados de los años ochenta, cuando, por motivos de estudio, me hallaba por primera vez en Granada, asombrado y conmovido por tanta belleza como la que se ha derrochado en esa tierra. Cuando Antonio Fontán conoció mi presencia en esta ciudad deslumbrante bajo todos los conceptos, me llamó anunciándome su llegada inmediata, porque quería él mismo ser mi guía en la Alhambra: la pasión por el arte de su tierra unida a la amistad personal, siempre viva, que hemos mantenido, le condujeron a mi lado.

Nos habíamos conocido a la vera y sombra de un santo el año 1946, en una de las primeras residencias de estudiantes que el Opus Dei había abierto después de la guerra (en Madrid, calle Lagasca, número 116). Antonio Fontán era un andaluz discreto y cautivador y yo, un catalán del tiempo de la frustración (como los húngaros en 1956, nosotros lo habíamos perdido todo, menos el acento, que muchos allá, en la «capital del Imperio», tomaban a chacota). Antonio era casi tres años más joven que yo, y a pesar de todo, ya un prestigioso latinista e intelectual de vastos intereses, mientras yo comenzaba a bregar para lograr combinar Psiquiatría y Teología.

Antonio me atrajo enseguida porque, aunque poliédrico, no presentaba esquinas y, aunque rico en ideas e ideales, no era petulante ni asfixiaba a nadie. «A la menor provocación, organizaba una tertulia», confesaba él mismo, entre inocente y astuto. Y se estaba bien con él, porque era ameno y dicharachero a la par que juicioso y sin pizca de agresividad. Ciertamente me acercó a él (futuro muñidor de las Autonomías) su conocimiento y aprecio de la cultura catalana, incluso catalanista, pero sobre todo -siendo él un hablador fluente y ocurrente- su capacidad de escuchar al otro y de «ensimismarse» en él, sin diluirse en sentimentalismos confusionarios.

Aquellos fueron solamente dos años de convivencia. Después, nuestros caminos se separaron geográficamente. Él permaneció en España, marcando este país en muchos sentidos y abriéndolo al mundo vivo y actual, y yo me vi «zarandeado», como decía san Josemaría Escrivá con su gracejo habitual, por mi misión pastoral en varios países de Europa. Pero las distancias cuentan cada día menos, así que de vez en cuando nos hemos podido encontrar, porque él se movía también aguijoneado por la cultura y la política, a la que se dedicaba con tesón, aunque no lo pareciese (no al menos a mí, que nunca le he visto alterado ni capcioso, ni con las armas cargadas).

Estando yo en Italia, ya en el 1949, él y Calvo Serer solicitaron mi colaboración en Arbor (a ellos se debe la primera publicación de un ensayo sobre «La poesía catalana contemporánea», que rompió el silencio opresivo del Régimen frente a la lengua y a la tradición literaria de mi tierra natal). Después fue desde Nuestro Tiempo que Fontán reclamó otra vez mi colaboración.

Aparte de este cariñoso interés por mis «producciones», de hecho siempre ex abrupto en los escasos altos de mi principal quehacer de cura andariego -que remozaban las más antiguas en el Carro de las estrellas y en Patmos-, nos reunió, no sólo en Italia sino en Suiza y en Austria también, junto al puro deseo y el placer de la comunicación, la premura de acompañar a Rafael Calvo Serer, peregrino exiliado, queridísimo y estimadísimo por los dos.

Empeño político y cultural, fidelidad inquebrantable a los valores de la justicia a todos los niveles sociales, sano y profundo respeto a la libertad personal y de grupos de opinión caracterizaron al fundador y al primer redactor jefe del diario Madrid, que era muy consciente de los peligros que corría en el ambiente de inmovilismo encorsetado por el régimen falangista-tecnócrata. Calvo Serer y Fontán habían sufrido juntos muchas vejaciones y finalmente el cierre del periódico. Calvo Serer continuó su noble batalla a favor de la democracia y de la restauración de la monarquía, con don Juan en el trono. Casi todos sus antiguos amigos y colegas, incluso los más íntimos, le abandonaron… Antonio Fontán no, aunque su vinculación al «maestro» ya expulsado del país no fuera bien vista por los que -persuadidos u oportunistas- coreaban al «nuevo rey» y a la recién ideada estructura parlamentaria.

Rafael Calvo me buscó en Suiza y en Austria, no ciertamente como consejero político (no lo necesitaba y para esa tarea yo ni sirvo ni soy competente), sino como amigo suyo que era y por mi condición de sacerdote. Porque el encono de la confrontación política entre hermanos de la misma fe e incluso piadosos es no sólo más amarga y dolorosa, porque cercena o al menos anubla las relaciones humanas más valiosas y entrañables, sino que a menudo se hace más cruel por tener raigambres más profundas o elevadas, y plantea problemas morales espinosos, bastante delicados.

La cabeza clara y el carácter leal de Calvo Serer no le permitían vacilar en sus decisiones; las virtudes cardinales de la prudencia y de la justicia, seguidas de la fortaleza -según el clásico orden jerárquico de Aristóteles y de santo Tomás de Aquino-, regían en su pensar y en su actitud, que quedaban iluminadas y sostenidas por las virtudes teológicas de la fe, la esperanza y la caridad. Pero él sabía también que la justicia puede fácilmente olvidar la caridad y degenerar en nuevas formas de crueldad. Rafael, hombre cabal, buscaba apoyo, comprensión y afecto. ¡Qué bueno era Rafael! Y también oraba mucho y se llevaba bajo el brazo siempre a su santa Teresa de Jesús, cuyas obras se sabía casi de memoria… Su consuelo mayor en esta soledad tan desolada lo obtuvo en Roma del Padre de todos nosotros, y también de algunos de sus «contrincantes»: sin entrometerse en debates políticos ni económicos, el «santo de la secularidad», como hoy se le llama, le confirmó en su libertad y la bendijo, como él decía, «con las dos manos», derramando sobre él todo su cariño «de padre y de madre», por entonces ya antiguo.

Antonio Fontán fue siempre fiel amigo de los amigos y de… los menos amigos. Amigo mío también, a pesar de las distancias y de los trabajos que por tanto tiempo nos han separado.

Ya termino. Nunca supe explayarme en elogios, por merecidos que estos fueran, cuando hubieran de espetarse a la cara de un homenajeado vivo y coleando, como ocurre en este caso; no sé si me sobra pudor o si es que me falta desenvoltura, pero veo de reojo la sonrisa, entre irónica y melancólica, que Antonio me dedicaría leyéndome o escuchándome. Por otra parte, los expertos en Filología, en Historia, en Periodismo o en Ciencias políticas habrán dicho ya lo suyo sobre la persona y las prestaciones del profesor y rétor y senador de la res publica que ha sido Fontán, en los tiempos más o menos remotos de su actuación generosa y eficaz, mientras yo «brillaba por mi ausencia» en la piel de toro…

Valgan, pues, estas pocas líneas como testimonio de una amistad «implacable», cuya mención tan solo me lleva a alabar a Dios, Padre de las luces, del que proceden todos los dones y donosuras que infundió abundantemente en tan discreto y fructífero portador de las mismas, que es Antonio Fontán, el cual ha sabido conducirlas hasta esa linde de madurez tan ágil y estimulante para todos, en la que vive.

Doctor en Teología, doctor en Psicología