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LITERATURA SAPIENCIAL (I) ¿Alguno de ustedes apetece saber? Cada sociedad ha visto con respeto a ese grupo de hombres que, en su seno, tenia por sabios. Como si ellos fueran tan necesarios para la sociedad como los garantes de la seguridad o los proveedores de los medios de subsistencia. De hecho, solían nuestros padres ir más allá, al reconocer la actividad sapiencial como una de las más altas a la que podían aspirar los miembros del grupo. Qué tipo de bienes debían garantizar los sabios, sin embargo, de cuáles debían proveerse las sociedades gracias a ellos, ha conocido variadas concreciones. Rafael Llano propone un rápido repaso a algunas de las propuestas de filósofos y literatos que han tenido aceptación como actividades sapienciales. Su discusión podría dar lugar a un esclarecimiento de la naturaleza, función y forma que esta actividad adquiriría en nuestros días, si es que algo así es posible y, sobre todo, si es que algo así nos sigue apeteciendo. onocer la posición del hombre en el cosmos —en el universo visible e invisible—; su relación con la naturaleza, con los otros homCbres, consigo mismo: conocerse el hombre como parre de un rodo, sabiendo, por tanto, qué ese todo. En eso consiste saber, al menos para pensadores como Aristóteles que, después de haber dicho que todo hombre desea por naturaleza vivir junto a otros hombres —que a todo ser humano le es tan dulce la compañía de un congénere como amarga la soledad—; que después de haber dicho que todo hombre desde su infancia persigue el placer y rehuye el dolor, concluía que todo hombre sin proponérselo, sin hacerse violencia, porque le es placentero, apetece saber. SABIDURÍA FILOSÓFICA De hecho, él diseñó un edificio para la sabiduría (sofía), consistente en el conocimiento racional de todas las sustancias del universo, según sus especies. Una sabiduría que empezaba por determinar el número y la sustancia de las Categorías racionales necesarias para elevar ese edificio. Una sabiduría que daba después un repaso conceptual a los instrumentos lógicos, cuyas sustancias o formas definía para avanzar luego por vía demostrativa. Una sabiduría que se interesaba por las sustancias definibles para hacer progresar una Física; las correspondientes para hacer progresar una Astrologia; y una sabiduría que necesariamente habría de conocer los principios y habría de saber razonar sobre las sustancias invisibles, es decir, sobre Dios y las cantidades discretas: una sabiduría que no ignoraría la Metafísica, ni obviaría la ciencia de los Animales —que incluiría una Biología racional—; una sabiduría que conocería la sustancia de los seres humanos —esos animales dotados de un chispazo de la lumbre divina—, sobre cuya alma se escribirían varios libros; y, luego, una sabiduría que sería ciencia de la vida práctica de los seres humanos: que conocería la sustancia de nuestras elecciones y la sustancia de nuestras disposiciones respecto a las pasiones, y que se agruparía bajo el nombre de Etica; que conocería también la sustancia de las formas de gobierno, la causa de las revoluciones y de la estabilidad de los regímenes, que se explicarían en los libros de la Política; y la ciencia de los argumentos persuasivos con significación práctica, los abordaría una Retórica racional, parte también de la sabiduría, puesto que el hombre es el solo animal, según esta sabiduría, que además de ser político, está dotado de palabra por medio de la cual persuade a sus congéneres vecinos sobre lo bueno y sobre lo malo para lo que emprenden en común. El edificio de la sabiduría de Aristóteles concluiría, en fin, con las definiciones y razonamientos de los libros de la Poética, gracias a los cuales el filósofo sabría a qué atenerse con escritores y poetas. Una sabiduría como ésta no consistiría es saberlo «todo de todos los seres», privilegio acaso de un ser divino. Tratándose de un ser humano, ser sabio consistiría más bien en saber «lo sustancial» de todos los seres o, más precisamente, lo sustancial de la «mayoría» de los seres, según sus especies. Pues no se hace sabio quien conoce a un hombre o una mujer, a dos o a tres, a cien o a mil, sino quien conoce a todos o la mayoría de los hombres y de las mujeres. No es sabio quien conoce un animal o una clase de animales, sino quien conoce todos los animales de todas las clases que componen el reino animal; y todas las clases de vegetales del reino vegetal; y todos los cambios sustanciales que pueden ocurrir en el mundo físico. Sabio es, pues, según Aristóteles, quien conoce la sustancia de todos los individuos que existen en el universo, con esta importante salvedad: el sabio aspira a conocer todas las realidades del universo, salvo aquellas que ocurren o existen «por casualidad». El sabio ha de saber que «todos» los hombres nacen con cinco dedos en cada mano. Pero si, y por qué, uno en particular ha nacido con menos dedos, u otro con más, no es cosa por la que él vaya a interesarse. Tal vez un cirujano o un pediatra o cualquier otra clase de médico, que atiende a los casos particulares, deba atender a esa excepción. Pero el sabio renuncia por principio a conocer lo que ocurre «por azar»: todo lo que queda al margen de lo causal —lo que ocurre sin causa aparente, o sin causa cognoscible, o con una causa tan difícil de averiguar, o tan laboriosa de comprobar, o tan inútil de certificar, que se da por incognoscible—, entra todo en el cajón de «lo azaroso» y como tal se pone al margen de la sabiduría, en la gris insapiencia de lo insustancial. Por descontado que, al margen de este modelo, cabe pensar infinitos otros modos posibles de buscar la sabiduría. Demos por sentado que es posible al menos imaginarlos: imaginar esas ilimitadas bibliotecas borgianas donde las estancias, las repisas, los libros no tienen fin y donde, por tanto, siempre cabe imaginar que otra sabiduría distinta de aquella de la que uno eventualmente dispone, podría llegar a adquirirse. El modelo propuesto por Aristóteles a partir de la sustancia no es más que un tipo de sabiduría —la filosófica—, que se contrapone a otros muchos modelos. SABIDURÍA PROVERBIAL Uno de ellos es el de la sabiduría proverbial. Las sentencias o máximas proverbiales son proposiciones definitorias de hechos, por ejemplo, cosmológicos: «En abril, aguas mil», o teológicos: «Dios aprieta pero no ahoga», o antropológicos: «La carne es como la flor del heno», o morales: «Dice el perezoso: ahí fuera hay león»; que suelen además guardar una semejanza explícita y frecuente con los silogismos que Aristóteles llamaba prácticos, es decir, referentes al comportamiento del hombre en relación con la naturaleza: «Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo»; o con relación al trabajo: «A quien madruga, Dios le ayuda»; o con relación al trato con los demás: «Sima profunda —la ramera, y pozo estrecho — la extraña»; o en lo político: «A enemigo que huye, puente de plata»: o con relación a la persuasión: «Mejor es dar con una osa a quien han arrebatado su cría, que con un necio en el frenesí de su necedad». En algunos casos, el proverbio es la definición de un hecho que sirve simultáneamente como conclusión práctica, si el que conoce este enunciado sabe aplicar su generalidad a una situación humana concreta. Ejemplo: «El tropezón adelanta un paso». A diferencia de la construida por Aristóteles, la forma proverbial de la sabiduría —este conjunto indiferenciado de máximas referentes al Universo y la posición del hombre en él—, es un fenómeno cognoscitivo colectivo (pertenece a un pueblo o sociedad) y habitualmente de naturaleza oral (sólo excepcionalmente los proverbios adquieren forma escrita, cuando se compilan como en el Libro de la Sabiduría o en Los trabajos y los días). Una tal forma sapiencial tiene ventajas e inconvenientes respecto a otras formas posibles de sabiduría. Entre las primeras, se cuenta el que permite orientarse de modo práctico a los miembros de una sociedad en todas, o la mayoría, o las más determinantes de las encrucijadas en las que se ven envueltos, sin otra necesidad de instrucción que la de retener memorísticamente los proverbios. Es un modelo frecuente en sociedades eminentemente agrícolas. Entre sus inconvenientes, cabe señalar que la sabiduría proverbial es incompleta, o mejor dicho, que no hay modo de saber si es completa o no, porque no es sistemática. Además, apenas abandona el terreno del conocimiento práctico, pues, en sustancia, la conceptualización se orienta a un rendimiento o utilidad más o menos inmediatos. Desconoce o cultiva en mínimo grado el conocimiento por sí mismo, es decir, la belleza del conocimiento; y desconoce, en conclusión, las consecuencias morales, relativas al comportamiento humano, que tiene ese reconocimiento de la nobleza del conocimiento —Sancho ignora el tipo de vida y determinados goces que caracterizan el estilo de vida de don Quijote—. La sabiduría proverbial, en fin, mira siempre al futuro: está hecha de pasado —de experiencia y tradición—, pero mira siempre hacia adelante, porque las decisiones se refieren a lo que está por ocurrir y depende de nosotros. Los problemas que preocupan a los hombres y mujeres de esa sociedad son los inmediatos relativos al trabajo, a la defensa frente a extraños, a la procreación, a la enfermedad. Es verdad que hubo acontecimientos que dieron origen a la familia o viaje o circunstancias de las que proceden este pueblo o sociedad: pero eso es cosa del saber de los ancianos; ellos, que ya nada pueden hacer —sus miembros no tienen fuerza, ni su vista agudeza— pueden dedicarse, en su inmovilidad, a custodiar el pasado y a transmitirlo. EL SABER ÉPICO Si el pasado no entra a formar parte de las preocupaciones prácticas de un pueblo asentado, constituido desde tiempos remotos, en uno que acaba de conquistar su derecho a existir entre los pueblos, existe sin embargo una forma de conocimiento sapiencial distinta de la proverbial y distinta de la científicofilosófica, que sí tiene que ver con ese pasado inmediato. El relato épico o epopeya es una forma de sabiduría que da cuenta de la posición del hombre en el Cosmos, señalando: la naturaleza o, al menos, el comportamiento de los seres suprasensibles —divinos—, con relación al modo como ocurren los sucesos humanos y, en particular, la constitución u origen de un pueblo. Desde este punto de vista, la narrativa épica puede ser más o menos mitológica. Además, el saber acerca de los dioses no puede sino tener consecuencias en el conocimiento acerca de los hombres: lo que éstos son en relación a aquellos —hijos, amigos, enemigos, su competencia… —, y lo que ellos pueden o deben hacer, en consecuencia, es determinante para todo género de cuestiones prácticas. Pero entre estas cuestiones prácticas, la sabiduría épica se refiere sobre todo a las de naturaleza política: a esos hechos extraordinarios que han permitido a un grupo conquistar su derecho a existir, arrebatándoselo a la naturaleza, o a otros grupos. Hechos tan extraordinarios, que todo problema práctico referido al futuro inmediato resulta de hecho irrelevante. En el caso límite, ni siquiera la amenaza de una muerte inminente, consecuencia de una irresolución frente a problemas prácticos, importa a quien ya ha superado los peligros y pruebas del periodo constitutivo: lo relevante es que el pueblo griego ha impuesto su voluntad frente a sus contendientes troyanos; que los castellanos derrotan a los musulmanes, los rusos a los mongoles, y que tras la sangre de los que hoy mueren en las barricadas de París alborea un pueblo sin clases, sin fanatismos. La sabiduría épica define, pues, las partes del Universo —divinas, humanas y naturales— que entran a formar parte del constitutivo social. Lo hace, por ello, necesariamente, en una dirección opuesta a la filosofía que se ocupa de definir las sustancias de las cosas. Porque la actividad filosófica se interesa por aquello que tienen en común una pluralidad de cosas individuales —silogismos, astros, plantas, animales, dioses, hombres—, y aspira a conocer lo que la generalidad o, aún mejor, la universalidad de esas cosas tiene de diferencial respecto al resto. Pero la sabiduría épica se mueve precisamente en sentido contrario: no hacia la totalidad de los géneros últimos de las cosas, sino hacia lo concreto, específico, irrepetible que tienen algunas cosas singulares, sean la divinidad o el pueblo o los ciudadanos griegos, romanos, españoles, rusos, alemanes o vascos. La sabiduría épica se parece a la proverbial en que es de un pueblo; se diferencia de ella, en cambio, en que si ésta se orienta al futuro inmediato, aquélla, por el contrario, considera sólo el inmediato pasado. La epopeya no resuelve necesidades prácticas cotidianas, pero es ella la que explica que una sociedad haya llegado a tener una realidad cotidiana. Una forma posterior, y en cierto sentido evolucionada, de la sabiduría épica, es el del texto o discurso teatral —dramático—. TEATRO Y SABIDURÍA Entiendo por texto dramático aquel que es pronunciado no por un hablante —el narrador— que además no es, como en la epopeya, el protagonista del relato, sino por una pluralidad de hablantes que, por añadidura, protagonizan ellos mismos aquello que sucede, parcial o enteramente, a consecuencia precisamente de lo que dicen. Desde el punto de vista de su constitución, la literatura dramática tiene la peculiaridad de aunar la causalidad eficiente, que podríamos decir es la que pone en marcha todo relato (el épico como cualquier otro), y la causalidad formal que hemos dicho caracteriza al discurso filosófico (y, en cierto sentido, también al conocedor de proverbios y refranes). Cuando un drama propone a nuestro conocimiento la identidad de un sujeto, no lo hace mediante la definición de su forma o sustancia —de aquella generalidad común a otros seres, que les diferencia a su vez del común del resto—. Así procede la filosofía, pero el drama definé la identidad de un sujeto como consecuencia enteramente de lo que ese individuo dice sobre sí mismo y sobre los demás, y lo que los demás dicen sobre ese individuo y sobre ellos mismos. O dicho de otro modo: los acontecimientos extraordinarios que caracterizaban la epopeya han sido absorbidos enteramente hasta transformarse en diálogos: que un dios se revele o una mujer muera en un drama no significa que alguien —el narrador— nos cuente cómo se le apareció un dios al protagonista o cómo se murió una mujer en sus brazos; significa que un actor dice que un dios se le está apareciendo y que está mujer que está en sus brazos se está muriendo de tal modo, de tal modo extraordinario lo dice que nosotros, sabiendo que no es verdad, le damos no obstante crédito. En el drama antiguo, esta coimplicación de la causalidad eficiente y la causalidad formal podía verse de algún modo representada en los «personajes» a los que suceden las cosas, y el «coro» que nombraba, comentaba o explicaba por sus causas, con frecuencia de modo «sapiencial», aquello que los personajes hacían o padecían. En su Poética, Aristóteles renunciaba a explicar el origen del coro, como es sabido. Sería interesante establecer algún vínculo entre la parte del texto dramático correspondiente al coro y la antigua literatura sapiencial, lo mismo la del estamento sacerdotal que la poética. Pues es sabido que los primeros coros dramáticos estuvieron compuestos por individuos pertenecientes al gremio de los sacerdotes, y por tanto, es verosímil que exista una relación entre el saber cúltico y doctrinal de los sacerdotes y el texto de los coros. Pero el tipo de sabiduría que transmite la poesía religiosa no sacerdotal, como la que recita Píndaro al término de los juegos olímpicos, por ejemplo, proporciona de hecho otra pista acaso más valiosa. Sin duda, la intervención del coro en la acción dramática guarda no poca relación con la del poeta al término de la agonía o competición deportiva: el poeta en este caso, como el coro en el otro, es capaz de nombrar la relación que existe entre el resultado de la acción, las cualidades del personaje y la voluntad de los dioses. En la evolución del arte dramático, coro y acción se integran paulatinamente, como todo el mundo sabe, hasta acabar fusionándose en una única acción dramática, más o menos ilustrada por monólogos o recitativos de los propios personajes que, a acción parada, comentan ante el público —ante la «cuarta pared»— su suerte o su desdicha. Por lo que se refiere a su potencia sapiencial, al texto dramático no se le exige habitualmente la misma extensión ni la misma intensidad cognoscitiva que se demanda de una epopeya. No le pedimos a Las suplicantes —a esas extranjeras— que nos muestren la posición de «los nuestros» en el Cosmos en el mismo grado en que lo hace la Iliada respecto a los griegos (aunque bien pudiéramos considerar que determinados textos dramáticos no le andan muy a la zaga: Las bacantes, tal vez, o Hamlet). Pero si nos fijamos no en uno, sino en varios o todos los textos dramáticos de un autor (o, incluso, aunque más forzadamente, los principales de una época), podríamos considerarlo sapiencial en el sentido de que prolongan los contenidos de la sabiduría épica en las circunstancias de asentamiento de un pueblo. Representa, por así decir, el paso de la sabiduría de campamento y combate a la de asentamiento urbano y lucha social, política. Porque son idénticos o similares fundamentos en la epopeya y en el drama: los mismos o similares dioses en uno y otro, los mismos o similares hombres en uno y otro. Si una sociedad ya sedentaria no puede reconocer en sus textos dramáticos los fundamentos sapienciales transmitidos por sus relatos épicos, es que ya no es la misma sociedad. Esta dura mientras perduren la eficacia cognoscitiva, teórica y práctica, de los relatos épicos. Y si alguien se propone remover de la sociedad sus fundamentos sociales, no le bastaría probablemente con inventar un drama para dar con éxito esa batalla. Es verdad que un texto dramático puede —y en determinadas circunstancias, debe— ejercer una profunda crítica del status quo de la sociedad. Esto es lo que ha hecho determinado teatro decimonónico en su entorno burgués. Pero es significativo que, tras la Revolución de octubre, por ejemplo, fracasaran en muy poco tiempo los intentos de crear un teatro revolucionario, capaz de transmitir a la masa de un pueblo analfabeto los fundamentos de la nueva era bolchevique. Porque más que un drama, lo que la Revolución tenía que inventarse era un relato épico, capaz de aunar a esos millones de individuos (y ese relato épico se acabó encontrando, como es sabido, en el cine, con el Acorazado Potemkin). Cabría, pues, hablar del rendimiento sapiencial del drama (de un conjunto de textos dramáticos) como de uno de segundo orden. El drama es más reflexivo que constitucional, a diferencia de la épica. Ésta proporciona el capital, aquél las rentas. El drama es beneficiario de la sabiduría épica y de algún modo queda legitimado por ella. No en vano los dramas tienen frecuentemente por protagonistas a sujetos históricos, épicamente prestigiados. Pero el drama beneficia al mismo tiempo a la epopeya, porque de algún modo la actualiza. El drama tiene eficacia social en un pueblo, porque representa —vuelve a hacer presente— los fundamentos de la identidad colectiva en circunstancias donde, por el paso del tiempo, la evolución histórica y la diferenciación social, la conexión entre aquellos fundamentos y la situación presente no es en modo alguno evidente. DRAMA Y SABIDURÍA PROVERBIAL Existe un momento histórico, es decir, determinado por condiciones muy particulares, en el que el drama se asocia estrechamente a la sabiduría proverbial y popular con fines didácticos. Me refiero a la literatura ejemplar medieval, menester de algunos miembros del estamento clerical que, con fines catequéticos, evolucionó hasta producir los autos sacramentales y los dramas ejemplares que están en nuestra literatura tan bien representados por Calderón —Casa de dos puertas, mala es de guardar—. Bien significativo el título de la primera obra que aquí debemos recordar: la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso (nombre que adoptó el zaragozano Moisés Sefardí al convertirse, en 1106). Porque el conjunto de pequeños relatos anecdóticos, máximas y sentencias que constituyen esta disciplina, fue compuesta por el clérigo (es decir, entonces, el único género de hombre culto, fuera del príncipe) con objeto de instruir a los campesinos en todas las buenas costumbres de las que eran ignorantes sin culpa: hábitos intelectuales para superar su rudo animismo y aceptar la belleza de la sabiduría lo mismo que la necesidad del silencio, por ejemplo; y determinados hábitos morales para llegar a ser probos, y no mentir, y librarse de las astucias de las mujeres, y no ser holgazanes, y esperar como conviene a la muerte, entre otras cosas. Instruir al pueblo ignorante, sí, pero deleitando: edulcorando la seriedad de la doctrina filosófica y religiosa con la forma narrativa, unas veces realista, otras fabulosa, de los exemplos y proverbios. Es sabido que cundieron por toda Europa este tipo de libros y cómo se desarrolló el género de los cuentos morales tipo El conde Lucanor. A éstos de procedencia clerical y destino popular se sumaron otros no muy distintos por su estructura que, procedentes de la antigua tradición sapiencial oriental —sobre todo hindú—, fueron traducidos en las cortes cultas musulmanas del Medio Oriente y, desde allí, pasaron a las del Occidente cristiano. Me refiero a los Calila y Dimna, a los Senderar construidos con objeto de instruir a los príncipes en la doctrina de la prudencia política. De la síntesis de ambas corrientes procede esa forma de concebir el drama barroco que fue obra, si no necesariamente, sí con frecuencia de clérigos, y que tenía por finalidad la formación moral de las clases populares urbanas. Se trataba de verdaderos dramas ejemplares, en el mismo sentido que lo querían ser las novelas cortas de Cervantes: textos a través de cuya representación el pueblo se haría más consciente de los fundamentos de un vivir, individual y colectivo, lleno de dignidad y de sabiduría humana y cristiana. Es verdad que otras construcciones narrativas, como las dichas novelas cervantinas, perseguían también mostrar ejemplos de probidad recompensada (o de improbidad castigada). Incluso textos no narrativos, como el de Gracián, se orientaban a esa formación del, en este caso, príncipe, sabiendo que la sabiduría del soberano no podría sino redundar en la de su pueblo. Pero no hubo género filosófico o narrativo que contribuyera más que el drama tardo medieval y barroco a la edificación sapiencial de la sociedad, en el sentido apuntado. LA NOVELA ANTIGUA Junto al drama, que hemos NO (ESTRICTAMENTE) SAPIENCIAL considerado hasta aquí como una forma de identidad colectiva semisapiencial, podemos colocar la novelística. Por tal entiendo lo que, frente a una epopeya como la Ilíada o un drama como las Troyanos representa un texto como la Odisea en la literatura griega; o los viajes de Simbad el marino en la persa; o Robinson Crusoe en la inglesa. Relatos todos ellos de las peripecias de un ciudadano que, lejos de su ciudad por motivos guerreros, económicos o de fortuna, ha de afrontar individualmente hechos extra cotidianos, inusuales entre los de su nación o pueblo, y de los que se salva por su pericia, paciencia o buenos hados. Estas peripecias extraordinarias, portentosas, que llamamos aventuras son el corazón del relato novelístico, la materia que lo constituye. Pero, a diferencia del drama, ellas no ocurren habitualmente en el dominio de lo urbano. Imaginemos que ha concluido hace tiempo la era de la épica militar y de las acciones heroicas; es entonces inusual que a un ciudadano le ocurra algo extraordinario en el seno de la vida vecinal. Es verdad que esta tranquilidad cotidiana puede verse súbitamente alterada por amenazas de potencias extranjeras —los persas—, o la llegada a la ciudad de extranjeros —las suplicantes que se acogen en sagrado—, o rumores sobre el origen sacrilego del príncipe, que luego vienen a confirmarse: ésas y similares circunstancias pueden dar lugar a acontecimientos dramáticos, ciertamente, que son los que se representan en los teatros urbanos ante espectadores asimismo urbanos. Que venga algo de fuera a remover los cimientos de la vida ciudadana es, sin embargo, sólo una de las posibles causas de lo asombroso, de lo admirable a los ojos de los ciudadanos. Porque otra es que un vecino —uno de los nuestros— salga de la seguridad de la vida colectiva, se aleje de las murallas, viva circunstancias inéditas, sobreviva a ellas tal vez más por su ingenio que por su heroicidad, y vuelva a la ciudad para contárselas a sus compadres. No es casualidad que las vidas más aventureras hayan sido las de quienes se ven empujados a viajar. Guerreros, comerciantes, conquistadores, piratas o corsarios de todos los tiempos se han echado al mar, han arrostrado peligros sin fin, conocido lejanas tierras y extraños dioses y pueblos, sufrido la cruel competencia de otros mareantes — desde Odiseo hasta Conrad, los Melville, los London, los Maqroll han llevado una vida de aventuras, digna de ser contada. Los correspondientes terrestres de los aventureros marinos son los andantes. Aventurero de este tipo fue Abraham, que abandonó «su tierra, su casa y su parentela» para instalarse en otra nación, para consagrarse a otro dios, para fundar una nueva estirpe. Aventurero es el príncipe Gilgamesh, cuando decide buscar a su amigo en el país de los muertos; y Gil Blas de Santillana, los caballeros cruzados y don Quijote, no menos que el ginebrino Rousseau y el sastrecillo valiente. Comparado lo novelístico con lo épico, vemos que lo extraordinario de esto se distingue de lo extraordinario de aquello porque uno es colectivo y el otro individual; y porque de uno depende la constitución social de un pueblo y de lo novelesco, en todo caso, ni siquiera su edificación o instrucción, como en el caso del drama ejemplar, sino solamente su entretenimiento o diversión. Recordemos Las mil y una noches: que las admirables novelas (y poemas) contenidas en esa obra fueran contadas a un rey insomne, bajo la amenaza de muerte en caso de que el narrador no lograra divertirle, es algo más que un simple recurso narrativo para enlazar textos tan heterogéneos como los que se compilan en esa obra. Ello significa que el efecto esencial de la novela tradicional —de la novela nomoderna— era divertir. No legitimar la aparición de un pueblo sobre la faz de la tierra, ni actualizar los fundamentos de cohesión social en tiempos posfundacionales: la novela tenía que asombrar, pasmar, entretener. En ocasiones, es verdad, la novela podía producir algo más noble que entretener al rey, que entretener al vulgo; novelas como la del sufriente Odiseo conjugaban la vertiente de diversión con la patética —esa del hombre que padece injustamente—. Pero aún en estos casos, el elemento de lo novedoso, de lo no cotidiano primaba sobre el dramático o patético: sin las peripecias de los viajes de Ulises, la Odisea no sería más novelesco que nuestro Elogio de la vida en la aldea. Característico del relato novelístico tradicional es también que el sujeto individual, al quien ocurren tan variadas, numerosas, admirables y divertidas peripecias, quede intacto en su subjetividad: el relato tiene ojos para todos —hombres, dioses y naturaleza—, menos para él. ¿Qué transformaciones se producen en la psique del Amadís de Gaula, mientras vive sus interminables aventuras? Su mente, su alma, son esencialmente las mismas al comienzo y al término de su periplo aventurero. Tampoco la bajada a los infiernos parece hacer más sabio a Odiseo, porque, ya en ítaca, ni los criados, ni Telémaco, ni Penélope reconocen en él a un hombre que se ha hecho sabio (un Juan Valgean a la antigua) a fuerza de sufrimiento. Fijémonos ahora en Don Quijote, la más alta expresión acaso de cuanto lo novelesco ha aportado a lo sapiencial. Ello, no sólo porque la sabiduría popular, que Sancho, con los muchos proverbios que sabe y lo acertadamente que los aplica, quede confrontado con lo sapiencial instruido —la sabiduría libresca de don Quijote—, a propósito,de las aventuras por la Mancha que ambos protagonizan. El rasgo más distintivo de la modernidad de la obra cervantina es que, a partir de ella, la novela se cuestiona de modo radical las aventuras del yo protagonista del relato: ese hombre que abandona su hacienda, rodela en mano, haciéndose llamar don Quijote, al cabo de su periplo, agonizando ya, reconoce llamarse Quijano. Es verdad que en la novela cervantina el análisis del yo no ocupa un lugar exclusivo. Don Quijote es capaz de decir: «Yo sé quién soy», porque el problema de su identidad no es el tema fundamental de la novela. En una estación más avanzada en este línea, encontramos las peculiares Confesiones de Rousseau, un relato de las aventuras de un «desclasado» ginebrino que recorre por afán de aventuras las tierras de Europa, pero en las que el problema de la identidad del yo hasta tal punto se ha hecho importante, que para él tan relevante como las peripecias de la vida es su posición subjetiva ante ellas, su actitud moral frente al destino. No por casualidad este relato de aventuras está escrito en primera persona y se titula del modo indicado —el género de las «confesiones» que será tan característico de la literatura decimonónica—. Cómo no ver, en fin, que el punto final de esta evolución podría quedar bien marcado por una novela como En busca del tiempo perdido, donde la acción exterior se reduce a un incompleto y vulgar desayuno, mientras que la interior se desarrolla a lo largo miles de páginas como una sucesión de asociaciones y periplos interiores tan asombrosos como complejos, orientados a obtener una definición del yo, que a la postre resulta imposible. SEGREGACIÓN DE LA FILOSOFÍA, Tal vez nos sorprenda que, DESPLAZAMIENTO DE LA SABIDURÍA en el ámbito de la cultura europea, la evolución del conocimiento sapiencial haya sido tal que, a comienzo del siglo XX, las máximas expresiones de éste hayan sido análisis del yo encomendados precisamente a la novela. Creo que no es posible llegar a comprender esta reevaluación sapiencial de la novela contemporánea, frente a la novela tradicional de aventuras, sin tener en cuenta algunas direcciones en las qué el discurso filosófico tradicional fue perdiendo, frente a la evolución de la cultura en Europa, algunos de sus capítulos sapienciales. El primero fue la Teodicea. La primera parte que la sabiduría científicofilosófica abandonó fue la del conocimiento de la vida de Dios, tal y como se entendía en la Antigüedad. El último teólogo en sentido antiguo fue el Agustín de las Confesiones, un gnóstico que encontraba a Dios en los salmos de la tradición judía. La obra de Alberto o de Tomás de Aquino es de hecho Teología en un sentido muy distinto: no es una investigación racional en el mismo sentido en que lo era la Metafísica de Aristóteles o la del gnóstico Agustín, ni sus resultados tienen las mismas consecuencias prácticas, por lo que a la transformación de la vida se refiere, como en los otros casos. La teología filosófica de la modernidad la hacen Spinoza y Hegel en un sentido también distinto ya del antiguo y del medieval. De hecho, con estos dos autores se puede decir que la teología racional ocupa todo el lugar de la filosofía —de la sabiduría—. La sabiduría aristotélica tenía partes, la de Hegel es sólo un todo. Pero esto puso en una situación muy difícil a la sabiduría, al colocar al individuo frente a la tesitura de todo o nada. El marxismo dijo: el todo interpretado según la materia. El existencialismo dijo: la nada interpretada según el espíritu. Y mientras la supuesta ciencia filosófica de la modernidad marchó por el primer camino, el individuo moderno marchó por el segundo. Tratándose de la parte —del individuo, del yo— éste habría de afrontar la vida y el conocimiento de la identidad del mundo y de su posición en él sin la ayuda que, antaño, la teología racional (una parte de la sabiduría) le prestaba. El segundo gran desprendimiento en el vasto glaciar de la sabiduría antigua fue el de la ciencia natural. Si el Dios cristiano, y las relaciones del individuo y de la sociedad con él, borraron según parece tras de sí la necesidad de las reflexiones racionales sobre Dios al modo antiguo, al mismo tiempo la Geografía primero, la Matemática y la Física modernas después, despojaron al Cosmos y a la Tierra de sus viejas virtudes «filosofables». Colón, Kepler, Newton: de ellos resultaron fenómenos que pusieron el conocimiento del mundo fuera de los métodos filosóficos tradicionales, y que hicieron de su dominio práctico el ámbito de saberes especializados no filosóficos. Leibnitz fue el último de los físicos y cosmólogos antiguos; desde él, los que investigan la materia del mundo y del cosmos desconocen racionalmente no sólo a Dios, sino también a ellos mismos; y los que investigan el yo y el sí mismo, puede hacerlo con tranquilo desconocimiento de cuanto ocurre en el Universo. Este análisis del yo ha significado, en primer lugar, que el filósofo moderno ha vuelto sus ojos sobre los fundamentos cognoscitivos a partir de los que se pueden obtener las nuevas certezas filosóficas. El éxito de las nuevas ciencias de la Naturaleza no podía pasar sin consecuencias para la filosofía. Desde Descartes hasta Husserl, pasando por Hume y Kant, la filosofía ha hecho cuestión de aquello que estaba al comienzo del edificio filosófico: la validez de sus recursos de prueba, sus facultades demostrativas. Más y más hacia el interior de su mente, de sus mecanismos y categorías ha conducido el filósofo moderno su capacidad analítica. Como un barco amenazado por la tormenta que echa al mar todo el flete, así ha ido abandonando la filosofía moderna todos los problemas de la sabiduría antigua que le impedían centrarse en el problema gnoseológico. Y el análisis del yo ha significado también que la subjetividad individual se ha cuestionado su lugar no ya como parte del cosmos, sino como parte de ese todo que es la comunidad política o sociedad. Todavía Maquiavelo y Locke pueden considerarse filósofos políticos al viejo estilo platónico o aristotélico; Rousseau, ya apenas; pero Stuart Mili, nunca. Los nexos del individuo con su grupo, con la sociedad, entran también en cuestión. Entre las consecuencias de esta aparición del análisis de «lo social» en la Modernidad, a resultas del interés del individuo por su propia subjetividad, la primera ha sido la desmitologización —la pérdida de credibilidad— de los viejos discursos tradicionales, especialmente de las epopeyas que legitimaban la cohesión social. Esto fue particularmente notorio entre los judíos europeos cultivados, de cuya relación crítica con su grupo surgieron las más importantes aportaciones a una ciencia no clásica, llamada sociología. Desde otro punto de vista, naciones como la española, cuyas viejas epopeyas habían envejecido sin remedio, entraron en una fase depresiva. Tanto más notoria por su contraste con el efecto que, justo en el sentido contrario, ejerció la aparición de lo social en las naciones de nuevo cuño: me refiero a la mitologización nacionalista de la que surgen Estados nuevos, fuertemente cohesionados como el alemán o el italiano por medio de una intensa emoción nacional, que todos comparten. Otra consecuencia del surgimiento de lo social fue que, como nunca hasta entonces, la filosofía empezó a hacer «sociología del conocimiento»: una crítica de determinadas convicciones u opiniones pero no gnoseológica, sino de los fundamentos de la propiedad y del estilo de vida gracias a los cuales era posible sustentar esos discursos. El caso paradigmático quedó representado por la crítica que la Ilustración hizo de los saberes del estamento clerical. En todas estas fases, el depósito sapiencial tradicional era como un queso, sobre el que caían numerosos ratones hambrientos, que hacían su agosto gracias a él: mientras hubo fundamentos que criticar hubo labor filosófica, hubo crítica. El problema es que el queso se acaba, y cada vez con menos que criticar, es hora de empezar a construir. LA COMEDIA El derrumbe definitivo de un cosmos sapiencial suele venir señalado por el auge de lo cómico. El relato, sea narrativo o dramático, destinado a hacer reír, es de algún modo la última fase en este proceso de aprovechamiento no creativo del depósito de la sabiduría de un pueblo o civilización. Cuando lo que cabe recordar de los principios sapienciales, constitutivos de la sociedad, es lo mínimo suficiente para reconocer que los individuos del momento presente viven en sentido opuesto a aquellos principios, creyendo o tratando de hacer creer que los viven en sentido estricto, entonces la sociedad se ríe de ellos. Lo último que una sociedad puede hacer en términos sapienciales es reírse, porque al hacerlo reconoce la vigencia ideal de los principios sociales, al mismo tiempo que su novigencia en los individuos reales. Porque el reconocimiento de esa validez ideal nos proporciona simultáneamente la gozosa conciencia de nuestra superioridad frente a quien no es capaz de comprenderla —un sujeto que ignora esa vigencia o que es débil para atenerse a ella—, y del que no obstante nos reírnos, perdonándole, porque sabemos que su acción no menoscaba aquella validez ideal de los principios. Pero en el momento en que esa vigencia ideal se extingue, se acaba la risa, y los sujetos que antes nos parecían risibles empiezan a parecernos despreciables —a los que antes perdonábamos sonriendo, ahora los empujamos a la horca—. El fin de la modernidad se declaró como imposibilidad de toda filosofía fuerte: los pensamientos enérgicos han conducido a catástrofes sin precedentes en la humanidad, así que mejor prescindir de ellos. De poder ser algo, el pensamiento resultará juego, guiño, instante. Por su parte, sometida a constantes pruebas de consistencia por medio de la comprobación de su falsabilidad, la ciencia empírica se ha atascado en modelos improseguibles. En el mejor de los casos, ha encontrado en el cálculo estadístico su mejor herramienta. Ahora son las máquinas electrónicas las que hacen progresar a la ciencia, que ha llegado incluso a interesarse, gracias a ellas, por el azar. En fin, entre los hombres, los únicos que hoy parecen conocer algo con certeza son el ingeniero y el empresario, entre los seres activos; y, entre los ciudadanos, el hombre burgués seguro de su placer y amante en todo caso de una mayor seguridad. El resto es habitualmente agnosticismo: confesión permanente de incapacidad de saber nada. Queda por conocer cuál será, si es que llegamos a darle alguna, la forma que en la Era de la Democracia adoptará la sabiduría. RAFAEL LLANO

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005