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Los centenarios y otras conmemoraciones semejantes ofrecen ocasión para reflexionar sobre acontecimientos del pasado y la huella que han dejado en la historia hasta el momento presente.


QUINIENTOS AÑOS DE COLÓN


En este 2006 se cumplirán quinientos años de la muerte en Valladolid, el 19 de mayo, de Cristóbal Colón, el famoso «descubridor» del Nuevo Mundo, el orbis novus que decían en la lingua franca que era entonces el latín los escritores y los políticos de la época.


Desde poco después de su hazaña marinera, Colón fue reconocido en España y en todo el mundo como uno de los grandes de la humanidad. Sus excepcionales dotes humanas, su tenacidad y su energía, su ambición y sus acreditados saberes de la mar, su firme convicción de estar llamado por la providencia a un glorioso destino y el trascendental éxito de sus navegaciones hicieron pronto de su figura y de su obra patrimonio de la humanidad. Fue el primer marino que cruzó el Océano -el mare tenebrosum de los siglos precedentes- y fondeó sus naves en la otra orilla. Con él y con sus hechos dio principio la Edad Moderna, que desde el «descubrimiento» viviría Europa a la par con el «nuevo mundo» del oeste del mar.


Gracias a ello la milenaria civilización grecorromana y cristiana ha llegado a cubrir tres veces más espacio que en la edad anterior. En los cinco siglos del XVI al XX, el Atlántico, como llamaría Cicerón -quizá en homenaje a su admirado Platón y a la mítica isla del Timeo– al mar que bate las costas de Europa y de África, se convirtió en el nuevo Mediterráneo, el nuevo mare nostrum del mundo occidental.


Poco importa a estos efectos que, con las tres naves y los hombres que puso a su disposición la Corona de Castilla, Colón, en su primer viaje, se encontrara con unas tierras distintas de las que él buscaba, que estaban bastante más lejos de lo que se creía y que, como se supo después, tenían por medio el nuevo continente y un mar mucho mayor que el que había atravesado con las carabelas andaluzas el recién nombrado Almirante de la Mar Océana. En todo caso, es oportuno en este año del centenario colombino recordar que, como él mismo gustaba de repetir, «el nuevo mundo estaba ahí, y antes de mí nadie dio con él, pero después de mí todos se lo encuentran ya descubierto».


RECUPERAR EL ATLANTISMO


Los hechos de Colón son hechos españoles. Durante siglos han sido españoles los que trabajaron y se establecieron en más de medio continente americano, llevaron allí misiones y escuelas, enseñaron la lengua castellana, y vivieron y sufrieron la misma historia que sus compatriotas, los peninsulares de Europa. De vez en cuando, desde la independencia americana de principios del siglo XIX se levantan voces, indigenistas o no, de acerba crítica a la gestión de gobierno o a los abusos ocurridos durante la colonización. En no pocos casos tienen razón. Pero es toda la historia de la humanidad la que está plagada de dolores y de errores. En la cuenta final de la obra de España en América, la realidad -siempre insatisfactoria, como toda obra humana- es que ahí están casi cuatrocientos millones de hombres y mujeres que hablan nuestra lengua y tienen en común con los hispanos de Europa una de las grandes culturas que ha creado y desarrollado el género humano.


Esos hispanos de América, con sus hermanos «lusitanos» de Brasil y los anglosajones del norte, cristianos y europeos también, junto a las naciones del viejo continente, cierran el cuadro de los pueblos que han determinado esa hazaña histórica que es la existencia del llamado mundo occidental, con tradiciones espirituales y costumbres compartidas y un común respeto por los valores éticos y sociales que hacen de estas naciones atlánticas, con todas sus deficiencias, un conjunto bastante homogéneo, casi diríamos unitario, y en todo caso bien diferenciado, de los otros grandes espacios culturales del presente y el futuro de la humanidad «globalizada». En muchos importantes aspectos superior a ellos, como prueba la historia de estos siglos.


La vocación atlántica debería ser una de las principales direcciones históricas que tendría que seguir la política exterior española, por tradición y por afinidad y también por interés y por responsabilidad histórica. Otras naciones de la Unión Europea, quizá podría decirse la mayoría de ellas, salvo Inglaterra y Portugal, son sólo de este continente -la Guayana francesa, Haití y unos departamentos insulares galos cuentan poco-. Fuera de él tienen relaciones políticas, económicas y culturales, y ese elemento básico de comunidad que es compartir unos principios de antropología y ética humanista -derechos humanos y dignidad de las personas, valores sociales de solidaridad, democracia y libertades públicas y privadas-.


El caso de España es diferente. Los pueblos de la América latina son nuestros pueblos. Su gente es nuestra gente. En las metrópolis hispanoamericanas hay más españoles que en la mayor parte de nuestras ciudades. Hasta tiempos recientes se mantuvo una cierta corriente migratoria hacia las orillas orientales del Atlántico: gallegos, vascos, cántabros, asturianos, canarios han seguido trasladándose a aquellas acogedoras repúblicas en la primera mitad del siglo XX, antes de la guerra civil, y luego en mayor número los políticos e intelectuales republicanos exiliados de España que encontraron allí nuevos hogares y en muy destacados casos prestaron meritorios servicios a la cultura de aquellas naciones.


El atlantismo hispano se ve en estos dos últimos años puesto en riesgo por la política manifiestamente contraria u hostil a los Estados Unidos que se postula y se practica, con evidente torpeza, desde el actual ejecutivo socialista. Podría decirse que es más una política de gestos que de hechos, más retórica y de signos que de acciones efectivas, pero esa es quizá la única política que una nación de nivel medio puede hacer contra un gigante del que no se quiere ser amigo.


Ahora se han invertido las tornas de los movimientos hispanos de uno al otro lado del Atlántico. Los españoles no emigran y los «latinoamericanos» de las diversas nacionalidades y etnias -blancos, mestizos «cuarterones», indios, «morenos»- invaden las ciudades españolas, donde actualmente se encuentra casi un millón de ellos; en muchos casos con las familias total o parcialmente aún en su lugar de origen, en espera de reunirse según las circunstancias laborales lo permitan en un lado o en otro. Esos «hispanos» transatlánticos son en general bien recibidos aquí, donde la eventual integración está más que facilitada por la comunidad de lengua, de religión y de hábitos sociales.


Una política atlantista española constructiva es difícilmente compatible con una política verbal o de pequeños hechos antinorteamericana en aquellas repúblicas del sur del continente. Muchos gestos y ciertas acciones del Gobierno parecen diseñados para incomodar al gigante americano sin ventaja para nadie, y menos para España, que no ganaría nada y perdería mucho convirtiéndose en una especie de cuarta pata europea del claudicante trípode que forman la dictadura comunista de Cuba, la vocación de «banquero del petróleo» del otro dictador populista de Venezuela y la nuez por cascar del recién elegido presidente indigenista y reivindicativo universal de la república «mediterránea» de Bolivia.


Una rectificación esclarecedora de la política antiatlantista de un gobierno que se sienta en los gabinetes y en los cuarteles generales de la OTAN es una urgente asignatura pendiente del actual ejecutivo.


EL RESPETO POR LAS LIBERTADES


Los responsables del poder de una nación, es decir el parlamento y los ministros con su presidente al frente, suelen tener que abordar unas cuestiones de Estado y unos asuntos de gobierno. Estos últimos son más hacederos. Pueden en otra coyuntura parlamentaria recibir unas soluciones distintas e incluso contrarias a las anteriores. Se suelen resolver por la regla de las mayorías, pero son de más delicado tratamiento cuando se trata de materias en las que se juega el futuro como ocurre con la educación y la cultura, en el más amplio sentido de este término.


Las leyes educativas españolas han de hacer posible -y no especialmente dificultoso- que se cumplan los artículos 16 y 23 de la Constitución que amparan «el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». En España, donde mucho más de la mitad de la ciudadanía se reconoce católica, es exigible que en todos los centros, si los padres de los alumnos lo desean, se enseñe la religión católica, sea público o privado el colegio, y que ésta sea una asignatura de verdad, es decir evaluable.


El amparo y el respeto a valores morales -de la moral cristiana y de la natural- son también unos principios por los que deben velar los responsables del poder. No ha dejado de penetrar en ciertos sectores de nuestra sociedad ese aparentemente novedoso relativismo del «vale todo» que en algunas culturas occidentales ha superado en permisividad al más relajado epicureísmo de la Antigüedad. Los poderes públicos han de respetar todas las libertades, pero sin que el Estado y las autoridades promuevan o fomenten acciones antisociales ni miren para otro lado cuando habría que velar por las libertades de todos, no sólo por los transgresores de la libertad.


VOLVER AL CONSENSO


Las cuestiones de Estado van a estar planteadas con cierta urgencia y gran visibilidad en los próximos meses. Su análisis, discusión y soluciones exigen un amplio consenso para el que no es suficiente la actual mayoría parlamentaria gubernamental ni aunque se le sume alguno más de los grupos menores, que no son de estricta obediencia socialista. Con arreglo a la letra de la Constitución sería posible aprobar la reforma de un estatuto de autonomía con una mayoría de un solo voto de los diputados del Congreso, incluso aunque el Senado hubiera opuesto un veto. Pero es de sentido común y de respeto a los ciudadanos que las cosas no se hagan así. Y menos aún con un mayoría parlamentaria prendida con alfileres y expuesta a toda clase de cambalaches de cromos al votar. Menos aún todavía si se hace en unas Cortes Generales, como sería en las nuestras, a las que apenas quedaría año y medio de existencia cuando se sustanciaran finalmente el proceso de los sucesivos trámites, con las incertidumbres de los referendos y la espada de Damocles del Tribunal Constitucional sobre la cabeza de las decisiones parlamentarias. Operaciones políticas paraconstitucionales de la envergadura histórica del que sus ponentes llaman nuevo estatuto catalán sólo se podrían acometer, si fuera preciso, con un consenso como el del 78 y poca gente en contra.


El Gobierno actual, con sus palabras, sus gestos y los compromisos adquiridos en la compraventa de votaciones parlamentarias a que le obliga su precaria mayoría, más las resistencias internas que se advierten en las filas de su propio partido no parece estar en condiciones de salir él solo del laberinto de Creta en que se ha metido. Si no hay una generosa Ariadna que le tienda un hilo se quedará en la caverna del Minotauro.

Fundador de Nueva Revista