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Gonzalo Redondo fue un investigador infatigable. Un cáncer fulminante evitó que pudiera concluir el ambicioso proyecto historiográfico que puso en marcha a partir de 1993 para el estudio de la política, cultura y sociedad en España durante el régimen de Franco. A pesar de ello, pudo ver publicados los dos primeros volúmenes y entregó a la editorial el tercero (1951/1956), que ahora ha salido a la luz. Con ello, y parafraseando las que fueron las últimas declaraciones públicas de Raymond Aron, Gonzalo Redondo ha dicho lo esencial sobre la historia de España entre 1939 y 1956.

Son dos los elementos que de modo permanente laten en la obra de Redondo. Por un lado, el reconocimiento del valor de cada hombre, de cada mujer, y su libertad, por encima de proyectos ideológicos, nacionales o culturales, por muy bienintencionados que éstos pudieran ser. Para él, el sentido de la historia es permitir que cada hombre alcance tendencialmente su plenitud.

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Por otro lado, centró su ámbito de investigación en la España de Franco. Su intención no era la de hacer un estudio de un aspecto de nuestra historia reciente, sino investigar la respuesta del tradicionalismo a la modernidad, cómo se desarrolló y por qué fue inevitable su fracaso, a pesar de contar con un control y apoyo absoluto por parte del Estado y el empeño y la dedicación de unas élites comprometidas.

Denominaba tradicionalismo a la cultura política que hizo de la unidad de la nación el eje su discurso ideológico. Una unidad en la que la religión católica era un elemento decisivo, reduciendo la fe religiosa a una consideración meramente cultural.

De esta manera, al constituir la unidad de España sobre la religión católica, se derivaba la convicción firme de que el fundamento cultural era único e inalterable, y debía ser objeto de enérgica censura cuantos intentaran criticarlo o poner en duda el más pequeño de los factores que lo integraban. Admitir el pluralismo era admitir dudas sobre la unidad de España. Al mismo tiempo, era un imperativo que esa unidad fuese dirigida por quienes mejor habían captado su sentido. Ese fue el terreno de la confrontación entre las minorías dirigentes que compartían —con matices de carácter menor— esa cultura política, pero que su carácter exclusivista les hacía incompatibles.

Hay quienes denominan a esta cultura política como nacional-catolicismo, y en general es el término aceptado por la historiografía, como un modo de calificar la estrecha relación —se llega a hablar de enfeudamiento— de la Iglesia católica con el régimen. Gonzalo Redondo entiende que para los tradicionalistas, los privilegios que otorgaban a la Iglesia no eran un servicio, y sí, principalmente, un modo de fortalecimiento del Estado, y por ende de su proyecto político y cultural.

Denominaba  tradicionalismo  a  la cultura política que hizo de la unidad de la nación el eje su discurso ideológico.

Por esta razón, en la época que estudia, cuando estas dos esferas pudieron entrar en colisión en aspectos sensibles —la educación—, a los dirigentes tradicionalistas no les tembló el pulso para decantarse por el monopolio del Estado. Así ocurrió que la Ley de Enseñanzas Medias o el bloqueo al proyecto de una universidad de la Iglesia que otorgase títulos civiles. El razonamiento era sencillo; para qué una universidad de la Iglesia si todas las universidades españolas eran católicas. En el fondo lo que latía no era más que el afán de monopolio cultural.

El tradicionalismo fue una de las respuestas culturales de los católicos a la modernidad. En España, la hegemónica. Por eso, aquellos católicos que habían elaborado una respuesta alternativa—Maritain el más significativo— eran objeto de los más furibundos ataques por parte de los diferentes sectores del tradicionalismo español; Ruiz-Giménez, Leopoldo Eulogio Palacios, Pérez Embid, Aranguren que una entrada de su diario de 1953 afirmaba con desdén que «apenas lo he leído», Díez-Alegría, se ensañaron contra el intelectual francés a lo largo de estos años.

De esta manera, la España de Franco es, no el único, pero sí el mejor campo de investigación de la empresa cultural tradicionalista ya que a sus impulsores no les faltó el apoyo del Estado —que lo monopolizaron—, el control de la opinión pública —a la que sometieron a una implacable censura— y una voluntad firme de transformar la sociedad a través del Estado.

El fracaso de esta empresa no fue, por tanto, por falta de medios o la calidad de sus protagonistas sino por lo erróneo de la propuesta en sí; no se puede crear una nueva sociedad sin el concurso libre de los hombres y mujeres de esa sociedad. Ahora bien, que fracasase no quiere decir que su paso fuera inocuo; la pretensión de buscar una sociedad desestructurada, desincentivar cualquier llamada a la responsabilidad individual en la vida social dejando a ésta como patrimonio de unas élites, o entender la pluralidad como un mal a evitar, no son elementos a los que una sociedad pasa página de un modo sencillo.

La etapa que cubre este tercer volumen transcurre entre el cambio de Gobierno de julio de 1951 hasta los sucesos de febrero de 1956. Es decir, uno de los momentos de mayor intensidad política y cultural del régimen de Franco y que ha centrado una parte muy importante de la atención historiográfica sobre la época.

Al mismo tiempo que el franquismo se asienta internacionalmente con la firma del concordato con la Santa Sede y los acuerdos con Estados Unidos en 1953, y en 1955 es admitido Naciones Unidas, tiene lugar en 1956, en la universidad, su primera gran crisis interna.

Precisamente la generación cuya vida había discurrido íntegramente en el franquismo, educada bajo el influjo de la Ley de 1938 y en una institución destinada a la formación de minorías como era la universidad de 1956, terminó revelándose, sencillamente, harta del monopolio del SEU. La crisis del SEU puso de manifiesto la debilidad real del resto de instituciones franquistas que trataban de ahogar el pluralismo social.

Quizás una de las cuestiones más interesantes que aborda Gonzalo Redondo es la de los verdaderos contornos del conflicto entre «liberales» y «conservadores». Ruiz-Giménez fue nombrado ministro de Educación Nacional pero perdiendo el control sobre el CSIC—que quedaría bajo la presidencia de Ibáñez-Martín— y sobre la censura — que la asumiría Arias Salgado en el nuevo Ministerio de Información—. Para ahormar su proyecto contó con el apoyo de estrechos amigos como Sánchez Bella en Cultura Hispánica y dio una nueva oportunidad a Laín, Tovar o Ridruejo de volver a monopolizar la cultura española desde el control del Estado —nombrando rectores los primeros y desde la subvencionada por el Ministerio Revista el tercero—como lo habían hecho al comienzo del franquismo hasta la caída de Serrano. En este caso, cambiarían las referencias totalitarias por las de Ortega o Unamuno.

RuizGiménez buscaría la permanente coordinación con el ministro del Movimiento, Fernández-Cuesta. Ejemplos significativos fueron el nombramiento de Jorge Jordana como delegado del SEU o el apoyo de Alcalá a los planes del Ministerio de Educación Nacional. Los elementos más relevantes de su grupo de Educación Nacional como Tovar o Ridruejo no dudaban señalar en 1953 «lo que el Estado debe a la Falange» —Tovar— y en similares términos aunque dentro de su personal estilo, Ridruejo en Revista sobre el veinte aniversario de la fundación de dicho partido.

No se puede crear una nueva sociedad sin el concurso libre de los hombres y mujeres de esa sociedad.

Con idéntico afán exclusivista que los anteriores, Calvo Serer fue el principal impulsor de un grupo del que formaban parte López-Amo, Fernández de la Mora, Vicente Marrero, Leopoldo Eulogio Palacios, López Ibor…, en torno al Departamento de Culturas Modernas del CSIC, la revista Arbor y ayudados por Pérez-Embid desde el Ateneo, la revista de dicha institución y el Ministerio de Información donde era director general. Este grupo asumió como referente al de Acción Española—Calvo se consideraba discípulo de Eugenio Vegas— y tuvo la misma determinación que el conformado alrededor de Ruiz-Giménez para dirigir y controlar desde el Estado la vida cultural española.

Para Gonzalo Redondo, la diferencia entre presuntos «liberales» y «conservadores» se circunscribe a aspectos muy menores como la inclusión o no de Unamuno y Ortega como referencias retóricas de la nueva tradición que se pretende configurar. Es decir, Ortega o Unamuno como excusa. Si este matiz es lo que les diferencia, lo que les separará será el afán de monopolizar y dirigir la vida cultural. Es decir, comparten la negación de cualquier vestigio de vida social libre, plural y autónoma a su autoencomendada labor de minorías dirigentes. Para Gonzalo Redondo, las batallas intelectuales fueron riñas de familia sin trasfondo ideológico. Por esta razón las pugnas fueron en torno a premios, tribunales, cátedras o nombramientos y no a conceptos o a una diferente Weltanschauung.

Todos los proyectos giraron en torno a la conciencia de constituir la solución católica a la modernidad. Ante esto no faltaron las iniciativas por actualizar el tradicionalismo, especialmente a través del intento de hacer vivir la «cuestión social» como los que se recogieron en revistas como Incunable, El Ciervo, pastorales de obispos o instituciones apostólicas como la HOAC, JOAC, etc. El fracaso de esos intentos «renovadores» estuvo en que se limitaron a modernizar el detalle y no fueron capaces de aceptar la pluralidad cultural o la responsabilidad individual en la vida social.

Ese intento modernizador a través del cambio de las estructuras dejando de lado a las personas hizo, en no pocas ocasiones, que se diese el paso, sin solución de continuidad, de asumir y depositar afanes y esperanzas en otros colectivismos más actuales entonces como el marxista, manteniéndose inquebrantable el desprecio a la libertad individual.

Si estos intentos se formulaban desde el punto de vista cultural, desde el punto de vista político la cuestión esencial para asegurar la supervivencia del régimen estaba centrada en la relación entre Franco y don Juan. Una relación que giraba, entre otros aspectos, alrededor de la educación del entonces príncipe don Juan Carlos. De ahí el papel esencial que jugó la minoría de los monárquicos.

Ese doble ámbito político y cultural está profundamente interconectado ya que de lo que se trataba era de garantizar el futuro de la solución tradicional. Esto es lo que late en las diferentes posiciones que adoptan los protagonistas. Esos años centrales del siglo XX fue una época rica en iniciativas renovadoras en muy diferentes campos pero esterilizadas por una Weltanschauung que las guiaba.

Decía Ortega que la realidad, cuando se desprecia, se venga. Los estudios de sociología religiosa que comenzaron a desarrollarse fueron una primera llamada de atención sobre el sentido de una realidad que hasta entonces se creía incuestionable. Los sucesos de febrero de 1956, descritos con detalle por el autor tanto en sus causas como protagonistas y desenlace, y que finalizaron con el cese de Ruiz-Giménez y Fernández-Cuesta, pusieron fin a uno de los proyectos de configuración de la cultura de los españoles. A partir de ese momento otros serían los encargados de hacerlo. De modo inmediato, y como en 1941, José Luis de Arrese.

Aunque en principio pudiera pensarse que es una historia pesimista, ya que se abordan de un modo amplio y prolijo los afanes y empeños de unas propuestas fracasadas, en el fondo es una historia optimista. Al final, por muchas trabas, inconvenientes y errores, la libertad, poco a poco, se abre paso.

El volumen de los libros —1.047 páginas este último— puede hacer pensar que el proyecto de Gonzalo Redondo es minucioso en exceso, nada más lejos de la realidad. Para comprender por qué ha pasado lo que ha pasado no hay más remedio que respetar los hechos y para ello no hay más camino que descender a los detalles. La historia a base de simplificaciones de brocha gorda puede ser más fácil, atractiva y militante, pero no sirve de nada. La historia consiste en conocer qué han hecho los hombres con su libertad, sus decisiones y las consecuencias de sus acciones. Por esta razón, una labor esencial y complementaria que desarrolló Gonzalo Redondo para su tarea historiográfica fue la de recopilar más de un centenar de archivos personales que da a su proyecto un carácter inédito. Con ello no se explica todo, pero sí más y mucho de esa época.

No es una mera casualidad que el historiador británico Toni Judt, en su obra Pasado imperfecto, que aborda la conformación cultural de la Francia de la posguerra, entienda que 1956 es un punto de quiebra de la respuesta a la modernidad de los intelectuales franceses más representativos. Una respuesta que también, como en el caso español, es de carácter colectivista, aunque en este caso comunista, crítica con la pluralidad social e igualmente alejada de la realidad.

Esa intuición de Judt de que Sartre y Malraux tienen más en común con Drieu de la Rochelle y Brasillach que con los intelectuales de hoy está también presente en la obra de Gonzalo Redondo. Por esta razón, por encima de mitos, justificaciones o lugares comunes, merece la pena conocer por qué ha pasado lo que ha pasado. No por una falsa idea circular de la historia, sino para conocer cómo y por qué hemos llegado hasta aquí.

Pablo Hispán Iglesias de Ussel es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Navarra. Universidad en la que se doctoró en Historia Contemporánea. Ha desempeñado distintos cargos en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Es autor de varias publicaciones sobre diversos temas como la Economía sumergida, Política monetaria, Política regional, Globalización y temas de la Unión Europea.