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Que la docencia importa es tan incuestionable que no deja de suscitar a la vez una paradójica duda en este punto de arranque: ¿pero verdaderamente nos importa la docencia? Porque, más allá de inflados discursos e invocaciones retóricas, lo que parece es que la docencia ha quedado un tanto minusvalorada y relegada a una especie de segundo plano en el esquema de las prioridades universitarias.

Por un lado, el profesorado se encuentra atrapado en un esquema de incentivos que muestra inequívocamente que las recompensas académicas se obtienen principalmente en el terreno de la investigación y al que se le ofrecen mayores estímulos para la dedicación a la producción de papers que a la formación de estudiantes.

Por otro lado, arrastradas por las necesidades de un «resultadismo métrico» (que ha introducido más exigencia y competencia, pero que provoca también algunos daños), parece como si las propias instituciones universitarias hubiesen optado tácitamente por relegar el papel de una docencia que, curiosamente, es lo que más distingue por ejemplo a las escuelas de negocios que tantas veces se invocan al mirar hacia arriba en los ranking.

Dejémoslo claro desde el principio: no trato de contraponer docencia e investigación, ni albergo ningún desatinado propósito de reducir el papel de esta última. Pero me parece necesario partir de la idea de que hemos de reivindicar y conseguir una imprescindible dignificación y mayor atención al ámbito docente.

Entre todo el amplio abanico de medidas que podrían contribuir a ello, hay dos que me parecen principales. Por un lado, las medidas de apoyo, estímulo y motivación a un profesorado que enfrenta desafíos enormes relacionados, entre otros, con la renovación de los métodos docentes, el aumento de tareas, las nuevas dinámicas de interacción con los alum-nos o la necesidad de manejar soportes y lenguajes relacionados con las nuevas tecnologías, que comportan unos niveles de exigencia, esfuerzo e implicación cada vez más diversos, complejos y elevados.

Por otro lado, la adopción de medidas para resolver la tarea pendiente de contar con mecanismos apropiados para evaluar adecuada y rigurosamente los rendimientos y los resultados de la labor docente, que no se consigue, desde luego, por la mera acumulación lineal de años de ejercicio ni por los instrumentos actualmente disponibles. Hay todavía mucho camino por recorrer para que la reivindicación de la docencia se apoye en sistemas e indicadores que permitan medir su desempeño y estimular su mejora, incentivar la flexibilidad frente a la rigidez, lo relevante sobre lo formal, la calidad sobre la cantidad y, en fin, la innovación frente a las rutinas.

Que la docencia universitaria requiere, además de su dignificación, una profunda renovación para adaptarse a nuevas exigencias y contextos, es otro de los tópicos que me parece que está fuera de toda discusión. Las razones que imponen la necesidad de esa profunda renovación docente son múltiples y tan consistentes como las que, entre otras, se enumeran brevemente a continuación.

En primer lugar, los modelos educativos que han venido funcionado hasta ahora han sido puestos en cuestión y se encuentran claramente superados en una sociedad del conocimiento que impone una profunda revisión del «qué» y el «cómo» de las enseñanzas para responder a las necesidades sociales y a una cambiante demanda de cualificaciones, así como para adaptarse a los nuevos lenguajes y soportes formativos.

En segundo lugar, las exigencias de calidad se han impuesto a la cantidad y las necesidades de innovación al mantenimiento de las rutinas; y se han acompañado de una imprescindible cultura de la evaluación y del reforzamiento y la homologación internacional de sistemas de acreditación y aseguramiento de la calidad de la docencia y las enseñanzas.

En tercer lugar, surge la necesidad de responder a unas renovadas expectativas de los estudiantes y de adaptarse a sus nuevas formas de aprender, comunicarse y acceder al conocimiento; así como al modo en que participarán en la educación, con cambios en la presencialidad y dedicación residencial y a tiempo completo y en la propia duración de los estudios, con extensión a una formación a lo largo de toda la vida y con estudiantes que tomarán cursos de distintas instituciones, con diversas modalidades y estrategias.

En cuarto lugar, la irrupción del componente educativo online está revolucionando el orden hasta hace poco conocido y supone un hecho disruptivo de indudable alcance y consecuencias que, en todo caso, genera una competencia mucho más abierta y deslocalizada, da paso a nuevos formatos y soportes educativos, nos hace revisar nuestros roles como educadores y comporta cambios radicales e imparables, con grandes oportunidades aunque también con algunos riesgos, para la docencia y los modelos pedagógicos y formativos.

Ante cambios de este alcance, la universidad española no puede decirse que haya permanecido quieta sino que se ha sumado a una dinámica de renovación docente, de las metodologías educativas y de los soportes formativos que, con más o menos intensidad y con mayor o fortuna según los casos, se ha extendido por las aulas en los últimos años y ha dado lugar al desarrollo de diversas y variadas metodologías y a novedosas y positivas contribuciones a la renovación de la docencia.

No es posible detenerse aquí a reseñar siquiera las más significativas de esas iniciativas pero creo que puede tener interés, en cambio, apuntar algunas de las líneas principales que las orientan y detenerse en una breve consideración de algunos de los nuevos paradigmas que sustentan las tendencias actuales de la innovación docente.

Entre esos nuevos paradigmas cabría destacar algunos como los siguientes: la orientación de las estrategias de aprendizaje hacia la adquisición de competencias; el énfasis en la calidad, la evaluación y el seguimiento de los procesos formativos; la extensión del uso de los soportes y formatos que ofrecen las nuevas tecnologías; el desplazamiento hacia los saberes prácticos y el desarrollo de entornos flexibles, híbridos y colaborativos; y la transformación de los roles tanto de los estudiantes como de los profesores.

La adquisición de competencias se ha erigido como elemento central de las estrategias formativas y casi como un incuestionable dogma que supone un fundamental avance frente a las viejas metodologías pedagógicas, con el propósito de responder a las demandas formativas de la actual sociedad del conocimiento. Algo que no debiera contraponerse en modo alguno, sino, por el contrario, complementarse con la indispensable transmisión de contenidos y de los fundamentos de una sólida y rigurosa formación en las diversas disciplinas y capacitaciones básicas.

La calidad como meta se ha convertido en una exigencia primordial en el proceso de transmisión del conocimiento, traducida en un modo de concebir el proyecto formativo en que se refuerzan los aspectos relacionados con el seguimiento o la tutorización y en que se ha instalado y generalizado una cultura de la evaluación y acreditación de la docencia y las enseñanzas. Claro que este propósito choca en la universidad española con limitaciones como las que, entre otros aspectos, derivan de la situación del profesorado, la falta de recursos, la persistencia de elevados niveles de fracaso, la ausencia de sistemas adecuados para medir los resultados de la docencia y para incentivar su mejora, o la vigencia de unos sistemas de evaluación en que, muchas veces, lo formal se antepone a lo sustantivo y lo burocrático a lo académico.

El uso de nuevos formatos y soportes relacionados con las nuevas tecnologías que nos enfrentan al reto de transformarnos de «analógicos» a «digitales» tanto en los formatos como en los soportes del proceso educativo. Los formatos experimentan cambios cruciales porque los recursos docentes están en abierto en la red; la gente desea estudiar «a la carta», dónde, cuándo y como quiere; las experiencias de aprendizaje se sitúan ya tanto dentro como fuera de las aulas; la educación deja de encontrarse atada a una específica localización y se desacopla de restricciones y ataduras relacionadas con el espacio y con el tiempo; y los soportes ofrecen insospechadas y favorables posibilidades, siempre que se acierte a poner las tecnologías al servicio de la educación y no al contrario, para desarrollar modelos híbridos y colaborativos y combinar los libros con las app y la vida de los campus con los móviles y las tabletas.

Saber hacer: el dominio de lo práctico. La orientación a la práctica es uno de los paradigmas más destacados de las nuevas orientaciones docentes, que surge tanto por reacción al apabullante dominio teórico en la docencia tradicional como por el tipo de las necesidades formativas actuales y de las habilidades que caracterizan a los nuevos estudiantes y porque, como he dicho, las experiencias de aprendizaje ya están tanto dentro como fuera de las aulas. Conscientes de ello, las universidades han hecho importantes esfuerzos por ampliar esos contenidos en los planes docentes y en el modo de impartir las enseñanzas, al tiempo que han procurado ofrecer cada vez más sistemas de prácticas a los estudiantes. Pero estas últimas ni resultan suficientes, ni se organizan adecuadamente, ni alcanzan verdaderamente los objetivos a los que debieran responder, porque no se trata solo de complementar la formación teórica con alguna experiencia práctica, sino de imbricar ambas en el propio proceso de aprendizaje, avanzando progresivamente hacia lo que cabría imaginar como una especie de «Universidad dual».

Los estudiantes en el centro expresa de forma sintetizada otro de los principales paradigmas de las tendencias de innovación educativa que hace referencia, con todo fundamento, a la necesidad de otorgar al alumno el papel protagonista en el proceso docente y en las estrategias de transmisión del conocimiento. Pero al tiempo que se trata de una verdad y un propósito inobjetables, no deja de ser una de las afirmaciones más retóricas y en ocasiones menos aplicadas en la práctica, porque convive con una gran despreocupación por conocer verdaderamente el modo en que han cambiado los receptores de nuestra formación, y por disponer de estrategias adecuadas para atender no solo a una gama de alumnos más plural y heterogénea sino a una tipología de estudiantes nuevos y distintos en sus aptitudes, perfiles, habilidades y lenguajes.

La revisión del papel del profesorado. Los nuevos paradigmas y tendencias de la innovación docente transforman sustancialmente, y en diversas direcciones que merecerían una detenida reflexión, el papel tradicional de los profesores. Por un lado, es indudable que se abren nuevas y fecundas posibilidades, pero también existe el riesgo de diluir el papel y la importancia decisiva del profesor en las estrategias docentes. Por otro lado, las nuevas metodologías enfrentan al profesor a nuevos cometidos y a más amplias, diversas y complejas tareas, que suponen adicionales esfuerzos y permanentes necesidades de actualización formativa. Esos retos se contraponen en la universidad española, sin embargo, con una realidad que establece serias limitaciones como las derivadas de excesivas dedicaciones, de la falta de medios, de la insuficiencia o el envejecimiento de las plantillas o de las incertidumbres de la carrera académica, entre otros diversos aspectos poco favorecedores de estímulos para implicar al profesorado activa y eficazmente en los objetivos de renovación docente.

En su formulación teórica, estos nuevos paradigmas re-sultan ciertamente incontestables y suponen una renovación y un avance indudables respecto a los planteamientos tradicionales de la docencia. Pero, en algunos casos, hay en ellos tanto de verdad como de exceso (y a veces de palabrería) en el modo de llevarlos a la práctica, y parece conveniente, por eso, acompañarlos de una breve reflexión y unas preguntas a las que dedicaré la parte final de este texto.

¿Contra los contenidos teóricos? El paradigma de los saberes prácticos puede llegar a convertirse en un exceso cuando se formula en términos no de complementar sino de casi ne-gar la necesidad de las enseñanzas teóricas o de erradicar por completo las clases magistrales como vestigio de un pasado tradicional. Desde luego que la renovación conlleva el fin de un tipo de clases tradicionales (no precisamente magistrales), pero eso dista de la sentencia extrema de condenar a la teoría y a las verdaderas clases magistrales, como si hubiese de desaparecer el magisterio, como si los maestros ya no importasen, como si ya no hubiese lugar para que el que sabe explique y el que no sabe atienda y, de paso, fuese completamente innecesario que nadie fuese a la universidad. No me cabe duda de la pertinencia de incorporar más enseñanzas prácticas y más experiencias reales de aprendizaje, pero no sin el acompañamiento de unas enseñanzas teóricas que constituyen los fundamentos imprescindibles no solo para una sólida formación de base sino incluso para el aprovechamiento pleno de las experiencias prácticas.

Los profesores ¿importan? A mi modo de ver, los profesores continuarán siendo siempre un elemento decisivo del proceso formativo y una pieza indispensable para la renovación y modernización docente, aunque sus roles y funciones hayan de ser profundamente renovados y reformulados. Hay, sin embargo, alguna tendencia en la innovación educativa que se vincula a iniciativas en que parece diluirse (a veces casi hasta la nada) el papel del profesor. Como si un buen docente no fuese un factor absolutamente diferencial en el proceso de enseñanza y hubiese desaparecido por completo ese elemento esencial que consiste en el contacto y la relación estrecha entre profesor y alumno, que no siempre se puede replicar en cualquier tipo de soporte; como si se ignorase la función de los profesores como inspiradores, guías y compañeros en la aventura del aprendizaje; o como si debiese desdeñarse la capacidad de los profesores como nuevos y decisivos influencers educativos en la sociedad digital y de las redes sociales.

¿El saber ocupa lugar? Los postulados de la renovación docente me parecen tan consistentes en algunos de sus nuevos paradigmas y orientaciones como débiles y desconocedores de algunos otros aspectos relacionados con el lugar que ocupa el saber.

Con la apariencia de «estar a la última» se desarrollan, en ocasiones, programas formativos que pueden incorporar más conocimiento pero menos educación y en los que ésta se concibe como producto y no como proceso; no como conocimiento útil para toda la vida, sino de «usar y tirar», con enseñanzas que tienen fecha de vencimiento y en las que, a veces, lo que sirve para hoy ya no servirá para mañana, en un marco en que las profesiones y las cualificaciones cambian con celeridad.

Bajo el influjo de una formación útil e instrumental, a veces se conciben enseñanzas excesivamente especializadas desde el principio que encumbran lo específico e ignoran lo fundamental y se desarrollan programas docentes en que lo especializado desplaza a lo nuclear con desprecio hacia la formación en valores y capacitaciones básicas para saber, pensar y crear.

Con la etiqueta de una deseable innovación y diversidad, lo que a veces se consigue es precisamente lo contrario, una uniformización en el resultado de producir egresados indistinguibles, cuando el sistema lo que verdaderamente aprecia es lo diferente y lo singular.

Y como si el saber ocupase espacio en vez de lugar, en ocasiones se ignora que el conocimiento ha iniciado un imparable proceso de deslocalización y que, justamente por ello, se acentúa la importancia y pasan a primer plano los elementos que solo puede ofrecer la docencia y los docentes más valiosos.

Catedrático de Economia y exrector de la Universidad de Oviedo.