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Que la universidad española se encuentra ante una encrucijada crítica es algo en lo que, creo, casi todos los sectores implicados en la educación podemos estar de acuerdo. Otra cosa es, claro, que hayamos tejido un mínimo consenso acerca de la forma de afrontar esta situación: qué caminos seguir y, por tanto, a qué modelo o modelos conducirnos1.

Esta encrucijada resulta, claro, de la crisis de un modelo que nunca llegó a serlo del todo, y de la ausencia de una alternativa coherente o sólida. La universidad española vive la descomposición de lo antiguo en paralelo a una recomposición inarticulada de lo nuevo. Si la universidad salida de la Transición tenía que ver con una adaptación patria, siempre tardía y demediada, de los modelos clásicos de universidad (una clara influencia del modelo francés en paralelo a los intentos fallidos de adoptar la autónoma y disciplinar universidad humboldtiana, ambas inspiraciones entrelazadas y lastradas por un fuerte gremialismo heredado de la universidad franquista, amén de una adaptación lenta pero inexorable a la masificación fruto de la emergencia de una amplia clase media), lo que está lejos de ser cierto es que la universidad española se haya convertido hoy —o estemos cerca de hacerlo— en una universidad empresa a imagen del modelo hegemónico de excelencia, iniciado en Reino Unido durante el Gobierno Thatcher, y convertido en aparente imagen necesaria del futuro que nos espera.

CRISIS Y OPORTUNIDAD PARA EL MODELO UNIVERSITARIO ESPAÑOL

Esta ausencia —pasada y presente— de modelo universitario explica en buena medida la deficitaria situación de la universidad española, pero puede ser, al mismo tiempo, un buen escenario u oportunidad para definir nuevas estrategias, para apostar por un modelo universitario propio. De ahí, de nuevo, la idea de encrucijada: se estrechan y cierran los caminos que habíamos transitado sin que hayamos entrado irremisiblemente en una única vía de futuro, abriéndose así una ventana de oportunidad que nos sitúa ante dos retos fundamentales: huir de la nostálgica defensa de un modelo universitario pasado que nunca existió del todo, y que solo es reivindicado cuando parece irreversible su crisis; pero vacunarse, también y al mismo tiempo, de la pulsión determinista de convertir una tendencia mundial actual en único camino posible que tendríamos necesariamente que recorrer (ya saben: universidad empresa vendedora de servicios, financiada de forma más privada que pública, que genera una dualización del espacio universitario nacional e internacional entre universidades de élite y universidades de masas; gobernadas por instancias externas y mecanismos de evaluación que tienden a la uniformización del espacio universitario bajo rankings y sistemas de gobernanza que están muy lejos de ser objetivos y, aún más importante, de permitir un desarrollo diferencial de los distintos modelos y culturas universitarias locales y nacionales, bajo un marco de progresiva degradación de las condiciones de trabajo de la mayoría investigadora y docente en detrimento de élites investigadoras, por hacer un resumen excesivo —y acaso una caricatura—).

La crisis de la universidad española es anterior a, pero no independiente, de la crisis económica. Esta, sin duda, agudiza y muestra al desnudo sus deficiencias, pero no la explica ni antecede. Soy consciente de la excesiva simplificación en la que voy a incurrir a continuación, pero creo que, a falta de espacio para un análisis más detallado, puede ser ilustrativa de un argumento de más calado: el fallido modelo universitario español ha tenido más éxito o eficacia a la hora de importar los efectos negativos de cada uno de los modelos en los que se ha inspirado que en adoptar sus dimensiones positivas (formación de formadores y de la alta administración del Estado en el modelo francés con las Grandes Écoles a la cabeza, independencia universitaria y unificación del espacio docente e investigador en el caso alemán, y flexibilidad, adaptación e innovación en el caso anglosajón).

Simplificación, sin duda, y que corre, además, el riesgo de ignorar los logros que, evidentemente, se han producido en los últimos treinta años, pero que permite, creo, señalar los problemas mayores con que nos encontramos: una universidad a la que le ha costado y cuesta encontrar sistemas de gobernanza interna democráticos y no corporativistas, con una escasa internacionalización de su alumnado y profesorado —causada más por las trabas burocráticas que por las dificultades idiomáticas o la baja puntuación en los rankings internacionales—, con unos recursos para la financiación escasos, además de desigualmente distribuidos y gestionados, una mínima renovación del personal docente e investigador que acaba produciendo una fuga de investigadores sangrante, un centro estatal de investigación, el CSIC, muy lejos de sus homólogos europeos (CNRS, sin ir más lejos). Sin olvidar, claro, la degradación constante de las condiciones de trabajo de una parte importante del nuevo personal docente e investigador. Lejos de mi intención dibujar un escenario catastrofista de nuestras universidades, pero cuando se habla de reformas, como se propone este monográfico, es de mayor utilidad señalar lo que no funciona que contentarse con mostrar los indudables logros ya alcanzados.

LA SEMÁNTICA DE LA REFORMA: ADAPTACIÓN O CAMBIO

Si hablamos de reformas hay, también, que situar su contexto y necesidad. Y aquí se vuelve urgente repensar el marco ideológico bajo el que se configura el sentido común de las reformas: la adaptación. Al mercado, a las nuevas necesidades productivas, a las posibilidades de financiación, a los rankings y a las agencias de evaluación, a la globalización, a la sociedad del conocimiento, a los cambios demográficos. Adaptarse, adaptarse o morir.

Que los tiempos han cambiado es evidente, pero saber determinar qué dimensiones del cambio son positivas, cuáles negativas y, sobre todo, cuáles inevitables y cuáles nos obligan a decidir entre caminos contrapuestos es, también, crucial, aunque seguramente no tan evidente. No solo porque el riesgo es alto de llegar siempre tarde: adaptarse a algo que ya se ha hecho viejo, que ha mostrado sus errores o sus límites; sino porque hemos conocido demasiado bien los estragos que puede causar una concepción literal de la «adaptación»: los recortes en la financiación de las universidades entre los años 2009 y 2016, bajo la aparentemente incuestionable ecuación crisis económica=recortes del gasto público y contención del déficit, no han hecho sino reducir nuestra capacidad investigadora y formativa cuándo más se la necesitaba. Adaptarse, en ese contexto, no significó sino reproducir de forma ampliada el mismo modelo productivo y de país que había convertido nuestra crisis en mucho más profunda y devastadora que en el resto de países de la eurozona (descontando, claro, el caso griego).

Fetichismo «adaptativo» que se esconde, también, bajo el mantra de adaptar la universidad a las capacidades de absorción de licenciados de nuestro mercado de trabajo y de nuestra capacidad de financiación: es decir, reducir el número de estudiantes, el número de universidades y adaptarse, por tanto, a la realidad presente. ¿Para perpetuarla indefinidamente, agravándola acaso?
Creo que es momento de pensar la universidad, sus posibilidades y, claro, las reformas en discusión, como un momento privilegiado para una más amplia transformación (¡y no adaptación!) del modelo productivo, social y cultural de nuestro país. Esta pretensión desplaza el campo semántico desde el que pensar las reformas: no tanto «adaptar» como «anticipar», para transformar, la realidad desde espacios estratégicos. Y esto no tanto o no solo por una razón meramente ética o política, sino también económica: la tan cacareada «adaptación de la universidad al mercado» bien puede implicar la simple adaptación a las necesidades inmediatas de un espacio que, por su propia naturaleza, no puede pensar hoy el medio y el largo plazo (los mercados, y la competencia entre actores que los define, han sido en las últimas décadas especialmente torpes, cuando no incapaces, para pensar a más de cinco o seis años vista, generando procesos altamente disfuncionales incluso para sus propios intereses futuros). Dar por sentada la necesidad de adaptar la universidad a las exigencias del mercado de trabajo (vale decir, de lo que los actores empresariales con más voz e influencia señalan) puede condenar ese mismo mercado a su crisis futura, cuando las transformaciones consustanciales a unos sistemas productivos y sociales en permanente dinamismo se encuentren con una población formada a la altura del pasado.
Y es que esas rápidas y constantes transformaciones de las estructuras sociales y productivas están dibujando una doble tendencia que me parece importante identificar para resituar el sentido y dirección de las reformas: por un lado, una acrecentada separación del trabajador de un único puesto laboral, empresa y sector productivo. Por otra parte, una pérdida de centralidad del trabajo mismo en la conformación de las identidades y estructuras sociales, que hacen del pleno empleo y de la sociedad organizada en torno al trabajo más un deseo nostálgico que una posibilidad presente.

SEPARACIÓN FORMACIÓN Y EMPLEO:

Por un lado, pues, vidas y trayectorias laborales complejas, errantes cuando no precarias, en permanente transformación y cambio (de puesto de trabajo, de empresa y de sector productivo), entradas cada vez más tardías a los mercados de trabajo, con periodos de paro (forzado, voluntario, de formación) y retiradas definitivas del mercado anticipadas. Una separación de los trabajadores y los trabajos concretos realizados que apunta a la necesidad de una formación general y polivalente, capaz de entender las mutaciones, cada vez más rápidas e imprevisibles, tanto de las innovaciones técnicas, administrativas y cognitivas de los distintos sectores productivos como de unas vidas que ya no tienen necesariamente en el empleo su eje vertebrador. Solo, por tanto, separando la educación del empleo y sus demandas inmediatas puede este último tener garantizado un encuentro futuro con sujetos ampliamente formados para un futuro incierto y cambiante. Lo que lleva a otra consideración: la especialización (de la universidad, de los estudios, de las investigaciones, de los títulos, de las prácticas como línea directriz pedagógica) puede acabar traduciéndose en un efímero pan para hoy.

Lo que creo que debería de llevar a la adopción de un principio de precaución ante los efectos prácticos de la retórica de la rentabilidad, la competencia y la inversión pensadas en y desde la inmediatez. Precaución por la que, en ausencia de criterios objetivables en el largo plazo acerca de la viabilidad futura de títulos, inversiones en educación e investigación, en el número de estudiantes o universidades, tenga más sentido la apuesta incierta por su mantenimiento y ampliación que por su recorte. Y, como se entenderá, no solo por razones éticas (democratización del conocimiento y generalización ampliada de la formación), sino también económicas y productivas: creciente dificultad para cuantificar la rentabilidad dados un futuro incierto y un presente en constante transformación. La utilidad y el valor, en fin, dependen de ratios temporales demasiado abiertos, y lo inútil hoy puede ser esencial mañana. Una consideración que bastaría para defender la autonomía universitaria en nombre, precisamente, de su utilidad social no tanto presente como, sobre todo, futura (autonomía universitaria que, para responder a estos criterios de utilidad social, debe sumar nuevos actores a sus procesos de decisión y romper así su excesivo corporativismo y jerarquización).

EL TRABAJO YA NO ES LO QUE ERA

En estrecha relación con lo anterior, cabe añadir que, desde los años setenta, asistimos a una progresiva pérdida de centralidad del trabajo en la conformación de las identidades y las trayectorias de los sujetos, tanto por la mayor movilidad y flexibilidad laboral (que nomadiza los itinerarios y las biografías), como por la ausencia de trabajo (estable y no estable) para cada vez más población (en España hay 16 millones de personas en edad de trabajar que ya no buscan empleo, por proporcionar un dato significativo). Esta descentralización social del trabajo tiene no pocas consecuencias para la función que ocupa y puede o debe ocupar la universidad en el futuro inmediato, siendo quizá la primera de ellas la de la ruptura del esquema lineal «formación-empleo-ascensos profesionales y jubilación» característico de los Estados sociales y de derecho surgidos después de la segunda guerra mundial en Europa. La formación ya no es para un empleo o un sector productivo, sino que puede ser para varios empleos en distintos sectores productivos, o para ninguno empleo, o serlo conviviendo con largos o definitivos periodos de paro. Pensar —¡seguir pensando!— la formación desde su exclusiva o primordial vinculación con el empleo como espacio único o estático, puede hacer perder de vista una mutación social de calado, y llevar la reflexión sobre la universidad a un callejón sin salida: o bien la defensa nostálgica del modelo universitario que acaso funcionó para una sociedad y una economía estructuradas en torno al pleno empleo, la identidad laboral (colectiva e individual) y la linealidad de la relación entre formación y empleo; o bien la tendencia reformista actual, que acaba agudizando, de forma más o menos involuntaria, las peores consecuencias de los procesos de cambio social antes señalados: convertir la formación en una pseudomercancía por la que se compite en los mercados formativos para disputar, en las mejores condiciones posibles (por definición desiguales), un bien cada vez más escaso y con menos capacidad para generar seguridad e identidad: el trabajo.

Claro que también podemos pensar y afianzar las dimensiones potencialmente positivas de esta mutación social en marcha: apertura de posibilidades inéditas en las identidades sociales, biografías no dictadas por la dictadura de la pertenencia a un único y fijo espacio productivo, ampliación generalizada de la formación y el conocimiento para el conjunto de la sociedad en momentos diferentes de sus biografías. Pero para que estas meras posibilidades se puedan desplegar y realizar, es del todo necesario implementar reformas de la regulación laboral y la gestión de su cada vez mayor escasez (renta básica incondicional, reducción del tiempo de trabajo, por ejemplo).

EVALUACIÓN, RANKINGS Y COMPETENCIA

Es este contexto de incertidumbre, escasez y competencia el que permite resituar el debate acerca de los rankings universitarios y la algo desmedida obsesión evaluadora actual: si la educación empieza a ser pensada, por más que esté lejos de serlo, como una mercancía en forma de servicio, que adquiere un consumidor (con independencia de que sea pagada o no de forma privada) para competir por un bien escaso y desigualmente repartido, no parece que pueda haber criterios que permitan afrontar la distancia temporal entre el momento en que se adquiere esa mercancía y su valor real cuando, años después de su adquisición, deba ser puesta a prueba. Para reducir esa incertidumbre, aparece como idónea la apariencia de objetividad técnica del ranking, es decir, como refuerzo de una cierta ilusión: la de que existen criterios objetivos e información suficiente que permitan orientar a los consumidores en los actuales e inciertos mercados formativos y laborales. Al cabo, el éxito o fracaso parecen depender de la capacidad para gestionar individualmente informaciones objetivas.

Así, las retóricas del éxito, el talento, la excelencia o las competencias individuales de cada sujeto se convierten en esos atributos exclusivamente individuales que explican —y justifican— tanto el reparto de posiciones en el orden social, como la movilidad en torno a estas posiciones de unos y no otros sujetos, en un contexto de pérdida progresiva de posiciones adecuadas, suficientes y equitativamente distribuidas para el conjunto de la población. De forma que la fiebre evaluadora acaba respondiendo más a la incertidumbre (qué títulos y qué universidades funcionan para disputarme en mercados de trabajo cada vez más hostiles, inciertos y desregulados) que a mecanismos necesarios de evaluación de la formación recibida, el conocimiento adquirido o la investigación producida. Orientarse en un mundo incierto y desigual es una cosa distinta, sin duda, que producir y transmitir conocimiento.

No en vano, nos encontramos con que, en países como Reino Unido o Estados Unidos, hubo mayor movilidad social con un 15% de población universitaria que con ratios superiores al 50% actual. Lo que llevaría a pensar que la respuesta adaptativa a los mercados, y la pulsión individualizante de la competencia entre universidades y estudiantes, no hacen sino echar más gasolina al fuego: la escasez produce monstruos, y estos monstruos más escasez. Círculo vicioso que, creo, debemos empezar a considerar como altamente disfuncional para, incluso, los objetivos mismos que se han marcado los reformadores: si era talento lo que se buscaba, se encontró la reproducción ampliada de los privilegios.
Y todo ello, además, con una consecuencia importante de fondo: el vaciamiento de las diferencias de los distintos espacios y modelos universitarios nacionales o locales. La competencia dentro de mismos o similares criterios de evaluación produce una paradójica uniformidad de lo evaluado, siendo quizá necesario alertar sobre las consecuencias de competir bajo criterios que responden a una cultura universitaria adaptada a unos mercados y unas estructuras socioeconómicas que están lejos de ser las nuestras.

Y QUIÉN FINANCIA

Cabe hacer una última consideración a la financiación de la universidad, tema siempre en disputa y candente. Más si, como sugiere el esbozo de análisis que vengo de hacer, debemos pensar en una adaptación y anticipación distintas a las transformaciones sociales, productivas y económicas de los últimos treinta años: la de una separación entre formación y empleo que se tome en serio el desdibujamiento de este último como matriz del orden y la identidad social, así como la importancia de evaluar la formación, la investigación y la utilidad social y productiva del conocimiento bajo marcos temporales e índices de rentabilidad difícilmente cuantificables. Lo haré mediante un simple ejemplo, a falta de espacio para un mejor análisis: el iPhone, sí, el iPhone. Sostenía la economista italiana Mariana Mazzucato que las principales ventajas competitivas del iPhone son producto de la investigación pública. No de Apple, no de centros tecnológicos de investigación privada ni de genios empresariales únicos. El reconocimiento de voz, la geolocalización GPS, la pantalla táctil, Internet… son innovaciones imposibles sin dinero público, resultado muchas veces de la autonomía universitaria más que de las demandas de empresas y mercados, y que, después de un proceso colaborativo de investigación pública y desarrollo privado, han acabado rentabilizadas de forma privada con escasos retornos para las arcas de los Estados que las financiaron. Es un ejemplo, solo uno, de varios principios que creo señalan y definen alternativas políticas sustantivas: la innovación y la producción de conocimiento pueden trascender la frontera público/privado en pos de un conocimiento común; que esta posibilidad de lo común necesita de una regulación fiscal que permita un retorno hoy ausente de la rentabilidad privada surgida gracias a la investigación pública; que esa rentabilidad privada no es cuantificable ni necesariamente previsible cuando se produce (no es evidente que se supiese que se estaba inventado Internet, ni para qué); que estos descubrimientos son resultado siempre de la colaboración entre investigadores (y no de la competencia entre ellos) y de la acumulación de conocimiento público y privado (y no de su individualización o privatización); que Apple o Steve Jobs son el resultado de un proceso de innovación social y tecnológica mucho más amplio que ellos, donde el dinero público, la acumulación de conocimientos previos y la colaboración entre investigadores quedan ocultados bajo el fetichismo del investigador o el genio individual y único; que este paradigma ha sido importado en las universidades bajo la lógica de la evaluación y el ranking individualizantes de lo que es también y sobre todo común, colectivo y colaborativo.

Que, en definitiva, la puerta está abierta para pensar la reforma universitaria desde la consideración de la colaboración y no la competencia, desde la no rentabilidad inmediata del conocimiento, que la formación pude ser para el empleo y para una sociedad cada vez menos regida por él (salvo en la forma de su ausencia dramática) y que, en definitiva, entre el modelo hoy en crisis y la lógica hegemónica que marca la dirección de las actuales reformas hay, necesariamente, otro espacio posible y deseable para la universidad española.

NOTA

Tengo que agradecer a Fernando Broncano por las ideas y sugerencias que me ha brindado su texto, aún inédito, «La apropiación del espacio educativo. Por una universidad colaborativa». Como es evidente, los errores y carencias del artículo que aquí publico son propios y nada tienen que ver con la solvencia y brillantez de Fernando.

Sociólogo. Profesor en la Universidad Carlos III de Madrid.