Tiempo de lectura: 11 min.

De todos es bien sabido que el profesorado universitario, a lo largo de su carrera profesional, se ve en la necesidad de someter su producción científica a un continuo proceso de evaluación externa. Así, por ejemplo, el actual sistema de selección y promoción del profesorado exige la previa obtención de la correspondiente acreditación que, en un porcentaje no desdeñable, descansa en la valoración dispensada a la actividad investigadora del solicitante. Como prueba de la trascendencia de la producción investigadora a los presentes efectos basta constatar la importancia que en las Orientaciones generales para la aplicación de los criterios de acreditación nacional para el acceso a los cuerpos docentes universitarios (Real Decreto 415/2015), de la ANECA, se dispensa a la misma, hasta el punto de considerar que una investigación de excelencia puede suplir las carencias registradas en la actividad docente del solicitante.

Pero no es este, ni mucho menos, el único hito dentro de la trayectoria profesional de un profesor universitario en el que la calidad (y cantidad) de su producción científica es objeto de valoración. Tal acontece, por ejemplo, en relación con los sexenios de investigación, o con la obtención de financiación para realizar proyectos de investigación, entre otros extremos. Así, a través de los sexenios de investigación se enjuicia periódicamente la labor investigadora del profesorado que «voluntariamente» decide someterse a este examen. Hablamos de una voluntariedad relativa, habida cuenta de las consecuencias que se derivan de la ausencia de sexenios de investigación en la trayectoria curricular del profesorado. Esas consecuencias normalmente van mucho más allá de la no percepción de un simple (y modesto) complemento salarial. En efecto, la carga docente del profesor que no cuente con «sexenio vivo» puede verse incrementada de forma relevante al tiempo que se verá notablemente mermada la posibilidad de formar parte de determinados órganos enjuiciadores.

Hay una indebida apropiación de la labor investigadora por parte de las ramas “científicas”: se ha asociado la investigación al empleo del método científico

¿Y qué decir de la obtención de proyectos de investigación? Los escuetos presupuestos de las universidades no pueden cubrir las necesidades materiales exigidas por la realización de actividades investigadoras. Esto, evidentemente, es una necesidad más acuciante en unos campos del saber que en otros. En todo caso, la obtención de proyectos de investigación externos a la propia universidad constituye un requisito prácticamente ineludible para desarrollar investigación de calidad. Y aquí, nuevamente, la labor investigadora previamente desarrollada por los solicitantes cobra un protagonismo indiscutible. Así, por ejemplo, en lo que se refiere a los criterios de evaluación de las solicitudes de i+de carácter nacional, la calidad, trayectoria y adecuación del equipo de investigador aporta el 30 % de la calificación global en los informes emitidos por los expertos externos, siendo así que los currículos de los investigadores sometidos a examen —que constituyen el material básico para cumplimentar esta parte del informe— reflejan, casi exclusivamente, datos relativos a su trayectoria como investigadores.

Ciertamente, se puede ser profesor universitario sin desarrollar actividad investigadora alguna. Con seguridad, todos podemos pensar en algún compañero que podría ejemplificar perfectamente esa afirmación. Pero la generalización de semejante situación se podría calificar no solo de negativa, sino de catastrófica para la institución a la que servimos, pues la universidad dejaría de cumplir una de las funciones básicas que su compromiso social y normativo le exige. Recuérdese que, de acuerdo con la Ley Orgánica de Universidades, «la investigación científica es fundamento esencial de la docencia y una herramienta primordial para el desarrollo social a través de la transferencia de sus resultados a la sociedad. Como tal, constituye una función esencial de la universidad, que deriva de su papel clave en la generación de conocimiento y de su capacidad de estimular y generar pensamiento crítico, clave de todo proceso científico» (art. 39.1º).

La repercusión negativa de la ausencia de actividad investigadora afectará no solo a la institución de la que forme parte sino también al propio docente que, en primera persona, padecerá esas consecuencias negativas: un profesor universitario que no investigue quedará relegado al más profundo ostracismo ya que, al no contar con sexenios vivos, verá incrementada su carga docente (lo que, a su vez, reducirá sus futuras posibilidades de investigar), no será llamado a integrarse en grupos de investigación (en la medida en que su currículo no aporte elementos que se traduzca en una valoración positiva del grupo en cuestión), ni podrá forma parte de aquellos órganos colegiados que exijan la posesión de sexenios, etcétera.

Vaya por delante que los reseñados no son, desde luego, los únicos ámbitos en los que la labor investigadora resulta trascendente, pero constituyen, en nuestra opinión, buenos ejemplos de la importancia que reviste esta parte de la función del docente universitario.

Peculiaridades de la investigación jurídica 

Dando por buena la afirmación con la que hemos concluido el anterior apartado, la cuestión se centra ahora en reseñar las singularidades que reviste la actividad de investigación en el campo del Derecho, lo que justificaría la existencia de unos criterios de evaluación propios.

Preconizamos la existencia de una investigación propiamente jurídica regida por su propio método y que requiere criterios de evaluación propios

Durante años, los que nos dedicamos a esta rama del saber hemos tenido que soportar que se ponga en tela de juicio el carácter investigador de la labor que, como estudiosos de la misma, realizamos. A nuestro entender, la razón del problema radica en la indebida apropiación por parte de las ramas «científicas» de la labor investigadora, en el sentido de que se ha asociado la investigación en exclusiva al empleo del método científico y a los resultados obtenidos por esta vía.

A diferencia de lo que suele acontecer con esas otras ramas científicas, la investigación jurídica se desarrolla de forma individual, siendo una materia poco propicia para el trabajo en colaboración. Evidentemente, ningún investigador —tampoco el que se dedica al estudio del Derecho— afronta ex novo su objeto de estudio. Por el contrario, la investigación jurídica deberá cimentarse convenientemente sobre las aportaciones previamente realizadas por otros autores (adecuadamente reconocidas a través del correcto ejercicio del derecho de cita). Pero al margen de ello, la labor investigadora del jurista es esencialmente individual, lo que se justifica por la trascendencia que en este concreto ámbito revisten no solo las ideas o conclusiones obtenidas sino también el modo de exteriorizarlas: en Derecho no es solo importante lo que se dice, sino cómo se dice: forma y contenido constituye un todo indisoluble. Y si bien la fase previa de discusión puede efectuarse en colaboración con otros juristas, la fase conclusiva (que es lo que se materializaría en la concreta publicación) supone una toma de decisiones que difícilmente podrían afrontarse del modo compartido que requiere el trabajo colaborativo.

Como prueba de la trascendencia que la autoría individual de los trabajos reviste en el campo del Derecho pueden citarse aquí las indicaciones efectuadas por la CNEAI en relación con los criterios específicos establecidos para cada uno de los campos sometidos a evaluación. Para Derecho y Jurisprudencia expresamente prevé que «el número de autores de una aportación deberá estar justificado por el tema, su complejidad y su extensión» (BOE de 1 diciembre 2017). Esta misma afirmación se repite también en los Principios y orientaciones para la aplicación de los criterios de evaluacióndel programa de evaluación de profesorado para la contratación (PEP) de la ANECA.

Insistiendo en la misma idea de la conveniencia de la autoría individual, el documento de la CNEAI, en relación con las aportaciones que se presenten bajo la forma de capítulos de libro, expresamente recomienda la exclusión de «la presentación de aportaciones en coautoría, salvo prueba fehaciente de su relevancia científica y con clara explicación de la labor concreta desempeñada por el coautor solicitante».

La autoría individual se traduce en un menor número de publicaciones que las que se obtendrían en caso de afrontar conjuntamente la labor investigadora

De ello puede fácilmente colegirse no solo que ambos textos reconocen la importancia de la autoría individual de los trabajos, sino que también, al mismo tiempo, inducen a la perpetuación de esta metodología (dando lugar a una manifestación más de lo que se suele conocer como «efecto ANECA», esto es, cambios operados en el panorama investigador español y en la toma de decisiones de los propios investigadores con el fin de ajustar los respectivos currículos a las exigencias de acreditación de aquella entidad).

Pues bien, desde un punto de vista eminentemente cuantitativo, la autoría individual de los trabajos ha de traducirse, obviamente, en un menor número de publicaciones que las que se obtendrían en caso de afrontar conjuntamente la labor investigadora. Parece lógico pensar que la división de tareas que implica la metodología investigadora en coautoría permitiría afrontar un mayor número de objetivos y, a la postre, aparecer como firmante en un número superior de publicaciones. La cuestión no tendría mayores repercusiones de mantenerse rigurosamente separados por campos los criterios de evaluación de la actividad investigadora. Pero no siempre sucede así: los distintos rankings a los que se someten las universidades para enjuiciar la labor investigadora que se desarrollan en sus sedes suelen tener en cuenta el volumen global de las publicaciones efectuadas, sin discriminar entre el número de firmantes a los que se les atribuye la autoría del correspondiente trabajo. Ello supone una clara desventaja de las disciplinas jurídicas en relación con esas otras ramas científicas en las que la autoría individual no es la regla general sino la excepción. Como consecuencia de ello, a los investigadores jurídicos se nos tacha con frecuencia de lastrar la valoración de la universidad en los rankings, y todo ello —según los críticos con nuestro modo de proceder— por aferrarnos a unos particularismos metodológicos que, a juicio de estos críticos, hoy en día resultan por completo obsoletos.

El mismo efecto negativo en relación con los rankings se deriva de la selección de los medios que normalmente empleamos para publicar el resultado de nuestras investigaciones. Muchos de los rankings se articulan en función del número de trabajos publicados en revistas que cuentan con un determinado marchamo (al menos formal) de calidad. Nos estamos refiriendo la índice de impacto JCR (Journal Citation Reportsy al cuartil concreto ocupado por la correspondiente revista. A este respecto, nada o muy poco podemos hacer los que nos dedicamos al Derecho por mejorar la posición de nuestra universidad. Analizando el último listado JCR  publicado, vemos que dentro de la voz «law» aparecen registradas un total de 152 revistas, número sensiblemente menor que el correspondiente a otras disciplinas de las denominadas «científicas», por lo que las posibilidades de un jurista de publicar en revistas JRC, de entrada, son ya más reducidas.

De las 152 revistas indexadas bajo el índice de impacto, sólo hay 13 que no responden a la tradición del Derecho anglosajón

Pero si analizamos con detalle las revistas JRC que se relacionan en el campo del Derecho, el panorama resulta aún más desalentador ya que, con alguna excepción a la que posteriormente me referiré, ninguna de las que entre nosotros (los investigadores del Derecho en España) gozan de un mayor prestigio aparecen en el mencionado listado. En efecto, esta relación de revistas JRC se encuentra integrada, en su mayoría, por publicaciones anglosajonas (procedentes de EE UU, Reino Unido, Australia y Canadá, con claro predominio de las primeras) de modo que de las 152 revistas indexadas solo hay trece que no responden a esta filiación.

La importancia de este dato se subraya al reparar en las diferencias que existen entre los sistemas legislativos de civil law common law. No podemos profundizar aquí en las grandes diferencias que separan a ambos sistemas legales, diferencias que dificultan notablemente el acceso de nuestros trabajos a revistas jurídicas concebidas para la difusión de investigaciones que se insertan en una órbita legal completamente diferente. Ciertamente hay quienes entre nosotros se dedican al estudio del Derecho comparado, lo que permitiría un más fácil acceso a las referidas revistas, pero el análisis de las soluciones legales que pueden decantarse a partir del estudio de ordenamientos foráneos —que difícilmente podrían tener cabida en el Derecho patrio— no es una aspiración que centre el interés investigador de un excesivo número de juristas.

La situación no es más favorable en relación con las trece revistas restantes: dos de ellas son asiáticas (huelga todo comentario acerca de la dificultad que puede representar para un jurista español publicar en una revista radicada en Taiwán o Corea), ocho holandesas, una Chilena y dos españolas. De estas últimas, una de ellas es European Journal of Psychology Applied to Legal Contextpublicada por la Sociedad Española de Psicología Jurídica Forense, que, pese a que aparece en el listado correspondiente a Derecho, en la propia clasificación de la revista indica que pertenece a los campos de «derecho, psicología y multidisciplinar». En todo caso, dado el carácter específico de la revista, no parece excesivamente indicada para la publicación del trabajo jurídico procedente de cualquier otro ámbito del Derecho. El índice del último número de esta revista (vol. 9, n.º 2, julio 2017) corrobora esta idea, pues todos los trabajos jurídicos del mismo han sido elaborados por estudiosos del Derecho penal.

La segunda de las revistas jurídicas españolas en JCR es la Revista Española de Derecho Constitucionaleditada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, que cuenta con reconocido prestigio entre los juristas españoles. Así pues, el investigador jurídico español tendría bastantes dificultades para publicar en una revista JCR (como acabamos de indicar, nuestro panorama se reduce a, prácticamente, una única revista de este tipo).

La monografía en que se suele traducir la tesis doctoral constituye la más valiosa tarjeta de presentación de un jurista

Pero tal vez la pregunta que deberíamos formularnos es otra: más allá de la conveniencia de contribuir al mejor posicionamiento de la propia universidad en los correspondientes rankings, ¿estarían interesados los investiga- dores del Derecho en difundir sus conclusiones en estas revistas JCR? Posiblemente no. La razón de semejante respuesta se entiende si tenemos en cuenta el orden de prioridades que para el investigador universitario representa su afianzamiento y promoción profesionales. Aquí, nuevamente, juega un papel decisivo el «efecto ANECA»: en el documento ya citado sobre Principios y orientaciones para la aplicación de los criterios de evaluaciónexpresamente se señala que «en este campo —Derecho— también se utiliza como referencia de calidad para las publicaciones españolas la base de datos DICE: Difusión y Calidad Editorial de las Revistas Españolas de Humanidades y Ciencias Sociales y Jurídicas».

Pues bien, efectuando la búsqueda correspondiente en la base de datos indicada, hemos podido constatar la ausencia de revistas JCR en dicho listado (a excepción de la Revista Española de Derecho Constitucional). Esto quiere decir que, al margen de esa revista, los investigadores jurídicos estarán interesados, de cara a su proyección profesional, en la inserción de sus trabajos en revistas que estén bien posicionadas en las bases de datos tenidas en cuenta por las instituciones encargadas de acreditarlos o reconocerles sexenios de investigación. En otras palabras: en la elección del medio de difusión de los resultados de la investigación primarán los intereses personales por encima de los generales de la institución en la que preste sus servicios (lo que, de otra parte, nos parece una opción sustancialmente legítima).

En otro orden de consideraciones, y como nota también característica de la exteriorización de los resultados de la investigación jurídica, hemos de destacar la importancia que en nuestro ámbito se dispensa a los estudios monográficos, a los libros. Ello vuelve a alejarnos de los criterios que priman en la valoración de la investigación de otras ramas del conocimiento, que suelen reducir el análisis de la producción investigadora a las publicaciones periódicas con proceso anónimo de revisión por pares. Pese a los esfuerzos en contrario efectuados por quienes intentan hacer tabla rasa de nuestra tradición metodológica, todavía hoy los resultados de investigación difundidos bajo la forma de libros y capítulos de libro tienen una enorme trascendencia entre los investigadores del Derecho. Ello es predicable singularmente de la monografía en que se suele traducir la tesis doctoral y que constituye la más valiosa tarjeta de presentación de un jurista.

La trascendencia que entre nosotros se otorga a este tipo de publicaciones procede de la consideración de que, tras un libro, existe un estudio mucho más completo, preciso y profundo que el que precede a la publicación de un artículo. Afortunadamente, la normativa reguladora de nuestra actividad investigadora así parece considerarlo. En este sentido, la resolución de 25 octubre 2005, sobre evaluación de sexenios de investigación, para el campo de Derecho y Jurisprudencia, indicaba como criterio de orientación para la obtención de una evaluación positiva la necesidad de que una de las aportaciones «sea un libro de investigación que cumpla con los requisitos que se especifican». Tal exigencia desapareció del tenor literal en los posteriores textos reguladores pero ha seguido permaneciendo de forma más o menos subliminal porque en las distintas normas que cada año se dictan para ordenar el proceso de petición y concesión de sexenios se suele contener la misma indicación relativa a la imposibilidad de valorar «como aportaciones distintas cada una de las contribuciones en que haya podido ser dividida una misma investigación en el caso de que, por su contenido y características, debiera constituir una única monografía».

¿Y qué decir de la relevancia que se otorgan a las monografías en las normas de ANECA sobre la acreditación del profesorado? Los últimos criterios de evaluación publicados (noviembre 2017) señalan expresamente el número de libros, capítulos de libro y artículos necesarios para la obtención de la correspondiente calificación de la actividad investigadora. Basta un simple intercambio con algún compañero que se encuentre en trance de acreditación para constatar que el mayor esfuerzo a los presentes efectos deriva de la necesaria presentación de un número de monografías relevantes, ya que no se pueden improvisar, requiriendo un largo tiempo de estudio, reflexión y elaboración.

En definitiva, y a modo de conclusión, lo que sostenemos es que la investigación jurídica posee peculiaridades propias que afectan tanto a la metodología como a los medios de difusión de sus resultados. Dichas peculiaridades, tal como hace buena parte de las normas encargadas de la evaluación de los resultados de la investigación, deben ser tenidas en cuenta, pues tan discriminatorio resultaría tratar de forma desigual a aquellos en los que concurren idénticas circunstancias como la aplicación de los mismos criterios a aquellos con circunstancias sustancialmente distintas.

Catedrática de Derecho Civil (Universidad de Cádiz).