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Mientras queden escritores como McCarthy la idea de literatura está a salvo. La trayectoria de McCarthy (Rhode Island, 1933) se alza como espejo de aquello a lo que deben aspirar los escritores de hoy y de mañana, como los de siempre: no a manufacturar productos vendibles sino a dominar un arte difícil y ampliar desde la imaginación creativa los márgenes de la verdad antropológica.

Quien con Salinger y Thomas Pynchon constituye el trío maldito entre los narradores norteamericanos ya clásicos –evitan con escrúpulo maníaco la escena publica desde hace décadas– es sin embargo un autor extremadamente honesto en su escritura, alejado de poses y entregado a la expresión de su idea del ser humano, entre fatalista y esperanzada. Si alguien era capaz de describir con verosimilitud cómo sería la vida en el mundo tras un holocausto nuclear –argumento de La carretera–, ese novelista es McCarthy. El hecho de que esta obra haya merecido el Pulitzer en 2007 y haya alcanzado cifras de venta muy estimables esboza un futuro alentador para la literatura de calidad. Porque La carretera es una obra maestra como hay pocas entre las novedades editoriales de los últimos cinco o diez años, y no por nada ha merecido los elogios de Harold Bloom.

La novela cuenta las desventuras de un padre y su hijo pequeño que cogen la carretera y emprenden un éxodo penoso hacia el sur en una tierra que –sin que el autor lo explicite– acaba de ser reducida a escombros por el temido cumplimiento del armagedón atómico. El cielo es una cúpula color ceniza y el clima un invierno permanente; los árboles son corteza seca y los pueblos y ciudades montones de ruinas saqueadas; los hombres son animales famélicos que se comen entre ellos para sobrevivir y el pasado de un mundo próspero sólo emerge como sueño en sus mentes atormentadas.

En este ambiente, sólo el amor de un padre por su hijo puede oponerse a la desesperación

En este ambiente, sólo el amor de un padre por su hijo –un amor sacrificado y homicida, si es preciso– puede oponerse a la desesperación. Con una prosa de una eficacia y precisión desconcertantes (que recuerda mucho a Hemingway) y un dominio abrumador del tiempo narrativo –contra lo que cree una vanguardia impostora, es muy difícil hacer un relato lineal y que jamás decaiga la tensión– el autor logra una parábola muy semejante a la que esculpió Daniel Defoe con su Robinson, sólo que desde filosofías históricas opuestas: si Crusoe era el Prometeo de la orgullosa civilización renacentista, capaz de llevar el progreso racional al salvaje, el padre sin nombre de La carretera es el exponente terminal del fracaso de la edad moderna, que se jacta de unos avances científicos que no han conseguido humanizar la sociedad y que a la postre, de hecho, la han destruido literalmente.

Como el pianista judío en la película de Polanski, la novela describe de cerca los días y las noches de esta familia que la madre dejó sola al quitarse la vida por pura desesperación. El hijo es la única razón del padre para seguir resistiendo, con una abnegación que en varios momentos emparenta con la fe religiosa: la inocencia de un niño nacido justo después del desastre nuclear funciona como símbolo de la presencia divina en un mundo infame. Por otra parte, el niño reconviene con sencillez a su padre cuando su cuidado paternal implica un daño directo a otros supervivientes, contribuyendo así a mantenerlo en el lado de los «buenos».

El libro es duro. Muy duro. Pero así como no hay lugar en La carretera para la complacencia, sí lo hay para la catarsis genuina de las grandes novelas, que se produce cuando el escritor toca el núcleo terrible y milagroso a la vez del corazón humano.

PERIODISTA Y CRÍTICO LITERARIO