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Margaret Thatcher gustaba decir que «los referendos son un instrumento de los dictadores». Como es lógico, en los días que llevaron al Brexit, sus promotores no citaron ni una sola vez esta máxima de su gran heroína. Pero lo acontecido en el Reino Unido el pasado 23 de junio explica muy bien por qué Thatcher sentía tal rechazo a este tipo de consultas, tan fácilmente manipulables.

Para empezar, el Reino Unido es una democracia en la que hasta ahora la verdadera soberanía residía en Westminster. Es a los parlamentarios a quienes corresponde asumir el mandato que reciben de sus electores, decidir sobre asuntos complejos que exigen estudio y rendir cuentas a quienes les votaron cuando llega el final de cada legislatura. Pero esa visión de la democracia parlamentaria fue asaeteada por David Cameron y la ha dejado malherida.

Es extremadamente difícil hacer comprensible para el elector medio lo que representa para él la pertenencia a una comunidad política y a un mercado común como los de la Unión Europea. En cambio es muy fácil argüir sentimentalmente contra el supuesto leviatán de Bruselas. Entre otras cosas, mintiendo. Porque el número de falsedades que han dicho los ganadores del referendo ha sido infinito. Pero sus votantes les han creído. Desde disparates como que la UE se gasta cada año 143 millones de euros en las corridas de toros —y nosotros sin enterarnos— hasta falsedades perversas como que nadie ha elegido a la Comisión Europea. Si los británicos hubieran prestado la más mínima atención a lo que se votó en las elecciones europeas de junio de 2014 se habrían enterado, como se enteró el resto de los europeos, de que cada partido presentaba un candidato a presidente de la Comisión. El del PSE—y de los laboristas británicos— fue el alemán Martin Schulz, y el del PP fue el luxemburgués Jean Claude Juncker, designado candidato tras unas primarias. Y al que después de que el PP ganara las elecciones europeas, el Reino Unido intentó vetar. Que eso sí que era algo antidemocrático. En el Gobierno europeo, es decir, en la Comisión Europea, los electores sabían quién era el candidato a presidir, como en cualquier democracia. No sabían quiénes serían los ministros, como siempre ocurre en una democracia. Lo normal.

Pero lo que hemos visto en el Reino Unido en la campaña que llevó al 23 de junio fue una lucha entre sentimientos y datos. Y es bien sabido que las cifras sirven de poco frente a los sentimientos. A estos hay que combatirlos con otros sentimientos. Y en el campo del Remain, no hubo ninguno. Porque una de las cosas que mejor explican este referendo sobre la pertenencia a la UE es que no se ha visto ondear una bandera europea en ningún acto de una campaña plagada de «Union Jacks». Hay quien dice que sí había esas banderas en los actos organizados por el Partido Liberal Demócrata, el único verdaderamente europeísta, pero es casi imposible encontrar un testimonio gráfico. Y es que en verdad era muy difícil que Cameron pudiera imponer la permanencia en la UE cuando él mismo es un euroescéptico que no cree en ninguno de los valores que encarna la Europa unida. Cameron solo hizo una defensa de lo bueno que es pertenecer al mercado común europeo. Y frente a las ventajas de ese mercado, los partidarios del Brexit defendían argumentos de soberanía y de inmigración. En la recta final de la campaña, lord Lamont de Lerwick, que fue canciller del Exchequer en el Gobierno de John Major, declaró a ABC que él estaba en contra de Europa por razones políticas, no económicas. Y ese era un signo evidente de por qué iba a perder la consulta el Remain. Porque las cifras eran irrelevantes a los efectos que se estaba debatiendo. Y la campaña de Cameron y los suyos se basaba exclusivamente en los números. Una estrategia disparatada.

Esta era la segunda vez que la cuestión europea era consultada en referendo a los británicos. Después de que el Reino Unido entrara en la Comunidad Económica Europea en 1973 de la mano del conservador Edward Heath, los laboristas de Harold Wilson convocaron un referendo sobre la materia tras ganar las elecciones de 1974. En la oposición a Heath habían criticado la entrada, y como el PSOE de González con la OTAN diez años más tarde, en 1975 los británicos fueron llamados a ratificar el ingreso en la CEE. Entonces, igual que en 2016, se dio libertad de voto en ambos partidos. Curiosamente, en el opositor Partido Conservador, el apoyo al ingreso en la CEE fue casi unánime, Margaret Thatcher incluida, mientras que en el Gobierno laborista hubo alguna oposición por parte de miembros como el ex vizconde Stansgate, para la eternidad Tony Benn, pero de muy poca efectividad. Dos tercios de los británicos votaron la continuidad.

En 2016 el referendo convocado por David Cameron, ha dividido mucho más profundamente a ambos partidos. Se vio durante la campaña en la que los ataques y recriminaciones dentro del Partido Conservador fueron brutales y se vio después de la campaña con el numeroso abandono de miembros del gobierno en la sombra laborista y la moción de confianza a Jeremy Corbyn dentro de su grupo parlamentario que resultó un voto de censura por parte del 81% de sus miembros.

Cameron ya había recurrido a los laboristas en el referendo escocés de 2014 para que le ayudaran a sacar adelante la victoria de la unión en una campaña en la que el primer ministro trotaba hacia el despeñadero. Eso se tradujo después en una victoria de Cameron por mayoría absoluta en las legislativas de mayo de 2015, lo que hacía difícil para Corbyn volver a actuar de salvavidas del primer ministro. Aunque aquella mayoría tan sorprendente es la que le ha costado el cargo a Cameron. Porque en esa campaña de 2015 él propuso la celebración del referendo contando con que nunca tendría que convocarlo porque no iba a conseguir una mayoría absoluta. Y en otro gobierno de coalición con los europeístas liberaldemócratas, estos se ocuparían de vetar la celebración de la consulta. Pero para sorpresa de propios y extraños (y de los institutos demoscópicos, como casi siempre) Cameron logró la mayoría absoluta que ha finiquitado su carrera política. Porque esa mayoría le forzó a convocar el referendo —en el Reino Unido es inimaginable no cumplir una promesa electoral— y tras perderlo se ha ido a su casa.

El gran reto ahora es que todo el mundo asuma sus responsabilidades. Que la Unión Europea cumpla la advertencia que hicieron sus máximos dirigentes en campaña, «Out is out», y quede claro para todo el mundo cuáles son las consecuencias de lo que ocurrió en el Reino Unido el 23 de junio. Porque si en Bruselas se empieza a hacer toreo de salón como para evitar que cambie nada, la lista de países que pedirán nuevos referendos puede extenderse como una plaga bíblica. Esta es la hora de la verdad para Europa. Si el Reino Unido consigue que se le haga un apaño para seguir teniendo las ventajas de la Unión Europea sin los costes que tienen el resto de los europeos, la Europa de la que fue padre intelectual el conde Richard Coudenhove-Kalergi y que fue puesta en práctica a partir del Tratado de Roma, morirá.

Periodista, director adjunto de ABC