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Antonio Truyol Serra nació en Alemania el 4 de noviembre de 1913. Sus padres, mallorquines, se dedicaban al comercio. Su infancia y adolescencia transcurrió en diversos países, regalándole un dominio envidiable de unos cuantos idiomas. Posee un curriculum espléndido e inabarcable: ha sido, entre otras muchas cosas, catedrático de Derecho Natural y Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de las Universidades de La Laguna y Murcia, catedrático de Derecho y Relaciones Internacionales y de Derecho Internacional Público de la Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales de la Universidad Complutense; doctor honoris causa por la Universidad Literaria de Lisboa y por la Universitat de las liles Balears; académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, de la que es vicepresidente; miembro asociado de la Real Academia de Ciencias, Letras y Bellas Artes de Bélgica; Gran Cruz de Oro por méritos de la República de Austria, Cruz de Honor austríaca de la Ciencia y el Arte de primera clase y Medalla de la Escuela Diplomática de Madrid. Antonio Truyol ha sido también magistrado del Tribunal Constitucional, ha impartido clases en un buen número de universidades españolas y extranjeras y forma parte de un sinfín de asociaciones, instituciones y revistas científicas de gran relieve internacional. Muchas de sus publicaciones han sido traducidas al inglés, francés, alemán y portugués. Entre sus obras cabe destacar: El Derecho y el Estado en San Agustín (Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1944), Los principios del Derecho Público en Francisco de Vitoria (Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1946), Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, tomo i (ed. Revista de Occidente, Madrid, 1954; 12° ed. revisada y aumentada, Alianza Editorial, Madrid, 1995), La teoría de las Relaciones Internacionales como Sociología. Introducción al estudio de las Relaciones Internacionales (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957; 3o ed., 1973), Los Derechos humanos. Declaraciones y Convenios Internacionales (Tecnos, Madrid, 1968; 3o ed., 1982), Der Wandel der Staatenwelt in neuerer Zeit im Spiegel der Voelkerrechtsliteratur des 19. Und 20. Jahrhunderts (Verlag Gehlen, Homburg, 1968), Dante y Campanella. Dos visiones de una sociedad mundial (Tecnos, Madrid, 1968), La sociedad internacional (Alianza Editorial, Madrid, 1974), Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, tomo // (ed. Revista de Occidente, Madrid, 1975; 4o ed. revisada y aumentada, Alianza Editorial, Madrid, 1995), Théorie du droit international public. Cours général (M. Nijhoff Publishers, Dordrecht/Boston/Londres, 1981), Histoire du droit international public (Editions Economica, Paris, 1995).

José María Beneyto— Profesor Truyol, sus campos de interés han sido muy amplios. Vd. ha tratado el Derecho Internacional, las Relaciones Internacionales, la Filosofía del Derecho, ¿qué es lo que le llevó a tener esa vocación filosófica internacionalista y europeísta?
Antonio Truyol— De las dos vocaciones, una no tiene una causa clara. Mis padres no tenían formación superior, en mi casa no había una gran biblioteca. El interés por la religión y la filosofía surgió en parte de mis lecturas y de las clases. No creo que mi vocación filosófica tenga una raíz clara, aunque indiscutiblemente ésta se ha ido ampliando a lo largo de los años con las lecturas. En cambio, en lo que se refiere a mi interés por el Derecho y las Relaciones Internacionales, creo que influyeron mucho las condiciones en las que se desarrolló mi niñez. Mi infancia y adolescencia transcurrieron en un ambiente internacional: nací en Alemania, en Saarbrücken, aunque mis padres eran españoles. Estuve desde los pocos meses hasta los siete años en Mallorca y después viví en Ginebra hasta los once, para trasladarme más tarde a Saarbrücken, que entonces formaba parte de la región alemana del Sarre, donde continué mis estudios en un instituto francés. Recuerdo muy bien las personas y las noticias que en aquella época estaban en primer plano de la política internacional. En el territorio autónomo del Sarre, por ejemplo, existía en ese momento la particular situación de un gobierno internacional nombrado por la Sociedad de Naciones. La revolución bolchevique es otro de los hechos históricos que mejor recuerdo de aquellos años. Naturalmente, hechos como éstos tenían que suscitar en mí una reflexión motivada. Mi vocación internacional se asentó así sobre una experiencia propia en una edad en la que se graban mucho los recuerdos. También tuvieron que ver algo en ello los idiomas. Yo vivía en una región, el Sarre, en la que se hablaba el alemán. Sin embargo, a tan solo unos quince kilómetros se encontraba la frontera lingüística, por donde se pasaba al francés, lengua que yo había aprendido en Ginebra. De ahí el que en esa zona hubiese mucha gente bilingüe. No solo eso: entre mis compañeros de estudio, algunos de Alsacia hablaban un dialecto germánico.

-Verdaderamente, su perspectiva vital abarca todo un siglo. Como ha mencionado, ya desde muy pequeño tiene recuerdos como el de la revolución bolchevique. Ahora que vamos a despedir el siglo, ¿podría señalar cuáles han sido para Vd. los grandes acontecimientos? ¿Dónde se han producido cesuras definitivas?
—Cesuras… Yo creo que Versalles fue una de ellas. Visto de forma retrospectiva, Versalles fue una paz desgraciada, una paz que, por un lado, deshizo Austria-Hungría y, por otro lado, dejó a Alemania humillada (aunque no lo suficiente debilitada como para que ésta no recobrara poco después su fuerza). Versalles no fue una paz negociada, sino dictada por el Consejo de los Aliados. Clémenceau se llegó a plantear si la orilla izquierda del Rin debía ser anexionada a Francia. Lloyd George trató de frenar esas intenciones francesas; hubo quien llegó a sugerir irónicamente que el político británico se había convertido en aliado de los alemanes. A Versalles se debió también en parte la ascensión del nacionalsocialismo en Alemania. Yo fui testigo, durante la República de Weimar, de las huelgas y las cargas de la policía contra los huelguistas. El antagonismo entre nacionalsocialistas y comunistas fue trágico, como lo fue entre los comunistas y los socialdemócratas. Estuvo a punto de estallar la guerra civil. Fue el ejército alemán, en retirada ordenada bajo el primer gobierno socialdemócrata, el que lo impidió. En Múnich se había proclamado una república soviética. Finalmente, el acuerdo entre el Ministro del Interior, Noske, y el jefe del ejército alemán logró aplastar el movimiento insurgente. Recuerdo a los comunistas manifestándose en la calle y gritando «wer hat uns verraten, die Sozialdemokraten!», que significa «los socialdemócratas nos han traicionado». Ése fue un momento de crisis, al igual que la ocupación del Ruhr, que además no fue apoyada por Gran Bretaña, sino por Francia y Bélgica, que la aprobaron en concepto de reparación. Los años de la inflación fueron también muy duros. La inflación está todavía hoy en la memoria colectiva de la población porque representó un momento muy crítico; la gente prefería el paro a aquella inflación que producía unas oscilaciones de los precios enormes de un día para otro. Todo eso dio lugar a un empobrecimiento y un gran descontento entre la clase media que tuvo su importancia en el éxito inicial del nacionalsocialismo.

Otra de las grandes cesuras de este siglo ha sido la Segunda Guerra Mundial. Hitler se había excedido en las reivindicaciones alemanas. No comprendo cómo después de anexionarse Austria, de forzar el Anschluß (Anschluß que los austríacos habían aceptado, pues después de la Primera Guerra Mundial, Austria quedó reducida a su núcleo alemán y su Asamblea parlamentaria pidió la unión con Alemania, el Anschluß, porque no creían que Austria pudiera ser viable), continuó con Checoslovaquia y el pasillo polaco. Esta ausencia de saber ponerse límites también se observa en Napoleón, si lo piensa bien. Algunos de los primeros objetivos de Hitler eran legítimos, como restablecer Alemania tras su derrota. Los ingleses llegaron a reconocer algunas de sus reivindicaciones. Sin embargo, después ya no había motivos, no había explicación para continuar, en especial con Bohemia, Moravia y el pasillo polaco. En eso la Segunda Guerra Mundial fue diferente de la anterior. Hay que recordar que la población fue a la Primera Guerra Mundial sin percibir su alcance. Cuando uno estudia lo que ocurrió en los meses de julio y agosto del año catorce, queda impresionado por la ligereza con la que los estadistas del momento llegaron a aquella guerra.

He mencionado la revolución bolchevique. Ésta supuso el derrumbamiento del imperio zarista y durante cuatro años (de 1917 a 1922) surgió una serie de grandes Estados independientes en las Repúblicas Soviéticas. Más tarde se reestableció el imperio con el nombre de Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Versalles y la revolución rusa constituyen, sin duda, dos grandes momentos de la primera mitad del siglo xx. Creo que en este momento estamos en una época de vuelta a Versalles. Si observamos el mapa, vemos cómo se ha derrumbado la Unión Soviética, han reaparecido los Estados bálticos, se ha incrementado el número de pequeños Estados, dando lugar a una situación de balcanización en esa parte de Europa. La disolución del Imperio Austrohúngaro está en la base de todo esto. Debo reconocer que siento por él cierta simpatía. Creo que, si no hubiera existido, habría que haberlo inventado porque fue capaz de mantener una zona de convivencia pacífica bajo el gobierno, en parte paternalista, del emperador austríaco, logrando así la convivencia entre distintas nacionalidades.

—A lo largo de todo este siglo hemos visto también cómo el Derecho Internacional se transformaba radicalmente. Hoy en día no sabemos realmente qué es el Derecho Internacional. Lo que está claro es que hoy sus bases no responden en absoluto a lo que fueron en el siglo XIX y a comienzos del actual.
—En efecto, en 1914 el Derecho Internacional era un derecho internacional claramente interestatal, que establecía las normas, sobre todo de procedimiento, que debían respetar los Estados; indicaba cómo debía hacerse la guerra y la paz. Pero después empiezan a irrumpir los pueblos, las minorías (algo que después de la Primera Guerra Mundial había sido ignorado) y un elemento de cambio más: el individuo, que terminará siendo un factor importante que conmueva la interestatalidad del Derecho Internacional. Añada a todo esto la presencia de las grandes empresas multinacionales, auténticos actores formalmente no integrados debidamente en el sistema.

Otro de los factores que han dado lugar a esta transformación del Derecho Internacional hay que buscarlo en los intentos de organización internacional. Después de los primeros intentos, aparece la Sociedad de Naciones. La idea era norteamericana -yo creo que en parte inspirada por Kant, no olvide que Wilson era al fin y al cabo catedrático de Derecho Político-, pero, sin embargo, Estados Unidos no llegó a ratificar el Tratado de Versalles ni a ingresar en la Sociedad de Naciones. La Sociedad de Naciones pretendía ser universal, pero no lo fue. El peso de Europa estaba muy presente; en concreto, el de los países europeos vencedores. Sin embargo, de la Sociedad de Naciones parte un movimiento que llevaría al mundo internacional actual, a toda esa serie de organismos en los que la interestatalidad ha quedado sumida. La ONU ha sido un paso más, mucho más ambicioso y ciertamente más universal. De todos modos, es verdad que ha habido cambios, aunque no tan profundos como creemos. La política de fuerza sigue hoy presente. La influencia de las grandes potencias ha seguido siendo decisiva. Europa ocupó un lugar central hasta 1914. Hoy, sin embargo, la ONU es un ejemplo de mundialización que muestra que Europa ya no es el centro de las grandes decisiones. Observe este dato: la Primera Guerra Mundial empezó llamándose «la Gran Guerra» o la «Guerra Europea». Después se la llamó la Primera Guerra Mundial porque hubo una segunda, que desde el primer momento fue calificada de «mundial». En la actualidad, eso ha cambiado, pues Europa busca una acción más eficaz a partir de la unión, de la Unión Europea.

—Hablaremos de Europa, pero no querría perder la oportunidad, ya que Vd. la ha mencionado, de preguntarle sobre la ONU. Las Naciones Unidas se encuentran en un momento central dentro de su historia. La ONU ha cambiado en los últimos años, ha sido utilizada de muy diversas formas -fundamentalmente por Estados Unidos-y, en estos momentos, es una institución muy distinta de lo que fue la ONU de la Guerra Fría. Ahora actúa al abrigo del derecho de intervención militar y de un nuevo derecho humanitario. ¿Cuál va a ser su futuro?
—Es difícil decirlo, pues la ONU nació con dos condiciones. La ONU comenzó bajo la dirección colectiva de los miembros del Consejo de Seguridad, los llamados «cinco Grandes», que debían actuar bajo el principio de unanimidad. Por otra parte, la representación en la Asamblea General era igualitaria. Estas dos circunstancias, desde mi punto de vista, han sido sus defectos. Por ejemplo, la igualdad de voto en la Asamblea General hace que el voto de un país pequeño pese lo mismo que el de una superpotencia. El derecho de veto fue precisamente concebido como un freno para restar la posible imposición de una mayoría que no era real. Pero tampoco se ha logrado una ponderación en la representación de los Estados; en las asambleas europeas la situación sí es más real, pues los votos allí no pesan lo mismo. En cualquier caso, las propuestas para modificar el Consejo de Seguridad plantean dificultades: unas prevén el ingreso de países como Alemania y Japón, que en la actualidad no son miembros del Consejo por pertenecer al bando de los países vencidos en la Segunda Guerra Mundial. Otras solicitan que el Consejo se abra a otros continentes e ingresen en él Brasil, la India, Indonesia, Nigeria… Debo decir que, en mi opinión, se cometió un error al incluir sin más en la ONU a todos los Estados del globo, incluyendo los micro-Estados. Aquí se ha echado de menos la ponderación en el voto. Siguiendo el modelo de la Confederación Germánica, algunos Estados podrían tener más delegados que otros y varios micro-Estados deberían compartir un representante o un voto. En cuanto a sus tareas, es evidente que la mayoría de los problemas internacionales que se han planteado en los últimos tiempos se han resuelto fuera de la ONU; me refiero a la Guerra Fría y a todos aquellos conflictos que de una manera u otra han perturbado la paz. La ONU está hoy más orientada hacia la ayuda y la intervención humanitaria, que no deja de ser decepcionante. La prueba es que no se ha conseguido impedir genocidios ni masacres horribles.

—Los genocidios que menciona han influido en la nueva configuración del Derecho Internacional y han provocado la reaparición de los Tribunales Internacionales y la persecución de crímenes de guerra, con la consiguiente sanción internacional. ¿No le parece curioso ese desarrollo?
—Volvemos a Versalles. Una de las innovaciones del Tratado fue la cláusula que responsabilizaba al gobierno alemán. Después se constituyó el Tribunal de crímenes de guerra de Nuremberg, que presentaba, sin embargo, un aspecto problemático: fue el tribunal de los vencedores. A partir de ese momento, el desarrollo que se esperaba de estos tribunales no se dio. Es ahora cuando ha surgido, tal vez por el mayor protagonismo de las fuerzas sociales. Es sintomático que ese desarrollo se haya producido con la crisis de la ex-Yugoslavia. Se habla también de un tribunal para el genocidio en el Zaire. Éste tendrá la ventaja de ser más internacional, y eso es muy esperanzador. De todos modos, fíjese en el caso de la ex-Yugoslavia: todos los principales acusados políticos hasta ahora han escapado, y no resulta fácil que caigan en poder de los gendarmes. Los genocidios que hemos presenciado en los últimos años también están en contra de la tradición anterior a la Primera Guerra Mundial: antes no tenían lugar porque, al menos en principio, la guerra era lícita si se sometía a los procedimientos establecidos por el Derecho Internacional.

—Junto a eso hay que reseñar la transformación que ha conocido la guerra y el mismo concepto de guerra; el papel que está desempeñando el comercio internacional dentro de la pacificación; la competencia entre los países y los bloques regionales en lo que se refiere a acuerdos comerciales… Esa enorme presencia de la economía, del comercio, también está colaborando en la transformación del Derecho Internacional.
—En el siglo xix, muchos economistas confiaban en que el comercio internacional podía ser bueno para frenar las guerras. Creían conveniente ampliarlo, porque se dieron cuenta de que el comercio crea vínculos de interdependencia. Sin embargo, eso no es automático. Lo que ocurre es que la interdependencia entre los Estados y los pueblos es creciente, aunque no impida las guerras locales o regionales. Ahora no hay guerras mundiales, pero todavía persisten algunos de esos conflictos que en el período de la Guerra Fría eran utilizados por los países grandes para no chocar directamente entre sí, pero sí a través de potencias interpuestas. De todas formas, lo que se ha podido observar es que la interdependencia generada en parte por el comercio internacional no ha impedido los genocidios ni las matanzas. La guerra tradicional respetaba más a la población civil; en el fondo, era un enfrentamiento entre ejércitos. Eso ya se frustró con las guerrillas, pero hoy en día se ha producido un cambio fundamental, al sacrificar la guerra a las poblaciones civiles de modo aterrador…

—Lo cierto es que en la actualidad, si se da un conflicto, éste es especialmente intenso. Estoy pensando en el fenómeno terrorista, por ejemplo.
—Claro, los conflictos armados afectan cada vez más a los individuos. Las guerras clásicas eran como un juego de ajedrez entre los monarcas. Los ejércitos luchaban entre sí, y la población civil estaba mucho menos afectada de lo que lo está hoy. Sin embargo, a partir de la Revolución Francesa, con la llamada Levée en masse, con la idea de que es el pueblo el que se defiende a sí mismo, la guerra afecta más a los individuos. Eso intensifica las represiones; las guerras se han hecho más duras porque la presencia de los individuos se ha hecho mayor.

—También la tecnología ha sido importantísima en ese recrudecimiento de la guerra.
—Sí, en efecto, aunque no debe olvidarse que su uso puede ser doble. La tecnología, por una parte, trata de limitar el número de las víctimas. Esto se observó, por ejemplo, en la guerra del Golfo, donde una tecnología muy sofisticada trataba de limitar al mínimo las pérdidas humanas; es asombroso el escaso número de víctimas que causó entre las fuerzas aliadas la acción del Golfo. Como contrapartida, es cierto que también su efecto puede ser mayor. Pero no se producen las matanzas de antes. Recuerdo al respecto la guerra entre Irán e Irak, que estuvo a punto de diezmar un país. Muchos hablan de la posibilidad de una guerra atómica, pero yo nunca he creído que se pueda llegar a una situación como ésa.

—Pensemos ahora en Europa. ¿No echa en falta la presencia activa de nuestro continente en los escenarios internacionales?
—Sí, el antiguo escenario de la rivalidad franco-británica en el Próximo Oriente, por ejemplo, es todo un mapa donde hoy arbitran los Estados Unidos.

—Sin embargo, desde el punto de vista cultural, la herencia, la tradición y la densidad cultural europea siguen no teniendo igual…
—Exacto, en avances tecnológicos, no cabe duda de que Estados Unidos y Japón son líderes indiscutibles. En cambio, en las ciencias del espíritu, Europa sigue siendo un referente, aunque también es cierto que se ha producido un cierto declive del pensamiento. Yo no veo hoy las grandes figuras que había a comienzos de siglo. Con todo, las áreas musicales o artísticas ponen todavía de relieve ese mayor y más directo contacto de los europeos con su herencia cultural.

—En mi opinión, avanzamos hacia lo que hoy denominamos multiculturalismo, a esa situación de homogeneización de las situaciones, de transculturación…
—Ese es un gran problema. Por un lado, es evidente que la técnica va unificando progresivamente las mentes y las comunicaciones, que ahora son electrónicas. Ha llegado a unificar hasta el vocabulario, que naturalmente es en inglés. Las distintas culturas están teniendo una especie de defensa frente a esto, y tienden a buscar una identidad nueva o reafirmar la anterior. Ese pluralismo, ese progreso del regionalismo en todas partes, ese resurgir de las lenguas vernáculas es, desde mi punto de vista, un hecho que quizá esté fomentando por reacción los fundamentalismos, el islámico, por ejemplo. ¿Hasta qué punto no es una defensa frente a esta unidad -que quizá Hegel llamaría abstracta- que pugna con la diversidad inherente a la multiplicidad de lo humano?

—Volviendo al papel político de Europa, ¿no le parece que la Unión Europea no está demostrando ser el vehículo capaz de devolver a Europa una presencia internacional suficiente, acorde con sus ambiciones y sus medios? Mi impresión es que la Unión Europea va avanzando a ritmo de crisis.
—Yo creo que el drama de la Unión Europea es que, por un lado, la entendemos como necesaria y, al mismo tiempo, resulta muy difícil de alcanzar por la propia naturaleza de Europa. No olvide que Europa es una síntesis entre unidad y pluralidad, síntesis de la que proviene un forcejeo. Por una parte, los europeos tenemos ideales comunes, compartimos grandes tradiciones e intereses. Por otra, sin embargo, cada pueblo tiene su historia, una historia cultural, política, religiosa, que cuesta poner en segundo lugar. Habrá que pagar un precio, si queremos lograr una auténtica unión política. Todo está en conciliar esta diversidad histórica con esa unidad que vemos tan necesaria. Piense en lo que para cada pueblo supone su tradición literaria: para los alemanes, Goethe, Schiller; para los italianos, Dante; para nosotros, Cervantes, Lope, etc. Ése es un patrimonio al que los europeos están intrínsecamente vinculados y que desean preservar para que no se diluya en un mundo en el que solo se hable inglés o español. A pesar de todo, hoy en día se observa un desinterés por las lenguas muy significativo. Cuando yo era joven, tratábamos de aprender más lenguas que la propia, pero no solo por razones utilitarias, sino también culturales. Hoy, en cambio, el idioma que más se estudia es el inglés. Sin embargo, para un jurista europeo, el francés, el alemán o el italiano pueden ser más importantes que el inglés. Los italianos han sido grandes maestros en Derecho Civil y Penal; Francia fue una cuna del Derecho Administrativo. En fin, el hecho de que todos sepamos inglés también resta valor a otras lenguas, y ése sí constituye para mí un proceso no deseable desde el punto de vista cultural. Debemos hablar inglés, es indudable, pero no limitarnos a él. Estoy pensando en lo que esta mañana me ha ocurrido mientras me tomaba un descafeinado en un bar. En el establecimiento veía productos con etiquetas como «bavarian kreme», «frosted almendras», «frosted fresa»… Diga Vd. «crema bávara», «fresa helada»… Ponga Vd. todo en inglés o póngalo todo en español. Lo mismo sucede con «Aladín». En España, antes se decía siempre «Aladino», pero ahora no hay un niño al que no se le escuche decir «Aladín». Hay palabras en inglés que justifican su empleo, pero muchas otras no. Este abandono supone una erosión importante de nuestra cultura. Otro aspecto que para mí es significativo: ya no hay en muchos lugares algo tan español como lo son las galletas. La galleta es entrañable, su toma puede graduarse: se pueden tomar dos, cuatro, seis. Hoy es preciso comprarlas en las tiendas, pues en los bares representan un signo de rareza. Estas cosas son anecdóticas, pero muy reveladoras.

—Ha hablado de la necesidad de conciliar unidad y diversidad. Siempre he pensado que un camino para ello debería de ser la literatura comparada. El estudio de las literaturas remite a culturas nacionales distintas, pero precisamente la comparatística permite derivar de esas conclusiones criterios e identidades comunes.
—Es cierto, y en ello creo que la escuela debería ser más importante. Los alumnos deberían aprender a comparar las distintas culturas. La literatura, además, facilita mucho ese trabajo: el Renacimiento se da en Italia, España, Francia… Lo mismo ocurre con el Romanticismo. Hasta ahora se ha hecho una historia de la literatura -incluso una historia general- demasiado nacional. Hay que devolver a la literatura su importancia como vehículo cultural. Volviendo al inglés: mucha gente lo aprende por su utilidad, pero no se puede ignorar que el inglés es la lengua de Shakespeare, de Dickens, un auténtico tesoro, no una simple herramienta de mil palabras con la que poder viajar por el mundo y escribir a entidades bancarias. La mística española, por ejemplo, se comprende mucho mejor desde nuestro idioma. Los idiomas encierran un evidente interés cultural. Recuerde que Unamuno estudió danés para leer a Kierkegaard en su lengua original. Y es que, pensemos por un momento: ¿cómo se puede hacer filosofía sin saber alemán? Yo tengo la experiencia de que muchas traducciones son imperfectas. En fin, esto es cuestión de la educación y quizá de un cierto hedonismo. Huimos del esfuerzo. Por eso creo que Europa debe mantener esa pluralidad; hay quien ha propuesto que cada europeo conozca su lengua materna, el inglés y un idioma más en función de sus intereses, de la región en la que viva, etc. Y creo que tiene razón; de no ser así, crearemos una Unión Europea solo a base del inglés. En la Edad Media, el latín era la única lengua culta, la lengua de la teología, la filosofía, el pensamiento… El inglés no es hoy en día la única lengua de la cultura.

—Por cerrar de algún modo esta reflexión acerca de la situación internacional, hábleme de los nuevos países emergentes: China, Japón, los países del sureste asiático, África… ¿cuál va a ser a partir de ahora su papel en el concierto internacional?
—Bueno, todos esos países constituyen todo un mundo. China es un caso aparte. Por un lado, la civilización más antigua es la china porque se remonta a siglos antes de Cristo y llega hasta hoy sin interrupción a lo largo de dinastías. China históricamente era el centro, un imperio rodeado de países satélites como Japón, Corea, Vietnam, etc. Eso le dio una visión del mundo en la que ella siempre se ha sentido el centro. Creo que, todavía hoy, China sigue conservando esa mentalidad. Es un caso especial por su gran cantidad de población, que le otorga una gran potencialidad. Japón es un pueblo que además ha conservado su concepción propia, a pesar de que en un siglo se ha transformado mucho, se ha incorporado a la cultura mundial y ha conquistado grandes metas del desarrollo tecnológico occidental. Los demás países de esa área geográfica están ahora eligiendo su futuro y aún es pronto para predecir con seguridad qué es lo que puede ocurrir. En cualquier caso, parece que serán actores internacionales decisivos del mañana.

—Si le parece bien, profesor Truyol, podemos cambiar ahora de perspectiva para centrarnos en la Filosofía del Derecho, otro de sus grandes temas. ¿Quiénes son para Vd. los grandes pensadores de los últimos siglos? ¿Cuáles son verdaderamente actuales, los más adecuados para analizar el momento en el que vivimos?
—Hay dos autores que siempre están presentes: Platón y Aristóteles. ¡Hay que ver lo que ha supuesto Aristóteles! Tomás de Aquino también ha sido una fuente importante. De los modernos, creo que Locke y Hobbes, con una diferencia muy grande de talantes, han sabido plantear (el segundo de forma más genial que el primero) los problemas del Estado y de la legalidad de un modo que todavía se observa en nuestros planteamientos. También mencionaría a Rousseau. A partir de ahí, es obligado hablar de tres grandes pensadores: Kant, Fichte y Hegel. En Fichte aparecen los llamados derechos sociales, que él desarrolla además de los derechos individuales. Kant es de algún modo el nuevo Aristóteles, el recomienzo de la filosofía. Y Hegel, independientemente de las interpretaciones que de él se han hecho, es un pensador que admite varias lecturas. En Hegel está presente la sociedad civil, que remite a esa distinción tan actual entre mercado y Estado. Y es que el mercado no puede quedar entregado a sí mismo porque, al final, el fuerte se impone al débil. Para Hegel, el Estado es precisamente el factor que introduce el equilibrio. Este filósofo supo ver que la entraña económica no se puede desconocer, pues presupone y condiciona. Insisto: una cosa es determinar y otra condicionar. Todos estos autores son, en mi opinión, los más actuales. También habría que mencionar la filosofía de los valores. En realidad, toda gran filosofía es siempre actual. Ahora, según las épocas, unos pensadores actúan más que otros. El hombre no puede dejar de actuar, pues no actuar es ya una manera de actuar. Esta idea me la transmitió un profesor de filosofía al que debo mucho. Él solía explicarnos que no actuar es también una forma de responder a una situación.

—Vd. apuntaba que se ha producido, en efecto, una baja de la especulación filosófica. A la vez, sin embargo, tengo la impresión de que capas cada vez más amplias de la población buscan, en las grandes filosofías, respuestas a la falta de sentido. Ha renacido así el interés por la filosofía, una filosofía muy divulgativa. Por otro lado, la filosofía política también vive momentos de esplendor. No existe en estos momentos gran política, pero sí un debate sobre el liberalismo, el comunitarismo…, en resumidas cuentas, sobre la organización de la vida social.
—Tiene razón. Todo ese impacto es nuevo. También la filosofía difunde las respuestas a los problemas que plantea nuestro entorno como no lo había hecho nunca. Antes parecía estar restringida a un círculo más o menos pequeño. También es verdad que hay épocas en la historia de la filosofía de gran densidad especulativa, otras de epígonos, de comentarios, etc. Nos encontramos en un momento no tanto creador en filosofía como recapitulador Es la hora de hacer balance de lo ocurrido desde el siglo XIX.

—Vd. realizó precisamente una magnífica labor como director de una colección que se ha convertido en un clásico del pensamiento político.
—Sí, interesados por la filosofía política, comenzamos en la editorial Tecnos, bajo el estímulo de su director Don Gabriel Tortella, una colección bajo el nombre de Res publica. El director que me sucedió amplió la rúbrica a Clásicos del pensamiento. Se trata de obras que procuramos poner al alcance de públicos amplios, en ediciones que siempre van acompañadas de una buena introducción. El que se difundan este tipo de obras es para mí un motivo de gran satisfacción.

—Aprovechemos para hablar de nuestro país. ¿Cómo ve la situación actual de la cultura española? ¿Cómo la describiría, en comparación con épocas pasadas? Creo que está generalizada la impresión de que ha descendido el nivel de nuestra producción intelectual. Sin embargo, yo observo que se trabaja, que se va poco a poco avanzando…
—Yo no creo que nos encontremos en un mal momento. Hay grandes figuras que han desaparecido: Unamuno, Ortega, García Morente, Zubiri… Pero, por otra parte, existe una gran labor de investigación. Por ejemplo, las ediciones de clásicos han sido muy mejoradas, el nivel de la investigación es más alto. Hay también más personas dedicadas a la investigación y, sobre todo, más obras, más material sobre el que discutir… Como antes le decía, hoy asistimos a una asimilación de lo anterior, y eso me parece positivo. También es necesario tener en cuenta que el libro se ha remozado, se presenta mejor. Hoy están al alcance de cualquiera muchos libros en los que hace veinte años era imposible pensar. Si nosotros hubiésemos tenido esos libros…

—Ha dicho «nosotros». ¿Se siente Vd. vinculado a una determinada generación intelectual de España?
—Uno es hijo de dos generaciones. Yo creo que es muy importante, aparte de la niñez, la etapa en la que uno estudia el bachillerato. Éste es el que deja una huella indeleble. Naturalmente, la otra época que deja una marca inolvidable es la de la formación académica. Entre hombres como García Pelayo, Gómez Arboleya, Lissarrague, Ollero, Diez del Corral, Ruiz Giménez, Poch, etc. (por limitarme a colegas de mi especialidad), existe un nexo porque a pesar de las diferencias ideológicas, temperamentales, y políticas, hemos leído más o menos los mismos libros y nos hemos criado en un mismo ambiente. Compartimos una comunidad de experiencias vividas, de recuerdos, de autores. Ésta es la generación que más me ha marcado.

—Terminemos con más lectura. ¿Qué libros ha leído últimamente?
—Después del «accidente cardiovascular», como lo llaman los médicos, he hecho examen de conciencia y he llegado a la conclusión de que últimamente me había dispersado un poco con las lecturas. Hace muchos años empecé con una Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado cuyo tomo primero está en la duodécima edición y el segundo en la cuarta. Ahora estoy preparando el tomo tercero. Estoy trabajando sobre el idealismo alemán; he terminado Schelling y ahora estoy inmerso en Hegel. Me gusta releer obras que he leído antes, tanto como leer obras nuevas. También leo poesía, pues siempre he sido muy aficionado a ella. Podría recitarle muchos poemas en inglés y alemán de memoria. No tantos en español porque yo aprendí el castellano a una edad más avanzada. En francés, leo más prosa que poesía. Novelas que he releído son, por ejemplo, Rojo y Negro y La Cartuja de Parma. Pero, sobre todo, Tolstoi. Ana Karenina es, en mi opinión, una de las mejores novelas que se han escrito nunca. En cierta época leí mucho a Blasco Ibáñez porque fue un autor muy traducido al francés. Hoy sigo volviendo a obras de este tipo porque les encuentro un nuevo frescor. Hace poco que he leído una novela impresionante del albanés Ismael Kadaré: El nicho de la vergüenza, una lectura que recomiendo. Describe la estructura de un imperio opresivo de una manera perfecta.

—Observo, por lo que dice, que le interesa la literatura como camino.
—Naturalmente. Yo he llegado a muchas de mis convicciones a través de la literatura. Hay textos que me han quedado muy grabados. Le ofrezco un ejemplo: de joven leí en Víctor Hugo este verso: «Dans vos fétes d’hiver, riches, heureux du monde» («En vuestras fiestas de invierno, ricos, los felices del mundo»). Esas palabras me hacían entrever un mundo social misteriosamente ajeno al mío, de modesta clase media. Otro ejemplo: en el prólogo de Fausto se dice que el mundo en sus orígenes era «herrlich wie am ersten Tag», «magnífico, como en el primer día». Se refiere a la idea de la creación nueva, incontaminada. Otras obras que me gustaría mencionar son Adiós a las armas, de Hemingway y Canaima, de Rómulo Gallegos. Ésta última me ha impresionado siempre por su descripción de la selva. Canaima, el mismo título ya tiene la sonoridad que destila la novela.

Abogado. Diputado del Partido Popular