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José Martínez Ruiz (Monóvar, 1873–Madrid, 1967) pasó toda su vida rodeado de libros. Desde que vino al mundo y fue consciente de ello, el niño que años después se convertiría –previa adopción del apellido de uno de sus personajes como seudónimo– en un reconocidísimo escritor, vivió en un ambiente que, si no determinó de forma irremediable su destino (fue el mayor de nueve hermanos y el único que se dedicó a la literatura), sí debió de influir de manera decisiva a la hora de moldear su carácter y predisponer su ánimo. De hecho, así nos lo dio a entender él mismo en una pasaje de sus Memorias inmemoriales (1946) en el que, hablando de su niñez, recuerda una costumbre paterna –la de sentarse todas las noches a leer un rato, antes de cenar– que, sin ninguna duda, tuvo mucho que ver en su temprana afición a la lectura y en su, por entonces todavía muy incipiente, vocación literaria.

Azorín: Libros, buquinistas y bibliotecas. Fórcola, 2014

A lo largo de su longeva y fecunda existencia, Azorín dejó repartidas aquí y allá, entre las páginas de los periódicos y de sus libros, multitud de reflexiones gracias a las cuales podemos seguir la evolución de esta de la prematura e incurable bibliofilia de la que fue «víctima». Aunque repasarlas todas me resultaría tarea imposible, sí quiero rescatar aquí alguna anécdota que, si no para conocer al personaje en profundidad, sí puede servir, quizá, para que el lector que se adentra por primera vez en esta faceta de su obra pueda captar rápidamente el alcance de esta pasión azoriniana por el libro y por la lectura.

El punto de arranque del breve repaso que pretendo dar lo voy a situar en uno de los cuentos de Azorín incluidos en Bohemia (1897), uno de los primeros libros que publicó. En el relato autobiográfico que da nombre al volumen, subtitulado Fragmentos de un diario, el autor nos habla en primera persona de su día a día en el Madrid de fin de siglo, donde el joven Martínez Ruiz llegó –como tantos otros aspirantes a escritores– procedente de la periferia española con la loable intención de hacer realidad el sueño de vivir de la pluma. Como recordó en varios pasajes de sus libros memorialísticos, los primeros pasos en el oficio fueron bastante duros, pues a la dificultad –o más bien, la imposibilidad– de conseguir que los periódicos pagarán sus colaboraciones, se añadía la de tener que administrar los escasos ingresos con los que contaba. Así lo explica en dos entradas de ese diario ficticio en las que confiesa cómo, incluso en esos momentos de escasez y penuria, en los que tuvo que renunciar a casi todo, no se pudo privar de la compañía de un libro:

12 marzo. – Como allí [en los periódicos] no me dan nada, y además, lo poco que, a fuerza de mil penalidades, me manda mi pobre madre he tenido que gastarlo casi todo en pagar este cuartejo que habito y en comprarme alguna ropa… no me quedan más de quince pesetas para mantenerme durante treinta días. Por lo pronto, lo que voy a hacer es no gastarme un céntimo en nada… ni periódicos, ni revistas, ni libros. Ya sé que esto me será un poco difícil, porque yo soy capaz de quedarme sin comer por comprar un volumen nuevo, pero quitaré la ocasión, es decir, no pasaré por las librerías ni llevaré cuantioso caudal en el bolsillo.

 

13 marzo. – Esta mañana he entrado en una librería a comprar un periódico francés (“un periódico no es nada”, decía yo). Aprovechando la ocasión, me he puesto a examinar unos libros nuevos, y… ¡lo que temí!, no sé lo que ha pasado por mi cabeza… me he ofuscado… la herencia de mi padre el bibliófilo y de mi abuelo el coleccionista de estampas… El caso es que he salido con dos tomos de cubierta amarilla, olorosos, debajo del brazo. (Ya los he puesto en la lista de libros comprados durante el año).

 

Me quedan cinco pesetas.

La segunda parada en este fugaz recorrido me lleva al que quizá sea uno los episodios más llamativos en la historia de la relación de Azorín con los libros: un impagable pasaje de Las confesiones de un pequeño filósofo (1904). Ahí, en un breve capítulo de esta novela autobiográfica, titulado Mis aficiones bibliográficas, el protagonista describe con minuciosidad un episodio revelador, acontecido durante una jornada en el Colegio de los Padres Escolapios de Yecla donde, de adolescente, nuestro autor pasó varios años internado como estudiante. La escena es más o menos la siguiente: el maestro, siempre vigilante y represor, se ha ausentado de clase durante un momento. Mientras sus compañeros aprovechan este vacío de autoridad temporal para organizar un pequeño caos, corriendo de un lado a otro del aula y subiéndose a los pupitres, el joven Martínez Ruiz prefiere aprovechar ese lapso de libertad para, a pesar de las condiciones, concentrar su atención en un libro cuya lectura le tiene atrapado. En medio de aquel alboroto, logra avanzar alguna página hasta que, de pronto, algo interrumpe bruscamente ese instante de felicidad suprema:

Hace un momento ha salido el maestro; no hay nada comparable en la vida a estos breves y deliciosos respiros que los muchachos tenemos cuando se aleja de nosotros, momentáneamente, este hombre terrible que nos tiene quietos y silenciosos en los bancos. A las posturas violentas de sumisión, a los gestos modosos, suceden repentinamente los movimientos libres, los saltos locos, las caras expansivas. A la inacción letal, sucede la vida plena e inconsciente. Y esta vida, aquí entre nosotros, en esta clase soleada, en este minuto en que está ausente el maestro, consiste en subirnos a los bancos, en golpear los pupitres, en correr desaforadamente de una parte a otra.

 

Sin embargo, yo no corro, ni golpeo; yo tengo una preocupación terrible. Esta preocupación consiste en ver lo que dice un pequeño libro que guardo en el bolsillo. No puedo ya hacer memoria de quien me lo dio ni cuándo comencé a leerlo, pero sí afirmo que este libro me interesaba profundamente, porque trataba de brujas, de encantamientos, de misteriosas artes mágicas. ¿Tenía la cubierta amarilla? Sí, sí, la tenía: este detalle no se ha desaferrado de mi cerebro.

 

Y es el caso que yo comienzo a leer este pequeño libro en medio de la formidable batahola de los muchachos enardecidos; nunca he experimentado una delicia tan grande, tan honda, tan intensa como esta lectura… Y de pronto, en este embebecimiento mío, siento que una mano cae sobre el libro brutalmente; entonces levanto la vista y veo que el bullicio ha cesado y que el maestro me ha arrebatado mi tesoro.

 

No os diré mi angustia y mi tristeza, ni trataré de encareceros la honda huella que dejan en los espíritus infantiles, para toda la vida, estas transiciones súbitas y brutales del placer al dolor. Desde la fecha de este caso he andado mucho por el mundo, he leído infinitos libros; pero nunca se va de mi cerebro el ansia de esta lectura deliciosa y el amargor cruel de esta interrupción bárbara.

La última anécdota con la que quiero ilustrar este amor azoriniano a los libros, y en particular a los libros de viejo, tiene lugar en París, donde Azorín viaja en 1918 como enviado especial del diario ABC para cubrir los ataques aéreos alemanes en el contexto de la Primera Guerra Mundial. En la primera de las crónicas escritas durante esa estadía, luego recogidas en el volumen París bombardeado (1919), nuestro autor narra su primera tarde en la capital francesa y su primera salida del hotel en el que se halla hospedado. Una vez más, y pese a que el contexto –una ciudad en la que el despertador de cada mañana es el estruendo provocado por la bombas que caen sin descanso– no es el más propicio para las aventuras, no puede reprimir sus deseos y, antes que dar un paseo para estirar las piernas, opta por coger el primer taxi disponible e ir en busca de materia prima. Cual adicto necesitado de su particular droga, el organismo de Azorín le pide a su dueño respirar el aire de una librería de lance para llenar sus pulmones y que sus sentidos disfruten a la vez con la vista, el olor, el tacto y hasta casi el gusto, de un ejemplar antiguo:

He salido del hotel, por primera vez, a la tarde, después de escribir mi artículo. Ya sabía dónde tenía que ir; el deseo de visitar las librerías me impulsaba vehementemente. ¿Habrá hombre sin una pasión, sin una tendencia, sin una preocupación? La mía son los libros; he de llevar al tanto todo cuanto se publica en Francia y en España. No hay mayor gusto, no hay mayor fullería para el espíritu –decía nuestro Gracián– que “un libro nuevo cada día”. Pensando en este aforismo, impelido instintivamente, he tomado un automóvil público.

 

[…] Hemos cruzado el Sena; hemos atravesado una ancha plaza; de pronto, nos detenemos. Veo escaparates repletos de libros, y libros de todas clases, chicos y grandes, con cubiertas de todos los colores, colocados en anaqueles y muestrarios al alcance de la mano. La librería es como un pequeño porche, un lugar abierto en el que los transeúntes entran y salen a su placer, sin saludar, sin decir nada, sin pedir permiso a nadie. La gente circula por entre los montones de libros; toma unos; deja otros; lee un rato; curiosea a su sabor. ¡Qué encanto el de las librerías francesas tan fáciles y libres para todo aficionado a las novedades bibliográficas! Experimento al entrar en ésta una profunda emoción; el alcohólico, ávido de alcohol, y a quien se le introdujera en una espléndida botillería, no sentiría cosa diversa. Aquí están, al alcance de mi mano, las bellas ediciones en tiradas limitadísimas, estampadas en ricos papeles, que no llegan a Madrid. Voy de una parte a otra; tomo y dejo precipitada y nerviosamente los exquisitos y primorosos volúmenes; parece que me va a faltar tiempo para verlos todos, o que se los van a llevar todos antes de que yo los vea. Las encargadas de la tienda, lindas muchachas, sonríen viendo mi precipitación y mi ansiedad.

Evidentemente, son solo tres fragmentos aislados procedentes de tres momentos distintos de la vida de Azorín, pero no nos hacen falta más para reconocer que nos encontramos ante un auténtico bibliófilo que, si algo demostró a lo largo de su vida, fue un amor infinito e incondicional hacia los libros. En realidad, lo verdaderamente importante es que sirva como excusa para que usted, amable lector, descubra por sí mismo los secretos –y les garantizo que son muchos– que todavía guarda la inagotable obra de este genial e injustamente postergado escritor. Un hombre sensible e inteligente, profundamente curioso, que se pasó la vida leyendo y que, queriéndolo o sin quererlo, también nos enseñó a leer.