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La filosofía liberal considera que el Estado debe abstenerse de ejercer actividades que el sector privado pueda desempeñar con mayor eficacia. Esto no significa, como tantas veces se dice, que debamos entender el liberalismo como el enemigo irreconciliable del Estado, entre otras razones porque si bien dicha doctrina le niega al Estado facultades para actuar en una serie de áreas también le asigna tareas esenciales en otras muchas. Como decía Mises, «no se me puede llamar enemigo del Estado porque considere inapropiado asignar a los Gobiernos la responsabilidad de dirigir empresas ferroviarias, minas, hoteles, etc., de la misma manera que no se me puede llamar enemigo del ácido sulfúrico porque piense que, por muy útil que pueda ser para ciertos fines, no debe utilizarse para saciar la sed ni para lavarse las manos»1.

Y Hayek, por escoger otro pensador tildado de radical por los ideólogos socialdemócratas, definía así las funciones del Estado en una sociedad liberal: «yo sería la última persona en negar que la elevada riqueza y la creciente densidad de población en las sociedades capitalistas han aumentado el número de necesidades colectivas que el Estado puede y debe satisfacer. La provisión por el Estado de estos servicios colectivos es completamente compatible con los principios liberales siempre y cuando: a) el Estado no ejerza el monopolio de su producción y no impida por tanto que dichos servicios (por ejemplo, los de Seguridad Social) sean también facilitados por el mercado; b) los recursos necesarios para financiar estos servicios sean generados por la exacción de tributos sobre principios uniformes y dichos tributos no se utilicen como instrumento de redistribución de la renta (imposición proporcional en lugar de imposición progresiva); y c) los servicios satisfechos por el Estado representen verdaderamente necesidades colectivas de la comunidad en su conjunto y no intereses de grupos particulares»2.

En contra de una opinión muy extendida, la filosofía liberal sostiene que es menester atribuir al Estado responsabilidades en la cobertura de las necesidades de los más desfavorecidos. El citado Hayek, por ejemplo, siempre consideró que dentro de las necesidades colectivas que el Estado debe satisfacer se encuentran las de proporcionar una renta mínima a quienes no sean capaces de procurársela por sí mismos en el mercado. La defensa de esta función del Estado se encuentra en todas las obras capitales de este pensador. Incluso en su última obra (La arrogancia fatal: los errores del socialismo ), menos preocupada que las anteriores por el análisis detallado de las funciones del Estado, Hayek pensaba afirmar, una vez más, que el Estado tiene el deber de atender las necesidades de los más débiles. La precipitación con que se hubo de publicar esta obra póstumadejó fuera algunos párrafos en que Hayek asignaba, de nuevo y con toda claridad, esta responsabilidad al Estado: «en ningún momento -escribía- he dejado de sostener que en una comunidad moderna y próspera son muchas las razones que abogan por que el Estado garantice un nivel mínimo de bienestar a quienes no lo puedan alcanzar por sí mismos»3.

Otros economistas liberales han señalado también con contundencia la obligación que tiene el Estado de sostener una red de protección social para los más humildes de la sociedad, una red cuya estructura de prestaciones no atente contra la eficiencia económica y el nivel de vida del conjunto de la sociedad, porque eso puede erosionar y por último cegar la veta que alimenta dicha red4• No se encontrará, en suma, ni en Hayek ni en otros economistas de orientación similar, ninguna especificación de la filosofía económica liberal que no asigne al Estado la obligación de garantizar la satisfacción de un conjunto de necesidades básicas a los individuos que por cualquier causa no sean capaces de cubrirlas con su propio esfuerzo. Solo desde la demagogia o desde la ignorancia se puede afirmar -como tantas veces se hace- que la filosofía liberal se preocupa únicamente por la eficiencia económica e ignora la suerte de los más desfavorecidos. Pero, una vez sentado el sinsentido ideológico que atribuye el monopolio de la preocupación por los más necesitados a las corrientes socialistas de un tipo u otro, es necesario elaborar con más detalle los principios que deben inspirar la política de protección social liberal, entendida esta en su acepción más noble e inteligible de protección a los más débiles. Estos principios deben ser lo suficientemente específicos como para resolver varios interrogantes. Por ejemplo: ¿cómo se puede determinar ese nivel de bienestar mínimo o digno que el Estado debe asegurar? ¿Cómo podemos saber si los gastos de protección social son excesivos o insuficientes? ¿Cómo saber si lo que la protección social facilita a los más débiles no es mermado en exceso por lo que a estos mismos segmentos de la sociedad les quite la pérdida de eficiencia económica que dicha protección social pueda entrañar?

Al igual que ocurre con muchas otras cuestiones en el ámbito de las ciencias sociales, estas preguntas no tienen respuestas taxativas. Incluso dentro de la tradición liberal, siempre existirá un margen de discusión, siempre habrá ciertas distancias entre las respuestas de unos y otros miembros de la familia liberal a esas preguntas. Este margen de indeterminación, sin embargo, no debe impedir que sea posible enunciar un conjunto de principios que acoten los programas de protección social consistentes, en la tradición de la filosofía económica liberal. Esos principios deben abordar con la mayor precisión posible las cuestiones fundamentales que plantea una política de protección social, a saber: ¿A quién y de qué se debe proteger? ¿Quién y cómo debe proteger? ¿Cuánto se debe proteger?

¿A quién debe protegerse?

La protección social debe limitarse a garantizar a los más necesitados unas prestaciones mínimas que les permitan afrontar situaciones de desempleo involuntario, enfermedad o vejez. El resto, la inmensa mayoría de la sociedad, puede hacer frente a estas situaciones de forma más satisfactoria utilizando mecanismos de mercado. La mayoría puede utilizar combinaciones de pólizas de seguros y ahorro acumulado en otros instrumentos financieros que les permitan, según sus preferencias temporales y su actitud ante el riesgo, alcanzar coberturas frente al desempleo, la enfermedad o la vejez más eficientes que las ofrecidas por el sector público.

La reacción inmediata que suscita la proposición anterior es que únicamente los más adinerados de la sociedad pueden permitirse el lujo de asegurarse satisfactoriamente frente a esas situaciones que hoy cubre el Estado de bienestar; solamente los más ricos, se dice, pueden disponer de ahorro suficiente para asegurarse, frente a las enfermedades, la vejez o el paro, niveles de cobertura superiores a los que facilita la actual política de protección social. Esta reacción es un error que descansa en el desconocimiento por parte de la opinión pública del coste que realmente tiene el sistema actual para los ciudadanos, y en la creencia generalizada de que dicho coste, y cualquier aumento del mismo, lo pagan «otros». En efecto, si bien el sistema de bienestar social de inspiración socialdemócrata que impera hoy día es altamente ineficiente para la gran mayoría de sus beneficiarios actuales (esto es, para las clases medias) y pone en peligro la viabilidad de ofrecer niveles de protección dignos a los más necesitados de la sociedad, contiene elementos que dificultan la percepción de estas deficiencias por los supuestos beneficiarios de este sistema. El esquema actual de protección social sumerge a las clases medias en una especie de ilusión financiera, al disociar la prestación de estos servicios del precio que han de pagar para conseguirlos. Los servicios de protección social son aparentemente gratuitos, lo que simultáneamente fomenta su demanda y alimenta la percepción de que las condiciones de su oferta -precio de las medicinas, monto de las pensiones, nivel del subsidio de paro, etc.- son ilimitadamente mejorables por la clase política.

La mayoría de los ciudadanos solicita mayores prestaciones estatales, y considera que cualquier recorte de los gastos sociales es un atentado contra su bienestar porque no son plenamente conscientes del precio que pagan por estos servicios, porque piensan que «otros» soportarán el coste de suministrar esta protección y que «otros» se beneficiarían del ahorro presupuestario generado por eventuales recortes. Así, por ejemplo, los trabajadores no son plenamente conscientes de que las contribuciones a la Seguridad Social que pagan las empresas se detraen realmente de los mayores salarios que se hubieran pagado, o de los puestos de trabajo que se hubieran creado, si dichas cargas sociales fueran inferiores a lo que son en la actualidad. La mayor parte de los trabajadores, por otro lado, considera que el impuesto sobre la renta puede ser positivo o negativo según le resulte positiva o negativa la declaración anual de renta, ya que suelen negociar sueldos netos e ignoran el monto que alcanzan las retenciones o contribuciones sociales directamente a su cargo. Y lo mismo ocurre con el IVA y otros impuestos indirectos, que en España se integran casi siempre en el precio del servicio en cuestión (a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en Estados Unidos, donde el precio de venta, el precio «en escaparate», se muestra siempre exento de cualquier tributo indirecto o impuesto local) de forma que los aumentos de la presión fiscal indirecta se atribuyen a la inflación, más generalmente a los «intermediarios», y a la incapacidad de los Gobiernos de turno para reformar este o aquellos mercados. Incluso cuando se tiene una percepción clara de la carga impositiva que recae sobre el individuo, no se vislumbra que exista relación alguna entre las condiciones de oferta de los servicios de protección social y la presión fiscal; no se vé que la decisión de mantener o subir el subsidio de paro, o la de aumentar la cobertura sanitaria sin modificar el precio, entraña automáticamente consecuencias sobre la presión fiscal de quienes solicitan aumentos de gastos sociales o rechazan cualquier racionalización de los mismos.
La realidad es que, por ejemplo, la oferta pública de servicios de sanidad, que son aparentemente gratuitos para la mayoría de los ciudadanos con independencia de su nivel de renta, tiene el coste de los impuestos que se han de recaudar para poder producir estos servicios; y el grueso de estos impuestos se detrae de las rentas de los usuarios de aquella sanidad pública. La mayoría de los ciudadanos paga por estos servicios lo mismo que pagaría si se aumentara el precio de los mismos y se rebajaran en la proporción adecuada los impuestos directos e indirectos. La visión liberal de la protección social sostiene que, de hecho, la mayoría de los indiviuos pagan significativamente más de lo que pagarían si la oferta de sanidad estuviera en manos del sector privado y el Estado se limitara a recaudar lo necesario para asegurar la provisión únicamente de estos servicios a los más humildes de la sociedad. Los más desfavorecidos, que también son negativamente afectados por la presión fiscal indirecta, no serían perjudicados por el mayor protagonismo del mercado, ya que el Estado, como se ha dicho, tiene precisamente la responsabiidad de atenderles, responsabilidad que no debería alcanzar a las clases que puedan protegerse por sí mismas. Lo mismo ocurre con las pensiones y con el seguro de paro: el Estado debe proteger a los más necesitados, pero el resto de individuos conseguiría mayores niveles de protección si se eliminara la intermediación del Estado en la oferta de protección social a las clases que pueden vivir del mercado. Esto es así porque los impuestos se pagan por la gran mayoría de ciudadanos, por aquellos cuya renta se ubica entre la de los más humildes y los «más ricos». Estos dos grupos son siempre minoritarios; «los más ricos» son poco numerosos y aún cuando tuvieran que soportar niveles de imposición muy superiores a los de la mayoría de los ciudadanos, sus impuestos serán siempre una proporción pequeña de la recaudación total.

¿Quién y cómo debe proteger?

Indudablemente, es el Estado quien tiene esa responsabilidad. Ahora bien, se ha de distinguir entre la lícita función del Estado como garante de que cualquier ciudadano tenga un nivel adecuado de protección social, de la difícilmente justificable función de ocuparse directamente de producir los servicios esenciales que componen dicha protección.
En efecto, no se ha de confundir la ineludible acción del Estado como vehículo de transferencia de poder de compra a ciertos ciudadanos, a fin de permitirles alcanzar un determinado nivel de consumo de bienes o servicios básicos, con la acción ineficiente de convertir el Estado en monopolista o simplemente productor directo de alguno de estos bienes y servicios. Con independencia de cuál sea el nivel de protección social de los más débiles que se considere adecuado garantizar con recursos públicos, siempre se podrá suministrar más eficientemente si en los mercados de los bienes y servicios que conforman dicha protección opera el sector privado. Una cosa es garantizar estatalmente un determinado nivel de sanidad gratuita a todos los ciudadanos que lo necesiten y otra muy distinta que los hospitales y los terrenos donde se ubican sean propiedad del Estado, y que los médicos y demás personal sean funcionarios. Una cosa es que el Estado deba pagar un determinado subsidio de paro y ayudar en la recolocación de los trabajadores que pierden su empleo y otra que dicho subsidio se pague a través de una agencia de propiedad estatal y que dicha agencia desempeñe prácticamente un monopolio en la intermediación entre parados y empresas.

Indudablemente, el libre funcionamiento del mercado en todos esos sectores puede tener fallos que impidan asignar de la forma más eficiente posible los recursos existentes. Estas limitaciones, sin embargo, justifican funciones reguladoras del Estado en estas áreas pero no avalan su presencia como productor directo, mucho menos como el mayor productor, de estos servicios. De hecho, parece razonable pensar que el Estado podría mejorar sustancialmente su capacidad de regulación y supervisión de estos mercados -por ejemplo, velando por que las transferencias se destinen a los más débiles, verificando que se cumplen las normas de calidad acordadas en la prestación de servicios educativos o sanitarios, impidiendo el fraude y haciendo cumplir las condiciones establecidas para acceder al subsidio de paro, invalidez u otras transferencias sociales, etc…- sí se le libera de la pesada losa de la producción directa de muchos de estos servicios. Quede claro, en todo caso, que potenciar el papel del sector privado en la salud o en las pensiones no significa dejar a los más humildes sin pensiones o sin servicios sanitarios, ni tampoco eliminar la acción del Estado en la provisión de pensiones y de sanidad. Por el contrario, se trata de asignar al Estado las funciones de transferir poder de compra y de supervisar que la aplicación de estas transferencias y el funcionamiento de los mercados correspondientes satisface las necesidades de los más débiles, permitiendo que el conjunto de la sociedad consiga los mejores resultados posibles a partir de los recursos existentes en cada momento.

¿Cuánto se debe proteger?

El nivel de protección social asegurado por el Estado ha de guardar proporción con la capacidad productiva del país por la que últimamente está sustentado. Además, las condiciones materiales de quienes se vean obligados a recurrir a la protección estatal no deben ser más atractivas que las de quienes obtienen rentas bajas partici pando en el mercado, a fin de erosionar lo menos posible el incentivo al trabajo. Estas son las dos restricciones que debe respetar la estructura y el monto de los gastos de protección social para no deteriorar el nivel de vida de la sociedad, y sobre todo para mejorar las condiciones materiales de sus ciudadanos más humildes.

La cuantía de los gastos de protección social no puede imponerse desde nociones ajenas a la esfera económica; no puede imponerse, por ejemplo, por intentos de emular lo que se observa en países cuya riqueza es mayor que la nuestra. Lamentablemente, este último ha sido el principio rector (acaso no sea exagerado decir que ha sido el único principio), de la política de gasto social seguida en nuestro país durante los últimos años. En efecto, se ha intentado igualar lo antes posible nuestros ratios de protección social con la media europea, sin pararse a considerar si la envergadura de nuestra economía permitía validar estas promesas y si dicha política no sería contraproducente para los más humildes de la sociedad que se decía querer proteger. La necesidad de supeditar los gastos sociales a la capacidad de producción ha de parecer obvia. Sin embargo, la discusión pública sobre el nivel de los gastos de protección social frecuentemente se lleva a cabo como si no hubiera otros límites a la cuantía de dichos gastos que una suerte de siniestra propensión al sadismo o una falta de humanismo y sensibilidad social por parte de quienes señalan la necesidad de moderación y disciplina en estos programas de gastos. Es conveniente, pues, describir el mecanismo económico elemental que, con independencia de las buenas intenciones del legislador, pone límites a dichos gastos sociales.

Para pagar las transferencias de protección social a quienes no pueden contribuir a la producción de bienes y servicios de la sociedad, el Estado debe mermar las retribuciones de los que están determinando la producción y la renta de esa sociedad. Se abre así una brecha entre el coste de los recursos productivos para la empresa y la renta que obtienen los propietarios de dichos recursos, una vez que se han descontado de dicha renta las cargas sociales y otros impuestos establecidos para financiar aquel gasto. Como consecuencia de ello, la cantidad de los recursos productivos que participan en la producción de bienes y servicios (y por ende, el nivel que alcanza dicha producción) son inferiores a lo que se conseguiría si la remuneración obtenida por los propietarios de estos factores fuera igual al coste que su contratación supone para la empresa.

Evidentemente, la existencia del Estado induce necesariamente la aparición de una brecha entre el coste y la renta de los factores de producción. Sin embargo, los efectos nocivos señalados se compen san con creces cuando las actividades del Estado financiadas con los impuestos extraídos de los propietarios de factores de producción son imprescindibles para hacer posible la actividad del sector privado y por tanto son actividades altamente productivas (por ejemplo, las infraestructuras, la educación, la justicia y la seguridad). La obligatoria inclusión de programas de gastos sociales entre las activida des del Estado obedece esencialmente a consideraciones morales y no a la contribución que dichos gastos puedan hacer a la producción de la sociedad. Los efectos negativos sobre la renta y la producción que tiene la brecha entre coste y remuneración de factores inducida por los impuestos necesarios para cubrir los gastos sociales no se compensan, pues, por ningún otro efecto de signo positivo. Por eso, tales gastos no pueden ir por delante del nivel de producción de la sociedad, no pueden imponerse desde consideraciones ajenas al sistema productivo: deben guardar siempre proporción con el vigor de dicho sistema. Su montante no debe desarbolar los equilibrios básicos de la economía, porque entonces se terminará ralentizando indebidamente el crecimiento económico posible del país y con ello se pondrá en peligro la continuidad de los programas de gasto social. Si se prometen niveles de provisión colectiva de determinados bienes y servicios que no se pueden mantener sin dañar seriamente las posibilidades de producción del país, se está desprotegiendo especialmente a quienes supuestamente se debería beneficiar: a los más humildes. Así pues, los gastos sociales se han de ceñir a las posibilidades de producción del país, no solo, ni principalmente, porque su desbordamiento erosione indebidamente las rentas de los que contribuyen a la producción nacional, sino sobre todo porque, si no, los destinatarios de tales transferencias terminan teniendo un nivel de bienestar inferior al que podrían tener con menores gastos sociales.

El mecanismo económico que limita el gasto social consiste en que, para mantener estas transferencias (ineludibles pero esencialmente improductivas), es necesario penalizar las actividades productivas, mermar la remuneración neta de los factores que contribuyen a la producción y simultáneamente aumentar el coste que su contrata ción supone para la empresa. Pero además (y aquí entra la segunda restricción que deben respetar las políticas de protección social), la relación entre un determinado aumento del monto de prestaciones sociales y el recorte de los niveles de renta de los factores productivos que dicho aumento entraña no es lineal: para aumentar una unidad monetaria las prestaciones sociales es necesario mermar la renta de estos factores en más de una unidad. Ésta es una relación regulada por los complejos y poderosos efectos de los incentivos que se liberan con las medidas de protección social (entendidos aquellos en su acepción más general de «conjunto de estímulos para que los agentes económicos obren de determinada manera»). Como se ha di cho, si se decide aumentar el monto de transferencias destinadas a la protección social en, digamos, un millón de unidades monetarias constantes, las remuneraciones de los trabajadores y las rentas de otros factores de producción se terminarán recortando por un importe significativamente superior a esa cantidad. Esto es así, en primer lugar, porque los incentivos desplegados por esas medidas reducen el nivel de producción respecto a lo que se conseguiría en ausencia de las mismas, disminuyendo con ello los ingresos públicos disponibles para pagar las prestaciones sociales, y en segundo lugar porque esos incentivos inducen un desplazamiento voluntario e involuntario de los factores de producción activos hacia el bando que vive de las prestaciones sociales, reduciéndose con ello las transferencias disponibles por beneficiario.

Aplicando el razonamiento anterior a programas específicos de gastos sociales, la concepción liberal advierte que, si el subsidio de paro supone una proporción elevada del salario percibido cuando se está empleado, no solo no se protegerá frente al paro, sino que se dificultará la salida del paro y se acentuará el desempleo; igualmente, si el coste de despido es una proporción elevada del salario percibido, no se evitará el despido y se frenará la contratación, ocasionando resultados opuestos a los deseados. De la misma manera, si las pensiones prometidas estatalmente son una proporción elevada de las que se conseguirían ahorrando año tras año hasta llegar a la vejez, se eliminarían los incentivos a preocuparse por el retiro y terminaría siendo imposible que el sector público contara con recursos suficientes para validar aquellas promesas estatales. Al final, las pensiones que acabaría pagando el Estado serían inferiores a las que podría pagar si la garantía de una pensión pública no supone una proporción elevada de lo que se puede conseguir por uno mismo.

Conclusiones

La diferencia esencial entre la filosofía liberal y la alternativa socialdemócrata no radica en la existencia de programas de protección social, sino en los principios que deben guiar su diseño. No se trata de discutir si se debe proteger o no al trabajador, ni tampoco de si el Estado debe asegurar o no la provisión de ciertos bienes básicos a los más desfavorecidos de nuestra sociedad; no se trata de dirimir si se ha de elegir entre buscar la eficiencia y abandonar a los más débiles a su suerte o «ser solidario». La cuestión a discutir es si se protegen mejor los intereses generales (y en particular los intereses de los más débiles) ampliando o restringiendo el papel del mercado en la producción de los denominados bienes y servicios de protección social.

La .política económica liberal se preocupa doblemente por mejorar la suerte de los más débiles: en primer lugar, porque considera que sus recetas aumentarán todo lo posible el bienestar material que se puede conseguir con los recursos disponibles y en segundo lugar porque especifica la necesidad de asegurar un mínimo de renta a quienes por cualquier causa no puedan ganarse la vida con su propio esfuerzo. Por lo tanto, carecen de fundamento las críticas que pretenden descalificar la filosofía liberal tachándola de «azote de los pobres y alimento de los poderosos», críticas que se disparan desde la ignorancia o desde grupos de interés fácilmente identificables. Es un error intelectual o una infamia negar las buenas intenciones que alientan las propuestas económicas liberales, como también lo sería negar esta cualidad a otros idearios que concurren en la vida política. El liberalismo no niega que la política inspirada en otras filosofías intente conseguir objetivos loables; lo que niega es la coherencia lógica entre los medios y los fines de dichas políticas. A quienes se consideren representantes de otros idearios, o simplemente enemigos del liberalismo, se les ha de exigir que traten como son tratados. Esto es, que respeten las intenciones de las ideologías rivales, que se defiendan de los ataques a la coherencia lógica de sus programas y que expongan su crítica de la estructura lógica de los programas propuestos por la derecha liberal.

J Mises, L.V., Liberalism: A Socio-Economic Exposition, Universal Press Syndicate, 1962.
2Hayek, F., «Economic Freedom and Representative Govemment», en NewStudies in Philosophy, Politics …, University of Chicago Press, 1978.
3A este respecto, cfr. Paloma de la Nuez, La política de la libertad: el pen­samiento político de F.A. Hayek, Unión Editorial, 1994, págs. 217 y 274.
4Cfr., por ejemplo, las consideraciones al respecto en Friedman, M. & R.,Free to Choose, 1979 y de Brittan, s., A Restatement of Economic Libera­lism, publicado en 1988.