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Según las estimaciones correspondientes al año 2002, América Latina reunía una población de 531 millones que, sobre los 6.215 del planeta, suponen una participación del 8,5%. La mayoría de esos habitantes se concentra en los trece países de América del Sur (67%); América Central con México reúne el 26%, y e! Caribe el 7% restante.


Un conocido demógrafo francés, J. Thumerelle, titula el capítulo que en su libro Les populations du monde (Nathan, 1996) dedica a la población de América Latina y el Caribe: «Una estandarización inacabada». Con esta denominación alude a la relativa homogeneidad demográfica que tiene este espacio, pero también a la existencia todavía de contrastes notables en ciertas variables y entre algunos Estados.


Es cierto que, entre todas las grandes regiones del mundo en proceso de desarrollo, América Latina tiene los indicadores demográficos por países menos dispersos en relación a los valores centrales. Pero lo es también que las diferencias en algunas tasas alcanzan bastante intensidad. Este es el caso de la esperanza media de vida al nacer, cuyos valores extremos pertenecen a Martinica (79 años) y Haití (49 años). Y lo mismo sucede con la fecundidad. Haití tiene todavía 4,7 hijos por mujer y Cuba tan sólo 1,5.


Con todo, el hecho destacable es la tendencia a la concentración de los valores, característica de aquellas sociedades que se encuentran al final de la segunda fase de la transición demográfica definida previamente por una atenuación de las diferencias entre países, a medida que se van alcanzando los niveles postransicionales de longevidad y reproducción.


No obstante, conviene aclarar que la homogeneidad no alcanza los valores del continente europeo cuyos países, todos al final de la transición demográfica, presentan registros extraordinariamente coincidentes, con cifras muy bajas en la fecundidad y mortalidad. En América Latina se evidencian, mucho más que en Europa, las diferencias demográficas debidas a criterios económico-sociales.


En oposición a lo que sucede en los países desarrollados, las clases medias son más reducidas, lo cual crea contrastes acusados entre una población con un nivel de vida europeo o norteamericano y otra (numerosa) que vive en condiciones de subdesarrollo, cuando no de extrema pobreza.


DE LA INMIGRACIÓN A LA EMIGRACIÓN


La inmigración fue un componente decisivo del poblamiento de América Latina y el Caribe. Ciertamente, no todos los Estados han sido tocados por ella de manera semejante. América Central y la región andina nunca tuvieron grandes aportes migratorios. Su población integra una mayoría de amerindios y una minoría de criollos descendientes de los colonos que llegaron durante la presencia española. En el resto del territorio, la mayoría de la población desciende de inmigrantes europeos, sobre todo ibéricos, y africanos. En Brasil y en la mayor parte del área caribeña, los negros son mayoritarios o forman importantes minorías. En América del Sur templada el poblamento es eminentemente blanco, y el abigarramiento étnico y racial menor.


La disminución de las migraciones comenzó a producirse desde los años treinta. Tras la ralentización primero y la casi desaparición después de las corrientes de origen europeo, se produjo un periodo de cambios en la naturaleza y orientación de los flujos. Cuatro tipos de corrientes han predominado en los últimos decenios:


a) Un movimiento de personas altamente cualificadas que se dirige hacia Estados Unidos y secundariamente hacia Europa. Cuantitativamente no es muy importante, pero tiene, como todos los casos de brain drain, un alto valor simbólico. América Latina se ve privada de uno de los recursos que más necesita: sus profesionales con mayor capacidad de iniciativa y dinamismo.


b) Los grandes flujos de trabajadores poco cualificados que van sobre todo a Estados Unidos. El ejemplo más significativo es el de los mexicanos que, entre los legales, los ilegales y los que ya se han naturalizado, alcanzan un considerable volumen. Se ocupan sobre todo en las actividades agrícolas estacionales, en las industrias agroalimentarias y el turismo y se concentran preferentemente en los Estados meridionales (California, Nuevo México, Texas). Pero, además de mexicanos, estas oleadas hacia «el gran Dorado» incluyen muchos otros inmigrantes de América Central continental, del Caribe y de otros Estados del sur. En ella los inmigrantes económicos se entremezclan con los tránsfugas políticos, conformando una corriente abigarrada por sus orígenes, las razones del éxodo, las características de los protagonistas y sus aspiraciones.


c) Los intercambios entre los propios países latinoamericanos. Son trasvases que han crecido en los últimos tiempos, aunque tienen un carácter cambiante. En ocasiones, se trata de movimientos de refugiados (países de América Central); en otras, de trabajadores cualificados (desde Argentina a Brasil o Venezuela, desde Uruguay a la Argentina), y, en la mayoría de las ocasiones, de obreros manuales legales o clandestinos (guatemaltecos en México; colombianos, ecuatorianos o dominicanos en Venezuela, haitianos en Guayana, la República Dominicana o las Antillas francesas). Son corrientes que prolongan los desplazamientos interiores.


d) Movimientos hacia las metrópolis, como los protagonizados por los puertorriqueños hacia Estados Unidos o los oriundos de una multiplicidad de países hacia España. Esta última migración ha alcanzado propiedades significativas en tiempos recientes. El padrón del año 2003 registró más de un millón de inmigrantes latinoamericanos, que ya suponen el 40% de todos los extranjeros que viven en España.


Estas diferentes corrientes dan lugar a un modelo de movilidad complejo y muy dependiente de las coyunturas políticas y económicas. En la actualidad, la inestabilidad es menor y la emigración (salvo en Cuba) tiene un carácter marcadamente económico. Estados Unidos ejerce una gran presión sobre los gobiernos para que controlen la emigración clandestina. El éxodo, sin embargo, no es un factor decisivo de la evolución demográfica que está mucho más influida por el crecimiento natural.


HACIA EL FINAL DE LA TRANSICIÓN


La «revolución» demográfica, decisiva y generalizada, se inicia después de la II Guerra Mundial con la difusión de los métodos eficaces de lucha contra la muerte. Su introducción fue desigual, pero sus efectos hicieron disminuir la mortalidad en todos los países y las diferencias entre ellos (aún notables en los años treinta) se redujeron significativamente en la década de los sesenta y setenta, aunque persistan todavía algunas desigualdades. Veintiocho países (de los treinta y ocho) tienen ya más de 70 años de esperanza de vida. Entre 60 y 70 años, hay nueve, y sólo Haití tiene menos de 50 (49).


Las desigualdades en la mortalidad infantil son más contrastadas. Cuba posee el valor más bajo (6 %) y Haití el más alto (80 %). La situación es todavía mala en Bolivia (6 %) y en algunos países de América Central (Guatemala, Honduras, Nicaragua, República Dominicana, Guayana), en donde las tasas rebasan el 40 %. Las diferencias observadas entre países se reproducen, y a veces se intensifican, en el interior de muchos de ellos. Las desigualdades regionales ante la muerte tienen un claro componente social. No se trata sólo de las distintas posibilidades en el acceso a los servicios médicos y farmacéuticos, sino a otros componentes como la educación, que a veces juega un papel más singular que la difusión de la medicina de alta tecnología. Ya lo observó A. Sauvy hace tiempo: «La ignorancia es mucho más mortífera que la pobreza».


El descenso de la fecundidad y natalidad fue más tardío que el de la mortalidad. De hecho, permaneció elevada hasta comienzos de los setenta. Durante el período sesenta-sesenta y cinco, el número medio de hijos por mujer sobrepasaba los seis, incluso los siete en la mayoría de los Estados, con la excepción de algunos de la parte sur del continente (Argentina, Uruguay) o del Caribe (Cuba y Puerto Rico).


Veinte años después, factores como la fuerte urbanización, el aumento de los niveles de renta, la modificación del estatuto de la mujer (educación y actividad) o la difusión de métodos de control redujeron sensiblemente las cifras, aunque de manera desigual. De ahí que todavía persistan diferencias. Los índices más elevados corresponden a la zona de América Central continental, donde Guatemala, Honduras o Nicaragua tienen más de cuatro hijos por mujer. En el lado opuesto figuran los países de América del Sur, que tienen en la mayoría de los casos entre dos y tres hijos, salvo Bolivia y Paraguay, que vuelven a superar los cuatro.


A estas diferencias contribuyen de forma efectiva las estructuras por edades. Los países con índices de fecundidad más fuertes son los que tienen porcentajes de población joven por encima del 40% y de población vieja por debajo del 6%. Los de fecundidad más baja tienen estructuras con menos jóvenes (por debajo del 30%) y más viejos (en torno al 10%).


La disminución de la natalidad ha ido reduciendo el crecimiento natural hasta un valor del 1,7% al año, algo superior a la media del planeta y del continente asiático (1,3%), pero claramente inferior a la de África (2,4%). Ya ningún país tiene índices superiores al 3% al año aunque la mayoría de las naciones del istmo estén por encima del 2%. Los valores bajan en el Caribe y en América del Sur (entre 1 y 2%) con las excepciones de siempre: la República Dominicana, Haití, Paraguay, Bolivia, Ecuador o Perú, con índices en torno al 2%.


Los tiempos del boom demográfico han pasado ya, pero el crecimiento todavía es importante. Los 531 millones actuales podrían convertirse en 697 en el año 2025, y en 815 a mediados de la centuria. La «revolución inacabada» va a mantener todavía esa condición durante algún tiempo.


EL CRECIMIENTO URBANO


América Latina nunca tuvo una población rural tan importante como la de Asia o África. Mayoritaria antes de la II Guerra Mundial, el umbral del 50% fue franqueado, segundos territorios, entre el final de los sesenta y el comienzo de los ochenta. La tasa de urbanización pasó del 40% en 1950, al 70% en 1990 y al 75% en el 2002. Es la región más urbanizada del mundo en desarrollo, aunque existan todavía contrastes notables.


Los Estados de América del Sur templada tienen tasas de urbanización semejantes a las europeas (más del 90% en Argentina y Uruguay y 86% en Chile). La situación de América tropical es más heterogénea con niveles comparables a los anteriores en Venezuela (87%), las Bahamas o Martinica y zonas de ruralidad y subdesarrollo todavía fuertes en Costa Rica, Guatemala, Honduras o Haití, con tasas inferiores al 50%. Casi cuatrocientos millones viven en las ciudades latinoamericanas, aunque en tiempos recientes se observa una cierta desaceleración del crecimiento debido a la disminución del aumento demográfico y a un cierto agotamiento del éxodo rural, sobre todo en los países que han llegado a un alto nivel de urbanización.


En el período de 1950 a 1980, la mitad del crecimiento urbano se debió a las migraciones interiores. En la actualidad, el componente migratorio ha perdido fuerza, en beneficio del aumento natural de la población urbana. La inercia de una estructura por edades joven resulta decisiva, ya que la fecundidad de la propia población urbana también ha decrecido.


Rango característico de la urbanización latinoamericana es la importancia que tienen las grandes ciudades. Se trata de un fenómeno antiguo, acelerado a partir de 1950, que se debe a la herencia colonial, intensificada por la centralización administrativa y la externalización de la economía. Las concentraciones son especialmente fuertes en el caso de México, Río, São Paulo, Buenos Aires o Lima. En el transcurso de los últimos cincuenta años, la población se ha multiplicado por diez en Lima-Callao, Bogotá, São Paulo o México, por siete en Caracas y por cuatro en Río o Santiago de Chile.


Estas fuertes concentraciones han provocado la adopción de medidas para repartir mejor la población urbana. La evolución reciente señala una modernización de la tasa de crecimiento de las aglomeraciones gigantes y un reforzamiento del peso relativo de las intermedias o pequeñas. Se intenta así amortiguar los procesos de exclusión y pauperización que están presentes en todas partes, pero que adquieren tintes dramáticos en los grandes organismos urbanos.

Catedrático emérito de Geografía Humana y presidente de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).