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El discurso de Benedicto XVI al Parlamento alemán es de una importancia excepcional para la vida pública europea. El acontecimiento tiene algo de insólito en una Europa secularizada, cuya cultura se aleja de sus raíces judeocristianas, y con amplias corrientes que reniegan de ellas. La figura más representativa de la vida religiosa en el continente, el Papa de Roma, habla en la sede de la mayor de las democracias y motor ahora de una Europa desfalleciente por la crisis.

Benedicto XVI no desaprovecha la ocasión. Su discurso es una apremiante invitación a un debate sobre una cuestión crucial para el porvenir de la civilización europea. Lo hace con humildad y con toda la fuerza de un argumento persuasivo. Todo el discurso pretende sentar unas bases para que ese diálogo sea posible. Hay una premisa que conviene subrayar. El Papa proclama una de las características específicas de la religión cristiana: «Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una religión». Esta posición de partida es clave para entender toda la lógica de su discurso.

Si eso es así, ¿qué defiende la Iglesia?, ¿qué le preocupa al pontífice al dirigirse a uno de los templos de la democracia europea? ¿Qué le anima su apremiante invitación al diálogo? La respuesta parte de la constatación de dos hechos que, superpuestos, configuran una realidad dramática. El primero es que desde hace medio siglo se está imponiendo en el occidente una concepción democrática puramente procedimental, mediante el triunfo absoluto del positivismo jurídico. Según esta posición, el criterio de la mayoría es el único que debe prevalecer y regir la vida de las democracias, solo con el atenuante de que pueda ser revisado por otras mayorías. El segundo es que esta concepción significa una radical ruptura con la realidad histórica de Europa: «La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma… Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa», dice Benedicto XVI, para añadir: «Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico».

El positivismo jurídico conduce, inexorablemente, a que la crucial distinción entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, que Benedicto XVI evoca con la pregunta de Salomón en el Libro de los Reyes, desaparezca de la esfera pública, que se abandone como trasto inútil o imposible. ¿Puede así edificarse una convivencia en la que los llamados hoy «derechos fundamentales» no queden profundamente debilitados, no se conviertan en papel mojado? ¿A qué nos conduce, debemos preguntarnos, esta ruptura con la íntima identidad de Europa? ¿No es la más esencial razón de nuestra crisis?

La lectura del texto de Benedicto XVI resulta indispensable. Y su invitación al debate no debería quedar en saco roto. Promoverla es una tarea a la que haríamos bien en dedicar todas las energías. Porque en ello está en juego el porvenir de nuestra civilización democrática.

Político y periodista (1946-2024). Ha sido a lo largo de su dilatada trayectoria, director general de RTVE y secretario general de Educación.