Tiempo de lectura: 10 min.

Tom Wolfe (1930-2018), que pasa por creador del «nuevo periodismo» y que ha ejercido por décadas de enfant terrible del mundo cultural norteamericano, travestido de dandi, nos deja como última obra El reino del lenguaje (2016), traducida póstumamente al español en anagrama. Parece un reportaje sobre las investigaciones acerca de la capacidad humana de comunicar, pero es también una polémica diatriba contra el mundo académico, lo políticamente correcto y el poder de la apariencia frente a la realidad. Noam Chomsky se nos pinta como ejemplo y lección que ilustra todos los males.


El reportaje de Wolfe sobre la investigación acerca del lenguaje comienza poniendo cual no digan dueñas al mismísimo Charles Darwin que publicó el 22 de noviembre de 1859 El origen de las especies cuyo mérito y consecuencias se intuían ya desde el primer momento.

Resulta que la historia comienza con un naturalista autodidacta de treinta y cinco años con apenas estudios primarios, llamado Alfred Russel Wallace (1823-1913), que se había ido solo a estudiar la flora y fauna de una isla del archipiélago malayo cerca del ecuador. Allí contrajo la malaria y allí en sus ensoñaciones febricitantes se le ocurrió la solución de lo que los naturalistas consideraban el misterio por antonomasia, el funcionamiento de la evolución de las especies cuyos miembros luchan por sobrevivir y adaptarse a los cambios, aunque solamente los más «aptos» sobreviven. A primeros de marzo de 1858 comunica su descubrimiento, el origen de las especies mediante selección natural, en un escrito que envía a Charles Darwin, pidiéndole que lo leyera y, si lo consideraba digno, le buscara publicación. Darwin se lleva una enorme sorpresa por la coincidencia de lo que se le mandaba y la investigación cuya publicación estaba preparando él mismo.

Contra Darwin

En este punto enfatiza Wolfe el antagonismo entre los «papamoscas» que arrostran incomodidades sin cuento en sus investigaciones a pie de obra y los «caballeros» que en los pulcros departamentos universitarios elaboran cómodamente teorías. No debería un «papamoscas» como Wallace pasar por delante de un académico como Darwin. Y el caso es que de Darwin nos acordamos todos; de Wallace, muchos menos. A todo esto, Darwin temía por su reputación y por la condena de la Iglesia, a quien oponía un mecanismo de aparición de la naturaleza en general y del ser humano en particular, ajenos a la creación de Dios. Sobre todo, más tarde, al incluir entre las consecuencias de la evolución el lenguaje humano, el cual, a primera vista, aparece como radicalmente distinto de los demás atributos. Como escribe Wolfe:

El lenguaje no es uno de los atributos singulares del hombre: ¡el lenguaje es el atributo de todos los atributos! ¡El lenguaje constituye el noventa y cinco por ciento de lo que eleva al hombre por encima del animal! Desde el punto de vista físico, el hombre es un caso lamentable. Los dientes, incluidos los col- millos, que él llama caninos, son de tamaño infantil y apenas pueden perforar la piel de una manzana verde. Con las zarpas lo único que puede hacer es rascarse donde le pica. Su cuerpo de fibrosos ligamentos lo convierten en un enclenque en comparación con los animales de su tamaño. ¿Animales de su tamaño? Luchando a zarpazos o mordiscos, cualquier animal de su tamaño se lo merendaría. Sin embargo, el hombre domina a todo los integrantes del reino animal gracias a su súper poder: el lenguaje.

«Darwin temía por la condena de la Iglesia, a quien oponía un mecanismo de aparición del ser humano, ajeno a la creación de Dios.»

Y no es que Wolfe sea un fundamentalista religioso de los que no pueden admitir que la creación sea de Dios y las especies luego provengan unas de otras. Wolfe era ateo. Lo que Wolfe no admite es el cientificismo, o sea, el fundamentalismo científico, la arrogancia de los académicos, la preterición sin más ni más de los «papamoscas».

En 1902 Rudyard Kipling publicó también un libro sobre el origen de las especies, se titula Los cuentos de así fue y Wolfe nos copia una página:

Así fue como al leopardo le salieron manchas». Al parecer, el leopardo vivía en los áridos picos de color terroso de una montaña que dominaba la selva. La piel del leopardo era del color del terreno, ocre, sin manchas. Los animales más pequeños no lo veían hasta que saltaba del entorno para zampárselos. Su compañero de caza era un etíope, un hombre de piel morena con un leve matiz amarillento que utilizaba arco y flechas para convertir en pinchos a los transeúntes… hasta que la mala suerte los condujo al leopardo y a él al pie de la montaña, a la oscuridad de la selva. Allá abajo el leopardo de color terroso destacaba de pronto como una brillante y apetitosa comida… para cualquier par de incisivos que acertara a pasar por allí. El etíope ya no estaba muy contento de deambular en su compañía. Para proteger su propia piel, demasiado clara, el etíope encontró algo con que ennegrecerse de la cabeza a los pies. De ese modo podía desaparecer entre las sombras. Se le quedó entre los dedos un montón de negra porquería, así que intentó camuflar también al leopardo, marcándole sus huellas por todas partes. Con todas aquellas señales en la piel, el leopardo se parecía mucho a un montón de piedras en la penumbra verde de la selva. Y así fue cómo al leopardo le salieron sus manchas.

Kipling había escrito un cuento para niños y, por consiguiente, no tenía nada que probar. Darwin había escrito un libro científico y ningún contenido podía admitirse sin pruebas. En 1978, un paleontólogo y evolucionista de Harvard, Stephen Jay Gould, fue la primera persona que calificó los escritos de Darwin como «Cuentos del así fue». Los neodarwinistas nunca se lo han perdonado.

La evolución, no obstante, conoció una sólida confirmación cuando en 1856 el religioso agustino Gregor Johann Mendel, encargado de la huerta de su convento, emprendió un experimento con guisante verdes, que le llevó nueve años, y siguió con veintiocho mil plantas, completando la mayor investigación agrícola realizada en la época. Cinco años después del Origen de las especiesMendel publica en una oscura revista su monografía acerca de los Experimentos sobre hibridación de plantasEl hermano Gregor murió en 1884 y, aunque tras la muerte de Darwin, se encontró sin abrir la monografía que le había mandado Mendel, se aceptó bien pronto por los darwinistas que Mendel había tenido razón al escribir «estoy convencido de que no pasará mucho tiempo antes de que el mundo entero reconozca los resultados de mi trabajo».

La teoría de Mendel se convirtió en una herramienta de trabajo de los darwinistas y nació la síntesis moderna cuyo principal exponente fue el genetista ucraniano Theodosius Dobzhansky, que en 1937 publicó en los Estados Unidos Genética y el Origen de las especiesEn 1973, dos años antes de su muerte, acuñó un manifiesto que se viene citando desde entonces: «En Biología nada tiene sentido, salvo a la luz de la evolución».

Plantas y animales. Pero la cuestión del lenguaje humano había desaparecido por completo del horizonte. Dice Wolfe: «Era desconcertante, ¡absolutamente desconcertante! Tres generaciones de darwinistas y lingüistas habían escondido la cabeza bajo tierra en lo que se refiere a la facultad más importante que poseía el hombre. Hizo falta un giro histórico de la magnitud de la Segunda Guerra Mundial para suscitar su atención».

Efectivamente, la guerra, por muchas razones, llamó la atención sobre el lenguaje y probablemente influyó más en que se volviera a su estudio que los caracteres humanoides de los animales que menciona Darwin y de los que se burla nuestro autor, citándolo en un pasaje acerca del sentimiento religioso de su perra.

Mientras, el lenguaje no ha encontrado explicación en el evolucionismo de Darwin, que, a su pesar, se queda en el ni- vel de las especies animales. Es lo que habían constatado los «papamoscas» (Wallace, Mendel), que se atienen a la realidad y no a soberbias elucubraciones de salones académicos.

A principios del siglo XX las ciencias humanas experimentan un giro importante. En aquellos momentos, en todas sus materias, el interés era siempre de carácter histórico hasta que se cae en la cuenta de otro posible enfoque, el de inquirir cómo funciona algo, cuál es su sistema, su estructura, la cual, cuando se trata de estructura de significación, se llama código. El estudio de las estructuras (estructuralismo) se va apoderando de todo el campo y llega a la segunda mitad del siglo como cuenta y razón de toda investigación. El nombre señero de esta opción es el del profesor ginebrino Ferdinand de Saussure (1857-1913), cuyo libro Curso de lingüística generalapuntes de clase dictados entre 1906 y 1911 y publicados por sus alumnos Bally, Sechehaye y otros en 1916, se convirtió universalmente en la obra clave de la nueva lingüística. Tom Wolfe ni la menciona, porque su horizonte se circunscribe a lo anglosajón, pero así es.

Contra Chomsky

Pues bien, como consecuencia y superación de la metodología lingüística (aunque no solo lingüística) estructuralista, se alza la propuesta de Noam Chomsky (1928), quien a partir de la publicación de su breve obra Estructuras sintácticas (1957) se convierte en la figura universal de esta materia en la segunda mitad del siglo. Wolfe no dejará de acumular insidiosas menciones de su habilidad para posicionarse académicamente: «Oficialmente, según su expediente académico, estaba matriculado en la Universidad de Pensilvania, donde se había licenciado. Pero por la noche y en el fondo de su corazón vivía en Boston, donde era miembro de la Harvard’s Society of Fellows y se forjaba una reputación mientras trabajaba en su tesis doctoral para la Universidad de Pensilvania».

«El lenguaje no ha encontrado explicación en el evolucionismo de Darwin, que, a su pesar, se queda en el nivel de las especies animales».

La verdad es que el prestigio de Chomsky es bien merecido y que su fundamento, que se prolonga hasta las actuales investigaciones cognitivistas, está basado en una nueva orientación que ha revolucionado la lingüística: si uno se conforma con describir la estructura de cada enunciado que se va encontrando realiza una tarea en cierto modo repetitiva, que no tiene fin: dice en cada caso que hay lo que hay. Era preciso aceptar el desafío de buscar la gramática que explique todos y solo los enunciados interpretables y correctos de cada lengua. Claro que si me enfado y digo que te frían un paraguasno sé si el enunciado es correcto, ya que tal vez el sustantivo objeto directo debe contener el sema (+alimento), pero, desde luego, es interpretable, diga lo que diga la gramática.

A Wolfe le parece que la guinda se la puso a Chomsky la reseña del libro Conducta verbal de B. F. Skinner que publicó en la revista LanguageY la verdad es que se las ha arreglado para dejar al conductismo sin sitio. «Para Skinner un típico ejemplo de control de estímulo sería reaccionar a una pieza musical con la palabra Mozart o a un cuadro con la repuesta holandés. Se afirma que tales reacciones están bajo el control de propiedades sumamente sutiles del objeto o hecho físico. Supongamos que en vez de holandéshubiéramos dicho desentona con el empapelado, creía que te gustaba el arte abstracto, nunca lo había visto, está torcido, está muy bajo, precioso, horrible, ¿te acuerdas de la acampada que hicimos el verano pasado? O cualquier cosa que nos venga a la cabeza cuando miramos un cuadro; Skinner solo podría decir que cualquiera de esas respuestas está controlada por otra propiedad de estímulo del objeto físico. Este mecanismo resulta tan simple como vacío».

Está claro, aunque no se pueda desconocer la importancia del contexto en la comunicación lingüística, que la relación estímulo-respuesta no es la clave de la comunicación.

Pero Tom Wolfe se rebela contra la idea de que existe otra explicación que resida en determinados universales y vuelve a su argumento del «papamoscas» y el sabio oficial. Daniel L. Everett, antiguo profesor invitado en el MIT en los años 80 mientras preparaba el doctorado en Lingüística por la Universidad de Campinas (Brasil), chomskiano hasta la médula, decide hacer trabajo de campo con la lengua de la tribu pirahä, aislada en las profundidades de la vasta cuenca amazónica del Brasil, y publica en 2005 un artículo con sus resultados en el número de agosto-octubre de Current Anthropology. Así lo cuenta Wolfe: «En general, a Chomsky lo aburrían mortalmente todas aquellas lenguas inanes que los anticuados «papamoscas» como Everett seguían trayendo del “campo”. Pero aquel artículo era una afrenta dirigida contra él personalmente, a su nombre, e insistía en dos cuestiones: primera, en aquella lengua insignificante, el pirahä, no había recursividad, ninguna en absoluto, lo que de inmediato reducía la ley de Chomsky a una simple característica que solo se encontraba en la lenguas occidentales; y segunda, era la propia cultura distintiva de los pirahä, su singular forma de vida, la que estructuraba la lengua, no el órgano del lenguaje ni la gramática universal, ni la estructura profunda, ni el dispositivo de adquisición del lenguaje, que según Chomsky eran comunes a todas las lenguas (…).

«Wolfe fue un dandi, un conservador (partidario del Partido Demócrata, pero votante confeso de Bush), el enfant terrible que puede escribir libros como este que se lee de un tirón.»

»Chomsky no quería saber nada. Sobre todo no quería oír hablar de las tradiciones de los pirahä, que tanto fascinaban a los demás, como su forma de dar las buenas noches, que era: no duermas… hay serpientes.

»Y las había… anacondas de diez metros de largo que pesaban 230 kilos, acechando cerca de la orilla en las aguas poco profundas del Maici, capaces de envolver a un jaguar —o a un hombre— y aplastarlo para tragárselo luego entero…; víboras de la especie bothrops insularisque al morder inyectan una hemotoxina que desintegra inmediatamente las células sanguíneas, lo que las convierte en las serpientes más peligrosas del mundo…; corpulentas boas arborícolas, que pueden descender de las ramas de un árbol para asfixiar un ser humano…, además de diversos anfibios letales, insectos y murciélagos…; caimanes negros, que son gigantescos cocodrilos de hasta siete metros con mandíbulas capaces de atrapar monos, jabalíes, perros y algún que otro humano…»

En noviembre de 2008 Everett logró publicar uno de los pocos libros de lingüística verdaderamente populares, No duermas, hay serpientes, el relato de los treinta años que pasaron él y su familia con los pirahä, «la tribu más primit»… ejem…, [tributo a lo políticamente correcto] de los indígenas más rudimentarios de que se tenía conoci- miento. Años más tarde de la publicación del libro, Noam Chomsky afirmó en una entrevista concedida a la Folha de S. Paulo que Everett se había convertido en un charlatán. Everett no se tomó la molestia de contradecirlo.

Conclusión

Tom Wolfe es el creador del nuevo periodismo, un escritor que domina la crónica, ese género que puede echar mano de la imaginación para comunicar la verdad de la mentira. Fue un dandi, un conservador (partidario del Partido De- mócrata, pero votante confeso de Bush), en fin, el enfant terrible que puede escribir libros como este que se lee de un tirón.

Noam Chomsky es el lingüista por antonomasia de la segunda mitad del siglo XX, no por la defensa del mentalismo cartesiano que fustiga Wolfe en este libro, sino por descubridor de un planteamiento que ha dinamizado —un paso más— la investigación lingüística de los últimos sesenta años. Por otra parte, es anarquista, lo que yo no he logrado entender nunca. Tal vez para entender a uno y otro hay que mirar sus respectivas infancias.

¿Y el lenguaje?

Cabe imaginar un mundo de animales en el que cada uno —como pasa ahora— ha de luchar por superar los obstáculos que se le presentan en la naturaleza. Sin duda, la superación de un obstáculo puede encararse de dos formas: o uno se hace más grande que el obstáculo o hace el obstáculo más pequeño hasta volverlo manejable. Los animales todos se hacen «más grandes»: especializan sus patas para la huida, endurecen la boca para traspasar con el pico las cáscaras, afilan sus colmillos a efectos de lucha y alimentación y así sucesivamente. Sorprendentemente, empezó a haber un primate que poseía, entre otros, un poder distinto, el de hacer el obstáculo «más pequeño»: no necesitaba tenerlo delante para utilizarlo, porque lo podía nombrar.

Nominación y transformación son dos consecuencias del poder de simbolización. El pedrusco grande puede ser removido por el palo, que deja de ser tal porque le llamo «palanca» y, como recuerda Barthes evocando a Julio Verne, los personajes de su novela se hacen cargo de La Isla Misteriosa cuando la pueden cartografiar y hacen frente a las inclemencias naturales, llamando a los restos de vela, «aspas de molino» o a la piel de foca, «abrigo».

Tengo para mí que tras esta diatriba de Wolfe contra el cientificismo se encierra una clara enseñanza: después de tantos dimes y diretes sobre si el hombre desciende del mono va a resultar que el mono desciende del hombre, quien, como tuvo un don superior que incluía el lenguaje no tuvo necesidad de evolucionar. 

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Universidad y Profesor de Investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid).